Las fiestas de la facultad nunca le habían gustado demasiado, pero a esa se había obligado a acudir. Era viernes, el primer viernes después de descubrir que se había comportado como una estúpida, y si se quedaba en casa caería en la tentación de llamar a José Antonio, algo que no había hecho hasta ahora.
Ya no quería preguntarle qué le había pasado ni decirle que estaba preocupada por él. Ahora quería insultarlo, gritarle, incluso pegarle. Lo que le había hecho José Antonio era muy cruel y ella no se lo merecía. «No tiene sentido».
¿Por qué lo había hecho? ¿Por qué le había dicho esas cosas en el parque, por qué había acudido a verla esa noche como si la necesitase más que a nada en el mundo? Se terminó la copa que tenía en la mano.
¿Por qué no había ido a ver a su novia? ¿Por qué no le había hecho el amor a ella mirándola a los ojos?
Apretó el vaso de plástico entre los dedos hasta romperlo. El líquido pegajoso la salpicó y se ganó que el chico que tenía al lado la mirase mal.
Sus amigas estaban todas bailando, probablemente se habían cansado de aguantar su mal humor y se estaban escondiendo de ella. Tampoco eran tan amigas, coincidían en clase y comían juntas de vez en cuando. Había accedido a ir a la fiesta porque no quería quedarse en casa llorando o sintiéndose como una estúpida por lo de José Antonio, y porque desde que Cecilia y Teresa no compartían piso con ella tenía que hacer un esfuerzo por conocer gente, por abrirse más. Alexia sabía que en la facultad la consideraban reservada, distante, y que su estúpida relación con Rubén no había ayudado a mejorarla. Ellos no se lo habían contado a nadie, pero los susurros y las miradas de soslayo eran innegables.
Era una estúpida, una idiota. Y ahora mismo se sentía muy sola y tenía ganas de llorar desconsoladamente. Tragó y se apretó los ojos con los pulpejos de las manos. Esperó hasta que creyó ver destellos bajo los párpados y entonces retiró las manos y se dirigió a la barra más cercana. Se coló sin demasiado disimulo por entre la gente que también estaba esperando a que le sirvieran y cuando llegó a la meta pidió otra bebida. La chica que las servía, que a juzgar por el escote estaba ganando una fortuna en propinas, debió de ver algo en ella que le dio pena —o miedo—, porque fue a por su copa y se la entregó a Alexia en meros segundos.
«Seguro que a ella no la engañan».
Vació esa copa más despacio; no estaba borracha, pero notaba una niebla en la cabeza, un aturdimiento muy bien recibido que era justo lo que necesitaba. Los sentimientos empezaron a resbalarle, el dolor se le pegó un poco más, pero también se lo quitó de encima gracias a un chico que la sujetó por la cintura y ¿bailó?, media canción pegado a ella.
Sí, tal vez esa era la solución: no sentir.
«No mezcles los colores».
Era una frase que le había repetido hasta la saciedad una de sus profesoras del colegio y eligió aquel momento para reaparecer en la mente de Alexia.
—Exacto —dijo en voz alta—. Voy a dejar de mezclar los colores.
—¿Qué has dicho? —le preguntó su sudado compañero de baile.
Alexia lo miró con atención; era un chico mayor que ella, lo sabía porque le había visto en alguna ocasión por la Facultad de Bellas Artes entrando en aulas de clases más avanzadas. No sabía su nombre, y no le importaba. Era alto, no tanto como… —«No, no sigas por allí»—. Era alto y rubio. Tenía el rostro agradable; era guapo sin ser nada del otro mundo, y su mirada estaba tan nublada como la de Alexia.
Serviría.
—Nada —le contestó, y se puso a bailar cerca de él. Cerró los ojos y se dejó llevar por la música; era repetitiva y escandalosa, pero la ayudaba a no pensar. Los altavoces del local vibraban y el temblor se extendía hasta las costillas de Alexia. Dejó caer la cabeza hacia atrás y se soltó el pelo que se había recogido en una coleta para soportar mejor el calor. Giró el cuello de un lado al otro y las puntas de la melena le hicieron cosquillas en la espalda.
