17

El hospital de Cádiz estaba de enhorabuena. Celebraba su veinticinco aniversario y para ello, a lo largo de los meses siguientes, iban a tener lugar distintos actos y homenajes. Además, la junta había aprobado realizar pequeñas obras de reforma en distintas áreas y también una estudiada operación de marketing para dar a conocer sus magníficos servicios.

Todo eso a José Antonio no le importaba lo más mínimo, en realidad le molestaba. Las obras se las ingeniaban para perseguirlo por todo el hospital dificultando su ya de por sí complicado trabajo. Los actos públicos le enervaban porque no podía escaquearse de todos los que quería. Y cada día tenía que soportar algún que otro periodista, publicista o relaciones públicas merodeando por allí, haciéndole las preguntas más absurdas que cualquiera pudiese imaginarse.

Aparcó la moto en el lugar de siempre y tuvo el presentimiento de que iba a tener un día horrible. Esquivó un andamio para poder entrar y se dirigió a la cafetería para tomar el segundo café del día. El primero se lo había tomado en casa con su hermana, justo antes de salir. Esos minutos que pasaba con Gabriela cada mañana solían ser con frecuencia los mejores del día, y eso que, sin ir más lejos, esa misma mañana su hermana le había llamado torturador sádico y dos o tres cosas más. Y todo porque él le había pedido que pusiese orden en su habitación y que no se olvidase de ir al instituto.

Gabriela era así, completamente opuesta a él, divertida, relajada, feliz. José Antonio no la cambiaría por nada del mundo.

—Buenos días, doctor —lo saludó Leal, el encargado de la cafetería—. ¿Le pongo lo de siempre?

—Sí, por favor.

José Antonio se sentó en la barra y cogió el periódico con intención de ojearlo mientras esperaba su café. Lo abrió por la primera página y notó una mano en la espalda y un beso en la mejilla. Reconoció el perfume y giró el rostro para ver el de Mónica.

—Hola —le sonrió ella—, sabía que te encontraría aquí.

—Quizás un día te sorprenda —contestó él, también con una sonrisa, cerrando el periódico.

—No creo, por eso me gustas.

Mónica se acercó un poco más y le dio un beso en los labios. Hacía cuatro meses que salían juntos. Ellos dos tenían mucho sentido: Mónica era médico anestesista del hospital y cuando sus horarios se lo permitían salían a cenar o al cine, nada dramático ni exagerado. José Antonio ni siquiera le había hablado de ella a Gabriela.

En realidad, José Antonio nunca le había presentado ninguna mujer a su hermana, nunca había habido ninguna que se hubiese acercado tanto, pero sabía que Mónica, aunque tenía mucha paciencia y en ningún momento le había insinuado que fuera a presionarlo, no era de la clase de mujer que toleraría eternamente que su relación no avanzase.

Y tal vez había llegado el momento de hacerlo, pensó José Antonio. Tal vez había llegado el momento de dar aquel paso.

—¿A qué hora acaba tu turno? —le preguntó él entonces.

—Ahora mismo. Iré a casa y me daré un baño, y después me acostaré hasta la hora de comer. Si quieres, ven cuando salgas.

No fue una invitación provocadora. Mónica era directa en todo y sabía que José Antonio vivía con su hermana pequeña y que nunca llevaba mujeres a su casa, él mismo se lo había explicado.

—Claro —aceptó José sin más—, pero no podré quedarme hasta muy tarde. Gabriela tiene un examen mañana —añadió para suavizar la situación, porque sabía que aunque Gabriela no hubiese tenido ninguna prueba el día siguiente, no se habría quedado a dormir.

—Está bien, no te preocupes. De todos modos tendré que despertarme pronto, vuelve a tocarme turno de noche.

José Antonio se terminó el café y dejó el dinero en la barra. El día no estaba yendo nada mal, pensó con otra sonrisa, y pasaría la tarde en compañía de una mujer lista, guapa, agradable y cariñosa con la que congeniaba a la perfección dentro y fuera de la cama. Quizás el mal presentimiento de antes había sido completamente injustificado.

