20: Actos heroicos

20

Actos heroicos

Los Corazones Negros bajaron corriendo al patio y salieron de la roqueta. El recinto del fuerte estaba sembrado de muertos y hombres agonizantes. Hombres y alimañas yacían en largos montones de cuerpos que definían donde habían estado las líneas de batalla, más altos allí donde la lucha había sido más feroz. A la izquierda de la puerta estaba el sitio desde el que Halmer había llamado a los de la roqueta para que abrieran el rastrillo.

Reiner miró los cuerpos que yacían allí. Había cosas que se movían entre los cadáveres, pero no quería creer que fueran ratas. Tenían el tamaño de perros de lucha y eran igual de musculosas. Correteaban por encima de los cadáveres a los que mordían y arañaban. Y no sólo hacían presa en los muertos. Reiner vio a un hombre herido que intentaba apartar a una rata con gestos débiles. La rata estaba sobre el pecho del hombre y le devoraba la garganta.

—Es horrible —murmuró Franka—. Horrible.

—¡Fuera, alimañas! —gritó Karel mientras pisaba con fuerza y agitaba la espada para espantarlas.

Las ratas alzaron la mirada pero no huyeron ante la advertencia. Sus ojos rojos brillaban a la luz que salía por la puerta de la roqueta.

Reiner gruñó e hizo un gesto a los otros para que continuaran adelante.

—Cogeremos a Matthais, pero nada más. Hay demasiados. Se lo diremos a alguien cuando hayamos regresado al interior.

Cuando se ponían en marcha entre los cuerpos, Reiner vio que Jergen iba hacia ellos. Saludó al acercarse.

—Rohmner —dijo Reiner, y asintió con la cabeza—. ¿Cómo ha ido la lucha para recuperar las murallas?

—Bien.

Reiner bufó.

—No me agobiéis con tantas explicaciones, por favor.

Jergen asintió y luego echó a andar con los otros. Reiner suspiró. El hombre era impenetrable.

Un momento más tarde, Reiner vio el cuerpo del caballo de Matthais. Avanzaron con cuidado hasta él al tiempo que mantenían vigiladas a las enormes ratas, con las armas a punto. Matthais yacía detrás de la montura, casi perdido en las sombras de no ser por la brillante línea recta de la espada. Dos ratas descomunales estaban sobre él, una comiéndosele una pierna y la otra un brazo.

—¡Fuera! —gritó Karel—. ¡Marchaos, bichos asquerosos!

—Cuidado, muchacho —dijo Reiner.

Corrió tras él, pisando cuerpos en la precipitación. Uno chilló y se removió. Reiner se detuvo y volvió la cabeza. El chillido no había sido humano. Un hombre rata rechoncho vestido con un largo ropón estaba arrodillado entre los cuerpos, con un escalpelo en las manos, ante un mosquetero al que había abierto con precisión. Parpadeó al mirar a Reiner a través de unas gruesas gafas. Éste frunció el entrecejo. Conocía a aquella criatura.

—¡El cirujano! —gritó Franka, que avanzó enseñando los dientes—. ¡Quiero su bazo!

El hombre rata gruñó con enojo y comenzó a retroceder a cuatro patas.

Franka lo acometió al tiempo que le lanzaba tajos con la daga y la espada corta. El hombre rata se alejó a una velocidad sorprendente mientras parloteaba en su idioma y señalaba a los Corazones Negros. Las ratas gigantes alzaron la cabeza como perros que oyen la voz del amo y saltaron al ataque.

Reiner retrocedió de un brinco y lanzó tajos a tres animales que intentaban morderle las piernas. Los otros también fueron atacados.

—¡Los de la roqueta! —gritó Reiner—. ¡Ayudadnos! —Nadie respondió—. ¡Regresad a la torre!

Pero era difícil librarse del ataque. Hals clavó a una rata contra el suelo pero otra lo cogió por una bota. Pavel lanzó a una por encima del hombro tras ensartarla con la punta de la lanza. Una segunda le saltó sobre la espalda. Franka pateó a una y atravesó a otra mientras intentaba llegar hasta el cirujano. Gert cortó a una con el hacha y aplastó a otra. Dos más le saltaron al pecho. Jergen decapitó a una y cortó en dos a otra, tras lo cual se acercó a Pavel para ayudarlo. Karel lanzó un tajo a dos alimañas mientras retrocedía ante sus zarpas y dientes. Una figura enorme salió de las sombras, detrás de él, pero Karel no la vio.

—¡Muchacho! —gritó Reiner—. ¡Detrás de ti!

