Cinco días sin hablar con él. Cinco días sin oír su voz pero sintiendo su mirada siempre que coincidían. Cinco días durante los cuales Alexia había fotografiado médicos, enfermeros, salas de espera, quirófanos y laboratorios. Se había pasado todos esos días intentando capturar el alma del hospital para que quedase reflejada para siempre en la exposición, y había acabado atrapando, casi sin querer, partes de José Antonio.
Él era un médico poco convencional. No le gustaban los actos oficiales y odiaba las reuniones con los miembros del comité de administración. Se pasaba demasiado tiempo con sus pacientes y había luchado con uñas y dientes para mejorar los equipos de oncología del hospital.
Adoraba a su hermana. Una tarde, Alexia vio entrar a Gabriela en el centro y la siguió a hurtadillas por el pasillo. La joven no la vio, menos mal, y, cuando se cruzó con José Antonio, corrió a abrazarlo y él la despeinó y la abrazó con fuerza. Si hubiera podido reaccionar, Alexia habría fotografiado en ese momento, con esa sonrisa en el rostro. Al día siguiente, y como si el destino se empeñase en demostrarle lo mucho que se equivocaba al seguir pensando en José Antonio, Alexia lo vio dándole un beso a Mónica antes de que la doctora entrase en una sala de reuniones. Mentiría si dijera que no le dolió, pero pensó con suma tristeza que José Antonio y Mónica tenían sentido. Mientras que ellos dos no lo habían tenido nunca. Ellos dos habían tenido ilusión, necesidad, fuego, pasión, incluso odio y tal vez amor, pero nunca sentido.
Ese mismo día, horas más tarde, cuando Alexia acudió al bar donde había vuelto a quedar con Sergio —con el que todavía no se había acostado—, apareció José Antonio. No le dijo nada, se sentó en la barra y pidió dos cervezas, primero una y después otra. Alexia, incapaz de contenerse, le preguntó a Tomás, otro de los médicos que estaba sentado en su mesa con ellos, si sabía qué le pasaba a José Antonio.
—Creo que tiene a un paciente muy grave, en fase terminal.
Alexia recordó entonces la noche que José Antonio perdió a esa niña en Madrid años atrás; en realidad, se corrigió mentalmente, jamás podría olvidar ese momento. Esperó a que Sergio y Tomás y una chica que también se había unido al grupo estuviesen charlando animadamente para levantarse, y entonces se acercó a la barra.
Dejó un taburete entre ella y el que ocupaba José Antonio y se sentó en silencio.
—¿Estás bien? —le preguntó en voz muy baja.
—No —contestó él.
Alexia movió una mano y la colocó encima del taburete que los separaba y unos segundos más tarde sintió el peso de la de José Antonio encima. Giró la suya hasta que la palma quedó hacia arriba y entrelazó los dedos con los de él. Se quedaron así, sin decir ni hacer nada más, hasta que José Antonio aflojó la mano y se apartó. Cogió el casco de la moto que había dejado encima de la barra y la miró.
—Gracias.
Alexia no pudo decirle nada, asintió con cuidado para no derramar ninguna lágrima y dejó que se fuera.
Dos semanas más tarde José Antonio volvió a ese mismo bar en busca de Alexia, porque la señora Pallarés, la paciente que le había llevado allí la noche que Alexia le dio la mano, había muerto. Esa noche apenas hablaron, pero casi se besaron. Había encontrado a Alexia sola, como si hubiese estado esperándolo, y durante unos horribles minutos deseó ser capaz de olvidarlo todo y de entregarse a ella, a la pasión y al olvido que ella lograría hacerle sentir. La miró a los ojos y en ellos vio que también lo deseaba, y que necesitaba algo más, algo que ninguno de los dos era capaz de soportar esa noche ni nunca. Por eso se fue, y en cuanto cruzó la puerta del bar supo que jamás volvería a acercarse a ella. Y Alexia, que se quedó dentro conteniendo las lágrimas, supo que jamás volvería a tener a José Antonio tan cerca.
