José Antonio abandonó el estudio de Alexia después de besarla, pero antes de perder el control y hacerle el amor entre los lienzos. Le costó parte del alma dejarla allí esa noche, pero no podía quedarse. Bajó la escalera, y tal como había anticipado, Patricia lo esperaba.
—Esta vez estaba despierta —le aseguró a la madre de Alexia con una sonrisa.
—Me alegro.
Patricia le invitó a que lo acompañase a la cocina un instante. Quería hablar con él y que no lo oyera su hija pequeña.
—Dime una cosa, José Antonio —empezó Patricia después de ofrecerle algo de beber, a lo que él respondió que solo quería una vaso de agua.
No quería nada que pudiese alterar el sabor de Alexia que todavía le quedaba en los labios.
—La que quieras, Patricia.
—Este tratamiento experimental, ¿funcionará?
—No lo sé —le dijo sincero—, pero es nuestra mejor opción.
—¿«Nuestra»?
—Nuestra —recalcó José Antonio cogiéndole la mano—. Ahora estoy aquí con vosotras y me temo que mi hermano Sebastián también tiene intención de quedarse.
Patricia sonrió y le dio unas palmaditas en el reverso de la mano.
—Sí, me temo que sí. El capitán tampoco va a rendirse fácilmente. Y me alegro, mis dos hijas se merecen a dos hombres que luchen por ellas.
—Cierto, pero te advierto, Patricia, que tanto Sebastián como yo también vamos a luchar por ti. Y también Gabriela.
—Sí —reconoció Patricia emocionada, llevaba demasiados años siendo la fuerte de la familia—. La conocí el otro día cuando tu hermano vino a verme. Es una chica fantástica, has hecho un gran trabajo con ella.
—Gracias. —Ahora le tocó a él emocionarse—. Volveré mañana para explicarte los pasos que vamos a seguir.
—Claro, aquí estaré —le aseguró ella, tomándose la situación con el poco humor que le quedaba.
José Antonio se despidió de ella y volvió a su casa.
Cuando entró, estaba a oscuras y primero se dirigió al dormitorio de su hermana Gabriela para verla acostada y darle un beso en la frente. Estaba a punto de cumplir dieciocho años, pero para él siempre sería su hermana pequeña. Después fue a su dormitorio y se acostó pensando que tenía que encontrar la manera de no pasar más noches, ni más días, separado de Alexia.
A la mañana siguiente, José Antonio acudió pronto al hospital. Desayunó con Gabriela, y cuando su hermana le preguntó si podía ir a visitarlo al mediodía para comer también con él, aceptó encantado. Siempre disfrutaba de la compañía de Gabriela y a lo largo de los últimos días no había podido pasar mucho tiempo con ella.
Lo primero que hizo al llegar fue ir al despacho del doctor Luján. Sabía lo que iba a decirle y, aunque no le importaba demasiado el resultado de la conversación, confiaba en haber sabido interpretar el mensaje que le había dado el director ayer antes de irse de su consulta.
Llamó a la puerta y cogió aire.
—Adelante —contestó Lujan desde el interior.
—Buenos días.
—Buenos días, doctor Nualart. Le confieso que me estaba preguntando cuándo vendría a verme. Siéntese —le señaló una de las sillas—, siéntese. Me tiene en ascuas.
—¿Por qué tengo la sensación de que lleva años tomándome el pelo, doctor Luján?
—No lo sé, doctor Nualart —se rio—, pero creo que se debe a que lleva años viviendo solo a medias, y eso, mi querido doctor, enturbia la vista.
—Llámeme José Antonio. Si tiene intención de sermonearme, llámeme por mi nombre.
—No voy a sermonearte, pero sí, creo que al menos hoy dejaré el «doctor» aparcado. Dime, ¿qué has decidido respecto a la oferta del Monte Sinaí?
—Nada, no he decidido nada. O, mejor dicho, he decidido que mi decisión depende de lo que suceda en los próximos meses.
—Explícate.
—Voy a aplicar un tratamiento experimental a la señora Ávila. Ella reúne todos los requisitos y ha aceptado seguirlo.
—Lo sé. Y estoy de acuerdo contigo, es la mejor candidata, la única en realidad.
—Mientras ella esté en tratamiento, no me iré a ninguna parte.
—De acuerdo —accedió Luján, que en ningún momento había tenido intención de oponerse.
—Si el tratamiento funciona y la señora Ávila sale de esta, solo me plantearé irme a Nueva York si Alexia viene conmigo.