Karel se volvió y se agachó para evitar una grandiosa garra en forma de cincel. El monstruo volvió a atacarlo. Era del tamaño de un ogro, lleno de músculos cubiertos de pelaje. Karel se echó atrás para esquivar el ataque y luego acometió al monstruo y le abrió un tajo en un brazo. La bestia rugió y atacó otra vez.

Reiner corrió a ayudar a Karel junto con Franka y Jergen, pero antes de que pudieran llegar a la bestia el cirujano se les adelantó.

—¡Qué valentía! —gritó—. ¡Qué coraje! ¡Coger! ¡Coger! —Le dio una orden ininteligible a la rata ogro, y ésta cerró un puño y derribó a Karel de un golpe en la cabeza en lugar de destriparlo. La espada del muchacho repiqueteó sobre el empedrado.

Reiner tropezó con una pila de cuerpos al intentar llegar hasta el monstruo. Jergen saltó por encima del montón y atacó a la bestia, a la que hirió en un hombro. La rata ogro le dio un golpe de revés y lo lanzó contra Pavel y Franka.

Antes de que pudieran levantarse, la rata ogro recogió al desmayado Karel con una zarpa mientras el cirujano trepara sobre los hombros de la bestia. El hombre rata aporreó a la monstruosa montura en la cabeza con los huesudos nudillos y señaló hacia la muralla norte sin parar de chillar. La bestia saltó por encima de un caballo muerto y desapareció en las sombras con Karel bajo el brazo. Las ratas gigantes corrieron tras él como una alfombra ondulante.

Reiner apretó los puños.

—¡Maldito muchacho! ¡La batalla está ganada! ¿Por qué tiene que ir ahora y hacerse coger? —Volvió la mirada hacia los Corazones Negros, que estaban esperando, expectantes. Reiner suspiró—. De acuerdo. Vamos.

Corrieron hacia la puerta norte. La pierna herida le causaba a Reiner un dolor agónico y estaba tan tiesa como un palo.

El paso estaba sembrado de hombres rata muertos. Al parecer, el pánico se había apoderado de ellos pues a todos los habían matado por la espalda. Reiner y los Corazones Negros avanzaban a paso ligero y miraban ansiosamente la oscuridad que tenían por delante. Sólo de vez en cuando se separaban las nubes y les permitían ver a la presa que avanzaba a saltos ante ellos. Estaban acortando distancias lentamente. Reiner se sentía como si le clavaran cuchillos en la garganta con cada inspiración. No recordaba haber corrido tanto en una sola noche.

Giraron en la garganta que se desviaba hacia la mina. Allí los cadáveres eran más numerosos porque el estrecho paso les había dificultado la retirada. Los Corazones Negros se vieron obligados a dar un rodeo en torno a los abandonados lanzallamas y otros extraños artilugios.

Al cabo de poco vieron las murallas exteriores de la mina ante ellos, y un momento después divisaron la silueta del cirujano montado sobre la rata ogro que atravesaba la entrada a toda velocidad seguido por la ondulante alfombra de ratas. Reiner esperaba oír ruidos de batalla dentro del complejo, pero estaba silencioso y desierto.

Al entrar, vieron indicios de que los hombres rata y los soldados habían pasado por allí. Un buen número de caballos acorazados deambulaban ante la entrada de la mina en espera del regreso de sus jinetes. «Los soldados han perseguido a los hombres rata al interior de su agujero», pensó Reiner, y rezó para que las alimañas atrapadas por la explosión no hubiesen logrado excavar una salida.

—Allí —dijo Hals, y señaló con un dedo.

En el centro del complejo, la rata ogro arrastraba las patas con cansancio porque el peso de la carga comenzaba a afectarla. Franka se detuvo y puso una flecha en el arco. Tensó la cuerda hasta tenerla junto a la oreja y disparó. El cirujano chilló y cayó de los hombros de su montura agitando los brazos. La rata ogro se detuvo y dio media vuelta.

Los Corazones Negros se lanzaron a la carrera mientras Franka y Gert se quedaban atrás y disparaban contra la bestia. Jergen corría en cabeza, con la espada desenvainada a un lado. Al verlos aproximarse, la rata ogro soltó a Karel y se situó junto al cirujano, rugiendo desafiante. Las ratas gigantes lo rodearon y gruñeron amenazantes.

Jergen saltó por encima de ellas con la espada en alto. La rata ogro alzó un brazo por instinto y la mano provista de garras salió girando por el aire, limpiamente cercenada por la velocísima hoja del arma de Jergen. La bestia bramó y dio a Jergen un golpe que lo lanzó hacia un lado. El espadachín cayó sobre un hombro entre las ratas. Los animales le lanzaron dentelladas y zarpazos.

