22

ELLA

Estaba en la habitación del hospital con mamá cuando ha aparecido Mónica Quintana. Al principio me he sorprendido, pero, cuando he visto el modo en que me miraba, me he inquietado. He desviado la vista hacia mamá y Mónica también, y cuando ha visto que estaba dormida se ha acercado decidida hacia mí.

—Vengo a hablar contigo —ha dicho sin rodeos.

—¿No puede esperar?

—No.

—De acuerdo. —Me he levantado resignada de la silla que ocupaba al lado de la cama y me he acercado a la ventana haciéndole una seña para que me siguiera—. Tú dirás.

—José Antonio rompió conmigo hace unas semanas.

—Lo siento.

—No es verdad.

—Tienes razón —he reconocido—. No es verdad.

—Sabía que era por ti. —Se ha regodeado satisfecha—. Pero eso ahora da igual. La verdad es que no me importa, como si se ha acostado mil veces contigo.

—No se ha acostado ninguna —le he dicho furiosa de que le dé igual contar o no con la fidelidad de José Antonio. Él ni siquiera me besó ese día en el pasillo y yo deseaba que lo hiciera.

—Tal como te he dicho, me da igual. Lo que tenemos José Antonio y yo no se basa en eso. —El presente me ha molestado. Mucho—. José Antonio y yo tenemos una relación que se basa en el respeto y en la confianza, tenemos un objetivo común: prosperar, labrarnos un futuro.

—Felicidades, me alegro por vosotros.

—Le han ofrecido irse a Nueva York, a uno de los mejores hospitales del mundo, en lo que a su especialidad se refiere.

—Lo sé, me lo ha dicho.

He sentido una gran satisfacción al ver que la cogía desprevenida.

—¿Y te ha dicho que les ha pedido información sobre un método experimental para tratar el cáncer?

Supongo que, en aquel instante, Mónica también se ha sentido satisfecha de cogerme desprevenida.

»—Sí, eso ha hecho. Al parecer les ha dicho que considerará su oferta si lo ayudan con una paciente, con un caso muy difícil y muy importante para él. José Antonio es así, un caballero, estoy segura de que quiere ayudar a tu madre, porque las dos sabemos que ella es la paciente de la que habla, antes de irse.

—Es completamente libre de irse.

—Lo sé. Además, hoy mismo han contestado los del Monte Sinaí diciéndole que nos esperan, a él y a mí, cuanto antes, y que están impacientes por dejarle probar cualquier método que quiera con esa paciente tan especial.

—¿Por qué me estás contando esto?

—Porque quiero explicarte cómo funciona esto. Si José Antonio rechaza ahora irse a Nueva York, su carrera no se recuperará jamás. Ni allí, ni aquí en España. Él está dispuesto a ayudar a tu madre, y eso le honra, supongo, pero no creo que quieras que se quede contigo por lástima, ¿no?

Cuando Mónica me ha dicho eso, me he acordado de las veces que mi padre me dijo que estaba con mi madre por lástima y he querido morir. Por nada del mundo querría que José Antonio sintiera algo tan vacío y tan poco sincero como la lástima. La lástima no sustituye al amor, termina amargándolo, y destrozando a la persona que la recibe. Mi padre le fue infiel a mi madre, una vez tras otra, y se escudaba diciendo que no la dejaba porque le tenía lástima.

En realidad, el que daba lástima era él, por supuesto, pero yo tardé años en comprenderlo. Pero lo hice, al final lo hice y le planté cara, y le grité y le insulté cuando la abandonó porque el cáncer hacía que fuese muy poco práctico seguir casado con ella.

Yo no iba a darle lástima a nadie.

—Vete de aquí, Mónica —le he dicho entre dientes—. Vete de aquí y no vuelvas a acercarte a mí o a mi madre. Lo que suceda o no entre José Antonio y yo no es asunto tuyo.

—¿Sucede algo, doctora? —La voz de mi madre nos ha sorprendido a ambas.

—No —Mónica ha reaccionado la primera—, solo he pasado a ver cómo estaba.

