14

Alexia estalló. La ira, el dolor, la rabia, la angustia, la vergüenza, todo subió a la superficie tan de repente que fue incapaz de controlarlo.

Y la verdad es que no quiso hacerlo.

—¿Te vas? ¿No quieres verme nunca más? Vaya novedad —dijo sarcástica—. Creía que ya me habías dejado plantada y que no querías verme nunca más. Oh, no, perdona, es verdad, ¿cuántas veces me has llamado en estos últimos días?

Él se detuvo en medio del pasillo y volvió a girarse para mirarla.

—No he podido llamarte —farfulló—. Y no sé de qué te quejas, tú solo me has llamado dos veces.

—¿Ah, así que no has podido llamarme pero has recibido mis llamadas? —Se tocó el mentón como si se hallase ante un gran misterio—. Qué interesante.

Alexia estaba temblando; lo único bueno era que la rabia había ganado la partida a la tristeza y a la vergüenza y ahora estaba tan furiosa con José Antonio que iba a decirle todo lo que pensaba de él por lo que le había hecho.

—He estado en Cádiz con…

—Ah, sí, ya lo sé —lo interrumpió Alexia.

—¿Lo sabes? ¿Sabes por qué he ido a Cádiz y aun así has sido capaz de… —tuvo que tragar saliva dos veces para poder continuar— acostarte con Rubén? —Se acercó a ella y la miró con los ojos inyectados en sangre—. Dios, ¿cómo puedo haber sido tan estúpido?

—¿Estúpido, tú? Mejor di que la estúpida soy yo. Tardé una semana en averiguar que estabas en Cádiz de vacaciones con tu novia. —Le abofeteó; el escozor que sintió en la palma le produjo una leve satisfacción.

José Antonio le sujetó la muñeca.

—¿De qué estás hablando? —Alexia levantó la otra mano para darle otra bofetada, pero él, avisado por la anterior, le cogió la muñeca a tiempo—. ¿De qué diablos estás hablando? —Estaba completamente pegado a ella y Alexia pudo ver que tenía ojeras y que estaba más delgado, y un horrible presentimiento le recorrió el cuerpo. Nadie volvía de vacaciones con tal mal aspecto.

—Tu vecina —susurró.

—¿Mi vecina? No entiendo nada, Alexia, me temo que tendrás que explicármelo. Apenas he dormido en toda la semana y ayer, hoy, bueno, ya no lo sé, cogí el primer avión que encontré a Madrid.

—¿Y tu novia? ¿Se ha quedado en Cádiz? ¿Acaso pretendes tener una mujer en cada pueblo?

—Ya te he dicho que no sé de qué me estás hablando. —Él apretó los dedos con los que le retenía las muñecas, pero al mismo tiempo movió, probablemente sin saberlo, los pulgares para acariciarle la piel.

—Suéltame.

José Antonio la miró a los ojos y cogió aire despacio para después dejarlo escapar por entre los dientes. Estaba exhausto, y destrozado. En menos de dos semanas lo había perdido todo.

También a ella. Alexia le había traicionado, se había acostado con otro. Lo que habían compartido ellos dos no había significado nada para ella. Nada.

Y para él lo había significado todo.

—Dios, tengo que irme de aquí —farfulló soltándole al fin las muñecas.

Se quedaron mirándose el uno al otro, en silencio, temblando, dos personas heridas que no podían soportar el daño que se habían hecho. José Antonio fue el primero en apartar la mirada y darse media vuelta.

Tenía que salir de allí. Si se quedaba un segundo más, corría el riesgo de preguntarle por qué, de suplicarle que le dijera qué había hecho mal. Y él no había hecho nada mal. Esta vez no.

—¿Vuelves con tu novia? —La voz de Alexia lo detuvo, pero lo que le hizo girarse fueron el dolor y la rabia que también detectó en ella.

—No tengo novia. —Se rio con mucha amargura—. Bueno, creía que lo eras tú, pero está visto que estaba equivocado. Supongo que he tenido suerte de averiguarlo ahora, si no, vete a saber cuánto tiempo más te habrías seguido viendo con Rubén a mis espaldas. Habrías tenido, ¿cómo lo has dicho? Sí, ya me acuerdo, un hombre en cada pueblo.

—¡Yo no me estoy viendo con Rubén!

—Él estaba desnudo. En tu apartamento. Cuando me ha abierto la puerta, olía a ti. ¡Dios, Alexia! ¿De verdad crees que soy tan estúpido?

