10

ELLA

Abro los ojos y le veo dormido a mi lado. Tengo que tocarlo, no puedo creerme que esté aquí y que hayamos hecho el amor de verdad. Me sonrojo y me siento como una tonta, pero no puedo evitarlo. He hecho el amor con José Antonio, me susurro en la mente. Le acaricio la mejilla y él se mueve sin despertarse. Retiro la mano y vuelvo a acurrucarme a su lado.

Estoy tan feliz que me asusto. Nunca he sentido tanta felicidad como cuando él me besa o cuando me mira. O cuando dice que me necesita.

«Me necesita».

Ayer por la noche, cuando le dije que se quedase a dormir, no tenía esto en la cabeza. Lo único que supe en aquel instante era que no quería que él se fuese, que no podía permitir que estuviese solo después de haber perdido a esa niña en el hospital.

Una horrible sensación nace en mi pecho, una duda que se abre camino y me llega al corazón. ¿Y si solo se ha acostado conmigo para sobrellevar su pesar? ¿O sencillamente para desconectar de lo sucedido?

No, no es posible. Si solo hubiese sido deseo, lo habría notado. Por desgracia sé perfectamente qué se siente cuando un hombre se acuesta contigo para relajarse o para sentirse mejor consigo mismo.

Dios, siento náuseas al pensar en Rubén. Tengo que dejar de hacerlo.

Acaricio el torso de José Antonio y al notar los latidos de su corazón bajo la palma de mi mano comprendo por qué nunca he sido feliz con ninguno de los chicos que han entrado en mi vida. Mi primer novio, un chico con el que salí en Cádiz, fue un encanto, pero cuando me mudé a Madrid la distancia pudo con nosotros. Guardo buen recuerdo de Óscar, y espero que él también de mí. Y luego está Rubén.

El maldito Rubén.

Ojalá pudiera eliminarlo de mi pasado, aunque supongo que si me ha servido para llegar hasta aquí, hasta José Antonio, tengo que asumir que en cierto modo forma parte de mi historia.

José Antonio vuelve a moverse y me abraza todavía dormido. Al notar el vello de sus antebrazos en mi espalda, siento un cosquilleo por todo el cuerpo y un nudo en el estómago. No sabía que la pasión pudiera ser así, tan incendiaria e incontrolable. Tan liberadora. Me sonrojo —otra vez—; con sus besos y sus caricias, José Antonio me ha hecho sentir y desear más.

Quiero volver a besarle, quiero tocarle, quiero conocer sus secretos, aprender qué le hace vibrar. Quiero dibujarle. Y volver a besarle.

Necesito volver a besarle y hacerle sonreír. No quiero volver a verle nunca más tan triste y abatido como anoche, y para eso tengo que averiguar qué sucedió de verdad, qué es lo que de verdad le alteró tanto.

—No voy a permitir que vuelvan a hacerte daño —prometo en un susurro mientras le acaricio el torso. Nunca le he hecho una promesa de esta clase a nadie, pero a él quiero hacérsela, aunque esté dormido y no pueda oírme.

Cierro los ojos, respiro profundamente y el calor que desprende José Antonio se cuela dentro de mí. No sé si pasan unos minutos o unas horas; cuando vuelvo a abrirlos, es porque él me está acariciando el pelo.

Me besa en lo alto de la cabeza.

—Hola —digo en voz baja. ¿Por qué tengo vergüenza?

José Antonio detiene la mano y la aparta de mi melena. Un segundo después la noto en mi mentón, guiándome suavemente el rostro hacia arriba. Cuando nos encontramos, me sonríe y levanta la cabeza para besarme.

—Hola.

No dice nada más, está recostado en mi almohada —que ahora olerá a él— y vuelve a acariciarme el pelo. Yo le acaricio el torso. José Antonio suelta despacio el aliento.

—Anoche —empiezo—, cuando llegaste…

—¿Sí?

—¿Por qué estabas tan alterado? —Me incorporo un poco. Entrecruzo las manos en su pecho y apoyo el mentón encima—. Quiero decir: entiendo que la muerte de esa niña te afectase, pero eres médico y me imagino que sabes que a veces esas desgracias son inevitables.

—Sí, lo sé. —Me mira durante unos largos segundos. Tal vez le ha molestado la pregunta—. ¿Cómo sabes que no es eso lo que me afectó tanto? —Enarca una ceja y detiene la mano con la que me acariciaba.

Me humedezco el labio antes de contestarle. Con Rubén cometí el error —uno de tantos— de no decir lo que pensaba. José Antonio se merece que no le oculte nada. Y yo también me lo merezco.

—No lo sé. Es un presentimiento. Creo que la muerte de esa niña te afectó mucho, lo cual te honra, pero también creo que hay algo más.

Espero. Intento disimular y fingir que no me importa su reacción. Me preparo mentalmente para el rechazo, me digo que no me molestará que él no me lo cuente, que no me afectará lo más mínimo.

