Después de comer se dirigieron al despacho de José Antonio. Él quería consultar unos expedientes antes de visitar a los pacientes ingresados en la planta de oncología y mandar un correo al laboratorio para que le preparasen unas mezclas para más tarde. Alexia dejó la cámara en la bolsa de lona negra y le pidió que la esperase mientras iba al baño a lavarse las manos.
José Antonio se sentó y aprovechó su ausencia para recuperar el aliento.
Había pasado la mañana entera con Alexia y, superada la impresión inicial, había sido estimulante, apasionante incluso. Le estaba volviendo a suceder, pensó entre confuso y furioso, estaba volviendo a caer en las redes de esa mujer. La mujer que, sorprendentemente, más daño le había hecho en la vida.
Tenía que dejar de pensar en ello. Al fin y al cabo había pasado mucho tiempo y ahora, tanto él como ella, eran personas distintas. Era absurdo seguir obsesionado con el pasado, y más todavía si ese pasado había sido tan doloroso y rocambolesco como el de ellos dos. Él ahora tenía una buena vida, y lo más probable era que ella también.
Cogió aire y lo soltó despacio. Mañana, cuando no la tuviera pegada a sus talones, todo volvería a la normalidad.
Puso en marcha el ordenador y leyó los expedientes. Al guardar el segundo, un nombre captó su atención y se maldijo por no haberlo recordado antes. Aunque en su defensa podía afirmar que ver a Alexia después de tanto tiempo le había aturdido el cerebro.
—Ya estoy aquí —dijo Alexia al entrar.
—Me alegro mucho de que tu madre esté bien. —Ahora que lo había recordado, no podía callárselo—. Me alegré mucho cuando los últimos análisis salieron completamente estables.
Alexia se había quedado petrificada frente a la puerta. Había palidecido incluso y José Antonio pudo ver que temblaba.
—Mi madre no sabe nada.
—¿Sobre qué? —le preguntó él confuso.
—Sobre… —con un dedo le señaló a él y después a ella—. Nadie lo sabe. Y quiero que siga así.
—De acuerdo —accedió José Antonio, porque temió que ella fuera a llorar o a desmoronarse si se negaba—. ¿Estás bien, Alexia?
—Sí —reaccionó y caminó hasta la bolsa con la cámara.
—Ella fue una de mis primeras pacientes cuando volví a Cádiz —siguió José Antonio, ignorando la alusión a Nueva York. No había dicho nada al respecto, pero tanto él como ella sabían que era de allí de donde había «vuelto».
—Lo sé.
—El doctor que la atendió en Madrid es de los mejores. A mí me tocó lo fácil —intentó bromear sin dejar de ser respetuoso.
—Basta. —Alexia levantó la cabeza y lo miró a los ojos—. No quiero hablar de mi madre ni de su enfermedad. Te agradezco el comentario y sé que ella está muy contenta contigo cuando le toca hacerse las revisiones, pero ya está.
—¿Ya está?
Dios, físicamente habían estado lo más unidos que pueden estar un hombre y una mujer y él incluso había llegado a decirle que la quería. ¿Y ahora no podía interesarse por su madre? Sí, él recordaba lo que quería recordar, pero estaba en su derecho de ser selectivo con sus recuerdos, había demasiados de dolorosos. Esa mujer siempre le había convertido en un completo idiota.
—Ya está. —Se colgó la cámara—. No pasaré consulta contigo, no me parece bien invadir así la intimidad de tus pacientes. —Cambió de tema radicalmente y dio por zanjado el de su madre—. Te seguiré hasta las habitaciones y te esperaré fuera. ¿De acuerdo?
No, no estaba de acuerdo. Quería gritarle, quería exigirle que dejase de comportarse como una máquina, pero no hizo nada. José Antonio apagó el ordenador y optó por ser tan indiferente como ella.
