12

Habían pasado tres días y José Antonio no la había llamado.

El primer y el segundo día Alexia consiguió convencerse de que era normal, o de que la falta de comunicación respondía a un motivo perfectamente lógico; estaría cansado o había tenido que hacer dos turnos seguidos en el hospital. Ella también estaba cansada y tenía muchas cosas que hacer. Los dos eran personas ocupadas con horarios rocambolescos. Además, se repetía a sí misma cada vez que miraba el silencioso teléfono, tan solo habían sido dos días y él había prometido llamarla.

Iba a esperar. Sí, esperaría a que él la llamase, y cuando lo hiciera —porque iba a hacerlo—, le preguntaría cómo estaba y no le insinuaría nada acerca de ese innecesario y torturador periodo de silencio.

El tercer día dejó de creerse sus propias teorías y lo llamó, y el móvil de José Antonio ni siquiera sonó, sino que saltó directamente el contestador. Alexia dejó un breve mensaje pidiéndole que le devolviese la llamada. Cuando colgó estaba mucho más aliviada que antes; seguro que José estaba en el hospital o en clase y por eso no había podido cogerle el teléfono. Seguro que la llamaría en cuanto pudiese.

El cuarto y el quinto día José Antonio tampoco la llamó.

Alexia no volvió a llamarlo, al fin y al cabo tenía su orgullo, y se pasó la mañana del sexto día llorando y sintiéndose como una estúpida por haber vuelto a elegir al hombre equivocado y por haber vuelto a confiar en él de un modo precipitado.

¿Acaso no iba a aprender nunca?

Al llegar el mediodía de ese horrible sexto día, y después de una buena llorera y una buena ducha, Alexia se sentía mucho mejor. Fue a clase y volvió paseando a su casa. Al menos no había llegado a contarle a nadie lo que había sucedido con José Antonio, su hermana y Teresa seguro que la reñirían por haber sido tan boba… Y por haberse acostado con él de esa manera; sin pensar y sin contenerse.

«Bueno, al menos he aprendido un par de cosas».

Intentó frivolizar, quitarle importancia, pero el nudo que le apretaba el pecho y le impedía que le latiese el corazón no la dejó. Por mucho que quisiera engañarse, José Antonio había sido mucho más que una mera experiencia.

Eso era lo que más le dolía: las miradas, los besos, las caricias, los silencios que había compartido con José Antonio eran de verdad. O así lo había creído ella. No, tenían que serlo, de lo contrario no habrían conseguido colarse por las grietas del muro que rodeaba su corazón desde hacía tiempo. Tenía que haber una explicación; ella no era tan joven ni tan inocente como para no poder distinguir entre la verdad y la mentira, el sexo y el amor.

Ella se había equivocado con Rubén, pero nunca —nunca— había creído que lo suyo fuese amor.

«Tal vez José Antonio es incluso mejor que Rubén engañando a las mujeres».

Se le heló la sangre solo de pensarlo.

Tenía que verlo.

En cuanto la idea apareció en su mente, no pudo hacer nada para eliminarla, todo lo contrario, cada vez tenía más fuerza. Sí, tenía que ver a José Antonio y hablar con él cara a cara, seguro que así sabría si él la había utilizado —«qué no sea eso, por favor»— o si le había sucedido algo que le había impedido llamarla antes. O si no le había sucedido nada y sencillamente no quería volver a verla (y era un cobarde por no dar la cara).

Fuera por el motivo que fuese, tenía que verlo.

Decidida, consiguió cenar tranquila y leyó un rato en la cama. Veinte páginas más tarde apagó la luz y se durmió sin soñar demasiado con la mirada y los susurros de José Antonio.

Por la mañana, en cuanto salió de la cama, miró el teléfono; en esos pocos días ya se había convertido en una costumbre. Seguía sin haber recibido ningún mensaje ni ninguna llamada, pero ahora que había decidido ir a verlo, se lo tomó de otro modo. Se vistió contenta y se notó en la elección de la ropa. Desayunó su café de siempre apoyada en la cocina, con la mirada perdida por la ventana que daba al patio interior del edificio. En un piso inferior había ropa tendida, unos paños de cocina al lado de una camisa. Se balanceaban en el aire y la manga de la camisa parecía querer coger el extremo de uno de los paños, el blanco con rayas rosas, para bailar. Alexia dejó la taza y fue a por el cuaderno que tenía encima de la mesa de su dormitorio y unos cuantos lápices de colores. Regresó a la cocina y volvió a colocarse donde estaba para capturar el vals de la colada. Hacía tiempo que no le pasaba eso, tener ganas de dibujar algo sin más, y Alexia sonrió mientras deslizaba el lápiz rosa por el papel. Estaba tan concentrada que tardó varios segundos en reaccionar al timbre de la puerta, pero, cuando lo hizo, dejó el cuaderno de inmediato y se dirigió a abrir.

