15

ÉL

Esta última conferencia podría habérmela ahorrado. No sé qué laboratorio habrá sobornado a quién para que ese hombre se haya pasado casi una hora contando estupideces, pero espero que les haya valido la pena. Yo he perdido un tiempo muy valioso y nadie va a devolvérmelo. Dejo caer la cabeza hacia atrás y la apoyo en la pared de la sala de convenciones. La luz del techo me ciega un segundo y cierro los ojos.

Mierda, estoy muy cansado. Creo que nunca me acostumbraré a estos viajes. Es la cuarta vez en lo que va de año que viajo a Nueva York. Sé que es un honor, un privilegio que el hospital de Cádiz me haya elegido a mí para acudir a estos seminarios, pero… Dios, no puedo quejarme. No tengo derecho; además, trabajé muy duro para que el comité de Cádiz me eligiera.

—¿Se encuentra bien, doctor Nualart?

Dejo caer las patas delanteras de la silla al suelo y miro a mi interlocutor; es un abogado del hospital de la ciudad que ha organizado parte del seminario. Nos presentaron dos noches atrás, pero no recuerdo su nombre.

—Sí, por supuesto, gracias.

—Me alegro. —Me sonríe. Mala señal. Me pongo de pie y cojo la americana que he dejado antes doblada en la silla de al lado. Empiezo a ponérmela y a caminar hacia la salida, y él camina a mi lado. ¿Cómo diablos se llama?—. Esta noche se celebra la cena de clausura del seminario.

—Lo sé. —Sueno antipático, pero ¿he dicho ya que estoy cansado? Llegué de Cádiz hace tres días y apenas he dormido unas cuantas horas y mañana por la noche sale mi avión de regreso a España.

He cruzado la puerta del salón de convenciones, espectacular, por supuesto, y estamos en el vestíbulo del hotel. Mi habitación está en la sexta planta; en ella hay una cama enorme que me atrae como un imán. Quiero dormir, recuperar la sensación de que soy un ser humano, y llamar a mi hermana Gabriela. En estos últimos años nos hemos convertido en una familia de dos, mi hermana y yo, o súper Gaby y el doctor Maligno, como nos llama ella. A pesar de que antes de subirme al avión me aseguré de dejarlo todo bien atado para que Gabriela no tenga ninguna sorpresa desagradable durante la semana, no me fío de nuestra madre. Patético, pero la vida es así.

—Hemos visto que no ha confirmado su asistencia.

¿Este tipo todavía sigue aquí? ¿Y qué es eso de «hemos», cuántos abogados han estado mirando la maldita lista de invitados?

—No, no la he confirmado. —Me pongo las manos en los bolsillos y desvío la mirada por el vestíbulo haciéndome el despistado.

—No se preocupe —sigue el abogado—, nosotros lo hemos hecho por usted. Hay varios miembros del comité directivo del hospital interesados en conocerlo, doctor. La cena no es hasta dentro de tres horas, así que tiene tiempo de descansar un…

—No voy a asistir a la cena —le interrumpo harto de escucharle. A mí la política, las relaciones institucionales, o como quiera que se llamen, no se me dan bien. O mejor dicho, no me da la gana de entrar en ese juego. Ese era, y es, mi peor defecto, según la junta directiva del hospital de Cádiz, y el único motivo por el que se plantearon elegir a otro para asistir al seminario de oncología de Nueva York.

Tal vez deberían de haberlo hecho.

—¿Disculpe? —El abogado me mira como si le hubiese pedido que me trajese una virgen para sacrificarla ante un altar.

—No confirmé mi asistencia a la cena porque no voy a asistir —le explico.

—No lo entiendo. —Me mira confuso de verdad y siento la tentación de consolarle; podría contarle que, en Cádiz, el jefe de mi departamento también se sulfura cuando ve que no le hago la pelota a ciertos políticos.

Abro la boca para decirle que nunca asisto a esas cosas y que estoy exhausto, que no puedo mantener los ojos abiertos ni un segundo más, pero entonces mis ojos —los mismos que segundos antes me escocían— se detienen en un cartel que hay al lado de la recepción.