Alexia ya tenía todas las fotografías que le hacían falta para montar la exposición. De hecho, tenía suficiente material para dos exposiciones, un libro y varios monográficos, por lo que dejaría de ir al hospital a diario. Su relación con Sergio no prosperaría, el guapo médico ya se estaba cansando de esperarla y había echado el ojo a una nueva doctora.
Lo único que le faltaba a Alexia para dar por concluido ese trabajo era entregar su propuesta definitiva al doctor Luján y, si la aprobaban, asegurarse de que llegado el momento montaban la exposición como ella la había diseñado. Pero tanto si se quedaban con su propuesta como si le pedían otra, ya no tenía que volver al hospital.
Ya no volvería a ver a José Antonio pensativo por un pasillo, ni se cruzaría con él en la cafetería, ni fingiría no darse cuenta de que los dos estaban juntos en el mismo ascensor.
Ellos dos en ningún momento habían conseguido resolver los problemas del pasado, pero curiosamente habían vuelto a conocerse. Y tal vez en otra vida habrían tenido un futuro, pero no en esta.
A la mañana siguiente, Alexia llamó a la puerta del doctor Luján y en menos de media hora este la felicitó por su excelente trabajo, le aseguró que estaban muy satisfechos con las fotografías y se despidió de ella.
No, ya no tenía ningún motivo para volver al hospital.
Alexia le estrechó la mano al director y abandonó el despacho embargada ya por la añoranza, a pesar de que apenas había estado allí unas cuantas semanas. Era inquietante que en ese corto periodo de tiempo hubiese llegado a sentirse tan cómoda en ese lugar. Giró pensativa el primer pasillo sin prestar demasiada atención adónde iba y vio a José Antonio esperándola.
—¿Te vas? —le preguntó él sin rodeos.
—Sí, ya he terminado. Acabo de darle a Luján los archivos con todas las fotos.
José Antonio se apartó de la pared donde estaba apoyado, se acercó a ella e hizo algo inesperado: le acarició la mejilla y le apartó un mechón de pelo.
—¿Puedo verte algún día?
¿Qué había pasado? Después del modo en que la miró la noche que se fue del bar sin besarla, Alexia habría jurado que José Antonio no quería verla nunca más. «Quizá le pasa como a ti, quizá sabe que nunca sentirá con otra lo que siente estando contigo».
José Antonio, como si pudiera oír sus pensamientos, le tocó de nuevo el rostro con suavidad.
La ternura, la sinceridad de la caricia, emocionó a Alexia y fue más de lo que pudo soportar.
—¿Y Mónica?
—Alexia, yo…
—No, no puedes verme. —Dios, era una estúpida. Él no había reconsiderado nada. Lo más probable era que hubiese recordado lo que sucedió en Nueva York, la facilidad con la que la sedujo y se acostó con ella y quisiera repetir. Tal vez, el maravilloso doctor Nualart sí que era capaz de serle infiel a su pareja pensó, y, asqueada ante tal posibilidad, dio un paso hacia atrás y se apartó—. Adiós, José Antonio.
Él no la siguió.
Él nunca la seguía, se dijo secándose una lágrima, ni en Madrid, ni en Nueva York, ni en ninguna parte. Ya tendría que estar acostumbrada.
Alexia se pasó la noche llorando y se prometió —otra vez— que era la última vez. Se dijo que, a diferencia de las anteriores, ahora no había sido traumático, ni siquiera se habían besado, y que por fin podría olvidarlo.
José Antonio echaba de menos a Alexia, oír el sonido de su cámara en el momento más inesperado, verla de pronto en un pasillo, sonreírle desde el otro lado de la cafetería del hospital.
—¿En qué estás pensando? —le preguntó Mónica. Estaban en un restaurante del puerto; habían ido a cenar porque ella había insistido y él no había podido negarse.