—Tu vecina me dijo que…

—¡Es mentira! —rugió—. Joder, Alexia, ¿por qué la crees a ella y a mí no? Después de lo que pasó entre tú y yo creía que… —Sacudió la cabeza—. Da igual, está visto que estaba equivocado. Adiós, Alexia.

Ella reaccionó de inmediato; algo le decía que no podía permitir que José Antonio se fuese así del apartamento.

—Si no tienes novia…

—No tengo novia. —La fulminó con la mirada y tiró del brazo para desasirse.

—¿Qué hacías en Cádiz? ¿Por qué no me has llamado? Yo también creía que existía algo entre los dos, algo que se merecía al menos una llamada. Por eso, esta noche, cuando Rubén…

—Espera un segundo, ¿me estás insinuando que te has acostado con ese porque yo no te he llamado en, cuántos han sido, diez días? —Le temblaron las manos al pasárselas por el pelo—. Joder, Alexia, mi padre ha muerto.

A Alexia le fallaron las rodillas y tuvo la fortuna de estar de pie delante del sofá, porque si no se habría caído al suelo.

«Mi padre ha muerto».

«Mi padre ha muerto».

«Mi padre ha muerto».

—Ah, veo que, ahora, por fin me escuchas. Deja que te lo pregunte: ¿me crees o voy a pedirle a mi vecina que te lo diga?

—Yo… yo. —Se mordió el labio inferior porque no le dejaba de temblar—. Lo siento.

—¿Lo sientes? —Ahora José Antonio parecía más furioso que antes, como si hubiese dejado de contenerse—. Espero que no te importe que te diga que me da completamente igual que lo sientas. No puedo creerme que haya sido tan idiota, tan estúpido. Espero que seas muy feliz con Rubén o con el próximo hombre con el que elijas destrozarte la vida. Adiós, Alexia.

José Antonio se dio media vuelta y se dirigió de nuevo hacia la puerta. Caminaba despacio; el cansancio y la rabia le apretaban tanto los músculos que le costaba moverlos.

Alexia seguía sentada en el sofá; las consecuencias del grave error que había cometido la habían abatido. Si José Antonio la hubiese llamado, si él no hubiese aparecido en su piso en aquel preciso instante. Si él… sintió nauseas.

—¿Por qué no me has llamado? —Alexia se sobresaltó al oír su propia voz y comprendió que lo había dicho en voz alta.

Pensó que él no le contestaría, porque no quería o porque no la había oído. Alexia oyó que se abría la puerta; las malditas bisagras le recordaron que José Antonio se estaba yendo para siempre. Pero solo oyó eso, la puerta, y después la voz de él contestando a su pregunta con otra.

—¿Acaso importa? —José Antonio soltó el aliento. Ella pensó que se iría, pero tras unos segundos volvió a sentir su voz provocándole lágrimas—: Anoche conseguí un duplicado del teléfono y escuché tus mensajes; y decidí darte una sorpresa. Y al final me la he llevado yo, ¿qué te parece? —Sonó una risa horrible, tan amarga que a Alexia se le erizó la piel—. Adiós.

Cerró la puerta y desapareció.

Alexia lloró histérica. Los remordimientos le presionaban el pecho y no la dejaban respirar, la bilis le subía por la garganta, y el corazón le había dejado de latir de lo desgraciada y perdida que se sentía.

¿Qué había hecho?

Lloraba tan desconsolada que se le empapó la nuca de un sudor helado y le temblaban las manos. No podía permitir que José Antonio saliera así de su vida, tenía que ir tras él y hacerle comprender lo que había sucedido. Ella se había arrepentido desde el principio de acostarse con Rubén, incluso ahora sentía arcadas al pensarlo, y al final pensó en José Antonio. Fue su rostro y el recuerdo de sus besos lo que hizo que aquel encuentro fuese soportable.

Sí, tenía que contárselo, y tenía que contarle que su padre había ido a verla y lo mucho que esa visita la había afectado, y que hoy, en esa maldita fiesta universitaria, había bebido más de la cuenta.

Tenía que contárselo todo, y él tenía que perdonarla, porque si José Antonio no la perdonaba, ella no podría volver a mirarse en el espejo. Se puso en pie y con paso inseguro llegó al baño, donde se duchó de nuevo sin dejar de llorar. Esta vez no le importó la temperatura del agua, lo único que quería era cortar el llanto y pensó que la ducha ayudaría. Cuando creyó haber recuperado cierta calma, cerró el grifo y fue a vestirse. Se puso unos vaqueros, una camiseta, las botas, y cogió un jersey. Perdió medio minuto más en peinarse y con las llaves y el teléfono en el bolso abandonó su piso para ir al de José Antonio.