No puede ser. Imposible.

Esquivo al abogado y me dirijo sin poder evitarlo a inspeccionarlo más de cerca. Es del tamaño de una hoja de papel y está elegantemente encerrado en un marco negro a juego con la imagen sofisticada del establecimiento en que me hospedo. El marco está al lado del teléfono del conserje y en frente también hay un montículo de tarjetas. Levanto el marco y con el pulgar acaricio el rasgo que ha captado mi atención en la distancia: un mechón de color lila.

Alexia.

Mi corazón se detiene y el antiguo dolor resurge un segundo, pero le obligo a retroceder y recupero la normalidad.

Miento, lo sé, pero nunca he entendido por qué después de cinco años sigue produciéndome ese efecto. No he vuelto a verla desde que la eché de mi piso de Madrid. Mis ojos buscan el rostro de ella en la imagen que sostengo y no lo encuentran, está oculto entre las sombras y su propio pelo. Pero es Alexia. La exposición se titula Colors and Seamonsters y la artista se llama Lila.

«Lila».

«El mayor talento de la pintura española del momento».

Es ella. Lo sé, lo siento en mi piel.

—¿Doctor Nualart?

—No puedo asistir a la cena porque tengo un compromiso. —Cojo una de las tarjetas de la exposición y se la doy a mi acosador particular—. Hace mucho tiempo que tengo esta cita pendiente.

Le dejo allí en el vestíbulo y salgo directamente a la calle, porque ahora que me he decidido no puedo esperar ni un segundo más.

La exposición se inaugura hoy, o, mejor dicho, se ha inaugurado hace —miro el reloj que llevo en la muñeca— dos horas, y estará en la ciudad un mes entero. Participarán otros artistas, aunque esa parte he dejado de leerla.

Cinco años y sigo sin comprender por qué me destrozó de esa manera que me engañase. No fue solo mi orgullo, que por supuesto me dolió, fue algo mucho más profundo. Tal vez fue culpa mía, eso me lo he preguntado siempre. Tal vez yo me tomé demasiado en serio lo que estaba sucediendo entre nosotros; fueron unos días muy intensos para mí y la muerte de mi padre aceleró las cosas. Cuando analizo los recuerdos con objetividad, algo que intento hacer lo menos a menudo posible, sé que Alexia y yo apenas nos conocíamos. Pero habíamos conectado. Siempre he creído que hay gente que no se conoce o que no siente nada el uno por el otro aunque pasen toda la vida juntos, y otra gente que con un mirada tiene suficiente.

Alexia fue mi mirada, pero yo no fui la suya. Sí, por eso no la he olvidado, porque sigo sintiéndome como un imbécil y como un gilipollas. ¿Cómo pude equivocarme tanto? A lo largo de estos años he conocido a mujeres fantásticas, unas más y otras menos, y he compartido buenos momentos con algunas… pero no he mirado a ninguna. Me niego a hacerlo. No merece la pena y no me hace falta.

Ha habido algunas de esas mujeres que me han acusado de ser emocionalmente inaccesible. Una estupidez, por supuesto. La última que me lo dijo fue hace unos meses y recuerdo que cuando la vi alejarse del restaurante donde habíamos estado cenando no sentí nada. Nada en absoluto, fue peor que un vacío, porque ni siquiera sentí eso. Para que algo estuviera vacío antes tenía que estar lleno, y yo no lo estoy. Eso sí que soy capaz de reconocerlo.

Por eso voy a la exposición a ver a Alexia, para descubrir si soy capaz de reaccionar o si ya estoy completamente muerto por dentro. Si lo estoy, no es solo culpa de Alexia, lo sé, sencillamente han sucedido demasiadas cosas.

Esos días que estuve en Cádiz tras la muerte de mi padre me cambiaron, me convirtieron en lo que soy. Y esa madrugada, cuando fui a Madrid para estar con ella, quería que Alexia me salvase, quería huir de todo aquello y tenerla en mis brazos. Y pensar solo en eso. La convertí en mi tabla de salvación y ella dejó que me ahogase.