Notó una mano en la cintura y durante un segundo quiso apartarla, abofetear a su propietario, pero él movió el pulgar despacio y Alexia no se sintió tan sola ni tan estúpida como antes. No era la mano del hombre que ella quería, no estaba tan borracha ni era tan idiota como para engañarse de ese modo, pero era la mano de un hombre que solo la deseaba. Un hombre que ni siquiera había intentado engañarla.
«Déjate llevar».
Dio un paso hacia delante y se acercó a él.
Otra mano apareció en la otra cadera y él se insinuó entre sus piernas.
El cuerpo de Alexia se había rendido, los días sin apenas dormir, las horas que se había pasado llorando, el alcohol, la música ensordecedora, no podía seguir resistiendo. Necesitaba dejarse llevar y necesitaba arrancarse de dentro esa tristeza que, quizá sin sentido pero sin freno, la estaba consumiendo.
Su mente, lo que quedaba de ella, estaba racionalizando su comportamiento. José Antonio la había engañado, la había utilizado, le había hecho daño y ahora ella necesitaba recuperar parte —todo— del ego que había perdido, entre otras cosas. No podía seguir comportándose como una adolescente con los hombres, tenía que aprender a tener el poder, a ser como ellos.
Tenía que aprender a utilizarlos, y él, el desconocido que tenía delante, era el candidato perfecto. Y estaba más que dispuesto a ser utilizado.
Movió las manos y las colocó encima del torso de él; llevaba una camiseta que había quedado empapada por el sudor, pero los músculos de debajo eran firmes y se flexionaron presumidamente al sentir la presión. Él agachó la cabeza; Alexia podía sentir su respiración cerca del cuello.
Iba a besarla.
Se preparó para el impacto, dejó de oír la música, el efecto de las copas desapareció y levantó la cabeza para ir a su encuentro.
No la besó, se desvaneció en medio del aire. Eso fue lo que creyó Alexia, hasta que abrió los ojos y vio que Rubén había apartado al desconocido y lo había empujado al suelo. Se quedó atónita mirándolos, pero antes de que pudiera reaccionar, y antes de que el chico del suelo pudiera levantarse, Rubén se acercó a ella y, sujetándola del codo, siseó:
—Si tantas ganas tienes de follar, vámonos de aquí.
Tardó el segundo más largo de su vida en tomar aquella decisión, y, cuando lo hizo, le pareció la más acertada; si iba a utilizar a un hombre, quién mejor que Rubén.
—De acuerdo. —Le costó tragar pero lo hizo. Tiró del brazo para recuperarlo y se dio media vuelta. Esta vez ella marcaría el paso y Rubén la seguiría.
A Alexia no le extrañó que Rubén estuviera en la fiesta, solía acudir a muchos actos o eventos universitarios, pero sí le sorprendió que la hubiera visto y que se hubiese acercado a impedir que ese chico la besase. La Alexia de antes probablemente habría interpretado aquel gesto como una declaración de amor, o, como mínimo, le habría parecido sexy. A la Alexia de ahora no le importaba lo más mínimo.
Nada le importaba lo más mínimo.
Solo quería dejar de sentir y para eso necesitaba borrarse del cuerpo los dedos de José Antonio y cada uno de sus besos.
—Joder, Alexia, estás guapísima. Me he puesto a…
—Cállate —le ordenó ella, tapándole la boca con una mano. No quería oírle, no quería verle.
A Rubén el gesto le excitó increíblemente, gimió por entre los dedos de ella y se los lamió. Alexia le dejó hacerlo hasta que sintió náuseas, pero el coche se detuvo a una esquina de su casa y se dijo que era culpa del alcohol. Rubén había conducido directamente al piso de Alexia; ella miró la calle como si le costara reconocerla, pero sacudió la cabeza y reaccionó. Miró la hora que marcaba el cartel de la farmacia del barrio: eran las seis de la mañana.
¿Tanto rato se había quedado en esa fiesta?
