21: Por la libertad

21

Por la libertad

Reiner sacó a los camaradas del fuerte con la mayor rapidez posible. Sus hombros permanecieron tensos mientras les buscaban caballos y los pertrechaban y aprovisionaban. En cualquier momento, Caspar podía cambiar de idea y cerrar el fuerte, o Halmer podía decidir que tenía demasiada necesidad de las artimañas de Reiner para dejarlo marchar. Pero al fin todos quedaron provistos con un equipo completo y monturas, así como un pequeño carro tirado por ponis para transportar las provisiones. Reiner había insistido en el carro.

Hals escupió por encima del hombro izquierdo cuando se pusieron en camino y entraron en el paso después de dejar atrás los destrozados restos del campamento de tiendas situado en el exterior de la muralla norte.

—No lamento darle la espalda a este sitio.

—No pensaba que lograría salir con la mía intacta —comentó Gert.

Pavel rió.

—La tienes grande. Podrías haber dejado una parte sin problemas.

Franka se estremeció.

—Cuanto antes salgamos de estas malditas montañas, mejor.

Jergen asintió con la cabeza.

Reiner espoleó al caballo.

—Estoy de acuerdo. Pero antes tenemos que hacer una parada.

El tercer túnel de la mina estaba bloqueado por los cuerpos de los hombres rata, montones de ellos, cuyos torsos y extremidades estaban rotos y cortados en pedazos. Al fondo del túnel, donde la explosión lo había cerrado, los cadáveres llegaban al techo y parecía que se habían hecho pedazos unos a otros en el frenesí por regresar a su mundo subterráneo. Las heridas que los habían matado no eran los tajos limpios de las espadas, sino los desgarrones de bordes desiguales de zarpas y dientes.

Pero aunque el hedor a sangre, bilis y excrementos era insoportable, Reiner había registrado cada centímetro buscando el oro de Gutzmann. Había llevado a los Corazones Negros hasta el lugar en que había descubierto las cajas, pero ya no estaban allí. Al menos, casi tenía la seguridad de que no estaban. No podía tener la certeza de no haberlas pasado por alto.

Maldijo.

—Buscaremos otra vez en el camino de regreso —decidió.

Hals hizo una mueca.

—Pero ¿qué buscamos?

—¿Realmente vale la pena tener que soportar todo este hedor? —preguntó Pavel.

Reiner lanzó una mirada a Gert y a Jergen. Eran todo lo que quedaba de los nuevos reclutas de Manfred. Cualquiera de ellos podía ser el espía, y al mismo tiempo no serlo ninguno de los dos. El espía podría haber sido… ¿Dag? No parecía posible. Más probablemente, Abel. Pero si lo era, había decidido muy pronto dejar de ser observador para pasar a ocupar el mando. Y, de todos modos, ¿qué había sido de él? Reiner no lo había visto desde que lo había traicionado ante Gutzmann.

—Sí, vale la pena —dijo Reiner al fin—. Es una prueba para Manfred. Algo que lo impresionará tanto que podríamos convencerlo de que nos dejara en libertad. Ahora, vamos. Pavel y Hals, buscad por la izquierda. Gert y Jergen, por la derecha. Franka, quédate conmigo en el centro. No pases por alto ni un centímetro.

Los Corazones Negros resoplaron y echaron a andar lentamente por el túnel hacia la salida.

* * *

Media hora más tarde, Reiner tuvo que admitir la derrota. Las cajas no estaban en el túnel. Los Corazones Negros regresaron junto a los caballos y tomaron el camino que iba a Averheim y a Altdorf.

Reiner estaba taciturno y llevaba los hombros caídos. El oro era su pasaje hacia la libertad, y ahora había desaparecido. Se encontraban en el mismo sitio en que estaban cuando Manfred los había enviado a esta estúpida misión: completamente en su poder, sin ninguna vía de salida. Era para volverse loco.

Cuando salían de Brunn y comenzaban a ascender la siguiente cuesta, Franka le palmeó un hombro.

—No te sientas tan mal —dijo—. ¿Acaso no hemos sobrevivido?

—Sí, pero ¿para qué? ¿Para continuar esclavizados?

Franka lo miró.

—¿No sientes ningún orgullo por lo que has hecho? Si no hubieras puesto a Gutzmann sobre el caballo y engañado a todos los hombres para que lo siguieran, el día habría acabado en derrota. Los hombres rata estarían en posesión del fuerte, y todos habrían muerto. Tú…

—¡Un millar de hombres! —exclamó Reiner, de pronto.

—¿Qué? —preguntó Franka con el entrecejo fruncido—. ¿Dónde?

Reiner se puso a reír a carcajadas.

—Pavel —gritó—. Abre una botella de vino.

—¿Eh? —preguntó el piquero—. ¿Ahora?

—Sí, ahora. Necesito un trago. Todos lo necesitamos. Una celebración.

Pavel se encogió de hombros y rebuscó entre las provisiones del carro.

Franka lo miraba interrogativa con el entrecejo fruncido.

—¿Qué te traes entre manos?

Reiner se enjugó los ojos y negó con la cabeza.