En el laboratorio, adonde fueron después de que él terminase su ronda por las habitaciones, Alexia mantuvo tal frialdad que José Antonio la sintió incluso en la piel. Disparó unas cuantas fotos, él pudo oír el clic de la máquina varias veces, pero fue como si ella sencillamente estuviera allí, sin importarle nada lo que estaba viendo. El cambio, comparado con la simbiosis de esa mañana, era palpable. Cuando terminaron, José Antonio estaba tan furioso que se dijo que más le valía a Alexia tener alguna fotografía que valiese la pena porque él no iba a dejar que lo siguiera ni un día más.
Volvieron en silencio a su consulta; José Antonio se planteó incluso decirle que tenía una reunión con alguien para dejarla allí plantada y no verla más, pero al final decidió terminar con eso lo antes posible y de la mejor manera. Le abrió la puerta del despacho, y, mientras ella recogía la cámara, él se acercó a su lado del escritorio para guardar unas notas y quitarse la bata.
Los dos se sobresaltaron cuando se abrió la puerta.
—Hola, cariño. Sorpresa.
¿Cariño? Era la primera vez que Mónica lo llamaba así en el hospital y a José Antonio le incomodó un poco. Y después se riñó a sí mismo por incomodarse. ¿Por qué no podía relajarse y dejar que Mónica le llamase de ese modo? Tenía derecho a hacerlo.
—Ups, lo siento —se disculpó Mónica sonrojándose.
José Antonio le sonrió afectuoso.
—No te preocupes, Mónica, pasa. No te quedes allí. —Entonces miró a Alexia y vio que sujetaba la cámara con tanta fuerza que tenía los nudillos blancos y que le temblaba el pulso en el cuello—. Deja que te presente a Alexia Ruiz-Belmonte, está aquí para hacer unas fotografías para el hospital.
Mónica sonrió.
—¿Para la exposición?
—Sí —contestó José Antonio.
—Oh, me han hablado muy bien de ti —le dijo Mónica a Alexia, acercándose a ella—. Es un placer conocerte. Yo soy Mónica Quintana, la novia de José Antonio.
—Y anestesista del hospital —se apresuró a subrayar él de inmediato, para contrarrestar el último comentario de Mónica. ¿Por qué había tenido que definirse de esa manera y por qué a él le molestaba tanto?
—Es un placer, doctora Quintana. —Alexia le estrechó la mano y volvió a guardar la cámara—. Supongo que un día de estos también vendré a sacarle unas fotos.
—Trátame de tú, y no, no creo que a mí quieran fotografiarme. Yo no soy famosa como José.
Alexia arqueó una ceja en dirección a José Antonio y cerró la bolsa de lona.
—Bueno, yo ya he terminado por hoy —dijo mientras acababa de recoger, pero enfocó el cuerpo hacia José Antonio—. Miraré las fotografías esta misma noche y si hay alguna que sirva ya no volveré a molestarte.
—¿Hay alguna manera de que me hagas una copia de alguna? —le preguntó Mónica a Alexia, y José Antonio se quiso morir.
—Claro, te enseñaré las mejores y podéis elegir la que más os guste —utilizó el plural adrede, de eso José Antonio no tuvo la menor duda.
—Genial. —Mónica le sonrió contenta a Alexia y después se dirigió a José Antonio—: Lamento haberme presentado así sin avisar, pero me han cambiado el turno y empiezo a trabajar ahora. Tenemos que anular lo de esta tarde, cariño.
José Antonio vio que Alexia se cargaba la bolsa en los hombros tremendamente tensos.
—Espera un minuto, Alexia. —Ella se detuvo en seco y él la vio apretar los dedos—. No te preocupes, Mónica, nos veremos mañana.
Enfatizó el nombre para ver si así comprendía que no le gustaba el uso, o mejor dicho, el abuso de esos motes empalagosos.
—Si quieres, pasa por casa mañana por la mañana. Yo no tendré que volver a trabajar hasta la tarde —le sugirió Mónica.
—Claro. —En realidad, José Antonio no sabía muy bien a qué estaba accediendo, solo quería que Mónica se fuese de allí y le dejase hablar con Alexia.
—Me voy, me están esperando. —Mónica por fin se apartó del escritorio y se dirigió a la puerta—. Te perseguiré para conseguir esas fotografías, Alexia —le dijo al pasar por su lado.
