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En Madrid, apenas unos meses después de esa cena, todo parecía ya más fácil; vivir, olvidar, seguir adelante. Perderse en su arte.

Los mejores recuerdos de Alexia siempre eran alrededor de lápices de colores, de hojas de papeles desordenadas, de ropa con manchas de tinta o de acuarela. Dibujar era su vida, lo único que había querido siempre.

Dibujar le permitía seguir soñando.

No había dudado ni un segundo en elegir la carrera de bellas artes; en realidad, nadie lo había dudado. En las dos semanas que llevaba de clases, había oído a varios de sus compañeros quejándose de las miradas de lamentación que habían recibido por parte de sus amigos o familiares cuando les confirmaron que se habían matriculado en aquella facultad.

Ella no.

No era que tuviese un talento espectacular, ni que fuese un prodigio, los trazos de Alexia sencillamente transmitían que su autora tenía que pintar para ser feliz, incluso para respirar. Lo demás era secundario. Ella solo existía de verdad en los dibujos que salían de las puntas de sus dedos. En ellos no había mentiras, ni frases con doble sentido, ni verdades ocultas; eran auténticos. Sin censura.

La cena de cumpleaños había marcado un antes y un después en la relación con su padre. Alexia rompió cualquier lazo con él, mantuvo solo las apariencias. Dejó de llamarlo, de preguntarle su opinión, de necesitarlo. Convirtió todo el cariño que había sentido por ese hombre a lo largo de la infancia en rabia e indiferencia y lo encerró en un lugar dentro de ella que solo abría cuando pintaba. En cuanto a su madre, Alexia siempre la había querido, y siempre la querría, y, sin darse cuenta, ese amor la llevó a convertirse en la protectora de Patricia. Y ese era un papel que Alexia no habría tenido que desempeñar jamás… O tal vez mucho más tarde. Intentó por todos los medios que Patricia no se diese cuenta, y también se esforzó para que su hermana Cecilia permaneciese ajena a la verdad. Aquello era cansado, agotador y la carcomía por dentro, pero valía la pena y de momento lo estaba consiguiendo.

Sí, salir de Cádiz e instalarse en Madrid le había hecho bien.

Vivir con Cecilia no era para nada como se lo había imaginado. Tenían un pequeño apartamento alquilado cerca de la universidad. No tenía ascensor y demasiados vecinos. Lo compartían con Teresa, una estudiante de derecho que se había convertido en la mejor amiga de Cecilia. Ellas dos parecían compartir un lenguaje secreto que Alexia, al parecer, era incapaz de aprender. Alexia no se sentía abandonada, sabía que siempre podía contar con Cecilia, aunque seguía teniendo la sensación de que su hermana era distinta, más triste y fría de lo que recordaba. O quizá siempre había sido así y la alegría que la había embargado de pequeña había sido la excepción. Pero, a pesar del muro de Cecilia (así era como Alexia se imaginaba a su hermana mayor: rodeada por un muro), Alexia era feliz allí; podía respirar, podía pintar. Y podía soñar.

Su habitación tenía ventana. El papel de las paredes era horrible, tanto que al final resultaba hasta entrañable. Habían colocado una cama individual pegada a la pared y el armario más pequeño que había podido encontrar, porque necesitaba el máximo espacio posible para su mesa de dibujo y sus pinturas. Había amontonado los zapatos en un cesto que dejaba siempre en el pasillo y la ropa de abrigo la había repartido entre el dormitorio de Cecilia y el de Teresa. El día que Alexia entró en sus habitaciones cargada de ropa y empezó a colgarla en sus armarios, la miraron con una ceja enarcada y se limitaron a sonreír. La cocina era larga y estrecha, podían abrir los armarios de ambos lados si se colocaban en medio, pero les bastaba. El baño estaba invadido de toallas, cepillos, lacas de uñas y novelas a medio leer. Y en el comedor habían colgado unas láminas que Alexia iba a sustituir en cuanto pudiera. El sofá era el único lujo que se habían permitido, aunque el televisor era de lo más antiguo y chispeaba siempre que cambiaban de canal. Las charlas que transcurrían en ese sofá de color rojo se quedarían en el corazón de las tres durante mucho tiempo, eso lo sabían con certeza.

