Alexia estaba muy nerviosa, le había prometido a su madre que la acompañaría al hospital a recoger los resultados de la última revisión y a hacerse el chequeo correspondiente. Se lo prometió porque vio que Patricia estaba asustada; su madre se negaba a decírselo tanto a ella como a su hermana, pero Alexia podía verlo en sus ojos.
Estaba asustada.
Alexia le había preguntado cientos de veces si se encontraba mal, si había notado algún cambio, y su madre siempre lo negaba, a pesar de que en ninguna ocasión lograba convencerla.
Tal vez eran imaginaciones suyas, pensó mientras se vestía, y lo único que sucedía era que estaba nerviosa porque iba a ver a José Antonio al cabo de más de una semana sin verlo. Sería la primera vez que lo veía en una situación «normal» después de que él le pidiera en ese pasillo si podía verla y ella se negase.
Él no la había llamado ni había ido a verla; suspiró, así que probablemente estaba feliz con Mónica y ya estaban planeando el montón de bebés médicos que iban a hacer juntos.
—¿Estás lista?
Su hermana mayor, Cecilia, entró sin llamar en su habitación.
—Casi.
Cecilia se sentó en la cama y la miró.
—Estás más delgada —señaló—. Y tienes ojeras.
—Gracias, tú también estás muy guapa.
—Lo digo en serio, Alexia, ¿estás bien? No me des un susto como mamá.
—Sí, estoy bien, solo un poco cansada. ¿Y tú?
Su hermana tardó varios segundos en contestar.
—Más o menos. —Se levantó de la cama y se acercó a su hermana para colocarle el pelo detrás de los hombros—. Me alegro de no haberme ido de viaje a Canarias, mamá está nerviosa y tú no pareces la de siempre. Me habría preocupado mucho por vosotras.
Cecilia había anulado un viaje que hacía meses que tenía previsto a las islas Canarias para estar con su madre y porque habían surgido problemas en Capitanía, donde trabajaba. Las tres mujeres siempre habían estado muy unidas, pero cuando su padre las abandonó se convirtieron en inseparables y lo hacían todo las unas por las otras.
—Yo también me alegro de que te hayas quedado —contestó Alexia sincera.
—¡Niñas! Ya estoy lista, ¿vais a bajar o me voy sola al hospital? —les gritó su madre desde la entrada de la casa.
Alexia y Patricia seguían viviendo en la casa familiar, Patricia se la había quedado tras el divorcio. Pero Cecilia se había independizado y vivía en una preciosa casita cerca del mar. Alexia, de momento, no quería dejar sola a su madre y en casa tenía además su pequeño estudio de pintura. El único lugar donde a veces se permitía seguir soñando.
Alexia y Cecilia sonrieron y bajaron corriendo en busca de Patricia.
Durante el trayecto al hospital, las dos hermanas intentaron bromear para distraer a su madre, y Patricia se dejó distraer y se rio en más de una ocasión. Esos chequeos rutinarios siempre la ponían nerviosa, y respecto al de hoy tenía muy mal presentimiento. Había intentado ocultárselo a sus hijas, pero los síntomas que habían disparado la alarma la primera vez habían vuelto. Ella se había pasado las últimas noches rezando para estar equivocada, aunque dudaba que sirviese de algo.
Cecilia aparcó el coche y las tres bajaron y se dirigieron al hospital. Varios médicos y enfermeros saludaron a Alexia por el camino, y también se cruzó con Leal.
—Vaya, veo que eres famosa, hermanita —bromeó Cecilia.
—Es por la exposición, ya te lo conté —le explicó sonrojada—. Me pasé varias semanas persiguiendo a esta pobre gente por los pasillos del hospital.
Llegaron a la zona de consultas y una enfermera las acompañó de inmediato al despacho de José Antonio.
A Alexia se le encogió el estómago, pero siguió adelante.
—Buenos días, señora Ávila —la saludó José Antonio nada más verla—. Cecilia, Alexia. —La miró un segundo a los ojos y a Alexia se le paró el corazón.
Algo no iba bien.