«Tal vez es José Antonio».

El timbre volvió a insistir y se pasó las manos por el pelo para asegurarse de que estaba bien. El corazón le latía más rápido e intentó recordarse a sí misma que tal vez era solo uno de los vecinos para pedirle algo, o un mensajero, o…

—¡Papá!

Se quedó helada en el umbral. Flexionó varias veces los dedos con los que sujetaba la puerta porque el frío de la junta de acero le recordaba que estaba despierta.

Frente a ella, vestido con uno de sus impecables trajes, estaba su padre. Un hombre con el que llevaba años sin dirigirse la palabra. Cuando estaban con el resto de la familia se trataban con cordialidad, porque ninguno quería que el resto supiese la verdad, pero nunca se quedaban a solas. Y su padre nunca —nunca— la había visitado solo en Madrid.

—¿Qué haces aquí? —farfulló.

—¿Puedo pasar? —En realidad no fue una petición, porque con el levantamiento de cejas dio el primer paso hacia el interior del apartamento.

—Claro —dijo Alexia en voz baja, y sacó la cabeza al rellano para ver si su madre o Cecilia aparecían.

—He venido solo —le explicó él, adivinando la pregunta de Alexia—. Quería hablar contigo.

El corazón volvió a acelerársele, pero ahora por otro motivo. Quizás había ido a contarle que las cosas habían cambiado, que ya no tenía que guardarle aquel horrible secreto y que las cenas en casa, los cumpleaños, volverían a ser sinceros y divertidos. O no, aguantó la respiración un segundo, tal vez era justo lo contrario.

—¿Ha sucedido algo? —Su tendencia a imaginarse cosas la estaba matando, y en ese caso era completamente innecesaria. Su padre, para bien o para mal, no tenía ningún problema en contarle lo que pasaba.

—No.

Ignacio Ruiz-Belmonte estaba de pie frente a la mesa que Alexia, su hermana y Teresa utilizaban tanto para comer como para amontonar ropa encima. Él no encajaba en aquel piso de alquiler, sin embargo, estaba cómodo allí. Ignacio era de esos hombres que dominaban cualquier espacio en el que estaban, que hacían que la gente se acobardase a su alrededor y estuviese dispuesta de inmediato a servirle u obedecerle. De pequeña, Alexia creía que el mundo entero giraba alrededor de su padre, que sus hombros podían soportar el peso del mundo. Ahora, veía a un hombre con demasiado poder y que confundía esa sensación con la felicidad.

Se acercó a él. Sin darse cuenta se había quedado en medio del pasillo mirándolo, y esperó a que le contase el motivo de su visita.

Ignacio se dirigió al pequeño balcón y miró hacia la calle. Madrid seguía avanzando, pero su mirada se detuvo en el coche negro en el que había llegado y en el que seguía sentada su acompañante.

—Tu madre cree que he venido a una reunión.

No, no había cambiado nada. Alexia cerró los puños y se maldijo porque su padre se dio cuenta.

—¿Y has venido a contármelo? Podrías haberme llamado.

—No me habrías cogido el teléfono, Alexia. —Se giró y la miró—. Además, me viene de paso.

La última frase le dolió y se puso furiosa con ella misma. Ese hombre seguía teniendo el poder de hacerla sentir como una niña pequeña con demasiados defectos; demasiado alborotada, demasiado contestona, demasiado dependiente. Cogió aire y se recordó que lo había superado y la opinión de él no importaba.

—¿Cuántos días vas a quedarte? —le preguntó redirigiendo la conversación, ansiosa por acabar cuanto antes y seguir con los planes del día.

—Cuatro. —La recorrió con la mirada y Alexia, aunque tembló por dentro, logró mantenerse impasible—. Tu madre ha insistido en que te lleve a comer y a cenar un par de días —sonrió despacio—, pero me imagino que estarás ocupada.

—Lo estoy.

Ignacio arqueó una ceja. Era mirada debía de haberle conseguido grandes tratos financieros, pero con ella no iba a servirle de nada.

—Me alegro por ti —añadió sarcástico—, pero cuando te llame tu madre dile que estás muy contenta de verme y que te he llevado a comer a unos sitios muy bonitos.

Alexia apretó los dientes y tragó saliva para contener la bilis. No le gustaba mentir a su madre, lo odiaba, pero no veía la manera de romper aquel círculo vicioso. Y no podía soportar la idea de tener que ser ella la que le dijese a Patricia que su marido llevaba años siéndole infiel. Aunque eso no significaba que tuviese que ponérselo fácil a Ignacio.