—¿Alexia? ¿La hija de la señora Ávila, la fotógrafa? —le preguntó Luján enarcando una ceja.
—Sí.
—¿Y si el tratamiento no funciona?
—Eso no cambiará mi respuesta; solo me plantearé irme a Nueva York si Alexia viene conmigo.
—¿Eres consciente de lo que estás diciendo, José Antonio? Si rechazas la oferta del Monte Sinaí, no volverán a interesarse por ti nunca más. Estas cosas solo pasan una vez en la vida.
—No, Alexia solo sucede una vez en la vida. Lo demás, tiene arreglo. Dígame, si al final no voy a Nueva York, ¿qué pasará con mi trabajo en el hospital? —No le importaba demasiado la respuesta de Luján, pero antes de volver a hablar con Alexia quería saber a qué atenerse.
—Oh, no sé —Luján entrelazó los dedos—, eres el niño mimado del hospital. —Le sonrió—. Creo que aunque solo sea para llevarles la contraria a los americanos dejaremos que te quedes aquí y seguiremos apoyándote. ¿Qué te parece?
José Antonio parpadeó atónito.
—Me parece muy bien —le contestó poniéndose en pie. Y entonces hizo algo que nunca se había imaginado hacer con Luján: le tendió la mano y le dio las gracias.
Luján se la estrechó con sinceridad y le dijo:
—Y ahora largo de aquí y ponte a trabajar.
José Antonio se fue e hizo exactamente eso. A lo largo del día consiguió reunir la información necesaria para empezar a preparar el tratamiento de la madre de Alexia. Al mediodía comió con Gabriela en la cafetería del hospital, y sí, Mónica los fulminó con la mirada las dos ocasiones que se cruzaron por el pasillo, pero le dio completamente igual.
Gabriela no tardó en darse cuenta de que estaba distinto, y así se lo hizo saber a su hermano.
—¿Sabes una cosa? Creo que el nombre de doctor Maligno ya no te vale.
—¿Ah, no? ¿Por qué lo dices? Ahora que empezaba a cogerle cariño… —Se burló de ella y bebió un poco de agua.
—Durante la comida has sonreído cuatro veces, cinco si cuento la de ahora.
—Cuéntala.
—Y me tomas el pelo, ni siquiera sabía que eras capaz de hacerlo.
En aquel instante les interrumpió Leal, quien siempre que aparecía Gabriela se acercaba a saludarla porque le recordaba mucho a su hija pequeña.
—Hombre, mira quién está aquí, la manitas que me rompió la última cafetera.
—Hola, Leal, no la rompí, la arreglé —le contestó Gabriela, sonriéndole como hacía siempre.
—No sé, no sé. ¿Qué te apetece hoy de postre? ¿Vas a variar o te traigo directamente el pastel de chocolate?
Gabriela lo miró como si se hubiera vuelto loco y Leal fue a por el pastel.
—¿Vas a contarme por qué estás tan contento o tengo que sonsacártelo?
José Antonio nunca le había contado a nadie que estaba enamorado y se dio cuenta de que era difícil, o que lo sería si la persona que tuviera delante no fuese Gabriela.
—¿Te acuerdas de cuando murió papá?
Gabriela dejó de sonreírle y lo miró a los ojos. Esos días habían sido muy difíciles para ambos, y a pesar de la edad que tenía en ese momento, se le habían quedado grabados en la mente.
—Por supuesto que me acuerdo.
—¿Recuerdas una noche que estaba muy triste y me preguntaste por qué?
Gabriela enarcó una ceja y levantó la vista en busca de ese recuerdo en concreto.
—Sí, estábamos en la cocina. Tú me habías preparado leche caliente y te vi muy preocupado. Creo que habías llorado, aunque lo negaste, y te pregunté qué te pasaba. —Hizo una pausa y entrecerró los ojos—. Y me dijiste que echabas mucho de menos a una persona, a una chica, y que no podías hablar con ella.
—Exacto.
—Después —siguió Gabriela, ahora que había dado con ese detalle el resto de la historia apareció en su mente—, te fuiste a Madrid un fin de semana y cuando volviste te pregunté si habías encontrado a esa chica. Y tú me dijiste que no, que la habías perdido para siempre y que no te volviese a preguntar por ella. Es verdad, lo había olvidado.
—Yo no —señaló José Antonio, fascinado con la capacidad memorística de Gabriela.
—Y bien, ¿la has encontrado?