En un acto reflejo, cogió la mano a su madre y se la estrechó.
José Antonio lo vio y tragó saliva. En aquel instante, Alexia deseó no estar tan conectada a él y no adivinar lo que estaba pasando.
—Sentaos, por favor. —José Antonio les señaló las sillas que tenía frente al escritorio.
Patricia y Cecilia se sentaron en las dos primeras y Alexia, en vez de ocupar la butaca que había un poco más lejos, se quedó de pie detrás de su madre.
—Han llegado los resultados de los últimos análisis, señora Ávila —empezó—. Y me gustaría repetirlos.
—¿Por qué? —le preguntó ella mirándolo a los ojos—. Y llámeme Patricia.
—Hay algo que no veo claro, Patricia. Quiero repetirlos para estar seguro.
—El cáncer ha vuelto, ¿no es así?
—Mamá… —Cecilia cogió la mano a su madre.
Alexia le apretó los hombros en silencio y miró a José Antonio.
—Sí, ha vuelto —contestó él.
—Y es peor que antes —adivinó Patricia con la voz firme.
—Sí. —José Antonio no intentó convencerla de lo contrario—. Pero desde que lo sufrió por primera vez se han hecho grandes avances. Existen nuevas técnicas que podemos…
—¿En qué fase está? —le interrumpió Patricia.
—Tendría que hacerle más pruebas, Patricia.
—¿Cuándo puede empezar?
José Antonio miró a Patricia y vio que estaba dispuesta a luchar por las dos hijas que estaban a su lado, y que estas dos estaban haciendo un esfuerzo sobrehumano para apoyar a su madre y no derrumbarse. Por desgracia, él había visto escenas como esa demasiadas veces, pero ninguna le había afectado tanto. Quería levantarse del escritorio y abrazar a Alexia, y después consolar también a Patricia y a Cecilia. Quería jurarles que podía curar a su madre, que lo lograría. Pero no podía… pensó furioso. Pero sí que podía hacer algo, insignificante tal vez, pero algo.
—Ahora mismo —afirmó sabiendo que en esos casos la sensación de plantarle cara a la enfermedad era lo que más tranquilizaba—. Puedo ingresarla ahora mismo y hacerle la primera prueba de inmediato, si usted está dispuesta.
—Por supuesto que lo está —dijo Cecilia.
—Iré a casa a por tus cosas, mamá —sugirió Alexia apretándole los hombros—. No tardaré. Dame las llaves del coche, Cecilia.
Su hermana se las dio junto con un abrazo antes de que se fuera.
José Antonio observó estupefacto la partida de Alexia, quería gritarle, detenerla.
—No creo que deba ir sola —sugirió a las otras dos mujeres cuando Alexia ya no estaba.
—No serviría de nada intentar detenerla —le explicó Patricia—. Alexia necesita llorar sola. Cree que así el resto del mundo no sabe que tiene sentimientos de verdad.
—Pues claro que los tiene —se sorprendió diciendo José Antonio y se maldijo a sí mismo por haber revelado tanto.
—Lo sé, doctor, pero al parecer tiene miedo de enseñarlos. —Patricia lo miró a los ojos y lo observó sin disimulo.
—Es por culpa de ese hombre, ese que dibujó en Madrid. Lleva años con el maldito esbozo de su nuca dentro del monedero. Una vez intenté quitárselo y casi me arranca la cabeza —señaló Cecilia, buscando consuelo en ese tema tan absurdo, al menos para ella.
Pero a José Antonio se le heló la sangre. No podía ser él, no podía. Y no podía tener esa conversación con la madre y la hermana de Alexia.
—Deja en paz a tu hermana, Cecilia. Todos tenemos nuestras cosas. Además, hace semanas que está distinta. Tal vez haya conocido a alguien, ¿no crees?
José Antonio notó que el brillo de la mirada de la señora Ávila cambiaba y se vio obligado a cambiar de tema.
—Si me acompaña, Patricia, pediré que la preparen para la primera prueba.
—Por supuesto.