José Antonio oyó que llamaban a la puerta, por supuesto que lo oyó, pero se negó a abrir. No quería verla, y no quería que ella lo viese. Bastantes cosas había perdido a lo largo de esos días como para perder ahora la dignidad y el orgullo que le quedaban.

No quería oírla, no quería escucharla, quería seguir enfadado y dolido, porque así podía empezar a odiarla y a olvidarla esa misma noche.

—Abre la puerta, José Antonio, por favor —le pidió ella. Podía imaginársela con la frente apoyada en la hoja de madera y la palma de la mano al lado. A pesar de que lo había intentado, maldita sea, él no había sido capaz de alejarse del pasillo y estaba a escasos centímetros de la puerta—. Déjame entrar. —Se le rompió la voz y a él un poco más el corazón—. Por favor, José Antonio. Tenemos que hablar.

—Vete de aquí —le ordenó entre dientes—. Yo no tengo que hacer nada. Vete de aquí de una vez.

Alexia golpeó suavemente la puerta.

—Está bien, tienes razón, tú no tienes que hacer nada —reconoció, y él la oyó tragar saliva—, pero yo sí. Necesito hablar contigo, por favor, José Antonio. Por favor.

—No.

El silencio se alargó quizás unos minutos.

—Me quedaré aquí hasta que salgas; no me iré hasta hablar contigo.

—Vaya, es un alivio ver que eres capaz de ser constante en algo —dijo sarcástico e hiriente, porque sí, quería hacerle daño.

—Me lo tengo merecido —convino contrita—. Déjame entrar, José. Por favor.

Notó que ella apoyaba más peso en la puerta y supuso que había recostado la espalda para deslizarse hasta el suelo. Alexia no estaba bromeando, iba a quedarse allí sentada hasta que él saliese. José Antonio necesitaba dormir, necesitaba dejar de ser fuerte aunque fuera solo por unas horas, necesitaba llorar. Llevaba más de diez días conteniéndose, desde la llamada de Gabriela cuando le dijo que su padre había muerto, y ahora le quemaban los ojos. Estaba exhausto y por eso abrió la puerta.

Giró la llave y se preparó mentalmente para ver a Alexia. Ella se levantó del suelo, donde efectivamente se había sentado, con la espalda apoyada en la puerta, y se dio media vuelta para verlo.

—Sé que crees que lo que estás haciendo es romántico —le dijo él, antes de que ella pudiese abrir la boca—, pero no lo es. Esto —movió un dedo y los señaló a ambos— no es una película de adolescentes o una novela romántica. Esto sencillamente eres tú comportándote como una egoísta e ignorando mis deseos. Antes te he dicho claramente que no quería volver a verte.

Alexia aguantó la rabia de José Antonio, flexionó los dedos y se dijo que, si quería que él la escuchase, antes tenía que dejar que se desahogara y escucharlo ella a él.

—Pasa —la invitó José Antonio de mala gana y se hizo a un lado para que ella pudiese entrar—. Di lo que tengas que decir y vete de aquí. Estoy muy cansado.

—Gracias —farfulló ella.

José Antonio cerró la puerta y esquivó a Alexia para pasar antes que ella al interior del piso. Ni loco iba a comportarse como un buen anfitrión. Se dirigió directamente a la ventana que había en el comedor y miró afuera en busca de algo que le distrajese y le ayudase a soportar el dolor. No dijo nada más; era Alexia la que quería hablar, no él.

—Siento mucho lo de tu padre.

La voz de ella sonó tan cerca que le erizó el vello de la nuca y José Antonio supo que la tenía a su espalda. Maldita fuera. Alexia le acarició entonces un omoplato despacio y él no fue capaz de apartarse.

—Recuerdo que de pequeña le veía a menudo —susurró ella sin dejar de acariciarle la espalda—. Un día nos llevó en coche a mi padre y a mí y me habló de ti. Lo he recordado antes.

Los recuerdos golpearon a José Antonio; su padre había trabajado de taxista y de chófer para la empresa del padre de Alexia y seguro que lo que le estaba contando ella ahora era verdad; su padre solía presumir a diario de sus tres hijos. Era el único que lo hacía.

—¿Estaba enfermo? —Enredó los dedos en la nuca.

—Sí —contestó él, relajándose y buscando la caricia—. Pero no lo sabíamos.