—Me voy. Luján me ha citado en su despacho dentro de dos minutos. —Bajó del taburete y cogió el casco de la moto que había dejado en el de al lado—. Y antes quiero ir al mío y dejar estos trastos.

—Ponte la bata —le recordó Mónica—, ya sabes cómo se pone el director cuando nos ve vestidos de personas humanas.

—Sí, gracias. —Se agachó y le dio un beso en la mejilla antes de darse media vuelta e irse.

Mónica se quedó unos minutos más en la barra charlando con Leal; José Antonio la oyó reírse mientras se alejaba por el pasillo y pensó que sí, que había llegado el momento de relajarse y de hacer un esfuerzo por mantener una relación más íntima con Mónica.

Subió por la escalera, no perdió el tiempo esperando el ascensor, y fue directo a su despacho para dejar el casco y ponerse la bata blanca encima de la camisa y los vaqueros que llevaba. Se pasó las manos por el pelo mientras caminaba por el pasillo; el doctor Luján era infalible para detectar, y señalar, esta clase de detalles y no quería que el director del hospital le soltase un sermón como a un niño del colegio. Luján le toleraba muchas cosas y, aunque no era santo de su devoción, no quería provocarlo innecesariamente. A pesar de sus diferencias, Luján le había apoyado mucho en sus proyectos de investigación y había destinado una importante partida del presupuesto del hospital al departamento de oncología. José Antonio sospechaba que lo hacía para aumentar su propio prestigio, pero si con ello conseguía lo que necesitaba su departamento, a él no le importaba que lo utilizase. Además, Luján parecía ser un hombre increíblemente listo y calculador. Lo más acertado sería tenerlo a su favor.

Llamó a la puerta y la abrió en cuanto la voz de Luján le dio permiso para entrar.

Y de repente comprendió que el mal presentimiento de antes estaba más que justificado.

Allí de pie, en medio del despacho del director del hospital, estaba Alexia.

Distinta, guapísima, impactante.

José Antonio se quedó sin aliento y tardó un segundo en reaccionar. Cuando lo hizo, mantuvo el rostro impasible y cerró la puerta a su espalda.

—Buenos días, doctor Nualart. —El director del hospital siempre era muy formal—. Pase, por favor.

—Buenos días.

—Quiero presentarle a alguien —siguió el director, y entonces José Antonio miró a Alexia de soslayo y vio que apretaba las manos nerviosa y evitaba mirarlo. Pero no estaba sorprendida, o no tanto como él—. Doctor Nualart, la señorita Alexia Ruiz-Belmonte.

—Lo sé, nos conocemos —dijo José Antonio, que, aunque no tenía ni idea de qué era lo que estaba pasando, no tenía intención de mentir—. ¿Cómo estás, Alexia? —Le tendió la mano.

Ella la miró un instante, y, cuando la aceptó para estrechársela, lo hizo solo un momento.

—Bien, gracias, ¿y tú?

—También bien.

«Sí, muy bien», pensó, y casi se pone a reír.

—Vaya, me alegro de que se conozcan —señaló Luján—, sin duda nos facilitará las cosas. Siéntense, por favor —les ofreció, mientras él también se dirigía a ocupar su propia silla en el otro lado del escritorio—. La junta directiva ha decidido organizar una exposición fotográfica sobre el hospital, una especie de antes y después acompañado de imágenes reales del día a día del centro —les explicó mirando solo a José Antonio—. La señorita Ruiz-Belmonte posee un prestigioso estudio fotográfico en la ciudad, o eso me han asegurado. —Sonrió en dirección a Alexia, que se limitó a intentar devolverle la sonrisa. Terminados los cumplidos, el doctor Luján fue directo al grano—. La señorita Ruiz-Belmonte tiene permiso para visitar cualquier sala del hospital, siempre que lo solicite antes y no moleste a nadie, por supuesto.

—Por supuesto —repitió ella.

José Antonio tuvo entonces la sensación de que la voz de Alexia sonaba menos vibrante, la miró y abrió los ojos al ver, o mejor dicho, al no encontrar el mechón lila. Ahora el pelo de ella era totalmente negro. Era bonito, y cerró las manos ante el cosquilleo que se extendió por sus dedos de las ganas que tenía de tocarlo, pero le faltaba algo.