Patricia y Cecilia se pusieron en pie y siguieron a José Antonio primero hasta administración, donde él le ordenó —sí, ordenó— a un administrativo que ingresase con efecto inmediato a la señora Ávila; después hasta una habitación donde apareció una enfermera que ayudó a Patricia a ponerse una bata en cuestión de minutos, y por último hasta la zona en la que se encontraban los laboratorios y las máquinas de escáner y radiografías.
—Cecilia, tú tienes que esperarte aquí —le dijo José Antonio a la hermana de Alexia. Le recordaba lo bastante a ella como para que también tuviese ganas de abrazarla y consolarla.
—Claro.
—Iré a prepararme, enseguida vendrá una enfermera a buscarla, Patricia.
—Gracias, doctor.
José Antonio asintió y despareció tras la doble puerta.
—Llama a Alexia, no dejes que se encierre otra vez dentro de sí misma —oyó que la señora Ávila decía a su hija mayor. Pero se alejó de allí porque no quería seguir espiando.
En la habitación, sin embargo, Cecilia contestó a su madre:
—Lo haré, pero no te preocupes por nosotras, mamá.
—¿Y por quién quieres que me preocupe?
—Por ti. —Cecilia la abrazó y se le escapó una lágrima.
—¿Señora Ávila? —Una enfermera las interrumpió—. Vamos, nos están esperando.
Patricia dio un beso a su hija y se fue con la enfermera.
En cuanto José Antonio terminó de practicar las pruebas necesarias a la madre de Alexia, sus peores temores se vieron confirmados: el cáncer había vuelto a extenderse. Patricia estaba exhausta y muy mareada y la llevaron dormida a la habitación. José Antonio acompañó la camilla porque quería asegurarse de que la enferma seguía descansado y porque quería, y necesitaba, ver a Alexia. Cuando llegaron, se encontró con Cecilia sentada en una silla hecha un manojo de nervios, una maleta en los pies de la cama, y ni rastro de Alexia.
—¿Cómo está? —le preguntó Cecilia de inmediato.
—Cansada —contestó José Antonio—. El cáncer se ha reproducido, pero al menos ahora sabemos contra qué luchamos. Y vamos a hacerlo. —Le colocó las manos en los hombros y los apretó unos segundos antes de soltarla—. Intenta descansar un poco.
—Mi hermana… —A Cecilia se le rompió la voz y José Antonio, que estaba ya en la puerta, se detuvo—. Ha dejado la maleta y se ha ido. Creo que ha ido a buscarte.
Se giró y la miró a los ojos. Los dos olvidaron cualquier disimulo, la vida acababa de demostrarles que podía ser muy cruel y desaparecer en cuestión de segundos.
—La encontraré, no te preocupes. Gracias por decírmelo.
Cecilia asintió y giró el rostro de nuevo hacia su madre.
José Antonio cerró la puerta con cuidado, pero después se puso a correr por el pasillo como un poseso. Si Alexia le necesitaba, tenía que estar con ella.
Tenía que estar con ella.
Llegó a su consulta y entró sin detenerse. Se le detuvo el corazón al no verla por ninguna parte… y entonces la oyó.
Estaba llorando.
—Alexia —pronunció su nombre mientras la buscaba con la mirada. La encontró sentada en el suelo, con la espalda apoyada en la estantería que él tenía detrás del escritorio y el rostro hundido entre las rodillas—. Alexia, por favor, no llores.
Cerró la puerta con llave y se acercó a ella. Se sentó a su lado en el suelo y la cogió en brazos para tenerla en su regazo.
Le acarició el pelo y le depositó un beso en lo alto de la cabeza.
—¿Por qué no me pasa a mí? —sollozó ella histérica—. ¿Por qué no tengo yo cáncer? Mamá no se lo merece.
A José Antonio se le heló la sangre solo de pensarlo, y el convencimiento con el que Alexia decía algo tan horrible le encogió el alma.
—No digas eso, Alexia. —Se dio cuenta de que él también tenía la voz ronca—. No lo digas, no lo pienses. —La abrazó con fuerza—. Nadie se merece tener cáncer.