—Por supuesto, Mónica.
Mónica salió con la misma naturalidad con la que había entrado y dejó a José Antonio y a Alexia encerrados de nuevo en el despacho.
—Le diré al doctor Luján que ya tengo tus fotografías —explicó Alexia dándole la espalda a José Antonio.
—Pero si todavía no las has visto. Tú misma acabas de decírselo a la doctora Quintana.
—No me hace falta, y dile a tu novia que pase por mi estudio cuando quiera.
—No es mi novia.
Genial, ahora, en vez de un hombre de treinta y dos años, se estaba comportando como un adolescente.
—Ella cree que sí lo es.
—Sí, es curioso, ¿no crees? La única vez que yo creí tener novia ella se acostó con otro.
A Alexia le quedó la espalda tan rígida que José Antoni temió que fuera a romperse. Se arrepintió al instante de haberlo dicho, pero las palabras ya estaban en el aire hiriendo a Alexia y él no podía hacer nada para impedirlo. Salió de detrás del escritorio para evitar que ella se fuera, y no llegó a tiempo.
Alexia abrió la puerta y caminó decidida por el pasillo. José Antonio fue tras ella, pero Alexia era muy rápida y él no paraba de tropezarse con obstáculos que le impedían avanzar: un enfermero con una consulta, una familia preguntándole dónde estaba el ascensor. Era demencial. Iba a perderla.
De repente la vio frente a la salida del hospital, tenía los labios apretados y los ojos húmedos, pero estaba hablando con un médico, con el doctor Sergio Pol, para ser más exactos.
Se acercó a ellos y oyó que él le decía.
—Entonces qué, Alex, ¿vas a seguir torturándome o vas a venir conmigo esta noche a tomar una copa?
«¿Alex? ¿Por qué la llamaba Alex?».
—Mira, Sergio…
—Oh, vamos, ven. Será divertido.
Alexia giró el rostro y sus ojos se clavaron en los de José Antonio. Fue un contacto breve, aunque bastó para que él viera el daño que le había hecho.
—Está bien, dime dónde vais a estar y pasaré un rato. —Alexia volvió a girarse y contestó a Sergio sin disimular que sabía que José Antonio les estaba escuchando.
Sergio le dio la dirección de un bar muy conocido y José Antonio dio la vuelta sobre sus talones y volvió a su consulta.
Eran las once de la noche. José Antonio se había subido a su moto y se había presentado en ese maldito bar para ver a Alexia. Sí, claro, intentó engañarse y decirse que iba a tomar una copa con unos compañeros de trabajo, pero José Antonio podía contar con los dedos de una mano las ocasiones en las que había salido con gente del hospital.
Daba igual, esa noche era tan buena como cualquier otra para reparar su reputación de hombre distante y estirado, y si daba la casualidad de que Alexia estaba allí, pues era eso, una mera casualidad.
Aparcó la moto y entró en el bar igual que si fuera un cliente habitual. No tardó en ver la mesa que ocupaban Sergio y un reducido grupo de empleados del hospital. Todos se sorprendieron al verlo, pero actuaron con cierta naturalidad.
—Vaya, creo que si salgo fuera veré volar vacas, el mismísimo doctor Nualart tomándose una cerveza con nosotros.
—No seas animal, Tomás —riñó Sergio al otro médico cuya especialidad era la pediatría, cosa que probablemente explicaba su lenguaje—. De vez en cuando los dioses se relacionan con los mortales.
—Está bien, meteos conmigo, supongo que me lo merezco.
—¿Supones? Creo que en los dos años que llevo en el hospital hoy es la primera vez que te he visto sonreír. —Esa frase la dijo Bruno, un radiólogo.
José Antonio aceptó las bromas con resignación y pidió una cerveza.
—Bueno, al menos has elegido la mejor noche para aparecer —señaló Tomás—; el bueno de Sergio ha quedado con una tía que está cañón.
—¿Ah, sí? —Apretó el cuello de la botella.