—La he encontrado y esta noche voy a pedirle que venga a cenar a casa.
Gabriela se levantó de la mesa, olvidándose por completo del pastel de chocolate que un camarero le había puesto delante, y abrazó a su hermano.
Después de despedirse de Gabriela, que no dejaba de sonreírle y de decirle que ya era hora de que se hubiese convertido en humano, José Antonio llamó a Alexia. Notó una leve presión en el pecho al llamarla de esa manera, porque sí, por primera vez. Le parecía tan maravilloso tener esa normalidad con ella, que durante un segundo temió que se echara todo a perder.
Alexia tardó muy poco en contestarle.
—¿Sí?
—Hola —la saludó mientras se la imaginaba.
—Hola —respondió ella con un suspiro, y José Antonio casi se olvida de respirar—. ¿Cómo estás?
—Bien —creyó adivinar que Alexia se sonrojaba—, ¿y tú?
—También bien, más o menos.
—Necesito verte —dijo entonces él, porque sencillamente era la pura verdad, pero Alexia le malinterpretó y se asustó.
—¿Le ha sucedido algo a mi madre? ¿Ha pasado algo con el tratamiento? ¿Te han prohibido hacerlo?
—Eh, no, tranquila, siento haber sido tan misterioso. No quería asustarte.
—¿Mamá está bien?
—No sé nada de ella, así que supongo que está bien. Si sucede algo, la enfermera que la atiende en vuestra casa se pondrá en contacto conmigo y con vosotras. Puedes estar tranquila.
—Oh, de acuerdo. Lo siento.
—No, no pasa nada. Lo entiendo —hizo una pausa y dejó que ella le oyese soltar el aliento—, pero sigo teniendo ganas de verte. Me gustaría contarte lo de Nueva York —se apresuró a añadir—. Y esta noche quiero que vengas a cenar a mi casa. Quiero que conozcas a Gabriela.
La línea se quedó en silencio y José Antonio esperó.
—¿Te gustaría ver mi estudio de fotografía? —le sorprendió ella entonces.
—Claro —afirmó—, dame la dirección y voy.
Alexia se la dio y José Antonio se apresuró a concluir el trabajo que tenía pendiente para poder ir a verla.
El estudio fotográfico de Alexia era muy pequeño y acogedor. Estaba cerca de una librería y de una zona poblada de cafés. Alexia había acudido allí esa mañana para terminar un par de encargos que iban a recogerle en los próximos días y porque, por primera vez en mucho tiempo, se había planteado la posibilidad de adecuar una de las salas que tenía para hacer fotografías para documentos de identidad en un pequeño estudio para pintar. Después de lo que había sucedido el día anterior con José Antonio, y en especial desde que él le había dicho que la amaba, sentía un cosquilleo casi incontenible en los dedos y en su mente había empezado a imaginar trazos de vivos colores.
Podía incluso tocarlos.
Cuando le sonó el teléfono y vio que era él, primero se asustó, y no solo por su madre, sino porque pensó que José Antonio había cambiado de opinión. Se reprendió a sí misma, se dijo que él no haría tal cosa y que no lo haría porque ella era increíble y le quería. Y él jamás encontraría a una mujer que lo amase como ella.
Eso del amor, pensó sorprendida, daba mucha seguridad, además de felicidad y de un deseo prácticamente insoportable. Alexia siempre había deseado a José Antonio, desde el principio, desde el mismo día en que comprendió qué significaba sentirse atraída por un hombre… Pero ahora, ahora era ridículo, bastaba con que José Antonio apareciera y le sonriera para que ella tuviese ganas de arrancarle la ropa, besarle y poseerlo allí donde estuviera.
—¿Hola?
Ya estaba, había oído su voz y se le habían derretido las rodillas. La sangre le circuló más espesa por las venas y corrió a buscarlo.
José Antonio cerró la puerta a su espalda y tuvo el tiempo justo de reaccionar y coger a Alexia por la cintura antes de que ella lo besara. Ella le sujetó el rostro, le acarició las mejillas un segundo y después enredó los dedos en la nuca para besarlo y no parar nunca. Fue él el que tuvo que apartarse para coger aire.
—Dios, Alexia, ¿qué tengo que hacer para que me beses así cada día?
—Nada —le aseguró ella sin más—, estar a mi lado.
Él se agachó para darle otro beso, suave y arrollador por su ternura.
—¿Así que este es tu estudio? No puedo creerme que en estos últimos años no nos hayamos cruzado nunca por Cádiz.