Alexia todavía caminaba con cierta torpeza por esa nueva etapa de su vida, pero tenía sus clases, sus dibujos, y a Cecilia; y también a su madre, que iba a visitarlas muy a menudo. Su padre no aparecía nunca y cuando coincidían en Cádiz intercambiaban miradas sinceras —cargadas de amenazas y reproches— y palabras falsas. A Alexia le habría gustado ser capaz de preguntarle a su padre si había dejado de serle infiel a su madre, pero no podía. Las palabras se encerraban en su garganta cuando recordaba la mirada de su padre de aquel día, la determinación con la que le había dicho que si contaba lo que había descubierto a su madre, o incluso a su hermana, las destrozaría. Y él no dudaría en irse y abandonarlas.

«Lo que hacía era de lo más normal». Esa había sido la única excusa de su padre; la normalidad. Y al final sería ella, y no él, la que destrozaría a su familia.

Era viernes y no lo parecía. Alexia salió de la facultad y caminó en dirección al metro. Le gustaba pasear por Madrid, era una ciudad completamente distinta a Cádiz y llena de personas desconocidas que se perdían en sus propios pensamientos. Bajó la escalera que conducía a la estación. La barandilla de acero estaba fría, la pintura resquebrajada. Los sonidos flotaban a su alrededor; las pisadas, las llamadas de los trenes, las conversaciones incomprensibles. Ella iba pensando en lo que haría cuando llegase al apartamento y durante el resto del fin de semana. Su hermana y Teresa iban a salir a cenar esa noche con Pedro, el novio de Teresa, y un grupo de amigos. La habían invitado, pero Alexia prefería quedarse sola en casa y dibujar. En otra ocasión probablemente habría aceptado, Pedro y Teresa le gustaban y seguro que el resto de sus amigos también eran agradables, pero esa semana apenas había logrado conciliar el sueño y necesitaba descansar si quería poder sobrevivir a las entregas y a los exámenes de la semana siguiente.

El andén estaba muy concurrido, buscó un lugar libre y dejó la bolsa en el suelo. Hoy no iba especialmente cargada, llevaba un par de cuadernos, unos lápices y poco más, pero le dolía el hombro. Lo subió y bajó varias veces y giró el cuello hacia los dos lados. Llevaba el largo pelo negro recogido en una trenza, pero un mechón había aprovechado una ráfaga de viento para escapar y ahora le caía por la frente. No era un mechón cualquiera, sonrió al apartárselo, era su mechón.

Era violeta, o púrpura, o lila, como decía su hermana Cecilia. Era de un color precioso, se escondía disimuladamente por entre el cabello azabache, y, cuando aparecía, resplandecía. Brillaba. Alexia eligió ese color porque era cómo se sentía. Cada persona era de un color, de eso Alexia estaba convencida, aunque era una teoría que jamás había compartido con nadie.

Cecilia, su hermana mayor, era rojo. Hacía unos años habría elegido el rosa para ella, pero le había sucedido algo que la había oscurecido, y mucho. Alexia no sabía qué, ni tampoco por qué Cecilia no quería que nadie se lo preguntase.

Su madre, Patricia, naranja.

Su padre, negro.

La puerta del vagón se detuvo a pocos metros de distancia y Alexia entró justo cuando empezaba a sonar el pitido de advertencia. El trayecto hasta la siguiente estación lo hizo de pie, no le importaba. Después, pudo sentarse. Ocupó el asiento y durante unos segundos su mirada se deslizó por el interior del vagón. Abrigos que se rozaban unos con otros, respaldos de asientos, mapas que se entrecruzaban.

Entonces un cosquilleo maravilloso le recorrió las yemas de los dedos y fue extendiéndose por sus brazos hasta que le resultó imposible contenerlo. No lo intentó, abrió la bolsa que tenía en el regazo, sacó un cuaderno de hojas blancas y un lápiz negro. Empezaron a aparecer líneas, sombras, trazos que subían y bajaban en la dirección exacta.

El vagón aminoró la velocidad y el lápiz giró nervioso entre los dedos de Alexia. No era su parada, pero aguantó la respiración hasta que se cerraron las puertas; por fortuna tampoco era la del propietario de la nuca que ella estaba dibujando.