—¿Mamá no ha querido acompañarte?

—Está enferma. Nada grave. —Dio unos pasos y se acercó al mueble del televisor—. Un resfriado.

—Y tú has aprovechado para venir con esa.

—¿Quieres saber cómo se llama?

—¿Acaso importa?

—No, la verdad es que no —contestó él. Y su hija le odió todavía más, porque, tal vez, si su padre se hubiese enamorado de la mujer con la que le era infiel a su madre, si hubiese perdido la cabeza y hubiese encontrado en esa persona su alma gemela, el amor de su vida, tal vez habría podido perdonarlo. O como mínimo entenderlo, pero ese no era el caso. Ignacio cambiaba de amante igual que de camisa, quizás incluso le era más fiel a su sastre que a cualquiera de esas mujeres.

Sintió nauseas y la casi incontrolable necesidad de echarlo de allí, porque, durante un instante, vio que Rubén, su ex, era igual. Si ella odiaba a su padre, ¿por qué se había fijado en un hombre tan parecido? ¿Tenía alguna explicación psicológica, digna de más de un diván, o sencillamente había sido un error y una desafortunada coincidencia?

—De acuerdo —le costó hablar por el nudo que se le formó en la garganta—, cuando llame mamá le diré que te he visto y que hemos comido juntos.

Ya podía irse. Pero Ignacio no se movió, sino que caminó hasta un dibujo de Alexia que su hermana Cecilia había insistido en enmarcar y colgar en la pared detrás del sofá.

—Tienes talento —señaló su padre—, pero sigo creyendo que es una lástima que te decidieras por bellas artes. —Alexia contuvo el dolor, apenas se le encogió el estómago—. Podrías haber estudiado lo que quisieras.

—Ya estudio lo que quiero —dijo entre dientes.

Él siguió como si no la hubiese oído, o como si no la hubiese escuchado.

—Es culpa de tu madre, por alentarte tanto cuando dibujabas. Y mía, por haberlo permitido. Si hubieras nacido en una familia sin medios como yo…

—¿Qué? —le interrumpió furiosa. Pensar en Rubén había empeorado considerablemente su humor y no iba a permitir que siguiese hiriéndola—. ¿Me casaría con un hombre con dinero?

La mirada de su padre se heló. Entrecerró los ojos y le dejó claro que ese comentario no iba a olvidarlo sin más. A Ignacio no le gustaba que nadie insinuase que se había casado con Patricia Belmonte por dinero; había invertido mucho tiempo y esfuerzos en demostrarle a ella justo lo contrario.

—Cuidado, Alexia, con tu trabajo de fotógrafa de tres al cuarto no ganas para pagar todo esto. —Hizo una pausa y esperó a que ella asimilara la amenaza—. No; si hubieras nacido en una familia con pocos recursos —seguía, ¿por qué diablos seguía?, ¿no podía irse?—, habrías elegido otros estudios, o te habrías esforzado más y ahora tendrías una beca en la mejor Facultad de Bellas Artes del mundo. Como ese chico que ganó la beca de la farmacéutica hace años.

José Antonio. Alexia tuvo un horrible presentimiento. El pulso le quemó bajo la piel y le costó pensar. ¿Por qué su padre hablaba de José Antonio?

—Sí, lo recuerdo. ¿Por qué lo mencionas?

—Por nada, lo vi ayer en Cádiz. Creo que está a punto de terminar medicina.

Alexia apoyó una mano en la mesa, cogió un jersey que había dejado el otro día encima y se puso a doblarlo, cualquier cosa con tal de que su padre no viese que estaba temblando.

Iba a preguntarle dónde había visto a José Antonio, pero no tuvo el valor necesario para hacerlo. Su padre se daría cuenta, detectaría de inmediato que no eran unas preguntas casuales y sabría utilizar esa información para seguir manipulándola.

—Bueno, me marcho, veo que tienes cosas que hacer y a mí me están esperando. —Esquivó a su hija sin tocarla y sin mostrarle afecto de ningún tipo—. Recuerda decirle a tu madre que te ha gustado mucho que viniera a verte.

Tuvo la desfachatez de guiñarle un ojo antes de cerrar la puerta del apartamento. Ella se había quedado tan aturdida al averiguar que José Antonio estaba en Cádiz que ni siquiera le había dicho adiós a su padre, claro que a él no parecía haberle importado. Se dirigió al sofá y se sentó. El nudo del estómago le habría impedido seguir de pie por mucho más tiempo. ¿José Antonio estaba en Cádiz? ¿Era él de verdad o su padre se había confundido? No tenía sentido que José Antonio estuviese en Cádiz, pero eso explicaría la ausencia de llamadas.

—No —susurró—, habías decidido ir a verle. Levántate y ve a verle.

