21

ÉL

No sabía lo mucho que había echado de menos la presencia de Sebastián hasta que nos ha abrazado, a mí y a Gabriela, en la cocina de casa. Él y yo nos llevamos tres años y a pesar de sus problemas siempre sentí que era mi hermano mayor.

Cuando se fue tuve que crecer a la fuerza, y sí, le odié un poco por ello, pero también pensé que si algún día volvía le pediría perdón por no haber estado a su lado en lo que fuera que le obligó a marcharse.

Sebastián está muy cambiado, no solo físicamente, obviamente, sino que ahora parece un hombre distinto. Muy fuerte. Y lo cierto es que me irá bien contar con esa fuerza en mi bando, porque Sebastián nos ha dejado claro que ha venido para quedarse y que quiere formar parte de nuestras vidas. Gabriela se ha alegrado mucho y le ha abrazado, y yo también. Cuidar de Gabriela todos estos años ha sido muy gratificante, pero también he pasado miedo. Sé que nuestra madre es la culpable de que Sebastián se fuera y no haya vuelto hasta ahora, pero esta noche no se lo he preguntado. No me veo capaz de soportar otra tragedia y estoy impaciente por volver al hospital y estar con Alexia.

Mientras me ducho, pienso en la extraña reacción de Sebastián cuando le he dicho que mi paciente era Patricia Ávila. Ha insistido en acompañarme y ver a Cecilia; de hecho, lo que he visto en sus ojos cuando le he contado lo que sucedía reflejaba exactamente lo que había en los míos.

¿Sebastián y Cecilia? ¿Cómo es posible? ¿Cuándo?

Me quito el jabón y cierro el grifo. Supongo que del mismo modo que es posible lo mío con Alexia. Dios, por culpa de nuestra maldita madre, en esta casa estamos todos encerrados dentro de nosotros mismos. Espero que Gabriela no sea así, no quiero que nuestra hermana sea tan inaccesible emocionalmente como nosotros.

Vamos en coche al hospital. No interrogo a Sebastián acerca de Cecilia porque intento meterme en su piel, y si a mí, ahora alguien me preguntase por qué quiero estar con Alexia, creo que le daría un puñetazo. Lo único que hago es advertirle de que no le haga daño. No quiero tener que explicarle a Alexia que mi recién aparecido hermano mayor ha hecho sufrir a su hermana en estos momentos.

—Espérame dentro de dos horas en la cafetería. Si quieres irte antes, coge el coche. —Le lanzo las llaves mientras entramos en el hospital—. Yo me las apañaré para volver a casa.

—No te preocupes. —Coge las llaves al vuelo—. Te esperaré.

Me despido de Sebastián fascinado por lo fácil que nos ha resultado sincronizarnos como hermanos y odio a mi madre por habernos separado. Sé que ella fanfarronea de mí, que cuenta que tiene un hijo médico que es muy brillante, pero no puedo soportarla. Lo que intentó hacerle a Gabriela me hiela la sangre y el modo en que siempre ha despreciado públicamente a Sebastián me repugna. Si pudiera verlo ahora, convertido en capitán de la Capitanía de Cádiz y lleno de medallas, seguro que cambiaría de opinión. Es falsa, egoísta, y nunca nos ha querido. Es casi un milagro que nosotros tres nos queramos tanto.

Sigo andando por el pasillo, quiero detenerme en mi despacho un segundo antes de ir a la habitación de Patricia. Voy a repasar de nuevo los últimos análisis y voy a escribirle un correo a uno de los médicos del Monte Sinaí. Si tantas ganas tienen de que vaya con ellos, van a tener que demostrármelo y se me ha ocurrido el modo perfecto para que lo hagan. Leí hace meses que existía un nuevo tratamiento para el tipo de cáncer que sufre Patricia, así que, si quieren que me plantee la posibilidad de irme con ellos, van a tener que dejar que lo pruebe con ella.

No voy a contarles nada a ellas, ni a Patricia, ni a Alexia, ni a su hermana, prefiero esperar a recibir la respuesta.

Escribo el correo, adjunto todos los datos, no sé si estoy incumpliendo algún protocolo del hospital, y lo cierto es que no me importa lo más mínimo. Tras apagar el ordenador, me levanto y voy directamente a la habitación de Patricia. Cuando entro, veo que sigue dormida, es buena señal, significa que el dolor no es tan fuerte como para que no pueda descansar.