Rubén paró el motor y colocó una mano entre las piernas de ella para tocarla. Alexia sintió lo mismo que cuando se ponía unas zapatillas viejas; era agradable, pero nada más.
—Me alegro tanto de que hayas entrado en razón, nena.
A ella se le erizó la piel y se giró en el asiento para mirarlo.
—Cállate, no voy a volver a repetírtelo.
Rubén se humedeció el labio, ajeno a los motivos que tenía Alexia para recurrir a aquel comportamiento y convencido de que era un juego sexual. Se tocó la erección y salió del coche para abrirle la puerta a ella.
Subieron en silencio. Ella temblaba; el trayecto en coche, la escalera, eran pequeños contratiempos que la obligaban a pensar, a sopesar las consecuencias de lo que estaba a punto de hacer.
«No, no quiero pensar. Es lo que hacen todos, así que yo también puedo hacerlo».
Podía oír la respiración de Rubén, no creía haberlo visto nunca tan al límite, y sintió cierta satisfacción por haberlo llevado hasta allí mientras ella no había sentido nada en absoluto.
Se detuvo frente a la puerta de su casa y buscó las llaves en el bolso. No las encontraba. ¿Dónde diablos se habían metido? Tampoco era tan grande.
«Otro contratiempo para que pienses, una última oportunidad de dar marcha atrás y evitar esta locura».
—No —farfulló dando con el escondite del maldito llavero.
—¿Has dicho algo, nena? —le preguntó Rubén pegado al oído, mordiéndole el cuello.
—No, nada.
Abrió la puerta y los dos se precipitaron hacia el interior.
Rubén la sujetó por la cintura y cuando vio que no iba a caerse la soltó para quitarse el jersey y la camiseta por la cabeza y lanzarlos al suelo.
Alexia observó su trabajado físico durante un segundo y los mismos músculos que le habían gustado antes ahora no le despertaron nada excepto dolor… porque no eran los de José Antonio.
Pero él le había hecho más daño que Rubén; había engañado no solo su cuerpo sino también su corazón, y ahora ella tenía que borrarlo de ambos.
Levantó las manos y bajó la cremallera del vestido que llevaba. Rubén se acercó con las pupilas dilatadas y le quitó el vestido aprisionándola entre su pecho y la pared del pasillo.
Alexia le desabrochó el botón de los vaqueros y la bragueta y él cerró los ojos y apretó los dientes.
—Eres la mejor, nena.
—Cállate.
—Sí, dame órdenes —gimió él, mientras le bajaba la ropa interior.
—Cállate —repitió ella— y ponte un condón.
Rubén sonrió y se apartó de ella. Sacó un condón del bolsillo del pantalón, y, mientras se lo ponía, dijo a Alexia:
—Es culpa tuya que haya estado en otros sitios, nena.
Alexia iba a vomitar. ¿Cómo era posible que alguna vez hubiera sentido algo, aunque solo fuera una mínima atracción por ese hombre tan despreciable? Debería echarle de allí, pero no, era innegable que su cuerpo la estaba traicionando y necesitaba sentir algo, algo que la hiciese reaccionar de una vez por todas y le demostrase que ella también era capaz de ser fuerte y de pensar solo en sí misma.
Apoyó las manos en la pared y separó los labios. Bastó con eso para que Rubén volviese a pegarse a ella.
—Vamos a tu cuarto.
—No. Aquí.
Rubén la cogió en brazos y separó las piernas para tener un mayor punto de apoyo, plantó los pies en el suelo y la penetró. No fue cuidadoso, ni intentó que la cabeza de ella no golpease la pared, no le importó nada excepto su propio placer. Y a ella tampoco.
Rubén gruñó, gimió, movió las caderas como un poseso e intentó besarla. Ella apartó el rostro y le clavó las uñas en la espalda.
—Sí, nena, sí.