La galería está a pocos metros de distancia. En una de mis visitas anteriores aproveché una tarde libre, la única que tuve, para perderme por el barrio. Estaba en el mismo hotel que ahora, así que cuando he visto el nombre de la sala de exposiciones y la calle la he localizado de inmediato. Esta vez el destino me lo está poniendo fácil. Me detengo en la acera justo enfrente: es un local con paredes blancas y una puerta de hierro negra; en realidad es como cualquier galería de arte de las que aparecen en las películas. De las paredes cuelgan unos lienzos enormes, de unos dos metros de ancho, y, aunque no puedo ver claramente el dibujo, sí que consigo captar el color. Es vibrante, espectacular, quita el aliento.

Es exactamente lo que me había imaginado que pintaría Alexia algún día.

La gente que pasea por el interior de la galería va básicamente vestida de negro, lo que consigue resaltar todavía más la viveza de los cuadros, y veo pasar dos camareros con bandejas llenas de copas. Deslizo un segundo la mirada hacia mi atuendo y compruebo que llevo la camisa blanca, sin corbata (las odio), pantalón negro y americana también negra. En el hospital nunca voy así, evidentemente, pero este mediodía he tenido que participar en una mesa redonda y me ha parecido más acertado optar por algo más formal. He acertado.

Un pareja pasa junto a mí y veo que, en la entrada, un hombre con un pinganillo en la oreja les pide la invitación.

Mierda, no sé si tengo ganas de acercarme a ese tipo y contarle que soy un «viejo amigo» de la artista. No, sacudo la cabeza, definitivamente no quiero hacerlo. Suelto el aliento resignado, tal vez todo eso no ha sido buena idea. Además, Alexia ni siquiera está…

Dios mío.

Un camarero se aparta y al retirar la bandeja aparece ella. Sus ojos atraviesan el cristal de la calle y se detienen en los míos. Noto el instante exacto en que me reconoce; las pupilas le brillan de un modo distinto y le tiembla el labio inferior. Tiene las manos delante, como si las hubiera estado moviendo para explicarle algo a alguien, pero las detiene en el aire y se acerca la derecha al rostro para apartarse el pelo. El mechón púrpura brilla más que años atrás, pero sigue encajando a la perfección con ella. Tal vez más.

La veo pronunciar mi nombre, puedo leerle en los labios cierta duda, y yo, con las manos en los bolsillos, me encojo de hombros y asiento para confirmarle mi identidad.

Ella me sonríe, una sonrisa que le cambia la cara y se la ilumina, y la hace aún más hermosa. Empieza a caminar; el vestido verde que lleva flota suavemente a su alrededor y no me doy cuenta de lo que pretende hasta que se planta en la calle delante de mí.

Huele igual. Me vuelve loco.

—Hola —me saluda y se abraza con los brazos porque la brisa de la noche es fría y el vestido es de tiras. En realidad, para mi desgracia, parece un camisón.

—Hola —contesto casi sin voz. Carraspeo—. Deberías volver, aquí fuera cogerás frío.

Alexia ladea la cabeza.

—¿Quieres entrar? —Yo no digo nada, mi cerebro intenta encontrarle sentido a todo aquello, y ella insiste—: Es mi primera exposición y no conozco a nadie; bueno, a mi agente, supongo. Y me iría muy bien tener a… un rostro conocido cerca. Estoy muy nerviosa.

—No lo sé —suelto el aliento y flexiono los dedos dentro de los bolsillos. Tengo la espalda empapada de sudor y una presión en el pecho que amenaza con romperme las costillas. No, definitivamente no estoy muerto por dentro. Y, sin duda, ahora mismo estoy furioso con mis propios sentimientos. Todo esto es ridículo—. Creo que será mejor que me vaya.

Sí, eso es. Tengo que irme.

Alexia deja de sonreír y sus ojos pierden intensidad. Y yo tengo que morderme la lengua para no aceptar su invitación de inmediato. No; me voy. Nunca debería haber venido.

—De acuerdo —asiente ella en voz baja y contrita—. Está bien. —Odio verla así, tan contenida, se me revuelven las entrañas.

—Estoy muy cansado —me justifico absurdamente.

—Oh, entonces, ¿te gustaría venir mañana? Podríamos…

—No.