Alexia, en cambio, está despierta. Está sentada frente a la ventana con la mirada fija en la noche. Me acerco a ella y la rodeo por la cintura; Alexia suspira despacio y se apoya en mí.

Por fin.

—Deberías descansar —le susurro al oído tras darle un beso en la mejilla.

—No puedo.

—Vamos, ven. —Me aparto y le tiendo la mano. Ella la acepta y noto que tiembla. La acompaño hasta la butaca que hay junto a la cama y me siento en ella con Alexia en mi regazo. Antes, en mi despacho, me he dado cuenta de que ella respira de otro modo cuando está mis brazos, como si se aflojara una cuerda que la hubiese estado asfixiando. Lo cierto es que a mí me pasa lo mismo. Cuando estoy con ella y solo con ella, el corazón me late de otra forma, respiro distinto. Siento de otra manera.

Creo que así podré conseguir que Alexia descanse un rato, y la verdad es que tiene que descansar. Si todo sale bien y los de Nueva York me contestan, le esperan unos días difíciles. Y si sale mal, lo serán todavía más.

—No creo que…

—Cállate —le digo con un beso en los labios.

—Si entra alguien.

Otro beso, este más largo, sensual, lento, muy lento e inacabable. Seguiré besándola toda la noche, entre quien entre en esta habitación, si es necesario. Alexia me acaricia el rostro con una mano y entonces suspira y se aparta. Apoya la mejilla en el hueco de mi cuello y noto que las pestañas me acarician la piel.

Empiezo a contarle qué sucedió cuando murió mi padre, lo horrible que fueron esos días en Cádiz cuando llegué y Gabriela no paraba de llorar porque mi madre quería mandarla a un internado. La discusión que tuve con mi madre sobre los sacrificios que había hecho ella por nosotros y que iba a dejar de hacer a partir de ahora. No le digo nada acerca de lo mucho que necesité llamarla, de lo ridículo que fue que no consiguiera su número, sé que lo sabe. Después le cuento que pedí el traslado a la Universidad de Cádiz para estar con mi hermana Gabriela y que tuve la suerte de poder acabar mi curso en el tiempo previsto. Tampoco le digo que aceleré el proceso para no verla, para alejarme lo más rápido que pudiera de ella.

La respiración de Alexia va relajándose, se vuelve más lenta. Se está durmiendo.

Le cuento que Gabriela me llama doctor Maligno porque no le dejo hacer nada, que a menudo me siento perdido intentando educar a una adolescente, que tengo miedo de estar haciéndolo todo mal. Y de repente me descubro contándole que siempre pienso en ella, que nunca he dejado de hacerlo, que en Nueva York me comporté como un cobarde cuando no la dejé hablar y le hice el amor de esa manera. Que me arrepiento de haberme ido esa madrugada y de no haber ido a buscarla… Que no lo hice porque tenía miedo de que ella me odiase.

Le digo que la amo.

Y me doy cuenta de que está dormida y no ha oído nada. Pero yo lo he dicho, lo he dicho porque lo siento, llevo años sintiéndolo y no voy a seguir negándolo, ni voy a buscarme excusas, ni voy a tomar el camino fácil o más seguro. Voy a luchar por ella y por mí como tendría que haberlo hecho hace mucho tiempo. La sujeto con fuerza entre mis brazos y me pongo en pie. Camino hasta el sofá que convierten en cama para los acompañantes y la tumbo con cuidado. Le acaricio el pelo y le doy un beso en la frente antes de alejarme.

—Doctor…

La voz ronca de Patricia me detiene en la puerta. Me doy media vuelta y la miro a los ojos.

—¿Cómo se encuentra, Patricia?

—Todo esto que le ha dicho a mi hija…

—¿Sí? —Intento no sonrojarme.

—Vuelva a decírselo cuando esté despierta.

Patricia cierra los ojos y se deja llevar de nuevo por los efectos del sedante, y yo me voy de la habitación decidido a hacerle caso.

El problema es que, a partir de esa noche, Alexia se ha convertido en una auténtica especialista en evitarme y en fingir que no se desmoronó en mis brazos, que no me necesita, que ella sola puede con todo. No hemos vuelto a discutir, ni tampoco a besarnos, sencillamente ella me esquiva y se asegura de que nunca podamos estar a solas. Mis horarios en el hospital no ayudan demasiado, y Alexia se escuda también en su trabajo o en que está cuidando de su madre. Pero no va a seguir haciéndolo, no voy a permitírselo, han pasado ya tres días y hoy voy a aprovechar que he recibido la respuesta de Nueva York para hablar con ella.

