ELLA
La sábana que tengo encima es muy suave, tiro de ella y me acerco la tela a la nariz medio dormida. Todavía huele a José Antonio. Reconocería su olor en cualquier parte; me he pasado cinco años intentando retenerlo en mis recuerdos.
Esta mañana es más real que de costumbre, normalmente me cuesta mucho más dar con la fragancia exacta. Y los besos… El sabor de los besos de José Antonio es el único que siempre han tenido mis labios. Él no lo sabe, pero no he dejado que nunca nadie más volviese a besarme. Hoy su sabor ha vuelto y es tan intenso como el primer día. No quiero volver a olvidarlo. Cada vez me resulta más doloroso recordar que lo perdí por mi culpa, porque era una niña malcriada de veintiún años que se puso impaciente y no supo entender, ni confiar, en lo que sentía.
Esa noche, la noche que cometí la estupidez de acostarme con Rubén y serle infiel a José Antonio, ya sabía que era un error, podía sentirlo en todos los poros de mi cuerpo. Lo que no sabía, y ahora sí sé, es que tendría que vivir toda la vida con las consecuencias de ese error. Mi comportamiento de entonces fue absurdo, pero, en mi defensa, ahora puedo decir que todavía no había asumido la infidelidad de mi padre hacia mi madre, y que la relación enfermiza que había mantenido en el pasado con el propio Rubén tampoco había ayudado en nada a mi autoestima.
José Antonio no se merecía mi desconfianza ni mi traición, y es el único hombre al que le he hecho daño en toda mi vida.
Pero voy a compensarle; ahora que he vuelto a encontrarle, le contaré todo lo que pasó y lo que he estado haciendo estos años. No sé si será capaz de perdonarme, y quizás a estas alturas, cinco años más tarde, ya no tenga sentido, pero voy a pedirle que me dé una segunda oportunidad. Si me la da, sé que podemos ser muy felices juntos.
Cuando me ha mirado en la galería y me he visto en sus ojos, he sabido que le perteneceré para siempre. Y él a mí; a pesar de mis miedos, de las inseguridades creadas por mi pasado, del miedo atroz que me da confiar en alguien y en el futuro que podamos tener juntos, voy a creer en él.
Me desperezo en la cama y la sábana resbala por mi piel desnuda. Lo de anoche no sé cómo explicarlo, ni siquiera sé cómo intentarlo.
Mi cuerpo enloqueció cuando él me tocó, perdí el control de todas mis reacciones y se las entregué a José Antonio. Él dominaba mis sentidos, anticipaba mis necesidades y me excitó hasta tal punto que me habría arrancado la piel para estar más cerca de él. Me sonrojo solo de pensarlo y sin embargo quiero volver a sentir ese fuego, quiero volver a perderme en la pasión que se crea cuando nos tocamos. Durante un instante, el deseo fue tan grande que temí que fuera a destrozarlo todo, que solo fuera eso, deseo. Pero la última vez… moriré mil veces a cambio de que José Antonio vuelva a hacerme el amor de esta manera.
Cada beso, cada caricia, cada temblor de sus manos, cada gemido que ha escapado de sus labios ha sido distinto a los anteriores. He sentido que, mientras nos besábamos y hacíamos el amor de esa manera, José Antonio podía dejar atrás el resentimiento y pensar en mí sin que el error de esa noche se interpusiera entre nosotros. Hemos hecho el amor él y yo, nadie más, y ha sido maravilloso.
Por eso sé que va a escucharme. Para mí será una conversación muy dolorosa, una que no sería capaz de tener con nadie más, pero necesaria. Tengo que contarle toda la verdad a José Antonio y quiero que él me cuente la suya. Sin fantasmas en el pasado, sin rencores, tendremos un futuro. Y será maravilloso.
Busco a José Antonio con la mano y no le encuentro y al instante agudizo el oído en busca del agua de la ducha o de algún ruido en el baño. El silencio me hiela la sangre.
Tengo que tragar saliva y respirar hondo antes de atreverme a encender la luz de la mesilla de noche. Por suerte, la luz es de un suave tono anaranjado, es cálido y me reconforta un poco, como si me estuviese dando un abrazo. Me hace falta, se me ha helado la piel. Me incorporo y me siento en la cama con la sábana sujeta bajo los brazos.
José Antonio no está por ninguna parte y hay varios cajones abiertos y también el armario. Todos están vacíos. Mientras mi cerebro procesa esas imágenes, me resbala la primera lágrima.
Se ha ido.
Se ha ido sin más.
Las lágrimas puedo contarlas ahora por decenas y me las seco con un extremo de la sábana. Veo que me tiembla la mano.
—¿Por qué? —sollozo en voz alta.