No podía seguir haciéndole eso a Mónica, ella no se lo merecía. Desde la llegada de Alexia al hospital que no estaban juntos. José Antonio no había vuelto a acostarse con ella, no podía, y había intentado esquivarla, cosa que era vil y rastrera, porque Mónica era una chica fantástica.
—Creo que deberíamos dejar de vernos fuera del hospital —se sinceró de repente. Fue como si su boca tomase la iniciativa por él.
Mónica dejó el tenedor en el plato y bebió un poco de agua.
—¿Por qué? —le preguntó ella sin estridencias.
—Creía que estaba dispuesto a tener una relación seria, una relación con futuro, pero, si soy sincero conmigo mismo, tengo que reconocer que no es así. —La miró a los ojos e intentó ser lo más sincero y honesto posible—. Y no es justo para ti.
—Deja que decida yo lo que es justo o no para mí.
—Sí, por supuesto, pero tienes que saber la verdad. No puedes seguir tolerando mi distanciamiento, mi falta de compromiso contigo y creer que algún día voy a cambiar —se obligó a decirle—. No voy a quedarme a dormir contigo, no voy a presentarte a mi hermana y no vamos a empezar a ir los tres juntos de vacaciones. —Vio que ella abría los ojos y siguió adelante. Odiaba ser tan cruel con Mónica, tan desagradable, pero era necesario—. No voy a mudarme a tu piso, ni dejaré que tú vengas a casa con nosotros.
—Espera un segundo, José Antonio —le pidió sonriendo. La sonrisa desconcertó a José Antonio—. ¿Quién te ha dicho que quiero jugar a las familias? Formar una familia está muy bien, no me malinterpretes, pero no todas las mujeres queremos eso. Yo no lo quiero, de momento —puntualizó al final.
—¿Qué estás diciendo?
—Estoy diciendo que si quieres que dejemos de vernos porque te has aburrido de mí o porque prefieres estar solo o salir con más gente, de acuerdo, dejamos de vernos. Pero que no hace falta que te sacrifiques por mi bien o tonterías por el estilo. Sé cuidarme sola y si tuviera la sensación de que me estás utilizando, te dejaría sin pestañear.
—Creía que querías que nuestra relación siguiera avanzando —le señaló él confuso y sin dejar de mirarla.
—Y quiero, pero me parece bien esperar. Sí, ya sé que has dicho que no vas a cambiar, pero tu hermana se hará mayor y las circunstancias cambiarán, tú serás el mismo, pero tu entorno no y entonces verás las cosas de otra manera.
—¿Y te parece bien conformarte con eso? —No pudo contener la pregunta.
—¿Y quién dice que me conformo? —Lo miró con una sonrisa algo triste y muy comprensiva—. No todo el mundo espera vivir una gran historia de amor. No es realista, José. Y, en mi opinión, las parejas más estables y duraderas se basan en la amistad, el respeto y la confianza.
«Estables. Duraderas. Confianza».
Palabras que sin duda no podían aplicarse a su relación con Alexia.
—Veo que te he sorprendido —dijo entonces Mónica—. La verdad es que nunca habíamos hablado del tema y me alegro de que lo hayas sacado.
—Sí —carraspeó José Antonio—, yo también me alegro de haber tenido esta conversación. —Cogió aire y dejó las cosas claras—: Eres una mujer magnífica, Mónica, lo creía antes y ahora veo que incluso me había quedado corto, pero no quiero seguir estando contigo. No puedo.
Mónica lo miró a los ojos sin que los de ella se enturbiaran los más mínimo.
—De acuerdo. —Mónica cogió la copa y bebió un poco de vino—. ¿Puedo pedirte algo?
—Por supuesto —no dudó en responder José Antonio.
—Cuando resuelvas todas las dudas que tienes, si decides que quieres una relación conmigo, no te compliques y dímelo directamente.