Y va a escucharme.

La intercepto en el pasillo cuando sale de visitar a Patricia; antes he visto entrar a Cecilia y deduzco que las dos hermanas hacen turnos para que su madre no se quede sola.

—Hola, Alexia —la saludo sin apartarme de la pared donde estoy apoyado con los brazos cruzados.

—Ah, hola, José Antonio, no te había visto.

Sí, seguro, por eso ha acelerado el paso. Le sigo la corriente y suelto los brazos para poner las manos en los bolsillos.

—Me gustaría hablar contigo un segundo —le digo.

—Ahora no puedo, tengo…

—Es sobre tu madre. —Se calla de inmediato—. He estado investigando y creo que he encontrado algo que podría, y digo podría, ayudarla.

—Voy a buscar a mi hermana. —Empieza a girarse.

—No, antes me gustaría contártelo a ti sola. Por favor. Es importante.

Espero, sé que ella lo está sopesando y que me comunicará su decisión a su debido tiempo.

—De acuerdo.

—¿Vamos a mi despacho? —Empiezo a andar y no tardo en oír sus pasos. Llegamos enseguida y abro la puerta para que entre. La cierro con llave detrás de mí, y, antes de que Alexia dé otro paso, la rodeo por la cintura, le doy la vuelta y la beso.

Ella, gracias a Dios, reacciona al instante y me besa. Me rodea el cuello con los brazos, me acaricia la nuca, pega su torso al mío y me devuelve el beso con más pasión y anhelo del que puedo asimilar. Me necesita, tanto como yo a ella. ¿Por qué insiste en mantenerme lejos de ella? La estrecho en mis brazos, mis labios quieren derretirse en los de ella, la muerdo sin querer, pero el gemido que escapa de la garganta de Alexia me hace enloquecer. Deslizo las manos hacia las nalgas de ella y la atraigo más hacia mí. La pasión y el deseo que creamos con solo tocarnos es incontrolable, y ni siquiera lo intento. Alexia aparta las manos de mi nuca y las coloca en mi torso para desabrocharme un botón de la camisa, y luego otro, y otro. Cuando siento su piel en la mía, mi erección se estremece y siento que voy a perder el control. Le sujeto las muñecas e interrumpo el beso.

—No, Alexia, aquí no. —Ella me mira dolida y me odio por ser tan torpe. Vuelvo a besarla y no dejo de hacerlo hasta que Alexia suspira—. Te deseo, te deseo tanto que no puedo pensar, no puedo hacer nada. De noche no consigo cerrar los ojos; si lo hago, te veo en esa cama de Nueva York, en Madrid, y me vuelvo loco de deseo. —Le cojo una mano y la pongo encima de mi erección—. No puedo más, Alexia.

Ella me aprieta con los dedos y apoya la frente en la piel de mi torso que aparece por entre los dos extremos de la camisa.

—Te necesito, José Antonio. Necesito sentirte —me pide ella, dándome un beso en el esternón.

—Y yo a ti, Alexia, pero aquí no. No quiero hacerte el amor aquí y que después digas que te dejaste llevar porque estabas triste o porque necesitabas alejarte del dolor. —Le sujeto el rostro entre las manos y la aparto de mí para mirarla—. Ahora voy a contarte lo que he averiguado sobre un posible tratamiento para tu madre y después, esta noche, mañana, cuando tú quieras, podemos hablar de nosotros y…

No puedo terminar la frase. Alexia me muerde el torso y la mente me queda en blanco. Después me lame la marca que ha dejado con los dientes y sigue desabrochándome la camisa. Me la quita del interior de los pantalones y me acaricia la piel de la cintura y después la de la espalda. Yo cierro los ojos y las manos con las que le sujetaba el rostro caen a ambos lados de mi cuerpo. El deseo que siento es tal que no puedo hacerlo retroceder. Mi cuerpo lleva demasiados años echando de menos a Alexia y no me permite negarme.

Alexia me besa todo el torso, me acaricia la espalda, los hombros y después el estómago. Noto que me desabrocha el cinturón y después el pantalón de los vaqueros, y cuando desliza la mano por encima de la tela de los calzoncillos.

