11

José Antonio llegó al hospital donde, efectivamente, reinaba el caos. Faltaba personal en todos los departamentos, necesitaban más habitaciones y más quirófanos y les sobraba cansancio y tragedia. Se puso a trabajar de inmediato, algo que en el fondo le ayudó a no pensar en Alexia y en el modo tan intenso y tan profundo en que habían hecho el amor.

Nunca se había imaginado que pudiera existir esa clase de conexión con otra persona. Nunca se había imaginado sintiéndola.

Y la sentía, podía sentir a Alexia en las yemas de sus dedos, bajo los párpados, en cada poro de su piel, en el sabor que todavía tenía en los labios.

Dios, tenía que concentrarse en lo que estaba haciendo. El jefe de urgencias le había asegurado que localizaría a más médicos y que no tardaría en poder irse a descansar, pero él no terminaba de creérselo. El día anterior se había pasado más de doce horas seguidas atendiendo a pacientes y sabía perfectamente que al doctor Gálvez, el jefe de urgencias, no le resultaría fácil encontrar personal, así que se resignó a quedarse tanto como fuese necesario. Se duchó en el vestuario y se puso una camiseta de recambio que guardaba en la taquilla, y la bata encima. Le molestó quitarse el olor a Alexia de la piel, pero de lo contrario no habría podido concentrarse. Guardó el móvil en el bolsillo derecho de los vaqueros y se dispuso a atender al primer paciente.

Las horas se sucedieron una tras otra. Las víctimas del accidente que seguían en la planta de urgencias eran las menos graves, estas ocupaban las habitaciones adjuntas a las unidades de vigilancia intensiva o los quirófanos. De las distintas conversaciones, dedujo que un camión de gran tonelaje había perdido su carga al fallarle los frenos; la catástrofe había sido casi inmediata. A esa hora el túnel estaba lleno de turismos y de autobuses.

Después de como le había afectado el fallecimiento de la niña el día anterior, Antonio intentó distanciarse y atender a cada paciente con profesionalidad y objetividad, sin preguntas personales y sin fijarse en nada que no tuviese que ver con la herida o la lesión que le estuviese tratando. Cuando trabajaba o estaba en clase, apenas se percataba de si la persona que tenía delante o a su lado estaba sola o si, de lo contrario, estaba acompañada. En cambio, aquel sábado no podía evitarlo; la primera paciente a la que visitó estaba casada y un hijo suyo se había quedado a dormir en una silla de la sala de espera; la segunda tenía una sobrina esperándola; el tercero, a su esposa desde hacía dos años. No, a José Antonio no se le daba nada bien mantener las distancias con los pacientes y con cada sonrisa que recibía de ellos, con cada apretón de manos o con cada mirada de agradecimiento, se preguntó qué había de malo en que fuese así. Sí, cualquier pérdida dolía y le oscurecía el carácter, pero era mejor que no sentir nunca nada.

Levantó la vista al salir de la sala de análisis donde había ido a recoger unos resultados y vio que eran las siete de la tarde. Un hora que no presagiaba en absoluto lo que sucedió después.

Iba caminando por el pasillo en dirección a los dormitorios cuando le vibró el bolsillo del pantalón. Metió la mano dentro, convencido de que vería el número de Alexia reflejado en la pantalla; ya tenía incluso la sonrisa preparada en los labios, pero los dígitos que aparecieron fueron los del teléfono de su casa en Cádiz.

—¿Sí? —Descolgó e instintivamente se situó en el extremo más alejado y solitario del pasillo para tener cierta intimidad.

Le contestó el llanto desconsolado de Gabriela.

—¿Gaby?

—José… —Las lágrimas no la dejaban hablar.

Las piernas de José Antonio tomaron la decisión de sentarse en una silla de plástico blanco que había clavada en la pared. El material crujió, un sonido desagradable y amenazador.

—Gabriela, ¿estás bien? —Una rodilla subía y bajaba nerviosa—. ¿Estás sola en casa? ¿Ha sucedido algo?

Más lágrimas. Gabriela intentaba hablar, pero apenas lograba pronunciar una o dos letras antes de que el llanto la dominase.

—Gabriela, tienes que decirme qué pasa. Por favor.

—Papá ha muerto.

El mundo de José Antonio se detuvo un segundo, durante el cual se desvaneció por completo la felicidad que había sentido esa mañana al despertar con Alexia. Los sonidos del hospital desaparecieron, el aire dejó de circular en ese pasillo.