—Yo tampoco. —Alexia se apartó y fue a cerrar la puerta. Giró el cartelito que ponía «cerrado»—. Ven, quiero enseñarte algo.
José Antonio la cogió de la mano y se dejó llevar. Alexia le contó la clase de fotografías que hacía y que había sido la única manera que había encontrado de compaginar su eterno amor por el arte y su ausencia de ganas de pintar.
—Pero ayer estabas pintando —le señaló él.
—Sí, ayer fue la primera vez en más de dos años que cogí un pincel. Y quiero volver a hacerlo. Quiero convertir esta parte del estudio en un taller para pintar y dibujar. ¿Crees que es buena idea?
Que ella le preguntase su opinión en algo tan profundo y significativo, le emocionó profundamente y le costó encontrar la voz.
—Me parece que es una idea brillante.
—Gracias. Llevo toda la mañana con ganas de pintar, de dibujar. Cuando vivía en Madrid, siempre llevaba un cuaderno conmigo.
—Me acuerdo. —Se acercó a ella porque no podía seguir alejado y le dio un beso—. Me dibujaste en el metro. Y en el parque —añadió después de otro.
—Sí, en esos dos dibujos estás de espalda. Llegué a sospechar que, si algún día te dibujaba de frente, desaparecerías. No lo hice, y despareciste de todos modos.
José Antonio vio que ella tenía un escalofrío y la abrazó.
—No desapareceré, ni ahora ni nunca.
—Lo sé —le aseguró, aunque todavía le costaba creerlo—. ¿Qué es eso de Nueva York que querías contarme?
José Antonio se dio cuenta de que cambiaba de tema y la soltó.
—Te propongo algo —le sugirió—. Yo te cuento lo de Nueva York si tú, mientras, me dibujas.
—¿Ahora, aquí? No tengo nada.
—¿No tienes un lápiz y una hoja de papel? No te creo, antes me has dicho que hacías sesiones infantiles, así que seguro que tienes cientos de ceras de colores y algún que otro papel. Tú misma; si no me dibujas, no te cuento nada.
Vio que había un taburete, probablemente el que utilizaba para sacar las fotos de los pasaportes, y se sentó en él.
—A veces odio que seas tan listo —farfulló Alexia mientras cogía un cuaderno y un lápiz—. Siéntate y no te muevas.
Alexia empezó de mala gana, molesta por la manipulación de José Antonio, porque él la conociera tan bien que sabía cómo hacerlo, pero la voz de él la tranquilizó y al cabo de unos minutos se estaba dejando llevar por los trazos del lápiz de carbón.
Dibujó cada plano del rostro de José Antonio, las curvas que enmarcaban sus ojos y sus labios, el mentón y la mandíbula, las cejas, y se quedó perdida en sus ojos. No se dio cuenta de que él se había callado hasta que notó que le acariciaba el pelo. Ni siquiera había visto que se había levantado.
—¿Puedo verlo? —le preguntó.
Alexia no contestó, apartó la mano con la que de un modo inconsciente protegía el dibujo y se quedó sin habla al ver lo que había creado con sus propias manos. Era tan obvio que amaba al hombre que había dibujado, que notó que se le humedecían los ojos cuando le pasó el cuaderno a José Antonio.
—Gracias —dijo él.
José Antonio miró el dibujo, acercó los dedos a la hoja pero al final no la tocó, y con la mano un poco insegura dejó el cuaderno encima del taburete en el que había estado sentado. Él y Alexia estaban en la habitación que ella utilizaba para hacer fotos de estudio; había almohadones en el suelo, una especie de paraguas blanco, un par de cajas llenas de pañuelos de colores y dos sillas. Y una cama de hierro blanco que hacía las veces de banco.
—Me da igual lo de Nueva York; lo único que me importa es estar contigo, José Antonio. Te necesito —le dijo ella de repente—. Te amo. Sé que ahora mismo mi vida es complicada, y sé qué no tengo derecho a pedirte nada, pero voy a hacerlo. Espérame, por favor. Dime qué tengo que hacer para no perderte otra vez, por favor.
—Alexia —suspiró—, tú puedes pedírmelo todo. Y no tienes que hacer nada, absolutamente nada, para estar conmigo. —Le dijo lo que ella le había dicho antes—. No tienes que hacer nada. Si me amas…
—Te amo.
—Entonces todo saldrá bien. ¿Confías en mí?
—Tanto como tú en mí.