—Dios, Alexia… para —digo como un idiota—, tenemos que hablar.

—No —susurra ella pegada ahora a mis labios. Se ha puesto de puntillas y todo su cuerpo se confunde con el mío—. No.

—Dime que estarás conmigo después de esto.

Me besa tras morderme el cuello y acariciarme la erección con fuerza.

—Te necesito ahora, José Antonio.

Ese «ahora» me preocupa, pero no puedo pensar, me está volviendo loco con sus besos y con sus caricias. Se aparta, por fin se aparta. ¿Por qué se aparta? Abro los ojos y veo que se desabrocha el vestido que lleva y que la prenda cae al suelo. Tardo unos segundos en reaccionar, creo que incluso estoy a punto de correrme solo con verla. Y cuando Alexia, solo en ropa interior, vuelve a abrazarme para besarme, dejo de resistirme. Por qué voy a hacerlo si es lo único que tiene sentido… Mi consulta no es el lugar donde quería volver a hacerle el amor por primera vez, pero Alexia tiene razón, los dos lo necesitamos, más que respirar, más que seguir vivos un segundo más. La cojo en brazos y me dirijo al escritorio, no quiero volver a hacerle el amor de pie contra una puerta, se parece demasiado a lo que sucedió en Nueva York, y aunque fue increíblemente erótico, no es lo que quiero ahora. La mesa tendrá que servir.

La siento encima y la suelto un segundo para quitarme la camisa, los zapatos, los vaqueros y la ropa interior. Alexia me mira; esa mirada puede ponerme de rodillas, y me acerco a ella. Le sujeto las piernas, las separo, me tiemblan los dedos al tocarla. Alexia acaricia mi erección y la coloca en la entrada de su cuerpo.

—Alexia —pronuncio su nombre con reverencia—, te amo.

Ella me besa, posee mis labios al mismo tiempo que se acerca al borde de la mesa para que mi miembro entre dentro de ella. Antes me he equivocado, no soy yo el que le está haciendo el amor a Alexia, ella me lo está haciendo a mí.

No deja de besarme mientras mi cuerpo se pierde en el de ella. Sus dedos me recorren la espalda, y, de vez en cuando, con los de una mano me aparta los mechones de pelo que el sudor pega en mi frente.

Mis manos las tengo en su cintura, sujetándola, o sujetándome a mí para no caer al suelo. Noto el orgasmo acercándose, la tensión se acumula al final de mi espalda y me tiemblan los muslos de la fuerza que hago para contenerlo. Quiero retrasarlo, sentir la entrega de Alexia tanto como me sea humanamente posible, pero entonces ella me muerde el labio inferior y pronuncia mi nombre.

—José Antonio…

Su cuerpo se estremece alrededor del mío y me provoca el mayor y más doloroso orgasmo de mi vida. Me pierdo dentro de ella, mis caderas se mueven frenéticas, violentas, porque quieren marcarla por dentro, quieren hacerle saber que nunca —nunca— permitirán que se aleje.

Alexia es mía. He sido un estúpido por no haberlo visto antes, por no haber comprendido que, a pesar de lo que sentimos, los dos cometimos errores. Dios, he estado a punto de perderla.

—Alexia, Alexia, Alexia —no puedo dejar de pronunciar su nombre—, te amo, no…

Ella vuelve a silenciarme con un beso y es tan intenso, tan carnal, tan sincero que me lleva a perderme de nuevo.

Al terminar, me aparto de ella con cuidado y sigo abrazándola. Alexia también me abraza y me susurra al oído:

—Mi madre quiere irse del hospital.

No sé la conversación que esperaba, pero estoy demasiado aturdido para decírselo.

—Puede irse, de hecho, creo que será lo mejor —accedo—. He encontrado un tratamiento que puede funcionar. Si Patricia accede a hacérselo, puede venir aquí al hospital para las sesiones y después volver a casa. Yo me encargaré de todo.

Alexia no me pregunta nada más, y supongo que debería sorprenderme, pero me besa los hombros y me acaricia el pelo.

—Gracias —me dice antes de besarme en la mejilla.

Es ridículo que después de todo lo que hemos hecho esos besos vuelvan a excitarme, pero lo hacen. Y mucho.

Alexia me acaricia la erección y con delicadeza vuelve a introducirme dentro de ella. Voy a morir de placer allí mismo.