—Sé lo mucho que le gustan a usted esta clase de cosas, doctor Nualart —añadió el director con sarcasmo—, y sé que la semana que viene tiene mucho trabajo.

—Como siempre. —José Antonio no pudo evitar interrumpirle.

—Como siempre —convino Luján, mirándolo fijamente a los ojos—. Por eso mismo le he sugerido a la señorita Ruiz-Belmonte que empezase con usted.

«Ah, por eso ella no se ha sorprendido al verme entrar».

—¿Empezar el qué?

—En la exposición habrá fotografías de todos nuestros médicos, doctor, y usted va a tener el honor de ser el primero.

—No tengo tiempo para estas tonterías —aseguró José Antonio poniéndose en pie de inmediato. Y ni loco iba a pasarse el día, unas horas, o un segundo más en compañía de Alexia. ¿Por qué había aparecido precisamente hoy que había decidido dar una oportunidad real a lo suyo con Mónica?

—Yo… —Alexia quiso decir algo, pero Luján la detuvo.

—Usted siga con su rutina habitual, doctor, la señorita Ruiz-Belmonte le seguirá y en cuanto haya tomado un par de fotografías le dejará en paz. ¿No es así, señorita?

—Por supuesto, pero si…

—No, el doctor Nualart estará encantado de que lo acompañe durante el día de hoy, así no tendrá que asistir a la cena que organiza mañana la planta de pediatría para celebrar la jubilación de la comadrona jefe. ¿No es así, doctor?

El doctor Luján era el director del hospital, pero no podía obligar a José Antonio, ni a ninguno de sus médicos, a asistir a una cena, pero podía hacerle la vida imposible si así lo decidía.

—Está bien. De acuerdo —accedió José Antonio a regañadientes.

—Fantástico, sabía que llegaríamos a un acuerdo. Si les parece bien —los miró a ambos—, pueden empezar de inmediato. Estoy seguro de que los tres queremos terminar cuanto antes con este proyecto.

José Antonio giró sobre sus talones y salió del despacho sin despedirse de Luján ni de Alexia, aunque a ella la esperó en el pasillo.

No tuvo que esperar demasiado, probablemente el tiempo que tardó Alexia en despedirse del director del hospital, pero notó cómo le hervía la sangre con cada segundo que pasaba. La puerta por fin se abrió y apareció Alexia, cargada con un bolso y con una cámara.

Ella lo miró y separó los labios para decirle algo, pero José Antonio se puso a caminar antes de que pudiera hacerlo. Estaba furioso; se suponía que no iba a volver a verla nunca más. No era culpa de Alexia, esa parte podía racionalizarla, pero eso no implicaba que tuviese que hablar con ella, u oírla, o estar a su lado.

—¡Espera un segundo! —le pidió Alexia—. Yo tampoco tengo ganas de pasarme el día contigo.

José Antonio se detuvo en seco y la esperó. Estaba ante unas sillas de plástico blanco que había frente a una pared, una improvisada sala de espera de la sección de administración. Se sentó en una y oyó crujir el plástico.

Alexia dejó la cámara en la silla contigua a la que ocupaba José Antonio y se colocó delante de él.

—He tenido que hacer el pino para que me diesen este trabajo, y tú, doctor Nualart, no vas a estropeármelo, ¿me oyes? Me importa una mierda lo que opines de mí, y la verdad es que me da absolutamente igual que tu fotografía no aparezca en la exposición, pero el doctor Luján ha insistido. Al parecer eres uno de los niños mimados del hospital. Así que voy a hacértela, de ti depende que quedes como un cretino corriendo por el pasillo o como el médico que se supone que eres, ¿de acuerdo?

José Antonio no podía respirar. No podía pensar. Tenía a Alexia a escasos centímetros de él y estaba magnífica. Furiosa y magnífica.

