Hace doce años, cuando Alexia tenía dieciocho y miedo de creer en el amor y José Antonio veintiuno y nunca había creído en nada.
Llovía tanto que el cielo había desaparecido. Las primeras gotas habían empezado a caer por la mañana y habían ido aumentado a medida que avanzaba el día, hasta engullirlo por completo. Ahora solo quedaban los truenos y la tormenta, y un pastel abandonado encima de la mesa con dieciocho velas por encender. El viento soplaba en el exterior y a lo lejos podían oírse las olas del mar; las únicas que fingían haberse olvidado de su aniversario.
No le importaba, en realidad lo prefería. No habría podido soportar otra cena llena de sonrisas hipócritas y miradas falsas. Había elegido formar parte de esa gran mentira cuando solo era una niña, convencida de que era la única opción que tenía, aterrorizada por el miedo que le causaba perderlo todo. Sin embargo, ahora se arrepentía profundamente, cuando ya no podía hacer nada para evitarlo.
Excepto decir la verdad.
Su hermana mayor seguro que lo entendería, pensó, o tal vez no. Su madre quedaría destrozada. ¿Se enfadarían con ella? ¿Creerían las dos que las había traicionado? Ese temor era una mancha negra que avanzaba por su interior hasta que Alexia no podía respirar.
Se suponía que no iban a celebrar su cumpleaños, así lo habían decidido desde un principio. Lo harían más adelante. Pero al final su madre había insistido en no dejarlo para más tarde, su hija pequeña no cumplía dieciocho años todos los días, decía cada vez que pasaba junto a ella con añoranza. Su hermana Cecilia había vuelto de Madrid solo para estar con ella y su padre, que no había tenido más remedio que ausentarse por negocios, la llamaría desde dondequiera que estuviese. Alexia se había resistido a la idea —no tenía ganas de reconocer que se había hecho mayor—, pero al final no tuvo más remedio que ceder, ponerse uno de los vestidos que les gustaban a sus padres, uno verde con botones en la espalda, y recogerse el pelo en una coleta. Había elegido incluso los zapatos de tacón negros que le habían regalado en Navidad y se había echado perfume, y, envuelta en ese disfraz, antes de salir del dormitorio, se permitió soñar que la cena iba a salir bien.
Celebrarían su cumpleaños.
—Lo siento mucho, Alexia —le susurró su madre acariciándole el pelo.
A Alexia le costó encontrar la voz.
—No es culpa tuya, mamá.
—Seguro que papá está muy ocupado.
—Seguro.
Su madre cogió de nuevo la caja de cerillas y se dispuso a encender las dieciocho velas. Lo hizo despacio, como si estuviese practicando algún ritual mágico y fuese a conjurar algo. Alexia esperó y apretó las manos con fuerza hasta clavarse las uñas en las palmas. Las diminutas llamas bailaron sobre el pastel de chocolate y temblaron al unísono cuando se abrió la puerta de entrada de la casa.
Alexia no permitió que ninguna emoción se dibujase en su rostro, podía ser cualquiera, y solo sonrió cuando oyó la voz de su hermana Cecilia flotando por el pasillo. Cecilia no solo se había mudado a estudiar a Madrid, había cambiado, se había distanciado de su hermana y del resto del mundo. Alexia tenía la sensación de haber perdido a su mejor amiga sin haber hecho nada que lo justificase. Los últimos meses antes de la partida de Cecilia a Madrid habían sido muy dolorosos, discutían por nimiedades y Cecilia la rehuía siempre que ella intentaba acercarse.
Habían pasado tres años de aquello, pero Alexia seguía echándola mucho de menos. No solo físicamente, sino que también añoraba aquella sensación de felicidad que las había acompañado de pequeñas siempre que jugaban juntas. Alexia hacía mucho que no sentía esa clase de paz.
—Lamento llegar tarde —se disculpó Cecilia quitándose el abrigo y apartándose un mechón de pelo mojado de la frente—. He perdido el primer tren y he tenido que esperar a que pasara otro.
Se acercó a Alexia con una sonrisa en los labios y un paquete en la mano derecha. Hacía tanto tiempo que no veía aquella sonrisa, que la menor de las dos hermanas sintió un nudo en la garganta.
—Felicidades, Alexia.