—No es verdad, hay gente que sí se lo merece —afirmó vehemente—. Hay gente que se lo merece. Yo me lo merezco.
José Antonio la apartó y le sujetó el rostro entre las manos. Lo tenía empapado de lágrimas, los ojos le brillaban y estaban enrojecidos, los labios le temblaban. Estaba furiosa y destrozada. Él nunca había visto a nadie tan destrozado por algo. Y no lo soportó; sintió el dolor de Alexia como propio y fue tan agudo que supo que iba a hacer cualquier cosa —cualquier cosa— con tal de borrarlo.
—¡No digas eso! ¿Me oyes? No lo soportaría. —Le temblaban tanto las manos que la cara de Alexia también tembló—. Y no te lo mereces. ¡No te lo mereces!
—Mi madre no ha hecho nunca daño a nadie —empezó ella furiosa—. Ella siempre ha sido buena con todo el mundo, incluso con el desgraciado de mi padre. Y él le fue infiel durante años. ¡Durante años! Y yo lo sabía, ¿sabes? Lo sabía y no dije nada porque quería protegerla. Fui una estúpida. Cuando mamá tuvo cáncer la primera vez, él, ese cretino miserable, se atrevió por fin a dejarla. Si se lo hubiera dicho antes a mi madre, si se lo hubiese insinuado, ella habría podido dejarle antes, pero no, el muy desgraciado, además de serle infiel, se dio el gusto de dejarla cuando estaba enferma. Es culpa mía, no tendría que haber callado. Le odio. Me odio.
—No es culpa tuya. ¿Cuántos años tenías cuando lo averiguaste? Seguro que eras una niña. Estoy convencido de que tu madre lo entiende y que se pondría furiosa contigo si te oyera decir que te mereces tener cáncer en su lugar. Y no digas que te odias, por favor.
José Antonio movió los pulgares y capturó algunas de las lágrimas de Alexia. No sirvió de mucho, pues no paraban de caer.
—¡Yo soy igual que mi padre! ¡Yo también le fui infiel al único hombre que he amado! ¿Qué clase de persona hace eso? ¡Dímelo! Tú precisamente deberías entenderlo mejor que nadie. Jamás has podido perdonarme.
—Oh, Dios mío, Alexia. —José Antonio dejó de sujetarle la cara para estrecharla contra su pecho con todas sus fuerzas—. Dios mío, Alexia. —La acunó y no dejó que ella se soltara, aunque lo intentó durante unos segundos—. Lo siento. Lo siento.
Ella se puso a llorar desconsolada, con unos sollozos profundos y desgarradores que parecían no tener fin. Él le acarició la espalda y se maldijo por haber estado tantos años aferrado a su dolor y a su rencor, por no haberle dado nunca la oportunidad de explicarse… Por no haberles dado nunca a ellos dos la posibilidad de perdonarse.
Alexia se sujetó de la camisa de José Antonio y lloró todas las lágrimas que había contenido durante años. Una parte muy pequeña de ella sabía que lo que estaba diciendo era una estupidez, pero otra estaba convencida de que esa sería la mejor solución para todos: su madre no se merecía esa enfermedad y ella ya no podía seguir soportando los remordimientos. Y el vacío, el vacío era lo peor.
Después de Nueva York, pintar y dibujar se fue volviendo cada vez más difícil, no veía el sentido a dejar fluir sus sentimientos si la persona que los inspiraba los había rechazado sin darle la menor oportunidad. Sí, podía seguir pintando, poseía la técnica y los recursos necesarios, pero sus obras fueron perdiendo voz, veracidad, sentimientos. Hasta que un día se quedaron vacías y ya no consiguieron emocionar a nadie, ni siquiera a ella misma.