Mónica se ha despedido y se ha ido sin mirarme, y cuando hemos vuelto a quedarnos solas, mamá me ha hablado con voz mucho más firme que antes.

—Esa mujer no me gusta.

—A mí tampoco. —He conseguido sonreír.

—Quiero irme de aquí, Alexia. Quiero estar en casa. Pregúntale a ese médico tuyo si podemos irnos, seguro que a ti te hará más caso que a mí.

He sonreído y al cabo de unos minutos ha llegado Cecilia. No le he contado lo que ha sucedido con Mónica, porque nunca he llegado a explicarle lo que pasó —pasa— entre José Antonio y yo, pero además hoy ha llegado con el rostro desencajado y he preferido buscar un tema de conversación más divertido para todas. Cuando el ambiente se ha relajado un poco, me he despedido de mamá y de Cecilia y les he prometido que volvería más tarde.

Y en el pasillo me he encontrado con José Antonio.

Le he seguido a su despacho consciente de que iba a contarme lo de Nueva York y de que iba a ocultarme las consecuencias que tendría para él no aceptar la invitación de ese prestigioso hospital. Y me he dado cuenta, otra vez, de lo mucho que lo amo.

Y del daño que puedo hacerle.

No he podido soportarlo; saber que terminaría perdiéndole me ha roto el corazón y he necesitado —oh, Dios, cómo lo he necesitado— estar con él. Aunque fuera solo una vez más.

Le he hecho el amor, no le he ocultado nada de lo que siento, de lo que siempre he sentido por él y siempre sentiré, pero no se lo he dicho. Espero que algún día lo entienda, que cuando se acuerde de mí sea con cariño y sin el resentimiento de antes.

Me he ido sin dejarle hablar, sin darle la oportunidad de detenerme.

Y él no me ha seguido.

Cecilia y yo nos hemos llevado a mamá del hospital; al salir, mamá le ha dicho a la enfermera de José Antonio que llamaría para concertar una cita. La mujer, una señora encantadora que es la que nos ha facilitado el alta, nos ha prometido que mañana a primera hora el doctor Nualart se pondría en contacto con nosotras.

Y aquí estoy ahora, en mi estudio, pintando por primera vez en años.

Son las diez de la noche cuando oigo el timbre de casa y asomo la cabeza por la puerta del estudio para ver quién es. Mamá ha ido a abrir, se ha negado a acostarse tan pronto porque dice que está harta de estar en la cama.

—¿Quién es, mamá?

Oigo que se cierra la puerta y llego a la conclusión de que era alguien que se había perdido o equivocado de casa. Cojo un pincel y lo empapo con pintura roja. Lo coloco sobre el lienzo cuando su voz me detiene.

—Soy yo.

Me giro y el pincel me resbala por los dedos hasta el suelo.

—José Antonio…

—Sí, no voy a permitir que vuelvas a alejarte de mí, Alexia. —Entra en el estudio y cierra la puerta con el pie—. He cometido ese mismo error dos veces y no habrá una tercera. Si no me quieres, tendrás que echarme de tu vida, y créeme, te lo pondré difícil. Muy difícil.

Está pegado a mí, sus manos me sujetan la cintura y noto que flexiona los dedos.

—Voy a hacerte daño —farfullo.

—Lo harás si me echas de nuevo de tu lado —reconoce él—. No lo hagas.

—José Antonio, yo… —me pongo a llorar desconsolada y él, el muy idiota, me abraza y me pega a él con todas sus fuerzas— yo… yo.

—Lo sé. He sido un estúpido, no puedo creerme que te dejase escapar así, sin más. Lo único que puedo decir en mi defensa es que era joven, idiota, y que mi orgullo no se tomó nada bien que no confiarás en mí y que —tiene que terminar esa frase, por el bien de los dos tiene que terminarla— que te acostaras con otro.

Cuando le oigo decir eso en voz alta, vuelvo a sentir la desolación de hace unos años, la frustración por no poder volver atrás en el tiempo e impedirme a mí misma cometer ese error.

—Lo siento, José Antonio. Lo siento tanto. —Creo que son las palabras exactas que le dije hace años.