—Oh, José. —Se le quebró la voz y dejó de tocarlo. Él se mordió la lengua para no pedirle que volviera a hacerlo, pero Alexia de repente apareció delante de él y le rodeó la cintura con los brazos—. Lo siento mucho.

Alexia le estaba abrazando y José Antonio sintió que eso era exactamente lo que necesitaba. Lo que había necesitado todos esos días en Cádiz mientras enterraba a su padre y descubría que su madre era la mujer más fría y egoísta del mundo. Cerró los ojos y notó que temblaba. Ella le abrazó con más fuerza y José Antonio se rindió y también la rodeó con los brazos.

No lloró, no derramó ni una lágrima más, pero los temblores no cesaron hasta que ella empezó a acariciarle de nuevo la espalda y a susurrarle:

—Lo siento tanto, José Antonio. Lo siento.

Entonces Alexia levantó el rostro y buscó el de él; ella tenía los ojos rojos de haber llorado y se puso levemente de puntillas para besarlo.

Habría podido apartarse, habría podido soltarla y dar un paso hacia atrás. No hizo nada de eso, bajó la cabeza y la besó.

Ella sollozó al sentir la lengua de él en sus labios y flexionó los dedos que tenía en la espalda de José Antonio para pegarlo por completo a su cuerpo. José Antonio le mordió el labio inferior y la empujó sin darse cuenta hacia el cristal del balcón. El sabor de Alexia deslizándose poco a poco por sus venas, el perfume colándose por sus fosas nasales, el calor que desprendían las manos de ella cuando le tocaba los hombros. Después de todos esos días en el limbo emocional que se había autoimpuesto, en esa cárcel donde no podía sentir nada porque si lo hubiera hecho se habría desmoronado, el beso de Alexia fue como un milagro, porque le recordó que estaba vivo.

Pero con la vida volvió el dolor, y esta vez, quizá porque la tenía tan cerca, fue de verdad insoportable. No podía tocarla; apenas unas horas antes ella se había acostado con otro hombre, con un hombre al que además despreciaba.

—¡No! —Se apartó de ella y la miró furioso. Estaba excitado, muy excitado, temblaba de la cabeza a los pies y notaba la erección apretándose en el pantalón. Seguramente le bastaría con un beso más, con otra caricia, para terminar. Y después se odiaría por ello, y a ella todavía más—. ¡No!

—José Antonio, por favor… Lo siento. —Alexia también temblaba y apoyó la espalda en la ventana que tenía detrás—. Lo siento mucho.

—Eso ya lo has dicho antes, Alexia, y no sirve de nada. Puedes decirlo hasta cansarte y no servirá de nada. Quiero que te vayas.

—He cometido un error, José Antonio, y me arrepiento de ello. Dios, no sabes cómo me arrepiento. —Se secó una lágrima de la mejilla—. Tienes que entenderlo, por favor.

—¿¡Qué!? —Se pasó las manos por el pelo; era un hombre a punto de cruzar el límite del cansancio—. ¿Qué es lo que tengo que entender? ¿Que como no te he llamado en diez días te has acostado con otro? ¿Que te has creído a mi vecina, una cretina a la que no conozco, antes que a mí? ¿Que no has tenido ningún reparo en acostarte con otro hombre después de lo que compartimos?

Las palabras de José Antonio fueron clavándose en el alma de Alexia, haciéndole cada vez más daño porque eran dolorosamente ciertas.

—¿Qué es lo que compartimos? ¡No me llamaste! ¿Cómo querías que supiera que esa noche que estuvimos juntos había significado tanto para ti como insinúas? ¿¡Cómo iba a saberlo!?

—¡Porque estabas allí! Joder, Alexia. —Dejó caer los hombros y suspiró—. Porque estabas allí. Me miraste a los ojos cuando estaba dentro de ti y yo miré los tuyos.

—Yo…

—Mierda —farfulló—. Tenías que saber que me estaba enamorando de ti.

A Alexia le fallaron las piernas y se deslizó hacia el suelo. Quedó sentada con las rodillas dobladas que no paraban de temblarle.

—¿Has… —se humedeció el labio inferior e intentó hablar por encima de los latidos de su corazón— has dicho que te estabas enamorando de mí?

Nunca nadie le había dicho nada parecido. Alexia nunca había conquistado a nadie, nunca había sido especial.

Nunca había tenido el poder de hacerle tanto daño a nadie.

—Sí, eso he dicho —afirmó orgulloso—, pero, si no te has dado cuenta hasta ahora, es obvio que no me conoces o que no existe una conexión especial entre nosotros como creía.