Él estaba de pie a unos metros de distancia. Llevaba un abrigo de lana negra que se le pegaba a los hombros; uno de estos, el izquierdo, estaba ligeramente apoyado contra la barandilla de acero. La mano derecha se ocultaba en el bolsillo del pantalón de los vaqueros. No era su atuendo lo que había captado la atención de Alexia, ni tampoco su altura, ni su postura. Era el modo en que tenía agachada la cabeza hacia delante, como si estuviera conteniéndose. Las vértebras que sobresalían por el cuello del abrigo desprendían más fuerza y rabia de la que Alexia había visto en mucho tiempo, y, sin embargo, la línea alicaída de los hombros hablaba de serenidad, de paz.

Tenía que dibujarlo.

Tenía que intentar capturar esa intensidad, la verdad que transmitía esa espalda. Alexia guio el lápiz por encima del papel, el siseo de la punta apenas podía oírse por encima del ruido del metro, aunque para ella era el único ruido que existía. Hasta que sonó el anuncio de la siguiente estación y él cambió ligeramente de postura.

Movió el hombro izquierdo y se apartó de la barandilla. Sacó la mano derecha del bolsillo y se frotó la nuca.

El metro se detuvo, las puertas se abrieron. Una señora con un bolso demasiado grande fue la primera en bajar y en su lugar entraron tres adolescentes.

Él iba a bajar.

—No —pronunció Alexia sin darse cuenta.

Él se detuvo y se giró muy despacio. Enarcó una ceja —ella siempre recordaría aquel gesto— y ladeó la cabeza.

Sonrió.

—¿Alexia?

Ella apretó tanto la punta del lápiz sobre el papel que se rompió. Deslizó un segundo la mirada hacia abajo y vio la mancha negra, pasó un par de dedos por encima con cuidado para eliminar el exceso. Le dolió ver el dibujo mancillado de esa manera.

La puerta del metro se cerró y él no bajó.

—¿No te acuerdas de mí?

Por supuesto que se acordaba de él —y de su voz—, pero hacía años que no le veía, tres para ser exactos, y jamás se había imaginado que volvería a verlo. Ni que él se acordase de ella.

Jamás se había imaginado dibujándolo; en realidad, lo había evitado. Alexia se había jurado que nunca lo dibujaría.

Él caminó hasta donde estaba ella sentada y se detuvo enfrente. Las rodillas de Alexia rozaban la tela de los vaqueros de él. Había cambiado, aunque seguía causándole el mismo efecto de siempre; la atraía como un imán. No era solo una atracción física. Era algo mucho más fuerte y más complejo, más íntimo. Más inexplicable; tanto, que Alexia nunca había podido entenderlo y por eso no le había dibujado.

Excepto hoy.

Solo había estado tan cerca de él en una ocasión, las otras veces lo había observado desde la distancia. Jamás se había imaginado encontrárselo en Madrid ni en ninguna otra parte. Para ella, él era como una criatura mitológica, un recuerdo que solo había existido en sus sueños y que nunca iba a formar parte de su realidad.

—¿Te acuerdas de mí? Soy…

—José Antonio Nualart. —Alexia pronunció su nombre convencida de que él se desvanecería al oírlo.

No desapareció, sino que hizo algo mucho más mágico; le sonrió.

—Sí. ¿Qué estabas haciendo, dibujando? —Miró el cuaderno que Alexia había cerrado después de limpiar la mancha del lápiz.

—No —le mintió y guardó el cuaderno en la bolsa.

Él se encogió de hombros aceptando la respuesta de ella, pero Alexia tuvo la certeza de que no la había creído.

—Siempre pensé que terminarías estudiando bellas artes —la sorprendió.

—¿Por qué?

—¿Por qué? —El metro se zarandeó y José Antonio tuvo que sujetarse de la barandilla que colgaba del techo. Ese movimiento hizo que las piernas de él se acercasen más a las de ella—. Vi tus dibujos, ¿no te acuerdas? En la exposición.

Alexia asintió sin decir nada. A pesar de lo mucho que significaban sus dibujos para ella, exceptuando su familia, casi nadie lo sabía. Y la exposición de la que hablaba José Antonio eran solo un par de cuadros, que ni siquiera había firmado, colgados en una de las salas de la empresa familiar.

Se oyó el nombre de la siguiente estación.