Él me abraza con fuerza. No sé quién de los dos tiembla más, pero poco a poco me suelta y me acaricia el pelo mientras yo sigo llorando. Noto sus manos apartándome el pelo, secándome las lágrimas con los pulgares, y con cuidado me echa la cabeza hacia atrás para mirarme.

—Lo sé, Alexia, sé que lo sientes. Y yo también. Siento no haberte escuchado, no haberte dado la oportunidad de explicarte y siento no haber sabido encontrar el modo de convencerte de mis sentimientos, porque si lo hubiera hecho… —Se queda sin voz y se humedece el labio antes de continuar—. Ahora sé que, si lo hubiera hecho, tú no habrías dudado de mí.

—Oh… No, no, por favor. —Flexiono los dedos en su camisa arrugada y empapada por mis lágrimas—. Tú no tuviste nada que ver. En Madrid, cuando estuvimos juntos, fue maravilloso. No dudé de ti. Dudé de mí.

—¿Dudaste de ti?

—Mi padre vino a verme unos días después de que te fueras —empiezo a explicarle, y me cuesta asumir que hubo una época en la que ese hombre, mi padre, tenía tanto poder sobre mí—. Me dijo que te había visto en Cádiz.

—Vino al funeral de mi padre —me explica José Antonio resolviendo así otra duda.

—Yo no podía entender que hubieras ido a Cádiz sin decírmelo.

—Fui a tu piso antes de irme, pero no estabas.

Le miro y no puedo evitar ponerme de puntillas y darle un beso. Cuando me aparto él, vuelve a apartarme el pelo y me mira a los ojos.

—Tuve que irme, tenía que coger el tren hacia Cádiz. Mi hermana me había llamado histérica diciéndome que mi madre quería enviarla a un internado en Galicia porque no estaba dispuesta a quedarse en Cádiz y seguir cuidando de ella.

—Dios mío —farfullo atónita. Recuerdo que, en el pasado, José Antonio me contó que su madre era una materialista que no se preocupaba por sus hijos, pero amenazar así a Gabriela, que entonces tenía doce años, justo después de la muerte de su padre, me parece una crueldad.

—Si hubiera podido, te habría esperado.

—¿Por qué no me llamaste? —me atrevo al fin a preguntarle.

—Esa es la parte más ridícula de la historia. Cuando salía de mi apartamento, vi a un niño que iba a cruzar la calle sin mirar. Le habrían atropellado, así que le sujeté por el cuello del abrigo y le aparté de la acera. Al hacerlo, se me cayó el móvil al suelo y un coche le pasó por encima. Lo destrozó. No me sabía tu número, apenas acababas de dármelo. Cuando llegué a Cádiz, las tiendas de los móviles estaban cerradas, tampoco había tantas como ahora, y después empecé una especie de cruzada para conseguir un duplicado. Supongo que podría habérselo preguntado a tus padres o a tu hermana, pero entre el funeral, ocuparme de tranquilizar a Gabriela, discutir con mi madre para que me dejase hacerme cargo de ella…

—Shh, no digas nada más. No fue culpa tuya —le aseguro y le abrazo de nuevo. Quiero esconder mi rostro en su torso y volver a absorber su calor—. Mis inseguridades sacaron lo peor de mí, me sentí abandonada y rechazada, cuando en realidad tú habías hecho todo lo contrario. Y reaccioné mal, pensé que eras igual que mi padre, que, por cierto, vino a Madrid para decirme que estaba pasando unos días con su amante y que si mi madre me llamaba tenía que cubrirle las espaldas. Me pasé días esperando tu llamada, que vinieras a verme, negándome a creer lo evidente. Mi padre te había visto, tu vecina me dijo que tenías novia, y al final me rendí. Tendría que haber confiado más en ti.

—Mírame, Alexia, por favor —me pide muy serio, y aparto el rostro para buscar sus ojos—. Sí, daría lo que fuera para que no te hubieras acostado con Rubén esa noche.

Se me llenan de nuevo los ojos de lágrimas y espero a que continúe.