—José Antonio —pronuncia mi nombre, cada sílaba me acaricia.

Me retiro un poco hacia atrás y vuelvo a penetrarla despacio. Ella me recorre los brazos con las manos y después también el torso. Las baja despacio hacia el estómago y me clava suavemente las uñas en los abdominales.

—Vas a matarme, Alexia —gimo.

Creo que la veo sonreír antes de besarme. Y, mientras con la lengua me está convirtiendo en adicto a su sabor, me rodea la cintura con las piernas que hasta ahora tenía separadas en el escritorio y me aprieta hacia ella.

Eyaculo prácticamente al instante; la entrega de Alexia, tenerla por fin en mis brazos, me ha reducido a un hombre sin ninguna técnica ni capacidad de contención, y no me importa. Tengo toda la vida para aprender a controlarme con ella. Aunque la verdad es que me temo que ni siquiera voy a intentarlo. Noto que ella tensa los muslos y que me clava las uñas en los pectorales. Y saber que, a pesar de todo, he conseguido llevarla también al orgasmo, me hace gritar de placer.

Alexia captura mis labios y vuelve a besarme, una y otra vez. No puedo decirle de nuevo que la amo, que la adoro, que la deseo, que quiero estar con ella el resto de mi vida. Pero tiene que sentirlo en mis besos, nunca he besado así a nadie. Solo a ella en el pasado y no podía compararse con lo que siento ahora.

Esta vez, cuando recupero cierta calma, la abrazo y la cojo en brazos. Recurro a las últimas fuerzas que me quedan para llevarla a la butaca que hay en mi consulta y la deposito con cuidado en ella. Me agacho para recoger su ropa y se la entrego antes de ir a por la mía. Me pongo la camisa y la dejo desabrochada, mientras me ocupo de los calzoncillos y los pantalones.

Estoy dándole la espalda, así que no la veo acercarse, pero al cabo de unos segundos noto que me acaricia por encima de la camisa. Me doy media vuelta y veo que está vestida. Voy a decir algo, ella lo sabe y me pone un dedo en los labios para callarme. Obedezco y Alexia me abrocha la camisa. Al terminar, se pone de puntillas y me da un beso muy suave en los labios.

—Voy a decirle a mi madre que puede irse a casa. —Se aparta y se dirige a la puerta—. Le diré que te llame o venga a verte mañana para hablar de ese tratamiento. Gracias, José Antonio.

Cierra la puerta.

¿Gracias?

Me agacho y me pongo los calcetines y los zapatos lo más rápido que puedo, dispuesto a ir tras ella a perseguirla, si es necesario.

¿Qué diablos significa ese «gracias»?

Mi mente repasa frenética lo que ha sucedido. Alexia, a pesar de los besos, de la pasión, del modo tan descarnado en que se ha entregado a mí, no me ha dicho nada.

Y no me ha dejado que le dijera que preguntase por nuestro futuro.

—¡Mierda!

Oigo que abre la puerta y miro hacia allí aliviado. Ha vuelto, se ha dado cuenta de que no podía irse así, sin más.

No es Alexia, son Mónica y Luján y mi decepción no podría ser más evidente.

—Felicidades, doctor Nualart, ya sabía yo que no me equivocaba con usted —me dice Luján, tendiéndome una mano—. Le echaremos de menos, pero no se preocupe, cuando vuelva le haremos pagar por ello.

Le estrecho la mano por la fuerza de la costumbre, a pesar de que no entiendo nada de lo que me dice.

—Sí, claro —farfullo—, si me disculpa, tengo un poco de prisa.

Ya averiguaré más tarde de qué diablos me está hablando.

—Ha tenido una idea brillante al sugerir que los americanos le dejen probar su nuevo tratamiento con una de sus pacientes.

Se me hiela la sangre y me detengo en seco.

—¿Qué ha dicho? —Miro a Luján y a Mónica. ¿Qué está haciendo ella aquí?

—Sí, lo de probar ese tratamiento con la señora Ávila. Una idea excelente. En el Monte Sinaí le están esperando ansiosos. A los dos, a usted y a la doctora Quintana.

—¿Qué has hecho? —Sé, en lo profundo de mis entrañas, que Mónica tiene algo que ver con esto.

—Quiero ir a Nueva York, es una oportunidad única para mi carrera.