Por eso se refugió en la fotografía, al menos así conseguía captar las emociones de otros y no tenía que mostrar las suyas. Montó el estudio en Cádiz con la ayuda de su hermana Cecilia en cuanto pudo y volvió a vivir con su madre. Después de todos los años que se había pasado sola en Madrid, le gustó tener de nuevo el cariño de su familia. Así tampoco sentía tanto la ausencia de José Antonio. Salió con varios chicos, todos ellos absurdos, porque si la hacían reír y la seducían durante un rato no se sentía tan sola. Pero últimamente ni siquiera eso funcionaba. Ella no quería chicos divertidos y superficiales, quería a José Antonio, al hombre que se había atrevido a amarla cuando ella no estaba preparada.
El mismo que le había hecho daño y la había rechazado cuando sí lo estaba.
Y ahora su madre volvía a tener cáncer y ella, que unas semanas atrás había cogido un pincel, iba a perder de nuevo a José Antonio, y no podía soportarlo. Sencillamente no podía.
—Mírame, Alexia —le pidió él, sujetándole de nuevo el rostro—. Mírame.
Ella le miró y vio que él también tenía lágrimas en los ojos.
—Si te sucediera algo, lo que fuera, no podría soportarlo. —Apretó los dedos en las mejillas de Alexia—. Voy a cuidar de ti, de tu madre, de tu hermana. Haré todo lo que haga falta, pero no vuelvas a decir que te mereces estar enferma.
—Eres el mejor hombre que conozco —susurró Alexia confusa—, no sé cómo pude ser capaz de…
José Antonio la besó.
No quería oírle decir que le había sido infiel; eso, ahora, a partir de aquel instante, ya carecía de importancia. Necesitaba besarla, necesitaba que ella lo besase y sentir que ellos dos estaban allí, el uno en los brazos del otro, sintiendo, besándose, rindiéndose por fin al otro. Alexia le rodeó el cuello con los brazos y gimió ante la fuerza del beso de José Antonio. Los labios de los dos temblaban, se habían echado tanto de menos que se negaban a separarse. Los dientes chocaban con torpeza de lo desesperados que estaban por recuperarse, por no volver a perderse. José Antonio todavía tenía las manos en el rostro de Alexia y no dejaba de tocarla, de separarle más la mandíbula con los dedos de lo ansioso que estaba por meterse en ella.
¿Cómo había podido estar tanto tiempo sin besarla?
No iba a pasarse ni un día más sin besarla, ni uno. No iba a…
Alguien llamó a la puerta de la consulta y los sobresaltó. La voz que sonó a continuación hirió a Alexia.
—¿Estás ahí, José Antonio?
Él cerró los ojos y maldijo al destino.
Mónica.
—El doctor Luján me ha contado lo de Nueva York.
Alexia se tensó y apartó las manos de José Antonio.
—En seguida salgo, Mónica. Espérame en la cafetería, por favor. Antes tengo que resolver un asunto importante.
—De acuerdo —aceptó Mónica a través de la puerta. Y entonces añadió—: Estoy impaciente porque nos vayamos. Seremos muy felices en Nueva York, ya lo verás.
Los tacones de Mónica se alejaron por el pasillo y Alexia se levantó y se apartó del regazo de José Antonio.
—No es lo que parece —dijo él, levantándose—. Mónica y yo no estamos juntos, te lo prometo.
—Te creo —susurró Alexia con tristeza—, pero tal vez deberíais estarlo.
—No digas eso. —Se acercó a ella, pero Alexia lo esquivó.
—¿Qué es eso de Nueva York?
—No es nada —insistió él—. Prefiero hablar de nosotros, creo que ya va siendo hora. ¿Tú no lo prefieres?
—No.
—No nos hagas esto, Alexia. No te alejes de mí cuando estamos a punto de estar tan cerca. Por favor.
—Cuéntame lo de Nueva York.
José Antonio suspiró resignado, y, tras frotarse el rostro, le contó lo que le había dicho el doctor Luján aquella misma mañana, que ahora parecía a años de distancia.
—Es una buena oportunidad, tal vez deberíais aceptarla.
—¿Deberíais?
—Sí, tú y Mónica.
José Antonio se acercó a ella y la cogió por los brazos para obligarla a mirarle. La sujetó con suavidad, acariciándole la piel de los brazos con los pulgares, pero asegurándose de que lo miraba a los ojos.