—Oh, de acuerdo —repite—. Lo siento. —Se abraza con más fuerza y me temo que ahora no solo se protege del frío—. Voy a entrar.

Ni Alexia ni yo nos movemos de donde estamos. Alguien abre la puerta de la galería.

—Te están esperando, Lila.

El hombre, deduzco que su agente, cierra despacio y le veo acercarse a una pareja que están frente a un cuadro.

Alexia me recorre con la mirada, no sé si busca las diferencias que me ha dejado el paso de estos años, pero cuando termina sonríe con tristeza y se da media vuelta. Sujeta el tirador de la puerta.

—¿Te acuerdas de los cuadros que había en la sala donde se celebró la entrega de la beca? —me pregunta dándome la espalda.

—Sí. —Eran sus primeros cuadros, ella entonces apenas tenía quince años y ni siquiera estaban firmados. No los olvidaré nunca, me quedé hipnotizado mirándolos.

—Están aquí. —Abre la puerta—. ¿Quieres verlos?

Si me voy de aquí no podré seguir adelante; lo sé, igual que sé que jamás la perdonaré por haberme sido infiel aquella noche. Si me quedo, tal vez consiga dejar de castigarme con sus recuerdos. Y sí, maldita sea, quiero estar con ella un poco más. Llevo cinco años sin verla.

Alexia entra y se acerca a la pareja que está hablando con el hombre que había salido a buscarla. Me está dando la espalda pero sé que está pendiente de mí, lo noto en la tensión que domina la curva de sus hombros.

Puedo contar las horas que pasamos juntos, y son pocas, y estoy convencido de que sigo conociendo las reacciones de su cuerpo. Voy a entrar, suelto el aliento por entre los dientes y me acerco a la puerta de la galería. El guarda la sujeta y no me pide ninguna invitación, solo espera a que haya entrado del todo para poder cerrar.

Rechazo una copa de champán y me acerco al primer cuadro; el trazo del pincel tiene vida propia. No soy ningún experto en arte, pero entiendo perfectamente que cualquiera se quede atrapado por la emoción que desprenden las pinturas de Alexia. Ella está escuchado a la misma señora de antes, levanta los ojos en el momento exacto y encuentra los míos. Me sonríe un segundo y se sonroja cuando vuelve a dirigir la atención hacia la dama.

Yo me quedo unos segundos más frente a ese cuadro, intento vaciar mi mente y dejarme llevar por las sensaciones que me provoca, aunque la sonrisa de Alexia se niega a abandonarme. Camino hasta el siguiente cuadro, y, cuando me detengo delante, vuelvo a sentir la mirada de Alexia. Yo arqueo una ceja, no entiendo qué representan esos trazos naranjas que parecen delineados con fuego, y ella arquea la suya y vuelve a sonreírme.

A lo largo de la hora siguiente, Alexia va hablando con los distintos visitantes de la exposición, pero cada vez que me paro delante de una de sus obras me mira y con su rostro intenta explicármela. Es tan íntimo, tan sensual, que mi cuerpo empieza a reaccionar. Y el de Alexia también.

Me detengo frente al penúltimo cuadro, la galería se ha ido vaciando y queda poca gente, pero Alexia sigue sin acercarse a mí. Es un lienzo de grandes dimensiones dominado por trazos azules y negros. Es el mar, lo sé sin lugar a dudas, el mar en medio de una tormenta. Es precioso; sin recurrir a ninguna forma transmite la rabia, la fuerza y la crueldad de una tempestad. Noto su mirada, levanto la mía y me quedo sin aliento al verla. Ese cuadro es muy personal, esa tempestad allí representada sucedió de verdad, y arrolló con algo muy importante en la vida de Alexia. El pulso me late fuerte en el hueco de la garganta, me cuesta tragar, pero pronuncio en voz muy baja el nombre de ella.

—Alexia.

A ella le brillan los ojos y le tiemblan las manos que tiene inertes a ambos lados del cuerpo. Una mujer de camino a la salida de la galería se interpone entre nosotros. Es una ruptura brusca, pero me da la tregua que necesito para preguntarme qué estoy haciendo. Sacudo la cabeza, el tiempo que he estado sin verla no ha logrado disminuir la atracción que siento hacia ella, ni la sensación de que le pertenezco.