Los años que llevaba sin verla desaparecieron y en su mente viajó a esa habitación de hotel en Nueva York. Veía la piel de Alexia bajo sus dedos, podía sentir de nuevo su sabor en los labios. Después recordó de inmediato por qué decidió irse de esa habitación sin despertarla, por qué esperó más de siete horas en el aeropuerto a que saliera su vuelo y por qué se juró que cuando ese avión aterrizase en España no volvería a pensar en ella.

Lo había logrado.

«Eres un mentiroso».

—¿De acuerdo? —repitió Alexia; tenía los brazos en jarra y seguía estando furiosa. Más que antes.

José Antonio tragó saliva varias veces en busca de su voz.

—De acuerdo —pronunció con dificultad, aunque esta vez evitó carraspear—. No sabía que eras fotógrafa.

—Oh, no. —Alexia se apartó de él y fue a por la cámara—. No quiero hablar contigo. No quiero saber nada de ti, ¿me oyes? Absolutamente nada. Dime dónde puedo preparar mi equipo y ya está. Después te seguiré a lo largo del día, excepto si estás con una paciente. —Iba hablando a medida que repasaba el contenido de una bolsa de lona negra—. Si tengo suerte, bastará con hoy. Si no, mañana volveré a intentarlo.

—¿Y si tampoco hay suerte?

—La habrá, créeme. ¿Vamos? —Le miró tras cerrar una última cremallera.

José Antonio asintió y se puso a caminar. Él había intentado no imaginarse qué pasaría el día que volviera a ver a Alexia, pero cuando lo hacía (porque lo hacía) nunca se le había pasado por la cabeza que ella ni siquiera quisiera hablar con él. Como mínimo querría insultarle, ¿no?, sería lo más normal. Él no se sentía especialmente orgulloso de haberla dejado en esa habitación de hotel sin despedirse, cierto, pero ella no le había buscado ni antes ni después de esa noche en Nueva York, y José Antonio había dado por hecho que Alexia le había olvidado, o, como mínimo, convertido en un mal recuerdo.

¿Y si esa noche en ese hotel había significado algo para ella?, pensó de repente confuso.

Imposible. Alexia nunca había sentido nada profundo por él, por eso le había sido infiel la primera vez. Si ella hubiese querido verlo, explicarle lo que sentía, incluso insultarlo, le habría encontrado. Y, sin embargo, a lo largo de todos esos años no había recibido ni una llamada.

«Tú tampoco has hecho nada para verla».

Él no había dejado de verla. En su corazón, en las yemas de sus dedos, la veía a diario. Aunque después siempre lo negaba.

La miró de reojo y la vio caminando detrás de él tecleando algo en el móvil. No, Alexia Ruiz-Belmonte nunca había perdido un segundo pensando en él, y esa noche en Nueva York quizás él le había herido el orgullo, pero nada más.

Llegó a su despacho y abrió la puerta. Se hizo a un lado para que Alexia entrase primero.

—Puedes dejar aquí tus cosas. Es mi despacho, pero no estoy casi nunca. Espero que te sirva; si necesitas un lugar más grande o algo en especial, puedo llamar a administración y preguntar si hay alguna sala libre en alguna parte.

—No, aquí estaré bien. Solo lo utilizaré mientras te esté fotografiando a ti, después me iré.

Dejó la bolsa en una de las sillas que José Antonio tenía frente al escritorio y la abrió para sacar un cuaderno. Anotó algo y volvió a guardarlo. Se quitó la americana que llevaba. Alexia iba vestida con un pantalón muy estrecho, una camiseta con pedrería delicadamente esparcida por el cuello y una americana negra. En los pies llevaba unas botas negras que parecían ser muy cómodas. Dejó la americana doblada encima de la bolsa y se recogió el pelo en una coleta.

José Antonio miró al otro lado cuando el cuello de ella quedó al descubierto. Lo había mordido, había escondido allí su rostro para besarla mientras estaba dentro de ella y al terminar había marcado la piel blanca con los dientes.

Era absurdo y ridículo que Alexia siguiese causándole ese efecto.

—Cuando quieras —le dijo ella, volviéndose hacia él.