—Cuando estaba en el túnel de los hombres rata para intentar rescatarte y parecía que no lo íbamos a lograr, le hice a Ranald la promesa de que, si me salvaba, no volvería a beber hasta haber embaucado a mil hombres. —Sonrió—. Bueno, pues me salvó…

Franka sonrió.

—Y tú has engañado a mil hombres.

—Y ahora necesito un trago.

Pavel le dio una botella a Reiner. Este la alzó y propuso un brindis.

—Por la suerte y el cerebro para aprovecharla. —Bebió un largo trago y le pasó la botella a Franka.

—Por aquellos que no lo consiguieron, y por nosotros, que sí lo logramos. Que Sigmar nos bendiga a todos —dijo, y levantó la botella para beber unos cuantos sorbos—. Y por Myrmidia.

Le pasó la botella a Pavel.

—Por nuestras casas y el fuego del hogar —dijo él—. Que al fin podamos volver a verlos. —Bebió y le pasó la botella a Hals.

—Por Gutzmann —brindó éste—. Que esta noche cene con Sigmar. —Bebió largamente y le entregó la botella a Gert.

—Por mis nuevos amigos —declaró—. Para que podamos volver a beber juntos en mejores circunstancias. —Tomó dos largos tragos y le pasó el vino a Jergen.

El espadachín alzó la botella, pero no los ojos.

—Por la libertad. —Bebió y le devolvió el vino a Reiner.

Los demás asintieron con la cabeza y se unieron al brindis.

—Por la libertad.

Reiner acabó la botella y la lanzó contra la pared rocosa del paso, donde se hizo añicos. Minúsculas gotas rojas salpicaron las rocas.

* * *

Pocos kilómetros más adelante, el grupo giró en una curva del sendero y vio un carro detenido en la cuneta, y no se veía por ninguna parte a los caballos ni al conductor. Cuando se acercaron, Reiner vio que había unas cajas en la parte posterior del carro, y el corazón le dio un salto porque las reconoció. Espoleó al caballo. Estaba temblando. ¿Era posible?

Las cajas estaban abiertas, les habían arrancado la tapa.

Reiner pasó del caballo al carro y miró dentro. Estaban vacíos. Apretó los puños. ¡Vacíos!

De una patada, lanzó uno al suelo. Debajo había un solo lingote de oro que había pasado por alto a quien fuera que hubiera saqueado el carro. Lo recogió. Apenas bastaba para comprar una hora del tiempo de un hechicero, y mucho menos para pagarle con el fin de que les quitara cualquier maldito veneno que Manfred les hubiera metido dentro. Lo arrojó hacia los arbustos.

—Reiner —dijo Franka, cuando los otros le dieron alcance—. Mira.

Reiner se volvió a mirar hacia donde ella señalaba. En el otro extremo del carro había un cuerpo. Bajó de un salto y le dio la vuelta. Luego retrocedió con un gesto de horror. Los Corazones Negros se reunieron alrededor de él para echar un vistazo, y se apartaron entre arcadas.

Era Abel. Estaba muerto, pero no lo había matado ningún arma de acero. Reiner casi tenía la certeza de que había muerto antes de que llegaran los que habían robado el carro. Tenía la cara estirada en un horrendo rictus sonriente, como si algo inhumanamente poderoso lo hubiese cogido por la piel de la parte posterior de la cabeza y tirado de ella. Su lengua estaba hinchada y negra y asomaba por la boca como una salchicha. Las manos retorcidas mostraban rotos los huesos de los dedos, y tenía los brazos y las piernas tan rígidas y duros como el hierro.

—Es el veneno —jadeó Pavel—. Manfred supo que nos había traicionado y lo activó.

Reiner bufó.

—Así que no es un engaño, después de todo.

—Puede vernos a todos —gimió Hals—. Sabe lo que estamos pensando.

—Pero ¿cómo puede ser eso? —preguntó Franka con un estremecimiento—. Es imposible.

Era imposible, pensó Reiner. Pero eso dejaba una opción aún menos apetecible: que el espía de Manfred aún estaba vivo. Que era uno de ellos. Reiner miró en torno. Gert o Jergen; ¿cuál de los dos era? Entonces se le ocurrió una posibilidad aún más horrible. ¿Y si Manfred había hecho un acuerdo con alguien del grupo original? El espía podía ser cualquiera de ellos. Cualquiera.

Reiner y los demás volvieron a montar y continuaron hacia el norte, pero se había perdido la atmósfera de camaradería que los había unido apenas momentos antes, para ser reemplazada por un silencio incómodo.

Comenzó a soplar un viento frío. Franka hizo avanzar el caballo para situarlo junto al de Reiner, y frotó una pierna contra la de él. Instintivamente, él le devolvió la dulce caricia, pero luego se detuvo. ¿Y si era ella quien…?

Se apartó un poco de la muchacha y se odió por hacerlo. La sospecha era un veneno que los mataría a todos. Ella alzó la mirada hacia él, desconcertada.

Reiner se envolvió mejor con la capa y continuó cabalgando a solas.