No, es absurdo.

Camino hasta el último cuadro: este es rojo. Decir que es igual que el fuego parece una obviedad, pero eso es exactamente lo que siento al verlo: fuego y dolor. ¿Qué diablos le ha pasado a Alexia durante estos cinco años? No quiero saberlo.

Un instinto animal que identifico al instante como mi instinto de supervivencia me exige a gritos que salga de allí de inmediato. «Ahora mismo. Ni siquiera la mires». Evidentemente, le desobedezco y buscó a Alexia con la mirada.

No sé si estamos solos en la galería; cuando la veo, es lo que siento. Las emociones que transmiten los cuadros son ridículas comparadas con las de sus ojos. No puedo absorber el impacto con el que me golpean. Tengo las manos en los bolsillos y cierro los dedos con fuerza. Una gota de sudor resbala por mi espalda y la noto centímetro a centímetro. Alexia camina, da un paso, y otro, y otro, y después da el último.

Se detiene frente a mí. Está temblando y también flexiona los dedos nerviosa. Se humedece el labio y levanta la cabeza.

—José Antonio.

Susurra mi nombre, no hace nada más, pero mi cuerpo no puede aguantarlo y mis manos salen frenéticas de la cárcel donde las he encerrado para sujetarla por la cintura. La seda del vestido se funde bajo mis dedos y notar ese calor me obliga a acercarme más a ella.

Ahora mismo. Aquí. Porque si no, moriré y volveré a ser de piedra.

Agacho el rostro; mis labios no se colocan encima de los suyos, los muerden, los separan sin ninguna delicadeza y mi lengua recorre el interior de su boca reclamando la posesión de su sabor y de cada uno de los delicados gemidos que le suben por la garganta.

Alexia se pone de puntillas, lo sé porque su cuerpo —gracias a Dios— se pega más a mí y entrelaza las manos en mi nuca. Me acaricia el pelo y yo aumento la intensidad del beso. El instinto de supervivencia de antes se ha convertido en la necesidad animal de poseerla, de vengarme de ella por el vacío y la muerte sin fin en la que me ha obligado a vivir todos estos años.

¿Cómo se atreve?

La rabia me hace arder la sangre, me consume, llego a la estúpida conclusión de que si la poseo físicamente me saciaré de ella y la echaré para siempre de mi cuerpo y de mi mente. Sí, eso es lo que necesito. Tengo que quitarme de encima esta lujuria, este deseo que, literalmente, me impide pensar. No puedo razonar, lo único que puedo hacer es besarla, morder sus labios, capturar el sabor de su lengua, notar el calor de su cuerpo. Y no me basta, necesito más, necesito tenerla desnuda debajo de mí, hacerla mía para luego poder echarla. Quiero verla moviéndose de placer, quiero oírla gemir mi nombre. Dios, la imágenes que yo mismo he creado me están excitando más. Alexia tiene que notarlo… Lo nota, acerca su estómago a mi erección.

Tengo que parar.

Aparto los labios de los de ella, pero me niego a soltarla. Necesito esa noche y la necesito a ella. A nadie más. La realidad me molesta. Apoyo la frente en la de Alexia y abro los ojos; así, tan de cerca, solo está ella.

—Ven conmigo —le pido con la voz ronca.

Alexia solo asiente.

Cierro de nuevo los ojos en busca de la calma que necesito para salir de esa galería; noto los labios de Alexia en los míos un segundo y cuando abro los ojos veo que ella está cogiendo un abrigo y que se despide del hombre de antes.

¿Quién es? Aprieto los dientes. No, no me importa. Él no tiene nada que ver con lo que va a suceder con Alexia. Será solo una noche.

Alexia vuelve a mi lado con el abrigo puesto y me coge la mano sin dudarlo. La de ella tiembla, pero me sujeta firme y decidida.

—Ya estoy lista.