Rubén flexionó los dedos que tenía en las nalgas de Alexia, le lamió el cuello. Entró y salió de dentro de ella casi sin respirar; sudaba tanto que el pelo se le había pegado a la frente. Alexia sintió que su cuerpo se acercaba al orgasmo, que buscaba ansioso el olvido que sentiría aunque fuese solo durante unos segundos, pero fue como si esa parte, la física, se separase del resto de ella, porque su mente y su corazón no podían seguir soportándolo.
«¿Qué estoy haciendo?».
En un gesto, quizás inconsciente, llevó las manos al torso de Rubén para apartarlo. Él no cedió, y le encantó.
—Sí, nena. Joder —gimió cuando ella le clavó las uñas en los pectorales—. Más.
Alexia notó que Rubén empezaba a temblar, y, para su vergüenza, ella también. Él sabía cómo tocarla y su cuerpo buscaba el alivio que iba a darle, cualquier sucedáneo le bastaba. Cerró los ojos.
Y cometió el peor error que podría haber cometido: vio a José Antonio. Lo vio besándola, tocándola, haciéndole el amor. Y llegó al orgasmo al mismo tiempo que se ponía a llorar.
Rubén se tensó y se hundió dentro de ella una vez más. La sujetó contra la pared mientras eyaculaba y no dejaba de gemir estupideces. Cuando terminó, Alexia volvió a empujarle el torso y por fin se apartó y la dejó en el suelo.
—Nena, no sé a qué ha venido este cambio, pero me encanta. Joder, vaya polvo. Si hubieras sido así antes…
—Vete de aquí.
—Oh, vamos. Ya hemos terminado, no hace falta que sigas con el rollo autoritario.
—Vete de una vez, no quiero volver a verte nunca más.
Él la miró a los ojos y los suyos se helaron de repente. Volvió a pegarse a ella y apoyó una mano encima del sexo de Alexia.
—No me mires como si te diera asco. Esto —tocó el líquido que le manchaba los muslos— prueba justo lo contrario.
Alexia sintió asco de sí misma; Rubén tenía razón el muy desgraciado. Aunque al final había pensado en José Antonio, el hombre que estaba dentro de ella era otro.
—Vete de aquí.
Lo apartó y se dirigió al baño sin decirle ni una palabra más. Rubén sabía dónde estaba la puerta y ella sabía perfectamente que él no iba a quedarse a pasar la noche; su esposa no se lo perdonaría. Echó el pestillo a la puerta y giró el grifo del agua caliente de la ducha. Se miró en el espejo y tuvo el tiempo justo de girarse y vomitar en el váter. Cuando ya no le quedó nada dentro del estómago, se metió bajó el agua y se quedó allí hasta que empezó a enfriarse.
Hubo un momento en que creyó oír el timbre de la puerta, pero probablemente era el de los vecinos. Las paredes de ese edificio eran de papel.
Se puso el albornoz, se lavó los dientes otra vez, se peinó y salió decidida a echar a patadas a Rubén si por casualidad todavía estaba allí.
Y estaba, desnudo de cintura para arriba, con una sonrisa de oreja a oreja y con las marcas de las uñas de ella clavadas en el torso y en la espalda.
Y con José Antonio a su lado.
—Bueno, yo me marcho —dijo Rubén casi riéndose—. Ha sido un placer, nena.
Recogió la camiseta y el jersey del suelo con lentitud y al mismo tiempo recogió el vestido de Alexia. No fue un gesto caballeroso, sino algo retorcido y calculado, pues pasó por delante de José Antonio y dejó la prenda y la ropa interior de Alexia en la mesa que quedaba entre los otros dos.
—Ya nos…
—No —lo cortó Alexia en seco. Le escocían los ojos del esfuerzo que estaba haciendo por contener las lágrimas—. Vete de aquí; no quiero volver a verte.
Rubén le sonrió, se puso la camiseta y el jersey sin el más mínimo pudor y silbó hasta abandonar el apartamento.
Al oír el clic de la puerta Alexia cerró los ojos y esperó unos segundos; una única lágrima se escapó por la mejilla y la secó furiosa. Cuando los abrió y miró a José Antonio, él le dijo:
—Me marcho. Y yo sí que no quiero volver a verte nunca más. Nunca más.