José Antonio no intentó disimular ni negar que ella había acertado con lo de las dudas y cogió la copa para brindar con Mónica.
—Dalo por hecho.
Una semana más tarde, que se había hecho eterna, José Antonio vio un nombre anotado en la lista de pacientes que iba a recibir esa tarde y sonrió.
Patricia Ávila, la madre de Alexia.
La conversación que había mantenido con Mónica había sido muy liberadora, pero al mismo tiempo le había dado mucho que pensar. La opinión que tenía Mónica sobre la familia y lo que buscaba en su pareja tenía mucho sentido. Ellos dos se avenían muy bien, tenían opiniones muy similares en todo. Si algún día decidieran casarse y tener hijos, probablemente tendrían una buena vida.
Y si él no hubiera conocido nunca a Alexia, se habría lanzado de cabeza a por ello.
Pero la conocía y ahora podía afirmar que no lo cambiaría por nada del mundo. Por mucho que lo intentara no podía, ni quería, imaginarse su vida sin Alexia. ¿Qué habría sido de él si no la hubiera visto por los pasillos del colegio cuando se mudó a Cádiz o cuando le dieron la beca? ¿Qué sería de él ahora si nunca hubiera sentido la pasión que sintió en sus brazos? ¿Cómo podría vivir sin haberla tocado nunca, sin haberla visto dibujar, sin haberla oído suspirar?
Entonces, si tan seguro estaba de que no quería eliminar a Alexia de su pasado, ¿por qué no corría a buscarla para meterla en su futuro?
La respuesta era simple y humillante, y muy dolorosa.
Porque tenía miedo. Tenía miedo de confiar en ella, de volver a saltar al vacío. Esta vez no habría ninguna red, esta vez no podría volver a recomponerse. Cuando Alexia le falló en el pasado, él tuvo que centrarse a la fuerza porque su hermana Gabriela lo necesitaba. José Antonio se mudó de Madrid a Cádiz, pidió el traslado en la facultad, dejó el trabajo, lo hizo todo en un abrir y cerrar de ojos porque su madre le dijo que, si él no estaba en Cádiz ocupándose de Gabriela, ella se la llevaría a Galicia.
Gabriela no podía volver a mudarse, solo con mencionarle la posibilidad de abandonar su colegio y a sus amigas se ponía a llorar desconsolada. Además, Antonia, su madre, insinuó que en Galicia iba a internarla en el colegio al que acudían sus primas (unas primas que no había visto nunca). Gabriela ya había perdido demasiadas cosas: el abandono de Sebastián, su hermano mayor, seguía doliéndole, la muerte de su padre había sido un duro golpe, y ahora su madre, que ya apenas se preocupaba por ella, iba a desterrarla a un internado.
José Antonio reaccionó, decidió que a Gabriela no iba a fallarle. A Sebastián le había fallado, no había sabido estar a su lado cuando las cosas se complicaron y su hermano tuvo que irse de España. Pero a Gabriela no iba a fallarle. La quería demasiado… Y le proporcionó la excusa perfecta para abandonar Madrid y alejarse de Alexia.
Esta vez, si quería que su historia con Alexia tuviese la menor oportunidad de salir adelante, iba a tener que contarle toda la verdad. E iba a tener que escucharla y perdonarla.
No sabía si era capaz, ni si podía llegar a serlo. Si Alexia volvía a fallarle, no iba a tener más remedio que asumirlo para siempre. Y entonces, ¿qué le quedaría? Ahora al menos podía soñar con la posibilidad de conseguirlo.
Tal vez la opción de Mónica era la más sensata, ellos podían seguir así hasta que Gabriela se independizase y entonces decidir hacia dónde llevar su relación.
Pero así también perdería a Alexia para siempre.
Alguien llamó a la puerta de la consulta y José Antonio agradeció la distracción, ver el nombre de la madre de Alexia le había llevado a deambular por los recuerdos.
—Adelante —dijo tras carraspear.