Él le había explicado dónde vivía; le había contado que era un piso pequeño en un edificio que parecía sacado de los setenta, pero que al menos estaba solo. En el pasado había estado en una residencia y había compartido piso, le explicó, y aunque vivir solo era precisamente eso, solitario, lo prefería. Alexia no había estado, lo que le recordó el poco tiempo que de verdad hacía que se conocían, y ahora era el momento perfecto para visitarlo.

Cogió el bolso y la chaqueta y fue en busca de sus respuesta.

En el camino se planteó volver; llevaba el móvil en la mano por si él llamaba y evitaba que ella tuviera que exponerse tanto. En su intento por no pensar en José Antonio y no ponerse más nerviosa, recordó la reciente conversación con su padre.

Él tenía razón: si la hubiera llamado, no habría cogido el teléfono. E Ignacio, siendo un hombre de recursos como era, fue a verla para asegurarse de que no lo delataría. Alexia apretó inconscientemente los dientes. Cada vez le resultaba más difícil ocultar la verdad a su madre. Ahora ya no sentía que la protegía, sino que la estaba engañando.

Su madre no era la mujer frágil que pintaba su padre, y ella lo sabía mejor que nadie. Además, todavía era muy joven, podía rehacer la vida y encontrar a otro hombre con el que disfrutarla. Y el dinero… Patricia no era ninguna tonta, era imposible que lo hubiese dejado todo en manos de su marido. Ese último punto hizo titubear a Alexia y se prometió que la próxima vez que estuviese en Cádiz intentaría averiguar cómo tenían distribuidos los bienes sus padres.

Y se lo contaría a Cecilia, su hermana la apoyaría y juntas sabrían proceder mejor.

Llegó a la calle a la que se dirigía y enseguida dio con el portal indicado. La puerta estaba abierta, sujeta por un trozo de madera, así que Alexia entró sin dudarlo, vio que el ascensor estaba ocupado y subió a pie. Se recordó que no estaba enfadada, solo preocupada. Subió otro piso. Esperaría a que él diese el primer paso y actuaría en consecuencia.

Lo que había sucedido entre ellos dos no era un engaño, era especial.

Llegó al piso de José Antonio, identificó el número y se acercó despacio, casi temerosa de que se desvaneciera en el aire. Apoyó la palma de la mano en la madera, un gesto absurdo probablemente, pero que a ella la hizo sentirse mejor, y llamó al timbre.

No abrió nadie.

Esperó unos segundos y volvió a llamar, tal vez se había quedado dormido. Acercó el oído a la puerta y apretó de nuevo el timbre. Lo oyó resonar en el interior del apartamento.

—No está.

Alexia se dio media vuelta sobresaltada y se llevó una mano al corazón, que le latía desbocado.

—Lo siento —dijo la propietaria de la voz que casi le causa un infarto—. No quería asustarte. Creía que me habías oído. —Tiró de un carrito de la compra que, efectivamente, era muy ruidoso.

—No se preocupe. —Alexia se sonrojó; la vecina de José Antonio prácticamente la había pillado comportándose como una adolescente.

—No está —repitió la señora mientras cerraba con llave su casa—. Se fue hace unos días, de viaje con su novia.

Qué curioso que una frase como aquella pudiese quitarle la respiración. El sonido de las ruedas del carrito pegándose a las baldosas negras con motas plateadas la hizo reaccionar.

—Ah, no lo sabía.

La mujer se acercó al ascensor y apretó el botón, y siguió hablando y eliminando una a una las ilusiones de Alexia.

—Se fue con mucha prisa, pero bueno, tú también eres joven, seguro que también haces locuras por amor, ¿no?

No. Ella solo creía haber sentido amor por José Antonio; fue la mañana después de hacer el amor, cuando lo vio en su cama y le sonrió. Pero al parecer se había equivocado. Otra vez.

Al menos Rubén le había contando la verdad desde el principio. Sí, le había hecho creer que dejaría a su mujer, pero no le había ocultado que estaba casado.

Pero José Antonio… él había hecho que se enamorase de él. Y tenía novia. Una novia con la que se iba de viaje a toda prisa, sin avisar. Un viaje romántico.

—¿Bajas?

Alexia sacudió la cabeza y vio a la señora del carrito dentro del ascensor. No se iría si no le contestaba, y no sabía qué más podía decirle si se quedaba.

—No —tragó en busca de valor—; bajaré andando.

—Como quieras, yo ya no tengo edad para la escalera.

La puerta del ascensor se cerró y cuando el rectángulo de cristal quedó negro al iniciar el descenso, Alexia apoyó la espalda en la pared y se dejó caer al suelo.

Lloró.

Lloraría solo esa vez.