Cierro los dedos para no pasármelos por el pelo o para no coger a Mónica y zarandearla hasta que me cuente qué diablos ha hecho. No me resulta difícil deducirlo, sin embargo. Ella es muy ambiciosa, siempre lo ha sido, y seguro que Luján le contó también lo de la oferta del Monte Sinaí.

No sé cómo han averiguado el resto de detalles y me da igual. Alexia es la única que me preocupa. Ahora entiendo esos besos, esas caricias… Me ha dicho adiós.

¿Por qué?

—¿Qué le has dicho a Alexia? —le pregunto directamente a Mónica sin disimular el odio que me quema en los ojos—. Dímelo.

—Nada —afirma, aunque su sonrisa le lleva la contraria.

—¿Y usted?

—Doctor Nualart, me temo que no sé de qué me está hablando. La doctora Quintana ha venido a verme esta tarde para decirme que ustedes dos aceptaban la invitación del Monte Sinaí. El resto, y citando una de sus frases preferidas, no me importa. Pero —añade Luján ante mi sorpresa, desviando la mirada de mí hacia Mónica para luego regresar a su punto de origen— siempre he creído que es usted un hombre muy listo, José Antonio, y dudo que permita que le utilicen. ¿Me equivoco?

—No, señor, no se equivoca.

Al parecer, llevo años equivocado respecto a ese tipo. Luján no está nada mal.

—Me alegro, venga a verme a mi despacho cuando lo haya resuelto.

Asiento y Luján, tras sonreírme a mí y a Mónica, se va de mi consulta cerrando la puerta a su espalda.

—No puedo creerme que durante un segundo me plantease la posibilidad de irme contigo a Nueva York y crear una familia a tu lado. ¿Pero qué clase de persona eres? —estallo.

Mónica, muy propio de ella, ahora me doy cuenta, no disimula ni finge no entenderme.

—La clase de persona que sabe lo que quiere y está dispuesta a todo para conseguirlo.

—¿A todo? ¿Acaso no te importa el daño que puedas haberle hecho a Alexia o el que ibas a hacerme a mí?

—No —contesta sincera—. Ese daño del que hablas es superficial, se pasa con el tiempo.

—¿Superficial? —Creo que al final sí que voy a zarandearla—. Estás hablando de los sentimientos de otra persona, de los míos.

—Los sentimientos son pasajeros, tú deberías saberlo. Al fin y al cabo, y según he podido deducir, conociste a Alexia en Madrid hace años y nunca has llegado a estar con ella. Lo que debiste sentir o no por ella se pasó y decidiste centrarte en algo mucho más sólido y de fiar: tu carrera profesional como médico. Yo estoy haciendo lo mismo, con la diferencia de que, además, quiero hacerlo contigo.

—No tienes ni idea de lo que hablas. —Aunque me duele que me eche en cara que he dejado escapar a Alexia demasiadas veces—. Yo no antepongo mi carrera como médico ante todo, y tú no quieres hacer nada conmigo. No te confundas. Tú quieres utilizarme para ir a Nueva York.

—Llámalo como quieras, pero, cuando se te pase el enfado, verás que tengo razón, cariño. —Se acerca a mí y me pone un mano en el pecho. Me aparto porque no soporto que me toque. ¿Por esa mujer me negué a besar a Alexia hace semanas?—. En Nueva York podemos ser muy felices, Gabriela irá a un colegio excepcional y los dos podremos centrarnos en nuestras carreras.

—Tú puedes irte a Nueva York cuando quieras, pero mantente alejada de mí, Mónica. No quiero volver a verte nunca más. ¿Me oyes?

Esa última frase, la frialdad que desprende, el modo en que habla de Gabriela como si fuera un mueble, me recuerda demasiado a mi madre y al daño que nos ha hecho a todos. A Sebastián, a Gabriela, a mí, y sé que tengo que echar a esa mujer de mi vida para siempre.

—Pero José Antonio…

—Sal de mi consulta. —Abro la puerta—. No le diré nada de esto a Luján porque no quiero perjudicarte, pero si vuelves a acercarte a mí o a Alexia, iré a decírselo y me encargaré personalmente de que en Nueva York no te quieran ni como turista. ¿Me has entendido?

Sale echa una furia, fulminándome con la mirada e insultándome por lo bajo. No pierdo ni un segundo pensando en ella, me aseguro de tener las llaves de la moto conmigo y salgo a buscar a Alexia.