—Tienes razón. —Suelta el aire por entre los dientes y se toca el pelo con una mano—. Hay algo más.

Aparto el rostro y vuelvo a recostar la mejilla en su torso. Tengo la sensación de que esa conversación le resultará más fácil si no le estoy observando.

Tarda unos minutos, pero no me importa. Le escucho latir el corazón y me dejo arropar por sus brazos.

—Esa niña se parecía mucho a Gabriela, mi hermana pequeña. —Otro silencio, este más breve que el anterior—. Ya te dije que la echo mucho menos, pero es más que eso. Mis padres no son exactamente buenos padres. Bueno, quizá mi padre lo fue en otra época, pero ahora es un fantasma, un cascarón vacío que se sienta en un sofá y obedece a mi madre. Y ella, mi madre —esa palabra es tan amarga que noto el sabor en la lengua—, es tan fría y calculadora, tan egoísta, que no se preocupa lo más mínimo por Gabriela, ni por nadie. Me planteé quedarme a estudiar la carrera en Cádiz para poder cuidar de ella, pero al final tuve que venir a Madrid.

¿Tuvo?

—Me dijiste que hablabas a menudo con Gabriela. —Dibujo círculos en su piel desnuda, parecen tranquilizarle y ayudarle a hablar.

—Sí, y también le mando dinero. Y voy a verla siempre que puedo. Mi madre ya le destrozó la vida a mi hermano mayor. No tengo ni idea de dónde está Sebastián y no sé si piensa volver algún día. No pude hacer nada para ayudarlo, pero a Gabriela sí puedo ayudarla. Y voy a hacerlo. O eso es lo que me repito a diario, porque hay momentos, como cuando vi a esa niña, que tengo miedo de haberla abandonado. De llegar demasiado tarde, si algún día me necesita de verdad.

Se le ha acelerado el corazón. El miedo que siente por su hermana pequeña me hiela la sangre y me hace temer lo peor.

—¿De verdad crees que tu madre le haría daño a su propia hija?

José Antonio vuelve a acariciarme el pelo, creo que lo hace para recuperar cierta paz.

—No físicamente.

La aclaración me ha detenido el corazón. Quiero preguntarle mil cosas más, pero José Antonio mueve la cabeza en busca de mis labios; dejo que los encuentre y me bese. Sus besos me afectan de un modo que desconocía hasta ahora. Cuando José me besa, siento una presión en el pecho y se me anuda el estómago. Y pienso que si me da un beso más, solo uno más, podré soltarlo, pero no puedo. Quiero otro beso, y después otro, y luego otro más. Más intenso, más largo.

Los besos de José son distintos a los anteriores que he recibido en mi vida, porque él me besa con todo el cuerpo y sin pensar en nada más. Nunca me había sentido el centro de atención del deseo de un hombre y tengo que reconocer que es adictivo.

José me besa con las manos cuando me sujeta el rostro y me acaricia las mejillas, o cuando me aparta el pelo de la cara. O cuando le tiemblan los dedos al recorrerme las costillas para detenerse en los pechos. Me besa con las piernas cuando las desliza como ahora al lado de las mías, cuando busca tocarme con cada centímetro de su cuerpo.

Estamos desnudos, su boca no se aparta de la mía y el vello de su torso me hace cosquillas. Una de sus manos busca un lugar entre nuestros cuerpos y poco a poco se acerca a mi cintura. La acaricia y después me recorre el muslo. Cada uno de sus movimientos es distinto al anterior, imprevisible y enloquecedor. Tengo la sensación de que está buscando el modo más rápido de acelerarme el pulso.

—No —farfulla al apartarse—, no tiene sentido.

—José…

—No, no digas nada. —Me silencia con otro de sus besos. Le acaricio la nuca y la encuentro empapada de sudor—. Te necesito otra vez.

Mis piernas se rinden a su petición y le hacen un hueco entre ellas antes de que yo pueda plantearme negarme. Entra despacio durante unos segundos, pero le siento temblar y soy incapaz de contener un gemido. Y cuando José Antonio lo oye, el beso que me está dando prende fuego, me sujeta por los hombros con las manos, y empieza a mover las caderas.

Es rápido. Sensual. Demasiado intenso.

Y demasiado sincero.

Jamás había creído que pudiera existir esta clase de entrega.

Minutos más tarde, cuando los dos estamos abrazados fingiendo —al menos yo— que lo que ha sucedido entre nosotros no es extraordinario, José Antonio vuelve a hablar:

—Abandoné a mi hermano mayor, le fallé.

Tardo unos segundos en asimilar lo que ha dicho y recordar la conversación que estábamos manteniendo antes de hacer el amor. Le acaricio la nuca y no digo nada, creo que él quiere que le escuche.

—Le fallé a Sebastián —añade—. Y le estoy fallando a Gabriela.