Tiro de ella hacia la salida sin decirle nada y sin despedirme de nadie. El guarda de la entrada tiene el tino de abrirme la puerta. Cruzo las calles por las que he andado antes lo más rápido que me atrevo por los tacones de Alexia. Los oigo golpear el asfalto detrás de mí. Aprieto los dedos de ella todo el rato, y en algún instante me acerco nuestras manos unidas a los labios y beso el reverso de la de ella. No voy a plantearme nada, me dejaré llevar y así podré olvidarla.

Será solo una noche.

—Es mi agente —le oigo decir.

—¿Quién?

—El hombre con el que he hablado antes de salir, es mi agente. Se llama Donald.

Podría decirle que no me importa, pero ella detectaría la mentira igual que ha detectado que me he fijado y que no me ha gustado. Sigo odiándola por esto; si le basta con mirarme para saber qué pienso, por qué diablos hizo lo que hizo.

Da igual.

Será solo una noche.

Entramos en el vestíbulo del hotel; tengo la llave de la habitación en el bolsillo, así que no tengo que detenerme en recepción. Creo que le habría arrancado la cabeza a cualquiera que hubiese intentado entretenerme. Aprieto el botón del ascensor con la mano que tengo libre y al hacerlo veo en el reloj de mi muñeca que son casi las doce de la noche. Las puertas de acero se abren de inmediato y se cierran a nuestras espaldas, dejándonos solos en ese cubículo.

El gruñido que se oye sale de mi garganta un segundo antes de que mis labios devoren los de Alexia y la encierre entre mi cuerpo y la pared del ascensor. Me dará igual si se detiene y sube alguien más, no voy a dejar de besarla.

Suena la campanilla y me aparto lo necesario para ver que hemos llegado; vuelvo a cogerla de la mano y la conduzco hasta mi habitación. Mis manos, mis pies, funcionan solos, porque mi mente solo es capaz de pensar en Alexia y en todo lo que voy a hacerle.

Abro la puerta, lanzo la llave al suelo (sí, es de esos hoteles que todavía tienen llave), cierro la puerta de una patada y beso a Alexia apoyándola en ella. No me veo capaz de dar un paso más y llegar a la cama.

Tengo que poseerla ahora mismo. Me quema la piel solo de pensarlo. Le levanto el vestido con una mano y con la otra le bajo la ropa interior. Ella no lleva medias —gracias—, sé que se las habría roto. Le acaricio el muslo al desnudarla, tiene la piel más electrizante que he tocado jamás. Al subir la mano, le acaricio también la cintura, pero no puedo tocarla más. Si le toco los pechos, me correré.

—Ayúdame —es la petición que sale de mis labios. Mis manos se niegan a alejarse de ella.

Vuelvo a besarla, mi lengua tiembla y se estremece, es como si me estuviera diciendo: «Lo ves, así es como debo sentirme».

Y odio a Alexia…

Sus manos aparecen en mi cinturón y después en el botón y en la cremallera. Cuando noto que la tela negra se separa y que ella me acaricia por encima de la ropa interior, me convierto en el animal herido que soy desde que eché a Alexia de mi lado. Ahora ella está aquí conmigo y tiene que compensarme. Sí, pienso frenético al morderle el cuello, tiene que compensarme por tanto dolor.

Lamo la piel que he mordido y la siento temblar.

—José Antonio, yo…

Vuelvo a besarla. Echo de menos su sabor y no quiero oír nada que pueda hacerme olvidar lo que siento. Necesito estar así.

Sujeto mi erección con una mano y entro dentro de Alexia. No me detengo ni un segundo, no puedo. Y ella tampoco.

Alexia gime bajo mis labios y me rodea la cintura con las piernas mientras yo la levanto del suelo sujetándola por las nalgas. La apoyo contra la pared, coloco una mano detrás de la cabeza de ella para que no se haga daño y me aseguro de que mis muslos sujetan todo el peso. Después, me doy permiso para rendirme.

Alexia se aprieta a mi alrededor y la sacuden las primeras olas del orgasmo. El mío es inmediato, eyaculo y me estremezco de la cabeza a los pies. Grito, pero mi grito se pierde en la boca de ella. Mis caderas no pueden dejar de moverse, me tiemblan los muslos de lo firmes que mantengo los pies en el suelo.