José Antonio se dirigió un momento hacia el escritorio para repasar su agenda, porque era incapaz de acordarse dónde se suponía que tenía que estar esa mañana. La agenda, un cuaderno de piel negra, estaba encima de la mesa, y, aunque José Antonio también tenía un calendario lleno de alarmas en el ordenador, prefería utilizar la de papel. Buscó un bolígrafo en el bolsillo de la bata e hizo un par de anotaciones. Por el rabillo del ojo vio que Alexia se movía por el despacho, despacio, sigilosa, observando el entorno. Se detuvo en una estantería que había detrás de él.

—¿Puedo? —oyó que le preguntaba.

José Antonio se giró y vio que Alexia estaba frente a la única fotografía que tenía en su despacho. Una que le había regalado Gabriela y que le había obligado a dejar allí para que «los pobres pacientes que iban a hablar con él supieran que era un ser humano y no un androide».

—Tú misma —contestó, y volvió a concentrase en lo que estaba escribiendo. O a intentarlo.

—Es la primera vez que veo a Gabriela de mayor —dijo Alexia dejando la fotografía. José Antonio pudo oír que el metal se apoyaba de nuevo en la madera—. Es muy guapa, y parece feliz.

Antes, Alexia le había dicho que no quería hablar con él sobre sí misma, ni sobre nada, y en ese instante José Antonio descubrió que él tampoco. Si empezaba, no podría parar. Y le gustaba mucho su vida tal como era, no quería volver a desbaratarla.

—Me esperan en el laboratorio, ¿quieres venir o prefieres quedarte aquí?

Creyó ver que ella se tensaba, pero debió de habérselo imaginado porque Alexia le contestó:

—Donde vas tú, voy yo.

José Antonio la miró fijamente a los ojos y al no ver nada en ellos cerró la agenda y caminó hasta la puerta de su consulta. La abrió, esperó a que Alexia saliera, y la cerró. Y se dispuso a pasar el día más largo de su vida.

Lo cierto fue que, al cabo de media hora, prácticamente se olvidó de que Alexia estaba con él, pero no porque no la viera, sino porque su presencia se fundió con su rutina diaria y la hizo, sin saberlo ella, y sin poder evitarlo él, más intensa.

Alexia caminaba detrás de él sin entorpecer su trabajo y, de vez en cuando, José Antonio oía el clic de la cámara. Tanto en el laboratorio como en la sala donde se reunió con otros miembros del equipo de oncología para evaluar casos, Alexia se mostró atenta y silenciosa, y muy interesada en lo que sucedía a su alrededor. Y, por extraño que pareciera, tenerla cerca le resultó muy estimulante. Él siempre quería acertar en su diagnóstico, encontrar la mejor solución, pero ese día, con Alexia mirándolo, sintió que quería ser invencible.

Llegó la hora de comer y José Antonio necesitó romper el silencio que ella había establecido.

—Voy a la cafetería a comer algo, dentro de una hora tengo que hacer la ronda y después volveré al laboratorio.

Alexia apretó unos botones en la cámara antes de mirarlo.

—De acuerdo, puedo reunirme contigo en tu despacho dentro de ¿cincuenta minutos? Yo también iré a comer algo.

José Antonio se preguntó por qué esa mujer siempre le obligaba a hacer lo imposible.

—¿No crees que sería más fácil comer juntos?

—¿Fácil? —Se rio sarcástica—. No, no creo.

—Mira, sé que has dicho que no quieres saber nada de mí y que no necesitas ni quieres hablar conmigo, pero si vienes a la cafetería conmigo, tal vez puedes hacerme allí la foto definitiva y ya no tendrás que soportarme mañana. Además, varios miembros de mi equipo nos han visto juntos por la mañana, ¿qué crees que opinarán de mí si te ven comiendo sola en algún rincón? Creerán que soy el peor anfitrión del mundo y Luján se enterará, y no querrás que el señor director venga a regañarnos a los dos, ¿no?

Alexia lo sopesó unos segundos.

—Está bien, de acuerdo. Una fotografía tuya en la cafetería haciendo algo normal podría estar muy bien.

—Hago muchas cosas normales —refunfuñó él en broma.

Ella no dijo nada, pero José Antonio se dijo que la vio sonreír, aunque no podía estar seguro.