—Sí, quiere seducir a la fotógrafa que ha aparecido hoy en el hospital. Tú, cabrón, te has pasado la mañana entera con ella. Está buenísima —siguió Tomás, y José Antonio se planteó la posibilidad de darle una patada por debajo de la mesa.
José Antonio se terminó la cerveza y se puso en pie. Había sido un error ir allí esa noche, tal vez debería plantearse ser más cercano con sus compañeros, conocerlos mejor y dejar que le conocieran, pero si se quedaba allí un segundo más le haría daño a alguien.
—Me temo que estoy más cansado de lo que creía. Me voy a casa. —Se levantó y dejó dinero encima de la mesa para la cerveza—. Volveré otro día para que podáis seguir insultándome.
Los tres hombres se rieron y José Antonio salió del bar. Antes de ir en busca de la moto se apoyó en la pared del local y cerró los ojos. Respiró profundamente dos veces e intentó recuperar la calma. ¿Qué diablos pretendía hacer? Ahora mismo él tendría que estar en casa con su hermana, durmiendo o pensando en Mónica. En la mujer que sí…
—¿Qué estás haciendo aquí?
Cualquier pensamiento sobre Mónica desapareció de la mente de José Antonio al oír la voz de Alexia. Abrió los ojos y la vio delante de él. Llevaba un vestido de flores, un collar largo que colgaba entre sus pechos, una cazadora de piel para abrigarse y los labios pintados.
Estaba guapísima, deseable. Era pura tentación.
—¿Y tú? ¿Qué haces aquí?
—No es asunto tuyo.
Dio un paso hacia un lado para dirigirse de nuevo hacia la puerta. José Antonio reaccionó y la sujetó por la muñeca.
—Has quedado con Sergio.
—Suéltame.
—Quiere acostarse contigo.
—Suéltame.
—¿Le conocías de antes o le has conocido esta mañana?
—He dicho que me sueltes.
—Porque si le has conocido hoy y vas a acostarte con él…
Ella le abofeteó con la otra mano y José Antonio la soltó de golpe.
—¿Pero quién te has creído que eres? ¿Quién te has creído que soy para hablarme de esta manera? Tú no eres nada mío. Nada. Y si quiero acostarme con todos los hombres del planeta, uno detrás de otro, lo haré.
José Antonio la sujetó por las muñecas y la apoyó en la pared.
—Me vuelves loco. ¿Cómo es posible que lleve años sin verte y te baste con unas horas para destrozarme la vida otra vez?
—¿Destrozarte la vida? —se burló con la voz ronca—. Suéltame, José Antonio. Yo no te he destrozado nada.
Él la ignoró y se acercó más a ella; sus labios estaban a un mero suspiro.
—No entres allí. No te acuestes con Sergio.
—¿Estás oyendo lo que dices? Suéltame ahora mismo. —Alexia movió una pierna y José Antonio adivinó que si no la soltaba le daría un rodillazo en los testículos y seguramente terminaría en el suelo. Y haría bien, se estaba comportando como un animal, pero la parte racional de su cerebro se había rendido al verla y lo había reducido a puro instinto.
—No te acuestes con Sergio, por favor —farfulló con el pulso latiéndole en la sien.
—¿Por qué? Tú tienes novia, una doctora estupenda que te llama «cariño». Yo a ti no te importo, me lo dejaste claro en Nueva York y llevas años demostrándolo. Han pasado tres años desde de esa noche en ese maldito hotel y nunca has intentado buscarme. Así que ahora no me vengas con numeritos, José Antonio. Puedes abandonarme sin pestañear de lo poco que te importo. ¿A qué viene esto? ¿Acaso me estás tomando el pelo? ¿Se trata de una broma de mal gusto? —le preguntó alterada.
—No te acuestes con él, Alexia. Por favor. —Era lo único que podía decirle. Lo único que tenía sentido y que no paraba de repetirse en su mente.
Y tenía que hacérselo entender a ella.