Fue la mejor respuesta que ella podría darle, y José Antonio la comprendió y la atesoró dentro de él. La besó, y cuando ella le devolvió el beso no hizo nada para contener las ansias que dominaban su cuerpo siempre que Alexia lo tocaba. La besó, entró en sus labios mientras le desabrochaba el vestido, le acarició la piel y se estremeció cuando notó que ella tiraba de la camisa que llevaba para sacarla del interior de los pantalones.
—Prométeme que volverás a pintar —le pidió él antes de recorrerle el cuello a besos—. Prométemelo.
—Trata de impedírmelo —susurró ella acariciándole por encima del pantalón.
José Antonio movió las caderas en busca de más presión.
—Pero el dibujo que acabas de hacer es mío, ¿de acuerdo? Ese dibujo no va a verlo nunca nadie más.
La cogió en brazos y la besó apasionadamente.
—¿Por qué? —le preguntó ella, intrigada, cuando José Antonio la tumbó en la cama y empezó a desnudarse.
—Porque es mío y porque no quiero que nadie más vea lo mucho que me amas y me deseas.
Alexia le habría dicho que era un engreído si no fuera la pura verdad; además, él se había quitado la camisa y le costaba pensar.
José Antonio le quitó los zapatos y la ropa interior, y después hizo lo mismo con los suyos y con los pantalones, y también con los calzoncillos. Se tumbó junto a Alexia y le recorrió el cuerpo a besos, le hizo cosquillas, y descubrió que a ella le volvía loca que le susurrase al oído. Después, cuando ninguno de los dos pudo seguir soportando que el deseo aumentase, entró dentro de ella y le hizo el amor.
Igual que quería hacérselo durante el resto de su vida.
Apoyó el peso de su cuerpo en los antebrazos y besó a Alexia con los sentimientos que siempre había sentido por ella. Se apartó un poco, la penetró despacio, y volvió a hacerlo. Una y otra vez. Ella gimió debajo de él, le suplicó que siguiera, que parase, que acabase con ese tormento. El sudor de sus cuerpos les había pegado el uno al otro, o quizás eran sus pieles que se negaban a separarse. Su erección estaba tremendamente excitada y temblaba cada vez que Alexia se apretaba a su alrededor.
—Mírame, Alexia —le pidió, y, cuando ella abrió los ojos, se permitió impregnarse del amor que veía en ellos antes de decirle—: Te amo.
Ella se estremeció, pero él retrocedió lo justo para evitar que alcanzase el orgasmo.
—Dios, José Antonio, no puedo más. Haz algo.
Él sonrió y repitió.
—Te amo. —Y volvió a retroceder.
—Yo también te amo —sollozó ella—. Te amo.
José Antonio la recompensó besándola, pero siguió controlando los movimientos de sus caderas, y cuando ella movió las manos, las capturó y entrelazó los dedos con los de ella para que tampoco pudiera moverlas.
—Por favor, José Antonio.
—Tranquila, amor, solo necesito que me des algo más.
—¿Qué más quieres? —le preguntó; el placer le dominaba el cuerpo, el amor la mente y el alma—. Te lo he dado todo.
—Y yo a ti —le aseguró él, besándola de nuevo. Esta vez él también se estremeció y tuvo que apoyar la frente en la de ella y apretar la mandíbula para no terminar—. Alexia, necesito… necesito que me prometas que vamos a vivir juntos.
—Sí —sollozó Alexia.
—A partir de hoy. —José Antonio movió las caderas y empezó a perder el control—. Prométemelo. No puedo estar una noche más sin ti. No puedo. No puedo.
Alexia, que hasta entonces se había rendido a los besos y a las caricias de José Antonio, tomó la iniciativa un segundo y capturó el labio de él entre los dientes. Lo mordió y pasó la lengua suavemente por encima.
Él la miró con los ojos negros, brillantes, ardiendo.
—No tienes por qué.
—¿Lo dices en serio? —le preguntó José Antonio quedándose inmóvil un segundo. Una gota de sudor le resbaló por el torso y cayó en la piel de Alexia—. Dime que lo dices en serio.
—Puedes quedarte en mi casa, o, si quieres, yo puedo ir a la tuya. No me importa. Solo tengo una condición.
—¿Cuál? La que quieras —añadió.
—Termina de hacerme el amor.
José Antonio dejó de contenerse, la besó con todo el cuerpo, estrechó los dedos que seguía sujetándole, y se entregó a ella.
Le hizo el amor; en realidad, siempre se lo había hecho.