—Tengo que bajar, si no llegaré tarde. —Soltó la barandilla—. Tendría que haber bajado en la parada anterior pero me ha parecido que alguien me llamaba. —La miró a los ojos—. Me ha gustado volver a verte, Alexia.

—Y a mí. —Supuso que él lo decía solo por cortesía, pero a ella de verdad le había gustado verlo y comprobar cómo le habían cambiado los años.

José Antonio caminó hasta la puerta que ya se había abierto y se detuvo justo antes de salir. Se dio media vuelta y volvió a sonreírle.

—Me gusta el mechón lila. —La sonrisa se intensificó—. Eres tú.

Alexia jamás olvidaría que él había sido el primero en entenderlo.

Las dos siguientes estaciones aparecieron y desaparecieron casi sin que ella se diese cuenta y cuando oyó el nombre de la suya, pronunciado por la perfecta y sensual voz de la megafonía del metro, Alexia se puso en pie de un modo automático. Abandonó el vagón y subió por la escalera como si saliera de un sueño. Tal vez lo había sido, pensó algo inquieta, y buscó el cuaderno. Levantó la tapa de cartón rojo y vio el esbozo de la nuca de José Antonio.

Eran apenas unos trazos, podía distinguirse el cuello del abrigo, parte de la nuca y de la cabeza agachada. Nada más y, sin embargo, ver el dibujo bastó para convencerla de la realidad del encuentro. Guardó de nuevo el cuaderno y soltó el aliento. Prácticamente había enmudecido ante José Antonio. Ella no era muy habladora, se le daba mejor escuchar, pero con él había sido incapaz de encontrar palabras. Lo único que quería decirle era que se estuviese quieto para que pudiese dibujarlo.

Algo que entonces recordó que había prometido no hcer jamás.

Suspiró acariciando inconscientemente la cubierta de cartón rojo; ahora, en realidad, tampoco le había dibujado, y no volvería a encontrarse con él. Madrid era una ciudad grande y las probabilidades de que sus caminos volviesen a cruzarse eran casi inexistentes. Además, José Antonio no le había preguntado nada sobre ella. Y Alexia no le había confirmado que estudiase bellas artes o que viviese en Madrid. Era tan improbable que volviesen a coincidir que cuando Alexia llegó al apartamento ni siquiera le contó a su hermana Cecilia que se había encontrado con alguien de Cádiz. Tal vez, si no se lo decía a nadie, no asustaría al destino que había cruzado sus caminos y este volvería a hacerlo. No solo calló para no provocar la suerte, sino que también optó por el silencio porque su hermana reaccionaba de un modo extraño cuando alguien le mencionaba gente de Cádiz; era como si mudándose a Madrid Cecilia también hubiese decidido mudar de vida.

En el ascensor pensó en la actitud de su hermana y decidió que tenía muchas ventajas comparada con la suya, que parecía anclada en el pasado, por lo que se prometió intentar imitarla.

Cecilia estaba arreglándose frente al espejo cuando Alexia entró en casa y dejó la bolsa en el rellano; la menor de las dos hermanas pasó a su dormitorio y se sentó en la cama para quitarse las botas.

—¿Estás segura de que no quieres venir a cenar con nosotras? —insistió Cecilia desde el baño.

—Sí. —Suspiró aliviada mientras se tumbaba—. Prefiero quedarme en casa. Gracias.

Unos minutos más tarde, Teresa también se lo preguntó y Alexia volvió a rechazar la invitación, y cuando sus dos compañeras de piso estuvieron enfundadas en sendos zapatos de tacón, se despidieron de Alexia y le recordaron que tal vez llegarían tarde, pero que no se preocupase.

Alexia se quedó en su dormitorio y cerró los ojos. Tal vez podría dormir un rato y cenar más tarde. O no cenar. Estaba tan cansada que podía renunciar a comer a favor de unas horas de sueño. Respiró despacio, el silencio fue acunándola y, sin previo aviso, los trazos de antes empezaron a aparecer en su mente. Primero intercalados, aunque fueron ganando velocidad hasta que la figura quedó completa.

La espalda que la había hipnotizado en el metro, la nuca repleta de fuerza y determinación. Apretó la sábana entre los dedos, movió la cabeza hacia un lado e intentó dormir. Los detalles iban perfilando la imagen haciéndola cada vez más real y perfecta, pero le faltaba algo. Estaban pidiéndole a gritos que terminase el dibujo, que acabase de darle vida.