En la cafetería se sentaron en una mesa un poco apartada, una que quedaba justo al lado de una ventana que daba a la calle, y Alexia dejó la cámara con cuidado encima.

—Vaya, doctor, me alegro de que hoy venga acompañado —los saludó Leal—; buenas tardes, señorita.

—Buenas tardes. —Alexia le sonrió y le tendió la mano—. Soy Alexia.

José Antonio observó el gesto y la sonrisa y notó la garra de los celos retorciéndole las entrañas.

—Un auténtico placer —le dijo Leal al estrechársela.

—Leal es el amo del hospital —bromeó José Antonio para fingir que no estaba afectado—. Hace lo que quiere con todos nosotros.

—No me cabe la menor duda. —Alexia le siguió el juego y José Antonio se relajó un poco.

Leal se fue tras comunicarles que iban a comer pollo con verduras porque era el mejor plato del día y José Antonio aprovechó para servir el agua.

—¿Puedo ver las fotos? —preguntó José Antonio señalando la cámara.

—No.

—¿No?

—Prefiero verlas yo antes y hacer una selección. Además, he comprobado que si alguien ve parte de las fotos de una sesión antes de que termine, empieza a comportarse de un modo raro; entrecierra los ojos, busca una mueca en concreto, hace poses. Pierde naturalidad, supongo. —Levantó una mano como si no supiera exactamente como explicarlo y cogió el vaso de agua para beber un poco.

—Está bien. No las miraré. —José Antonio se echó hacia atrás y se cruzó de brazos—. ¿Sesión?

Alexia dejó el vaso y le contestó con la misma profesionalidad de antes.

—Sí, así es como se llama una tanda de fotografías con el mismo sujeto.

Bueno, el tema de la fotografía era seguro, pensó José Antonio, y ella parecía estar dispuesta a contestar a sus preguntas.

—¿Desde cuando tienes un estudio de fotografía?

O no, se corrigió al ver que Alexia no le respondía.

—Oh, vamos, Alexia. Te has pasado la mañana viéndome trabajar, es normal que yo también sienta curiosidad por tu trabajo.

—Abrí el estudio hace dos años.

—¿Está en Cádiz?

—Sí. —Esta pregunta la respondió más rápido, aunque no le facilitó más información.

—¿Te va bien?

—Bastante.

José Antonio notó que no llegaba a ninguna parte y se preguntó por qué le molestaba tanto. Esa mujer que tenía delante era fría y distante. No era la Alexia que él recordaba, cariñosa y soñadora, y temeraria. Excepto en los ojos; los ojos de Alexia seguían siendo los más apasionados que había visto nunca, solo que ahora el fuego que ardía en ellos estaba contenido, domado incluso, aunque no del todo.

Ella los entrecerró y con el gesto le dejó claro que no le gustaba que la mirase.

—¿En qué consiste exactamente la exposición? —le preguntó para recuperar el terreno que había perdido—. La verdad es que no le he prestado demasiada atención a Luján. Nunca lo hago.

Un camarero les interrumpió al servirles la comida, y, cuando se retiró, Alexia contestó la pregunta de José Antonio.

Él la escuchó; no estaba especialmente interesado en la celebración del aniversario del hospital, estaba fascinado con esa versión de Alexia que no parecía encajar con la que recordaba de Nueva York ni tampoco con la joven de Madrid. ¿Quién era? ¿Era una combinación de las tres o una mujer completamente distinta? Había un mundo entero en sus ojos, en el modo en que apretaba los labios para no sonreír, en cómo observaba su entorno. ¿Qué le había pasado? ¿Por qué tenía un estudio de fotografía en Cádiz y por qué no estaba exponiendo sus cuadros en Madrid? ¿Todavía pintaba?

¿Por qué diablos le importaba?

¿Por qué quería cogerle la mano y preguntarle por qué no llevaba el mechón de pelo color púrpura?

¿Y por qué? ¿Por qué, Alexia no le miraba?

Y lo peor de todo, ¿por qué le daba tanto miedo averiguar las repuestas de todas esas preguntas?