—Buenos días, doctor Nualart —lo saludó el doctor Luján.
José Antonio le devolvió el saludo y le ofreció que se sentara, intentando disimular su sorpresa. Podía contar las ocasiones en las que Luján se había presentado en su despacho.
—Supongo que se pregunta qué estoy haciendo aquí —adivinó Luján al tomar asiento.
—Sí, la verdad es que sí.
—Tengo que hacerle una propuesta y sé que no va a rechazarla —empezó enigmático—. Supongo que tiene presente que nuestro hospital mantiene una relación muy estrecha con el Monte Sinaí de Nueva York.
—Lo sé, hace unos años asistí a varios seminarios.
—Sí, y al parecer les causó muy buena impresión, doctor. Tan buena que nos han pedido que se lo cedamos durante un largo periodo de tiempo.
—¿Disculpe?
José Antonio se tensó y se inclinó hacia delante. Él había recibido algún que otro correo invitándole a participar en otro seminario o eventos similares, pero nada más.
—Sí, quieren que trabaje con ellos, en su hospital de Nueva York, durante cinco años. Como mínimo. Le escribirán a usted para detallarle todo lo que le ofrecen, por supuesto, pero le adelanto que están dispuestos a ser más que generosos. Al parecer han seguido de cerca su evolución y están impresionados con sus casos y con los artículos que ha escrito durante este tiempo. Están dispuestos a trasladar también a la doctora Quintana. Estos americanos están en todo y no quieren que tenga que preocuparse por su pareja. —A José Antonio le molestó que Luján se inmiscuyese en su vida privada, pero se mordió la lengua porque quería seguir escuchándolo—. Y también se harán cargo de todos sus gastos personales, le buscarán casa y colegio para su hermana.
No era ningún secreto que él se hacía cargo de Gabriela y que era más su padre que su hermano, pero tampoco le sentó bien que Luján y un ejecutivo norteamericano al que no conocía hubiesen negociado sobre Gabriela.
—¿Y qué pasará con mi trabajo aquí, en el hospital? Tengo pacientes, no puedo irme de Cádiz así sin más.
—Su equipo se hará cargo, por supuesto. Y no tiene que irse así sin más, habría un periodo de transición. Si acepta, los americanos no le esperan hasta dentro de seis meses.
—¿Por qué está tan dispuesto a acceder? Creía que yo era uno de los niños mimados del hospital. —Se burló de sí mismo porque todo ese tema no acababa de gustarle—. ¿Qué gana usted, qué gana el hospital, a cambio de que yo me vaya a Nueva York? —José Antonio entrecerró los ojos. Luján no era famoso por su bondad.
—A cambio de que nosotros cedamos sus servicios, el Monte Sinaí nos cede a un equipo de tres médicos durante el mismo periodo de tiempo. Y claro está, después, cuando usted regrese, nuestra reputación, y nuestra lista de clientes, aumentará considerablemente.
—Pacientes —le corrigió José Antonio—. ¿Y si no acepto?
—¿Por qué no va a aceptar? No diga estupideces. —Luján se puso en pie y lo miró—. Tiene un mes para decidirse. Los del Monte Sinaí tienen a otro candidato en mente, un médico catalán, creo, pero le prefieren a usted. Y supongo que no hace falta que le diga que la junta directiva del hospital estará muy pendiente de su decisión.
—¿Está amenazando con despedirme si no acepto?
—No sea absurdo, doctor. —Luján sonrió—. Pero sin duda no estaremos contentos. Y ya sabe que todo funciona mejor cuando lo estamos. Me voy, seguro que tiene un día muy ocupado.
Luján se dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta.
—Alégrese, hombre —le dijo al girar el picaporte—, si se va a Estados Unidos no estará aquí para la fiesta de aniversario del hospital.
Y con esa frase tan absurda, lo primero que pensó José Antonio fue que si se iba no vería la exposición de Alexia.