Se levantó casi sin quererlo. Se quitó los vaqueros negros, la camiseta blanca y el jersey largo color malva. La ropa la esperó esparcida en la cama mientras se quitaba también los pendientes y la pulsera. Se dejó la trenza y se vistió con un viejo jersey de algodón gris y unas mallas. Después, buscó el lápiz que quería, el que se le había despuntado en el metro no era el mejor para esa clase de dibujo, y tras abrir el cuaderno se sentó en la cama con la espalda pegada a la pared, para seguir con el dibujo desde donde lo había dejado.

Y se preguntó cómo era posible que José Antonio Nualart la recordase.

Cádiz, tres años antes del encuentro en el metro de Madrid.

Para celebrar el centenario de la empresa Ávila Ruiz-Belmonte, y los veinticinco años que llevaba él al frente de la misma (los mismos que hacía que su apellido se había incorporado al nombre original), Ignacio, el padre de Alexia, creó una beca. No fue una idea suya, sus asesores le habían aconsejado esa clase de premio porque dotaba a la empresa de prestigio y humanidad al mismo tiempo; dos bienes muy preciados que solían escasear entre las reputaciones de las empresas dedicadas al sector farmacéutico.

La fundación Ávila Ruiz-Belmonte, creada también para la ocasión y que ostentaría más funciones en el futuro, elegiría un alumno del último curso de cualquiera de los institutos de Cádiz y le pagaría la totalidad de su carrera universitaria. Los alumnos no podían presentarse por sí mismos, cada colegio o instituto presentaría a su candidato, y los miembros de la fundación nombrarían al ganador.

Y el ganador de esa primera beca era sencillamente perfecto, pensó Ignacio cuando leyó el informe que contenía los datos del joven.

José Antonio Nualart se había mudado a Cádiz tres años atrás, recién cumplidos los quince. Su madre trabajaba de cocinera en el colegio y su padre era taxista de profesión, aunque en ocasiones también ejercía de chófer para empresas privadas. José Antonio tenía dos hermanos: una hermana pequeña y un hermano mayor que había sido juzgado por homicidio involuntario. La familia entera se había mudado de Madrid a Cádiz a consecuencia del juicio del hijo mayor y José Antonio había tenido que empezar de cero en un colegio nuevo con el peso de la reputación de su hermano en los hombros.

Era el ganador perfecto. Procedía de una familia humilde y sus profesores lo consideraban brillante. En su barrio se habían deshecho en halagos; cuidaba siempre de su hermana pequeña y prácticamente se hacía cargo de la casa cuando sus padres no estaban. Y quería ser médico para ayudar a la gente.

Perfecto, sencillamente perfecto.

Ignacio Ruiz-Belmonte estaba pletórico; ese chico tenía además unos modales impecables y un rostro que desprendía honradez y, tal como había dicho su esposa Patricia, era un «chico muy guapo». La convocatoria de la beca Ávila Ruiz-Belmonte había sido todo un éxito e Ignacio ya había notado que la gente pronunciaba su nombre con otro tono, más respetuoso. Había sido un gran acierto, pensó mientras se vestía y sin dedicar ni un segundo a sopesar el alcance que tendría la concesión de esa beca en el futuro del joven vencedor.

La entrega del premio, un diploma que acreditaba a José Antonio Nualart como primer ganador de la beca, iba a llevarse a cabo en la sede de la farmacéutica, en uno de los salones para reuniones.

Ignacio acudió acompañado de su esposa Patricia y de sus dos hijas, Cecilia y Alexia. Se daba la casualidad que Cecilia era compañera de clase de José Antonio, pero nunca habían llegado a ser amigos. Se saludaron al llegar y Cecilia lo felicitó sincera, aunque Alexia, que observó la escena desde una esquina del salón, vio que su hermana mayor se negaba a mirar a José Antonio más de dos segundos.

Si ella estuviera tan cerca de José, pensó Alexia, no podría dejar de mirarlo. Intentaría aprendérselo de memoria para luego poder dibujarlo. Se le veía tan estoico, tan distante, tan fuerte y asustado al mismo tiempo que Alexia tuvo la tentación de correr a abrazarlo.