La miró a los ojos, los tenía tan brillantes que sintió la caricia de su mirada en la piel. Empezó a inclinar la cabeza hacia abajo, tenía que besarla. Si la besaba, volvería a sentir su sabor, podría dejar de imaginárselo. Volvería a sentir sus labios, sus suspiros, sus…
—¿Vas a besarme? —lo retó ella—. ¿Vas a besarme cuando tienes a tu novia, a Mónica, esperándote? Vamos, hazlo, demuéstrame que tú también eres capaz de serle infiel a alguien. —Levantó la cabeza, y, en cuanto sus labios se tocaron, José Antonio la soltó y se apartó—. No, ya sabía yo que alguien tan perfecto como tú no comete errores. Vete de aquí, José Antonio. Vuelve con Mónica y sigue fingiendo que no existo, que nunca he existido.
—Yo… —No podía hablar, sus labios le odiaban porque los había apartado de Alexia y las acusaciones y los reproches de ella no dejaban de repetirse en su mente.
—Vete de aquí y déjame en paz.
Alexia entró en el bar y José Antonio se montó en la moto. No quería quedarse allí y verla con otro.
Alexia entró y fue directamente al baño del bar, donde se encerró en uno de los cubículos a llorar. Salió, se echó agua en la cara, y cuando tuvo un aspecto más o menos presentable, abandonó el baño y se acercó a la mesa donde estaban Sergio y sus amigos para disculparse; les dijo que algo le había sentado mal y que tenía que irse a casa. Sergio se ofreció a acompañarla, pero ella insistió en que no era necesario y logró irse sola.
Después de lo de Nueva York, y aunque le había costado, Alexia había aprendido a ser feliz consigo misma, y sí, se había acostado con unos cuantos hombres. No demasiados, y siempre elegía a hombres que la hicieran reír y que no pidiesen más de lo que ella estaba dispuesta a darles. Sergio encajaba a la perfección; era encantador, educado, listo, guapo, y no quería nada serio con ella. Solo quería pasárselo bien.
No iba a permitir que José Antonio le echase a perder eso, pero esa noche, después del casi beso y de haberlo tenido tan cerca, no podría soportar estar con otro. La comparación sería inevitable y le resultaría imposible negar que José Antonio había sido el único capaz de hacerla sentir de verdad. Pero él tenía a otra, una chica que no tenía ninguna culpa de que ellos estuviesen destinados a encontrarse y a hacerse daño. A pesar de lo que le había dicho a José Antonio, Alexia no quería que él le fuese infiel a su novia, sabía que no se lo perdonaría, ni a ella ni a sí mismo, y entre ellos dos ya había demasiados reproches y remordimientos para añadir uno más. Pero, a pesar de todo, cuando él la encerró entre su cuerpo y la pared del bar, deseó besarlo. Le habría gustado sentir, aunque fuese por última vez, el calor que solo la consumía cuando José Antonio la besaba.
Era muy cruel que no hubiese encontrado a ningún otro hombre capaz de hacerla sentirse tan viva. Quizás era el modo que tenía su propio cuerpo de vengarse de ella por haberle sido infiel a José Antonio, o tal vez se debía a que jamás había sido capaz de perdonarse a sí misma, pero Alexia se prometió que intentaría hacerlo y que seguiría creyendo que algún día, en alguna parte, encontraría a alguien. Igual que José Antonio había encontrado a Mónica.
Se subió a su coche y volvió a casa. Su madre ya estaba dormida, así que aprovechó para ir al ordenador un rato y ver las fotos. Las observó con objetividad, no se torturó pensando en que, aunque no había llegado a dibujarle nunca, ahora tenía cientos de fotos de José Antonio. Eligió dos y se las mandó por correo electrónico al doctor Luján con copia a José Antonio (el director del hospital le había facilitado los datos). En el correo escribió que esas dos fotografías eran las que ella proponía para la exposición; en una, José Antonio estaba anotando algo en una libreta que tenía al lado de un microscopio, se le veía muy preocupado e interesado en el resultado y trasmitía la clase de actitud que cualquier enfermo quiere ver en su médico; en la segunda, estaba reunido con su equipo comentando un caso. En el correo escribió que ya no le hacía falta seguir con el doctor Nualart y que, por tanto, no volvería a molestarlo.