Me rodea por la cintura y me atrae un poco más hacia él. El único modo en que podríamos estar más cerca sería metiéndonos bajo la piel del otro. Cierro los ojos, la oscuridad convierte la intimidad en un sueño, e inhalo la fragancia que todavía desprende el torso de José Antonio.

—Tengo que arreglarlo —murmura.

¿El qué? Me quedo pensando esa última frase. Espero a que él me responda, pero noto que la respiración le cambia y cuando abro los ojos para mirarlo veo que se ha dormido.

Cuando despertamos de nuevo es por culpa del teléfono de José Antonio. Yo tardo unos segundos en comprender que no es mi aparato el que está sonando y él parece aturdido cuando contesta, se frota la cara y se presiona el puente de la nariz. Contesta con monosílabos, así que me cuesta adivinar si se trata de una llamada personal o del trabajo, pero decido aprovechar para ir al baño y darle cierta intimidad. Al levantarme, él me acaricia la mano con la que me apoyo en el colchón y el corazón se me detiene; estos gestos de ternura me cogen desprevenida. Giro el rostro para sonreírle y mis ojos encuentran los suyos; es un segundo, porque su interlocutor le dice algo que le obliga a fruncir el entrecejo. Me encierro en el baño, esquivo el espejo, no estoy preparada para ver lo que seguro reflejan mis ojos y me cubro con el albornoz rosa. Es la primera vez que despierto junto a un hombre y no sé qué hacer o qué se supone que tengo que hacer.

Pero sin duda desearía tener un batín de seda de esos que parecen un kimono y que te convierten en una mujer seductora, en vez de mi albornoz color chicle que me hace aparentar los veintiún años que tengo y toda la inseguridad que siento. Abro el grifo y me lavo los dientes. Justo al cerrar el agua, oigo farfullar a José Antonio.

—¿Me has dicho algo? —le pregunto al salir del baño.

Él está sentado en la cama frotándose los ojos. Tiene el pelo enmarañado y se le marca una sombra en las mejillas. Aparta la mano del rostro y se queda mirándome y a mí se me acelera el corazón y me cuesta respirar.

—Tengo que irme. Mierda. Lo siento —añade de inmediato poniéndose en pie. Ya lleva los calzoncillos y tira de los vaqueros que están en un extremo del colchón—. Lo siento mucho —repite.

—¿Te han llamado del hospital? —Hago la deducción más lógica.

—Sí, les han fallado más de la mitad de los médicos de guardia —me explica poniéndose la camiseta—. Y todavía hay muchas de las víctimas del accidente ingresadas.

—Pero… —me humedezco los labios, no sé si tengo derecho a decir la siguiente frase; la digo de todos modos—, ayer estuviste allí todo el día. Tienes que descansar.

—Lo sé —afirma él sin molestarse lo más mínimo, dando por hecho que mi comentario es legítimo y coherente—, pero no les importa.

—Oh, ¿y cuándo podrás salir?

No sé muy bien cómo ha sido, pero estoy frente a él acariciándole el antebrazo.

—No lo sé. Mierda, lo siento —repite de nuevo sujetándome por la cintura con ambas manos—. No es así como me imaginaba nuestra primera noche juntos.

«Nos ha imaginado juntos».

—No te preocupes —susurro.

Levanta las manos y me sujeta el rostro, inclina la cabeza hacia mí y me besa. Los labios tocan despacio los míos durante un breve latido y después su lengua se desliza por ellos derritiéndome las rodillas. Gime al entrar en mi boca, le tiemblan ligeramente las manos y separa los labios como si quisiera devorarme. Yo quiero que lo haga. Le rodeo el cuello y mis dedos buscan los extremos de su pelo negro. Nuestras cinturas se han pegado y noto que flexiona los dedos en el albornoz segundos antes de soltarme.

—Tengo que irme —asegura, apoyando la frente en la mía—. Lo siento.

—No pasa nada.

Abro los ojos y veo que los tiene firmemente cerrados. Los abre y me parecen distintos, más distantes, aunque tal vez son imaginaciones mías. Ese último beso ha sido de todo menos distante.

—Te llamaré cuando salga del hospital, aunque lo más probable es que cuando termine el turno me quede dormido de pie en algún pasillo.

Está caminando hacia la puerta conmigo detrás.

—Llámame cuando puedas.

—Lo haré —afirma ahora en el portal—. Siento mucho tener que irme así, Alexia. Anoche… —me sujeta el rostro y me obliga a mirarlo— fue maravilloso. Nunca había sentido nada igual.

—Yo tampoco —susurro. El corazón me late tan rápido y tan fuerte que me retumban los oídos.

—Me alegro. —La sonrisa de despedida es más pícara que ninguna de las pocas que he visto antes—. Te llamaré.

—Ten cuidado —le digo, y él se agacha y me da otro beso.

Baja la escalera saltando los escalones de dos en dos y yo me pregunto cómo voy a esperar a que me llame sin perder la cabeza.