Habría sido una estupidez, y él la habría mirado como si estuviera loca, o quizá se la habría quitado de encima con delicadeza por ser la hija del hombre que iba a pagarle la carrera universitaria. Ella solo tenía quince años y hasta aquel instante nunca se le había hecho un nudo en el estómago al ver a un chico y nunca había deseado que al chico en cuestión también se le anudase el estómago y le costase respirar. Tampoco se había preguntado nunca si ella tenía derecho o no a acercarse a otra persona, a querer formar parte de él de alguna manera. Alexia no hizo nada, se quedó a un lado y se quitó esas ideas tan confusas y absurdas de la cabeza. Intentó no dormirse durante el discurso de su padre, aplaudió a la directora del colegio —una mujer que nunca le había gustado—, y se puso en pie, igual que el resto de los asistentes, cuando José Antonio aceptó el diploma. Después, cuando sirvieron unas bebidas para celebrar el fin de la ceremonia, José Antonio la sorprendió acercándose adonde estaba ella, oculta detrás de su madre y de su hermana, para darles de nuevo las gracias. Alexia lo miró embobada, ahora que estaba cerca y medianamente oculta pudo hacerlo, y entonces, a pesar de su edad, de la confusión y de la timidez, vio tanto dolor en los ojos de José Antonio que se asustó.

—¿Estás bien? —no pudo evitar preguntarle saliendo de su escondite.

Él desvió la mirada despacio hacia ella y asintió antes de contestar.

—Sí. —Levantó las cejas y le dejó ver parte de su alma—. Gracias.

Alexia no entendió esa mirada, pero sí su valor. Y sintió el efecto que causó en los latidos de su corazón.

Él, sin dejar de mirarla, dio un paso hacia atrás muy despacio. Después, sacudió levemente la cabeza y se despidió de ellas en voz más baja que antes para dirigirse de inmediato hacia la salida del salón sin esperar a su padre o a su madre. Entonces Alexia adivinó que parte del dolor que había presenciado en los ojos de José era soledad. A pesar de que él había acudido al acto acompañado físicamente de sus padres, no les había dirigido la palabra en ninguna ocasión y ellos no le habían abrazado ni tocado para felicitarlo tras recoger el diploma. Aunque le habían acompañado, José Antonio estaba solo.

¿Por qué?, pensó Alexia confusa y enfadada en nombre de él. Y tal vez, si hubiese sido mayor o más valiente, se lo habría preguntado, bien al propio José Antonio bien a sus padres. Furiosa al comprobar que él se iba sin que nadie le dijese nada, Alexia dio un paso hacia delante, y luego otro, y otro. Tenía que detenerle. Uno de los empleados de su padre la interceptó y le dijo que estaba guapísima y que había crecido mucho, ella le sonrió y siguió caminando.

Tenía que encontrar a José antes de que se fuera.

Lo vio y dejó de moverse; la determinación de segundos antes desapareció y se quedó inmóvil. José estaba de pie frente a uno de los dos cuadros que había colgados en la pared del salón. Era la silueta de unos niños jugando en la playa; estaban de espaldas, y, a pesar de ello, sus cuerpos transmitían felicidad, o al menos eso era lo que la había impulsado a dibujarlos. Alexia había hecho ese dibujo y el otro que había colgado en el extremo opuesto de la sala de actos. Su madre había insistido en enmarcarlos y su padre en colgarlos. Alexia lo habría impedido, pero Patricia los cogió sin que lo supiera e ignoró los deseos de su hija para «darle una sorpresa».

José Antonio levantó una mano como si quisiera tocar a los niños que corrían por la arena, la detuvo a escasos centímetros del cuadro y cerró los dedos. Una mujer se acercó a él. Alexia sabía que tenía un cargo importante en la empresa, aunque en aquel instante fue incapaz de recordar su nombre. José Antonio le preguntó algo y la mujer le contestó y siguió deambulando por el salón.

Él se quedó quieto con la mirada fija en el dibujo, las manos a ambos lados de su cuerpo y los hombros alicaídos. Tras lo que a Alexia le parecieron unos minutos, José Antonio asintió, enderezó la espalda, se puso las manos en los bolsillos y abandonó el edificio sin mirar atrás.