Cecilia la envolvió en un abrazo mezcla de cariño, tristeza y camaradería y Alexia suspiró profundamente. Al principio, cuando Cecilia empezó a cambiar, Alexia le preguntó cientos de veces el motivo. Hasta que, ante las negativas y el silencio, dejó de hacerlo. Ahora no le importaba, le bastaba con haberla recuperado, aunque fuese solo por esa noche.
—Gracias —farfulló.
Cecilia la soltó y, sin dejar de sonreírle, le entregó el paquete. Era perfectamente cuadrado y estaba envuelto en un papel acharolado con rayas rojas y doradas. Estaba coronado por una lazada prefabricada pegada a un extremo con una de esas anodinas pegatinas que recitan «Felicidades».
—Toma, es para ti.
Alexia aceptó el regalo y comprobó que le temblaban las manos.
—Vamos, ábrelo —la animó su madre, colocándose detrás de ella. Le acarició la trenza igual que hacía cuando era pequeña.
Alexia tiró de un extremo del papel, que se desgarró sin ninguna delicadeza y dejó al descubierto una caja verde. Confusa, Alexia buscó la mirada de su hermana y la encontró resplandeciente, expectante. Animada por la alegría de Cecilia, Alexia levantó la tapa de la caja de cartón.
Había dos cuadernos de gruesas hojas blancas iguales a las que Alexia utilizaba siempre para dibujar, una caja de lápices de madera, una de acuarelas, varios pinceles, óleos, carboncillos y, encima del artístico grupo de utensilios, un llavero con tres llaves.
—Tienes que tener tus propias llaves. —La voz de Cecilia apareció casi de repente—. Yo no podré seguir tus horarios de artista extravagante —se burló con el cariño que tanto había añorado Alexia.
Sí, era verdad, siempre habían dicho que cuando fuese a la universidad a estudiar bellas artes las dos vivirían juntas, pero lo había olvidado porque tenía miedo de que ese momento no llegase nunca.
Alexia soltó la caja y corrió a abrazar a Cecilia. Cómo la había echado de menos. Tal vez podía contarle la verdad, compartir aquel secreto con ella. Su hermana mayor sabría qué hacer y así dejaría de sentirse sola. O una traidora. Pero cuando lo hiciera, cuando ese secreto dejase de serlo, sus vidas cambiarían. La sonrisa que su madre tenía ahora en los labios desaparecería, la luz que parecía haber renacido en Cecilia se apagaría de nuevo. No, decidió Alexia valorando esos tesoros por encima de su propia paz; todavía faltaban varios meses para que llegase septiembre y empezar la universidad, quizá sería más acertado esperar a entonces. Esperar a que las dos estuviesen viviendo en Madrid, lejos de Cádiz y de las mentiras. Así les resultaría más fácil pensar y buscar una solución.
—Gracias —susurró Alexia sin soltar a su hermana.
Cecilia la estrechó con fuerza unos segundos antes de soltarla. Las dos hermanas eran morenas y probablemente de espaldas cualquiera podría confundirlas, pero sus rostros eran tan distintos como ellas mismas.
Eran sus ojos.
Cecilia los tenía oscuros, cálidos, dulces, por eso era tan fácil detectar en ellos la frialdad. Los de Alexia eran claros; de pequeña, su madre le decía que tenían el color de las nubes. A ella nunca le habían gustado, desconfiaba de ellos porque la hacían dudar de sí misma. Tenía la sensación de que en su interior se escondía algo taimado y que tarde o temprano terminaría sucumbiendo y convirtiéndose en la peor versión de sí misma. No le gustaban porque la hacían sentirse una farsante.
—Será mejor que vuelva a encender las velas —anunció su madre tras darles un abrazo conjunto.
Alexia besó a Cecilia en la mejilla y la soltó. Se dirigió de inmediato hacia donde había dejado la caja llena de regalos para inspeccionar el contenido con más detenimiento y disimular las lágrimas. Estaba acariciando las acuarelas cuando el ronroneo del motor de un coche se insinuó por entre la lluvia.
—Creía que papá estaba de viaje. —Cecilia apartó la cortina y los faros del vehículo se apagaron después de que lo identificase.
—Me dijo que intentaría arreglarlo y estar aquí para el cumpleaños de Alexia. Quería daros una sorpresa —terminó Patricia, dejando las velas del pastel sin encender.