—¿Qué? —Apretó el móvil en la palma de la mano—. ¿Cuándo?

—Anoche —le explicó Gabriela, sorbiendo por la nariz—. Tienes que venir, José Antonio. Estoy sola y te echo de menos —añadió, y en esa última frase sonó como la niña de doce años que en realidad era.

La profunda tristeza que marcó la petición de su hermana pequeña hizo que José Antonio volviese a respirar.

—Por supuesto que iré, Gaby —le aseguró esforzándose por transmitirle una calma que no sentía—. ¿Dónde está mamá? ¿Por qué no me ha llamado antes?

—No lo sé… Me dijo que no podíamos molestarte.

Los dedos de José se cerraron alrededor del aparato. Los motivos por los cuales su madre no le había llamado podían ser varios, y ninguno lo tranquilizaba.

—No llores, Gabriela, cielo.

—¿Vas a venir?

—Por supuesto —le repitió ahora que ella parecía estar escuchándole más que antes. Se levantó de la silla y fue en busca del supervisor. Se iría ya mismo, se detendría un momento en su apartamento para preparar una pequeña bolsa de equipaje y cogería el primer tren o el primer avión que encontrase rumbo a Cádiz.

—Mamá ha dicho que ahora que papá no está nos iremos a vivir a Galicia… —Un llanto desgarrador volvió a desencajar a Gabriela—. No quiero irme a Galicia, José, quiero quedarme aquí… Por favor.

—Tranquila. —Maldijo mentalmente a su madre. La ausencia de llamada empezaba a adquirir sentido—. No te irás a ninguna parte, Gaby. Te lo prometo.

Llegó al ascensor y apretó el botón. Mientras esperaba su llegada, siguió consolando a su hermana pequeña, asegurándole que no tendría que mudarse y que él iba a llegar cuanto antes.

—Tengo que colgar —le dijo al ver que se encendía la luz roja del panel—, voy a entrar en un ascensor. Llegaré esta noche, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

José Antonio se despidió y le pidió a Gabriela que se acostase un rato. Ninguno de los dos mencionó a su madre, aunque quedó claro que no iban a anticiparle la llegada de su segundo hijo a la ciudad.

La charla con el supervisor de urgencias fue fácil. En cuanto le explicó que su padre había fallecido, no tuvo ninguna objeción en dejarlo marchar y le aseguró que, después de todas las extras que tenía acumuladas, podía tomarse una semana libre. José Antonio aceptó las condolencias que le ofreció Gálvez y también la semana de permiso, después se dirigió apresuradamente a los vestuarios donde colgó la bata y recuperó la mochila. Llegó a la calle y con la brisa que le enfrió el rostro llegó el eco de unas palabras.

«Papá ha muerto».

Dios santo, su padre había muerto. Su padre había muerto.

Le fallaron las piernas y tuvo que apoyarse en la pared del exterior del hospital.

—¿Se encuentra usted bien? —le preguntó una señora que entraba.

—Sí, gracias —le contestó tras humedecerse los labios—. Solo estoy cansado, no se preocupe.

La mujer asintió y siguió con su camino, pero José Antonio optó por deslizarse hasta el suelo y quedarse allí sentado unos minutos antes de continuar.

Hacía semanas que no hablaba con su padre. Llevaba meses, años en realidad, deseando mantener una larga conversación con él, pero nunca encontraba el momento. «Y ahora ya no existe la menor posibilidad de que lo consigas». Quería preguntarle a su padre qué diablos había pasado con Sebastián y por qué no volvía a España. Quería preguntarle por qué seguía casado con una mujer que lo despreciaba. Quería preguntarle si él solo podía cuidar de Gabriela, si necesitaba algo. Si era feliz.

No llegó a preguntarle nada.

Siempre parecía un mal momento, aunque lo cierto era que la mirada triste y resignada de su padre siempre le había intimidado.

Dobló las rodillas hacia arriba y hundió el rostro en ellas. No podía llorar delante de Gabriela, y no quería hacerlo delante de su madre. Tenía que desahogarse ahora, resolver el conflicto de emociones que existía en su interior, antes de llegar a Cádiz. Y tenía que ponerse en marcha ya mismo si quería cumplir con la promesa que le había hecho a su hermana pequeña. Levantó la cabeza, se frotó los ojos para eliminar las lágrimas, y se puso en pie. Empezó a caminar en dirección a su apartamento cuando otro pensamiento cargado de emociones apareció en su mente: Alexia.