¿Por qué se ha ido sin decirme nada? ¿Por qué vino anoche a la galería? ¿Por me ha hecho el amor si no estaba dispuesto a escucharme?
Tendría que haber hablado con él, exigirle que me escuchase. Después de tanto tiempo, tenía todo el derecho del mundo a contarle mi versión de lo que sucedió esa noche. Y tenía, y tengo, derecho a que me cuente qué pasó exactamente en Cádiz cuando murió su padre y por qué desapareció de Madrid al día siguiente sin decirme nada.
—Oh, mierda, soy una idiota.
Me seco las lágrimas y me sonrojo al pensar lo estúpida que he sido. Giro la cabeza, me duele el cuello, y algo capta mi atención.
Hay una hoja de papel en la almohada.
Sujeto la sábana bajo mis axilas y alargo la mano para cogerla. Odio que me siga temblando.
«El hotel está pagado hasta esta noche. Puedes quedarte si te apetece. Yo no volveré».
No la ha firmado, por qué iba a hacerlo. Y tampoco le ha hecho falta escribir que cree que soy una cualquiera, lo ha dejado bien claro.
Arrugo la nota entre los dedos y me quedo sentada en la cama unos minutos más. Observo con atención la habitación.
El bloc de notas del hotel está encima de la mesa que hay a pocos metros de la cama. Al lado veo un bolígrafo, también del hotel, y una taza. Deduzco que José Antonio me ha escrito desde allí mientras se tomaba un café. ¿Qué habría hecho si me hubiese despertado? Seguramente me habría echado otro polvo y se habría escapado en cuanto me hubiese dormido de nuevo.
—Mierda.
Veo dos cajones abiertos y en el suelo del armario dos colgadores. Ha hecho la maleta a toda prisa y sin encender la luz. El muy cerdo se ha asegurado de no despertarme. Cobarde.
Llevo años sintiéndome culpable por lo que le hice, por haberle sido infiel. Pero yo solo tenía veintiún años y mi vida en esa época era un caos. No me justifico, he aprendido a vivir con las consecuencias de mis actos. Pero él… ahora… José Antonio es un hombre de veintinueve años que ha actuado sabiendo perfectamente lo que hacía.
Dios, seguro que en la galería ya había decidido que iba a follarme y a dejarme tirada sin decirme nada.
Y yo soñando con que iba a recuperarle.
—Cinco años, joder. ¡Cinco años! —exclamo sola y exasperada en medio de esa sórdida habitación de hotel.
Salgo de la cama y me dirijo al baño.
Evidentemente me pongo aún más furiosa cuando veo la toalla todavía húmeda que demuestra que él se ha duchado. Mierda, si no hubiera estado tan cansada seguro que me habría despertado y le habría pillado in fraganti.
Y le habría mandado a la mierda para siempre.
Habría dejado de soñar con él, de reservar una parte de mí solo para él. Menuda idiota.
Entro en la ducha y giro el grifo. Llegué a Nueva York hace dos días, nerviosa e ilusionada por formar parte del circuito de exposiciones de la galería Daguerreotype. Llevaba semanas subiéndome por las paredes en Madrid, preparando los envíos, eligiendo las obras, buscando nuevas ideas que dibujar. Cecilia no podía acompañarme y mamá tampoco, y eso me daba más miedo del que estaba dispuesta a reconocer.
Apoyo la frente en la pared de la ducha y el agua me cae por la espalda. Si mi hermana o mamá hubiesen podido estar conmigo… Pero mamá todavía no está lo suficientemente recuperada para hacer esta clase de viaje y Cecilia se inventó la excusa de que tenía que trabajar para quedarse con ella. Sé que Cecilia habría venido, fui yo la que insistió en que mamá la necesitaba más.
Douglas vino a recogerme al aeropuerto; es un hombre encantador al que no había visto antes, solo habíamos hablado por teléfono y por correo electrónico. El dueño de la galería de arte donde suelo exponer en Madrid me lo recomendó, creo que con mucho acierto. Yo sola nunca habría sido capaz de llegar hasta aquí.
He llegado, y ahora, por culpa de José Antonio Nualart y de mi propia estupidez, voy a odiar para siempre este recuerdo.
Me enjabono el pelo y el cuerpo. Finjo no ver las marcas que los dedos de José Antonio me han dejado en la cintura y también ignoro el mordisco que me escuece un poco en el cuello. El sexo ha sido el mejor de mi vida, eso puedo reconocerlo, pero la nota de esta mañana lo ha convertido en algo absurdo y sucio.
Le odio.
Me quito el jabón y cierro el grifo. Después de secarme salgo a la habitación en busca de mi ropa interior y mi vestido. Es tan humillante que me arde la piel de la rabia. Si algún día vuelvo a encontrarme con él, le haré pagar por esto.