—No lo dices en serio. —Le pidió con la mirada que se lo confirmase.
—Sí que lo digo en serio.
—Después de todo lo ha pasado, después de ese beso, ¿estás dispuesta a dejar que me vaya con otra sin más?
—Serás feliz con Mónica.
—Lo sé, pero te quiero a ti, Alexia.
A ella le tembló el labio inferior.
—Yo… —balbuceó—, ya no siento nada. No puedo pintar —confesó, explicándole así, en pocas palabras, lo vacía que estaba.
—Oh, amor mío. —Volvió a abrazarla y la sintió estremecerse—. Lo solucionaremos, volverás a pintar. No tengas miedo y confía en mí.
—Volveré a serte infiel —dijo entonces con la voz firme—. Lo sé.
Entonces, José Antonio la soltó.
—¿Qué has dicho?
—Mónica nunca te será infiel, será la mujer perfecta para ti. Es médico. Podrás llevarla a todas partes y tendréis unos hijos preciosos.
—¿Qué estás diciendo, Alexia? —Había conseguido ponerlo tan furioso con tanta rapidez que José Antonio ni siquiera podía pensar.
—Después de lo que sucedió en Madrid estuve mucho tiempo sola, pero al final asumí que el sexo forma parte de la naturaleza y empecé a salir por allí y a acostarme con muchos chicos.
A José Antonio se le heló la sangre.
—Durante un tiempo —siguió Alexia, ahora que había empezado no podía parar— no dejé que me besaran. Me dije que eso convertía el sexo en amor y no era lo que buscaba, pero al final también cedí en eso.
—¿Por qué me estás contando esto, Alexia? —La retó cruzado de brazos. Sabía que ella estaba exagerando, que el dolor la obligaba a elegir las peores descripciones posibles, pero no entendía por qué—. ¿Qué es lo que pretendes?
—Seguro que Mónica nunca ha hecho nada parecido a esto, créeme. Seguro que ella ha tenido dos o tres novios formales y nada más.
—Mónica no tiene nada que ver con esto. No estoy con ella, ya te lo he dicho.
—Mónica es perfecta para ti.
—Mira, Alexia, sé que estás sufriendo y comprendo que sientas la necesidad de hacerme daño, pero no es necesario, de verdad. No voy a dejarte. Nada de lo que digas hará que me aleje de ti.
—Siempre me dejas, José Antonio. Siempre.
José Antonio tuvo que tragar saliva y sintió una profunda vergüenza al comprender que era verdad.
—Ya no.
—Después de Nueva York me acosté con muchos hombres.
Cerró los puños con fuerza y se obligó a mantenerse impasible.
—En Nueva York me comporté como un cretino. No tendría que haberme ido del hotel sin hablar contigo.
Alexia sollozó y se secó unas lágrimas.
—Quiero ir a ver a mi madre.
José Antonio suspiró y se pasó las manos por el pelo. Esa conversación no había acabado, los dos lo sabían, pero le permitió el descanso.
—Está bien, te acompañaré a su habitación.
—No, quiero estar sola. —Alexia se secó el rostro—. Iré al baño a asearme un poco y después iré a verla. No me acompañes, por favor.
La miró; si seguía presionándola, la perdería para siempre.
—De acuerdo. —Se puso las manos en los bolsillos y se dirigió hacia el escritorio para colocar cierta distancia entre ellos—. Yo tengo que irme a casa, le prometí a Gabriela que hoy cenaría con ella, pero volveré más tarde y pasaré a veros, ¿de acuerdo?
—De acuerdo. —Alexia estaba dándole la espalda y abrió la puerta del despacho—. Gracias por cuidar de mi madre —susurró—. La primera vez te eché mucho de menos.
Desapareció del despacho rompiéndole a José Antonio el último pedazo de corazón que le quedaba intacto.
Él cogió la cazadora, y sin pasar por la cafetería, porque se había olvidado por completo de Mónica, se montó en la moto y fue a su casa, donde lo estaba esperando la última sorpresa del día: su hermano mayor, Sebastián, había vuelto a España.