La necesitaba a su lado. Fue imaginar la primera letra de su nombre y el cuerpo entero de José Antonio la echó de menos. Ella haría que el dolor fuera soportable y que el enfrentamiento con su madre resultase menos traumático. Buscó el móvil en el bolsillo. Pero al mismo tiempo pensó que no podía pedirle que se fuera con él a Cádiz una semana y lo ayudase a enterrar a su padre. No podía pedirle tal cosa todavía. No sería justo para Alexia, y probablemente sería un acto de cobardía por su parte, pensó José Antonio. Tenía que enfrentarse solo a la despedida y a la discusión que le estarían esperando en Cádiz.

Estaba en la esquina, de pie junto a un semáforo, balanceando el móvil entre los dedos como si se tratase de una margarita a la que deshojar. No, no podía pedirle a Alexia que dejase su vida durante una semana para llevársela de escudo o de consuelo a Cádiz. Pero necesitaba contarle qué había pasado.

Necesitaba oír su voz.

Deslizó el dedo por las teclas en busca del botón de llamada. Algo le golpeó la rodilla y el muslo derecho y bajó la vista justo a tiempo de ver un niño de unos cuatro años corriendo detrás de un balón.

Los coches.

José Antonio oyó un grito de terror al mismo tiempo que estiró el brazo para coger el niño al vuelo y evitar que lo atropellasen. El tráfico no se detuvo, siguió avanzando frenético sin inmutarse. La madre del niño gritó al pequeño entre lágrimas y palabras de agradecimiento para José Antonio, al que aún le costaba respirar.

La mujer, tras sermonear al niño, se incorporó para recuperar su altura de adulta y miró a José Antonio.

—Muchísimas gracias.

—No hay de qué.

—Ese coche habría atropellado al inconsciente de mi hijo de no ser por usted. Dale las gracias al señor, Miguel.

—Gracias, señor —farfulló el niño con surcos de lágrimas en las mejillas.

—No hay de qué —repitió José Antonio, pero ahora en dirección al pequeño, que estaba más asustado por los gritos de su madre que por el coche que había pasado volando a dos centímetros de su nariz.

—Deje al menos que le compre un teléfono nuevo —sugirió la mujer, señalando con la barbilla hacia el asfalto de la calle.

«¿Un teléfono nuevo?».

José Antonio vio entonces un montón de plástico negro destrozado justo donde él había alzado el niño al vuelo. Su móvil. Mierda.

—No se preocupe.

—Insisto.

«Su teléfono».

«Alexia».

No podía llamarla, no había tenido tiempo de aprenderse su número de memoria. Su única opción era ir a verla. Ahora mismo.

—No, de verdad, no es necesario. —Vio que la mujer iba a insistir y la interrumpió—. Lo siento mucho, pero tengo que irme. —Miró al niño—. Ve con cuidado, chaval.

El niño asintió y José Antonio se puso a correr. Si quería llegar a tiempo de coger un tren o un avión rumbo a Cádiz, tenía que apresurarse y llegar al piso de Alexia cuanto antes.

Ella no estaba en casa.

Llamó al timbre varias veces y se esperó tanto como pudo sentado frente al portal, pero Alexia ni le abrió ni apareció. El piso, podía oírlo a través de la puerta, estaba completamente en silencio, y tampoco entró o salió nadie de los pisos vecinos.

—Mierda —farfulló en voz alta—. Mierda.

Se levantó resignado. No podía pasarle una nota por debajo de la rendija diciéndole que había tenido que irse a Cádiz porque su padre había fallecido. Eso la asustaría y, además, él quería tener esa conversación mirándola a los ojos u oyendo su voz. Resignado, abandonó el edificio donde vivía Alexia y se dijo que cuando llegase a Cádiz buscaría una tienda de teléfonos móviles y pediría urgentemente que le duplicasen el que había sufrido el accidente. Seguro que había una manera de recuperar toda la información.

Tras invertir cinco minutos en preparar el equipaje, fue a la estación y por fin tuvo algo de suerte: en el primer andén había un tren a punto de partir hacia Cádiz. Compró el billete y se sentó.

La muerte de esa niña en el hospital, la noche que había pasado con Alexia, la muerte de su padre, la voz de Gabriela llena de lágrimas… los recuerdos se mezclaron en su mente. Fue extenuante, y al final José Antonio se rindió al sueño.