Alexia acarició las acuarelas un segundo más antes de dejarlas de nuevo en el interior de la caja y mirar a su madre. Durante un breve instante se permitió fingir que no sabía nada y sonreír ante la felicidad más que evidente que se reflejaba en el rostro de Patricia. No fue capaz de alargar la sensación, la mentira tenía vida propia y esa noche se estaba alimentando. Alexia tuvo que morderse la lengua para no gritar. Ajena a ese dolor que retorcía el estómago de su hija hasta convertirlo en un nudo imposible de aflojar, Patricia abandonó el comedor y se dirigió a la entrada principal para ayudar a su esposo.
—¿Sucede algo, Alexia?
La voz de Cecilia la sobresaltó casi tanto como notar que le tocaba la espalda. Ni siquiera la había oído acercarse.
—Me acuerdo de cuando tú cumpliste dieciocho años —le contestó Alexia con la mirada perdida por entre la lluvia que seguía cayendo en medio de la noche—. Fuimos a cenar a un restaurante cerca del puerto, tú estabas muy contenta porque mamá y papá te habían dicho que podías salir con tus amigas hasta tarde. Recuerdo que pensé que se te veía feliz y un poco nerviosa. Yo no estoy ninguna de las dos cosas.
Cecilia, que solo era tres años mayor que Alexia, carraspeó y se sonrojó un poco.
—Tú casi nunca estás nerviosa y llevas semanas diciendo que no querías celebrar tu cumpleaños. Y si hoy no estás feliz será porque estás cansada, tú siempre sonríes, Alexia. Eres la persona más alegre y vital que conozco.
Alexia sacudió levemente la cabeza y envidió la ingenuidad de su hermana. Ojalá fuera como ella la percibía.
—No es que no quiera celebrarlo, es que…
La puerta del salón se abrió y la interrumpió.
—Mira, Alexia, papá está aquí.
Levantó la mirada y se encontró con la de su padre. Cuánto lo había admirado; lo había considerado el mejor de los hombres, el listón al que jamás llegaría ninguno de los chicos que le gustaban… y era mentira.
Ese hombre tan perfecto, tan cariñoso, tan íntegro, tan sencillamente maravilloso, no existía. No había existido nunca. Era solo una farsa, una creación, una representación tan perfecta que había conseguido engañarlas a todas. A las tres, a su madre, a Cecilia y a ella.
El problema era que Alexia era la única que sabía la verdad y la verdad no puede hacerse desaparecer, nadie puede desoír algo que le ha quedado para siempre guardado en la memoria, ni fingir que no ha visto una escena que jamás podrá olvidar. Si pudiera contárselo a alguien, compartir el peso del silencio, tal vez podría respirar.
«Ojalá pudiera».
—Felicidades, Alexia.
Se había quedado petrificada donde estaba, frente a la ventana y con una mano todavía encima del regalo de su hermana mayor.
Tuvo que tragar saliva para responder.
—Gracias, papá.
Su padre se agachó, la rodeó con sus brazos y le dio un beso en la mejilla.
—No iba a perderme el cumpleaños de mi princesa, hoy cumples dieciocho años.
Farsa. Todo formaba parte de esa estúpida farsa. Él lo sabía perfectamente, el brillo de sus ojos era postizo, y, al mismo tiempo, demasiado perfecto.
La soltó y se acercó a la mesa para encender las dieciocho velas del pastel. Sacó el mechero de acero del bolsillo interior de la americana, se lo habían regalado Alexia y Cecilia un día del padre años atrás. Siempre lo llevaba encima.
—Vamos, niñas, poneos al lado de papá —les dijo Patricia apareciendo con la cámara fotográfica.
Cecilia se colocó a la derecha de Ignacio y este le sonrió y le dio un abrazo. Le preguntó por los exámenes mientras Alexia caminaba hacia ellos dos sin ganas de alcanzarlos. Llegó, por supuesto, y ocupó el lado izquierdo de su padre. Miró a su madre, que les sonreía a unos pocos metros de distancia y se le contagió la sonrisa.
Alexia había crecido convencida de que tenía la familia perfecta. Vaya estupidez.
—Ven, Patricia, ponte aquí con las niñas —sugirió Ignacio apartándose de sus hijas—, prepararé el disparador automático y así tendremos una foto de los cuatro.