Ella me muerde el labio, noto el sabor de la sangre y no me detengo. Es la herida más leve que me ha hecho. Me acaricia la nuca y desliza las manos por mi espalda con ternura.

Me está tranquilizando.

No, eso sí que no. No va a convertir esto en lo que no es.

Yo le muerdo el labio inferior y vuelvo a tomar el control del beso y de nuestros cuerpos. Sin salir de dentro de ella, la llevo hasta la cama. Me siento con ella encima de mí y con cuidado me tumbo encima del sedoso cubrecama. Aunque es de una tela carísima, me parece áspero comparado con la suavidad de la piel de Alexia.

Ella se tumba encima de mí, interrumpe el beso y apoya la cabeza en el hueco de mi cuello. Dejo que esté así unos segundos, hasta que coloca una mano encima de mi corazón y descubre lo deprisa que late. No volveré a mostrarme vulnerable. La sujeto por la cintura con ambas manos y nos giro a ambos. Ahora ella está tumbaba en la cama y yo encima.

El calor de ella ha vuelto a excitarme y noto que Alexia tiembla de deseo. Me mira a los ojos; yo le aguanto la mirada. Ve demasiado, siempre ha visto demasiado.

Levanta una mano y me aparta un mechón que se me ha pegado a la frente con el sudor. Yo todavía llevo la camisa puesta. La americana la he dejado caer al entrar. Y ella lleva el vestido.

—Desnúdame —le pido.

Con dedos temblorosos, Alexia me desabrocha la camisa. Yo apoyo mi peso primero en una mano y después en la otra para quitarme las mangas una a una. Sus manos me acarician el torso y yo quiero hacer lo mismo con ella. Vuelvo a apoyarme solo en una mano para quitarle el vestido, Alexia tiene que ayudarme, porque me niego a salir de su interior para desnudarla. Tras dos movimientos malabares, el vestido verde termina hecho un ovillo en el suelo.

Empiezo a moverme despacio, hundo el rostro en el cuello de Alexia para morderla y ella gime de placer. Levanta las rodillas para atraparme en medio; el gesto hace que la sienta apretándose a mi alrededor.

Me echo un poco hacia atrás para mirarla y veo que los ojos de ella están completamente oscuros. Está tan perdida como yo.

—Más —farfullo—. Otra vez.

—Sí, otra vez.

Arquea la espalda para pegarse a mí y llevarnos los dos de nuevo al orgasmo.

Unas horas más tarde, con la habitación completamente a oscuras, al fin me rindo y dejo de engañarme. Abrazo a Alexia, que está dormida a mi lado, y empiezo a besarla. Son todos los besos que no le he dado mientras nos poseíamos el uno al otro con desesperación. Antes han hablado nuestros cuerpos, ahora voy a hacerlo yo. Le beso el rostro con cuidado, el cuello, intento imaginarme dónde están las marcas de mis dientes y también las beso. Le beso los pechos y entonces noto las delicadas manos de ella en mi espalda.

—José Antonio. —Es mi nombre, pero ahora dicho de otra manera.

Busco sus labios y nos besamos. Y, sin dejar de besarnos, entro en ella y hacemos el amor. Es lento, sin reacciones estudiadas y sin barreras, sin juegos sexuales. Solo Alexia y yo haciendo el amor gracias a la oscuridad que me permite fingir que estoy soñando y que nada de eso no es real.

Porque no lo es.

Es solo una noche.

Al terminar, ella gime mi nombre y yo el suyo, temblamos y nos dejamos llevar por ese orgasmo que es mucho más duro y sincero que todos los demás.

Alexia se acurruca a mi lado y me da un beso en el pectoral encima del corazón antes de dormirse.

—Te he echado tanto de menos. Te he necesitado tanto —le oigo decir con la voz rota por la emoción. Y unas lágrimas me mojan el pecho.

Finjo estar dormido.

Solo ha sido una noche. Solo ha sido una noche. Solo ha sido una noche.

No dejo de repetírmelo cuando estoy en el aeropuerto varias horas antes de que salga mi vuelo.