Ya vestida, cojo la nota que he arrugado antes y la guardo en el bolsillo de mi abrigo. Me irá bien tenerla a mano cuando mi estúpido corazón se atreva a recordar a José Antonio con cariño. Cierro la puerta de la habitación del hotel con demasiada fuerza, sé que no tiene la culpa, pero no puedo evitarlo. En el ascensor estoy acompañada por una mujer en traje chaqueta y un hombre con el mismo atuendo. Parecen sacados de una convención de negocios, pienso.
El timbre del ascensor nos avisa de que se ha detenido en el vestíbulo y los tres lo abandonamos en orden. De camino hacia la salida me detengo para dejar pasar a un empleado del hotel que lleva en brazos un caballete con un cartel que anuncia «Oncology: New Methods for the Future».
Una convención médica sobre oncología.
La mujer y el hombre del ascensor cogen sentido, y también la presencia de José Antonio en la ciudad de Nueva York. Leo el cartel mientras el botones se aleja. La convención termina hoy y en una de las mesas redondas de dos días atrás participó el doctor Nualart, procedente del prestigioso hospital de Cádiz.
Durante un segundo se me encoge el estómago y no puedo evitar sentirme orgullosa de él, pero de inmediato me digo que me ha tratado como a una cualquiera, que me ha utilizado y que se ha comportado como un cerdo. No se merece que me sienta orgullosa de él.
Mi mente, aturdida por la rabia y sí, también por el sexo de anoche, tarda unos segundos más de la cuenta en procesar el resto de la información. José Antonio es oncólogo.
Mamá.
La semana que viene mamá tiene por fin hora en el hospital de Cádiz para seguir allí el tratamiento. Cuando descubrió que tenía cáncer, y sucedió todo lo demás, se mudó a Madrid para estar conmigo y hacerse allí el tratamiento. Pero ahora, hace unos meses, decidió volver a Cádiz.
No, ahora no puedo pensar en eso. Mamá solo tiene que hacerse revisiones y en Cádiz tiene que haber muchos médicos. Además, si José Antonio está participando en mesas redondas en Nueva York, es imposible que atienda a pacientes.
Decidida a aferrarme a esa teoría, el destino no puede ser tan cruel como para emparejar a mamá con José Antonio, me dirijo a la salida del hotel. Y vuelvo a detenerme antes de cruzarla.
Encima de la mesa del conserje hay un sofisticado marco plateado con el cartel de la exposición dentro. Es imposible no verlo.
Las piezas encajan de repente y las arcadas que han estado ausentes toda la mañana hacen acto de presencia.
José Antonio nunca ha querido encontrarme.
José Antonio nunca se ha interesado por mí ni ha seguido mi pista. Él no tenía ni idea de que pinto, o de que iba a exponer en Nueva York. Él, sencillamente, se tropezó ayer con el cartel de la exposición y se dijo: «Esta noche voy a echar un polvo».
Cierro los puños con fuerza y aprieto la mandíbula hasta que las náuseas desaparecen. Me odio por haberme sentido culpable tanto tiempo.
Es un cretino y un hijo de puta.
Salgo a la calle y levanto la vista para situarme. Ayer estaba tan idiotizada que apenas me fije dónde estaba. No estoy demasiado lejos de mi hotel, que sin duda es mucho más discreto que este, y sin ratas rastreras. Camino, y, cuando me detengo en un semáforo, me veo reflejada en un escaparate. El mechón lila resalta bajo la luz.
He pensado en quitármelo tantas veces, pero nunca me decido porque a José Antonio le gustaba tocármelo.
Incluso firmo los cuadros con el nombre de Lila. No se puede ser más patética.
Voy a dejar de serlo; mi firma me la quedo, me gusta, me siento cómoda con ella. Y así siento que tengo dos mundos, uno donde soy Alexia y el de mis cuadros donde puedo ser Lila. Sí, definitivamente, el nombre me lo quedo, pero el mechón no.
Basta de sentimentalismos y de tonterías. Mi primer amor fue un completo fiasco y ya va siendo hora de que lo asuma y pase página.
El escaparate pertenece a una peluquería. Sonrío ante el guiño del destino.
—Buenos días —me saluda una chica pálida y con el pelo rojo al entrar.
—Buenos días —le contesto, y veo que la peluquería es pequeña pero con indiscutible personalidad—. Me gustaría quitarme este mechón lila. —Lo levanto para enseñárselo.
—Es bonito.
—Sí, pero ya no me sirve.
La chica me mira a los ojos, después baja la vista y ve mi vestido de noche. No sé qué historia se imagina en su mente, aunque probablemente se acerca bastante a la verdad, a juzgar por su respuesta.
—Tienes razón. Pasa, solo tendrás que esperarte un minuto.