—No, José Antonio… espera un segundo, por favor. —Cerró los ojos e intentó evocar el instante exacto que él le había descrito—. Oh, Dios mío —balbuceó tapándose la boca—, es verdad. Lo sabía, ¿cómo es posible que no me haya dado cuenta hasta ahora? ¿Cómo he podido… —No terminó la frase, apretó los labios y contuvo la respiración para no vomitar.

—No te preocupes —la tranquilizó él sarcástico—, se me pasará. Por suerte para mí todavía estoy a tiempo de curarme.

¡No!, ella no quería que se curase. No quería que él la considerase una enfermedad.

—Tienes que perdonarme, José Antonio, si me lo hubieras dicho…

—¡No te atrevas a volver a insinuar que esto es culpa mía! Tendrías que haber confiado en mí, Alexia. Ahora ya es tarde.

—No, no puede serlo. Apenas nos conocemos.

—Exacto, si en solo unas semanas estamos así —la señaló primero a ella y después a sí mismo—, imagínate qué pasaría dentro de unos meses. No, es mejor así. Ahora los dos sabemos la verdad, hemos comprobado que lo nuestro no funcionaría, y podemos seguir con nuestras vidas.

—¡No! —Se obligó a no gritar al ver que él entrecerraba los ojos—. He cometido un error. Tienes que perdonarme —volvió a suplicarle—. Por favor.

José Antonio se quedó en silencio largo rato, mirándola y flexionando los dedos mientras le temblaba ligeramente la mandíbula.

—Yo no tengo que hacer nada, Alexia —dijo al fin, provocando que a ella se le escapase un sollozo—. Acabo de enterrar a mi padre y de perder a mi madre. Estoy muy cansado, demasiado. Necesito dormir, descansar, recuperarme un poco. Tal vez después podré pensar con claridad.

—Yo puedo…

—No, Alexia. —Se acercó a la puerta del apartamento y la abrió—. Necesito que te vayas. Por favor.

Las dos últimas frases sonaron huecas de ira; en ellas solo había tristeza y mucho dolor, y Alexia, aunque nada le habría gustado más que abrazarlo y quedarse a su lado, se levantó y se dirigió adonde él la estaba esperando.

José Antonio se hizo a un lado para dejarla pasar. Cuando Alexia levantó la mano para acariciarle el rostro, él se apartó y ella fingió no verlo.

—Vendré a verte pasado mañana —le dijo Alexia en voz baja ya en el rellano. Decidió que le dejaría descansar, se le veía exhausto y necesitaba dormir. Si no descansaba y se recuperaba, nunca estaría dispuesto a escucharla.

—Adiós, Alexia —se limitó a decir él un segundo antes de cerrar la puerta sin hacer el menor ruido. Un segundo después, Alexia oyó un sonido sordo y adivinó que José Antonio había golpeado la pared. Y luego otro. Y después un gemido gutural cargado de rabia y de rencor. Apoyó la palma de la mano en la puerta, como si así pudiera acariciarlo a él, pero no pudo.

—José Antonio, lograré que me perdones —susurró en voz muy, muy baja, solo para sí misma. Y se fue de allí para darle la intimidad que él tanto necesitaba y tanto había luchado por recuperar.

Cuando volvió dos días más tarde, a las once de la mañana y con una bolsa con unas pastas para el desayuno, tocó el timbre y empezó a coger aire. La puerta se abrió mientras lo soltaba e intentaba serenarse. Estaba muy nerviosa.

—Buenos días —la saludó una mujer con un traje chaqueta azul marino y pañuelo de cuadros en el cuello—, creía que habíamos quedado a las once y media, pero me alegro de que esté aquí.

—¿Disculpe?

—Sí, pase, pase. Es un piso ideal.

Alexia entró y se le cayó la bolsa de papel blanco al suelo al ver el apartamento de José Antonio completamente vacío.

—Si le gusta, puede entrar a vivir hoy mismo. El último inquilino ha tenido que irse de improvisto.

—¿No volverá?

—No, puede estar tranquila. ¿Qué le parece si le enseño el dormitorio?

—No —consiguió balbucear—, tengo que irme. —La señora de la inmobiliaria, eso Alexia había sido capaz de deducirlo, la miró extrañada—. Tengo que irme. Tome, están recién hechas. —Le entregó la bolsa de papel que había recogido del suelo—. Adiós.

Bajó la escalera en trance, sintió la barandilla de acero fría bajo los dedos.

José Antonio se había ido y no iba a volver. Y no le hacía falta llamarlo al teléfono para saber que nunca iba a contestar.