Patricia irradió felicidad y dejó la cámara fotográfica encima de la mesa, justo al lado de las perfectas servilletas blancas con las que habían cenado. Cuando se cruzó con su esposo, él le acarició la mejilla y le sonrió.
—Estás guapísima.
Alexia cerró las manos hasta clavarse las uñas en las palmas.
—El disparador automático se ha roto —pronunció en voz alta para dotar la afirmación de credibilidad—. Se me cayó al suelo el otro día, cuando fui a sacar fotografías a la playa para la clase de dibujo. Lo siento, mañana llevaré la cámara a arreglar, pero papá puede sacarnos una fotografía a las tres, ¿no?
Tragó saliva y se enfrentó a la mirada de su padre. Él le sonrió, pero sus ojos se endurecieron.
—Claro, vuelve a encender las velas.
Alexia no dejó de mirarlo mientras Cecilia deslizaba la llama del encendedor por las mechas. Patricia ocupó el mismo lugar que su esposo y cogió a sus dos hijas por la cintura, una con cada mano.
—¿Estáis preparadas?
Se disparó el flash un segundo más tarde que las sonrisas.
Con medio pastel todavía en la bandeja y los platos sucios de chocolate, Alexia empezó a llevar los utensilios de la cena a la cocina. Cecilia la ayudó y en cuanto terminaron su hermana mayor se fue a la cama. Parecía muy cansada y demasiado abatida, pensó Alexia mientras se servía otro vaso de agua para ver si así aflojaba ese maldito nudo que tenía en la garganta. Podía oír a sus padres hablando en el salón; no distinguía las palabras, pero sí lo relajados que estaban. Unas risas flotaron por el pasillo y después la conversación se interrumpió.
Unas pisadas bastaron para que Alexia advirtiera la presencia de su padre en la cocina.
—Creía que ibas a estar de viaje. —Ella no se dio media vuelta, dejó el vaso en el fregadero y se secó las manos con un trapo.
—Al final hemos tenido que anularlo. —Ignacio soltó la respiración—. Creía que habíamos quedado en que no ibas a decirle nada a tu madre.
Alexia se giró de repente.
—Y no se lo he dicho.
—No, pero si sigues comportándote así terminará por enterarse.
—¿De qué? —Lanzó el trapo encima de la mesa de la cocina—. ¿De que tienes una amante? ¿De que llevas años engañándola? Oh, vaya, lo siento. Lamento que se me note que me molesta que mi padre sea…
—No empieces otra vez, Alexia. —Ignacio se puso las manos en los bolsillos y la interrumpió con la voz y la mirada—. Ya te dije lo que pasaría si te inmiscuías en mi vida.
Alexia apretó los dientes. Se le heló la sangre al recordar lo poco que le había costado a su padre amenazarla cuando vio que lo había descubierto.
—Y yo te dije que hoy no quería verte.
Ignacio levantó lentamente la comisura izquierda del labio. Era una mueca estudiada, diseñada para intimidar a cualquier contrincante, y que no había mostrado a ninguna de sus hijas hasta que la menor de ellas descubrió lo que él llevaba años ocultando.
—Cuidado, Alexia, no te olvides de con quién estás hablando.
Alexia abrió y cerró los dedos de ambas manos. ¿Por qué había tenido que presentarse ese día sin avisar en el despacho de su padre? ¿Por qué había tenido que encontrarle con su secretaria? ¿Por qué su vida se había convertido en un culebrón barato?
—¿Sucede algo?
Su madre apareció en la cocina y los miró a ambos. Primero fijó la vista en Alexia, y después la deslizó hasta Ignacio. Y vuelta otra vez.
—No, nada —le contestó él acercándosele.
—No. —Alexia carraspeó—. Le estaba contando a papá que tengo muchas ganas de irme a vivir a Madrid con Cecilia —improvisó.
—Bueno, para eso todavía faltan unos meses. —Patricia sonrió—. La universidad no empieza hasta septiembre. Aunque tal vez podríamos organizar una pequeña escapada y pasar allí un fin de semana.
—No contéis conmigo —intercedió Ignacio—. Tengo mucho trabajo. Pero id vosotras, seguro que os lo pasaréis muy bien. —Se agachó y besó a su esposa en la mejilla mirando de soslayo a Alexia. Retándola.
Ella le sonrió y salió de la cocina.