—Pensé en ti —le confieso—. Mientras estaba con Rubén pensé en ti. —Es un detalle sórdido, pero es lo único que me ha ayudado a soportar el recuerdo de esa noche desde entonces.

José Antonio aprieta la mandíbula y tras coger aire vuelve a hablar.

—Odio que te acostaras con él, lo odio con todas mis fuerzas. Eso no va a cambiar jamás. Pero a ti te amo, Alexia. Sí, odio ese recuerdo, pero no lo bastante como para perderte a ti. Sé lo que se siente al estar sin ti; me muero por dentro. Dejo de sentir hasta que me convierto en un hombre miserable que, cuando el destino le concede el regalo de volverte a ver, se acuesta contigo sin dejarte hablar. Odio que te acostaras con Rubén, pero ese odio es insignificante, ridículo, prácticamente inexistente si lo comparo con todo el amor que siento por ti. Te amo; de adolescente, tus miradas me salvaron la vida en los pasillos del colegio. En Madrid, cuando me enamoré de ti, descubrí que era capaz de amar y fue maravilloso. En Nueva York, cuando te encontré, aprendí que la pasión no puede forzarse, que solo la siento por ti, que me haces perder la cabeza y que me reduces a puro instinto. Y ahora, ahora que por fin creo que he aprendido a hacerlo bien, he aprendido que lo que siento por ti no depende de si es cómodo o práctico, ni siquiera me importa si tiene sentido. Te amo, Alexia. No voy a dejarte ir; si me alejas de ti, te seguiré. No volveré a dejar que un estúpido error, por doloroso que sea, se entrometa entre nosotros. Y si tú me amas, ningún error podrá hacerlo jamás.

No puedo hablar, el corazón me golpea las costillas, y tiemblo tanto que creo que voy a romperme.

—¿Cómo sabes que no voy a volver a serte infiel?

—Oh, Alexia. —Agacha la cabeza y me besa. Me besa con toda el alma, me separa los labios con la lengua y la introduce en mi boca buscando cada rincón, sin dejarme nada libre de su sabor. Suspira pegado a mi boca, le siento meterse dentro de mí, su propio aliento corre ahora por mis venas—. Sé que no lo serás.

—¿Por qué?

Necesito saberlo.

—¿Tú crees que yo te seré infiel? ¿Crees que si me das las oportunidad de pasar el resto de mi vida a tu lado me iré con otra? ¿Que te dejaré igual que tu padre hizo con tu madre?

José Antonio ve dentro de mí, siempre ha sido así. Por eso, cada vez que nos hemos separado me ha dolido tanto… y por eso cada vez que nos hemos encontrado nos hemos enamorado.

—No —le digo estupefacta.

—¿Estás segura? Tal vez lo sea algún día —me provoca.

—Estoy segura, tú nunca me serás infiel.

—¿Cómo lo sabes? —Creo que intenta contener una sonrisa.

—Oh, Dios mío… —Me llevo una mano a los labios para contener el llanto.

—Vamos, Alexia, dímelo. Dime porque nunca voy a serte infiel.

—Porque me amas. —Una lágrima me resbala por la mejilla.

—Exacto, y por eso mismo tú no vas a serlo, porque me amas.

Tal vez debería molestarme que él haya adivinado mis sentimientos antes que yo, pero no me importa. José Antonio está dentro de mí, nunca ha dejado de estarlo.

—Te amo —le confieso en voz baja, como si fuera un secreto.

La sonrisa de él le ilumina el rostro. Está tan guapo que se me encoge el corazón y se lo entrego, torpe y magullado, con mi mirada.

—Vuelve a decírmelo.

—Te amo. Te amo. —Le rodeo el cuello con los brazos—. Te amo.

Él me levanta del suelo y me aprieta con fuerza entre los suyos. Busca mis labios, se los doy desesperada y muriéndome por sus besos.

Nos besamos. Creo que es la primera vez que alguien me besa y sonríe al mismo tiempo. Y es maravilloso.

Cuando me deja de nuevo en el suelo, entrelaza los dedos con los míos y me dice:

—Enséñame lo que estabas pintando.