Reiner pateó ratas a derecha e izquierda y le asestó una estocada al monstruo. La hoja resbaló sobre las costillas y le abrió un tajo a través del pelo. La bestia le propinó un golpe lateral con el muñón del brazo cortado. Reiner se tambaleó, con la vista borrosa a causa del impacto, y la pierna herida se le dobló.

Pavel y Hals también intentaron llegar hasta la rata ogro, pero acabaron defendiéndose de las ratas. El monstruo se precipitó hacia Pavel. Franka y Gert lo acribillaron con flechas y saetas, pero la bestia continuó adelante.

Reiner volvió a avanzar, cojeando, pero cuando caminaba entre las ratas y asestaba tajos en todas direcciones, Karel se puso de pie detrás de la rata ogro, tambaleante, y desenvainó las dagas.

—¡Apártate, muchacho! —le gritó Reiner.

Pero el joven saltó sobre la espalda de la bestia y se puso a apuñalarle el cuello. La rata ogro aulló de dolor y manoteó hasta atrapar a Karel por un brazo. Reiner arremetió contra el costado desprotegido y le clavó la espada en las entrañas. El monstruo rugió y le arrojó encima a Karel derribándolos a los dos. Un codo del muchacho al caer le golpeó un pómulo. Reiner lanzó un grito ahogado al intentar respirar. Karel se apartó y él rodó al tiempo que lanzaba tajos a ciegas para mantener alejadas a las ratas.

Alzó la mirada. La rata ogro lo miraba con el horrendo rostro contorsionado por un gruñido. Ahora tenía a Karel cogido por una pierna y lo blandía como si fuese un garrote. Pavel y Hals volaban hacia atrás debido a un golpe. Franka y Gert habían dejado de disparar por miedo a herir a Karel.

Reiner intentó levantarse, situar la espada ante sí. La rata ogro lo miró con ferocidad y alzó a Karel por encima de la cabeza. Reiner se lanzó hacia un lado. La bestia hizo descender al muchacho como si fuera una hacha. Karel se estrelló contra el empedrado con un horrendo golpe que Reiner sintió vibrar en su interior.

Pavel y Hals se levantaron, se sacudieron de encima a las ratas y avanzaron entre ellas hacia la bestia. Franka y Gert dispararon.

Reiner rodó para librarse de una alimaña y vio que la rata ogro volvía a alzar su arma humana. Reiner manoteó y pataleó pero no pudo apartarse. Estaba cubierto de ratas. Una le mordió un brazo, otra un costado, otra un pie. No sintió ninguna de estas heridas. Toda su atención estaba concentrada en la rata ogro.

Vio un destello de movimiento con el rabillo del ojo. Jergen. El espadachín subió corriendo por el lomo del monstruo con la espada en alto. Descargó el tajo como un verdugo y la fea cabeza se partió en dos. Brotó un chorro de sangre y la hoja del arma de Jergen quedó atascada entre los dos dientes frontales. La bestia se desplomó de cara, como un árbol talado, justo al lado de Reiner. Karel cayó, laxo, a su derecha.

Jergen saltó de encima del monstruo y se puso a golpear a las ratas que rodeaban a Reiner.

Reiner mató a la que tenía sobre el pecho y se la lanzó a otras dos. Rodó hasta ponerse de rodillas mientras continuaba asestando tajos en círculo, luego se levantó sobre las inseguras piernas y se reunió con Pavel y Hals, que ensartaban, pateaban y cortaban alimañas en medio de un frenesí. Franka y Gert les disparaban tantas flechas como podían. Pasado un momento de roja ceguera, Reiner se detuvo y miró en torno, jadeante. Los otros hacían lo mismo. Se habían quedado sin enemigos.

—¿Todas muertas? —preguntó.

—Sí —respondió Hals.

—Ahí hay una que se mueve —dijo Gert.

Los Corazones Negros se volvieron. El cirujano se retorcía, agonizante, con la flecha de Franka aún clavada en el lomo. Había perdido las gafas.

Franka se le acercó con la espada desnuda y expresión dura. El cirujano entrecerró los ojos al mirarla e intentó retroceder.

—Piedad… ¡Piedad por favor!

Franka sonrió burlonamente.

—¡Esto es piedad, torturador! —le asestó un tajo en el cuello. El primer golpe no logró decapitarlo, y el cirujano chilló mientras ella golpeaba por segunda vez y le cercenaba la cabeza. El cuerpo decapitado se sacudió y sufrió espasmos.

Franka cayó de rodillas.

Hals asintió con la cabeza.

—Buen golpe, muchacha.

Se oyó un gemido detrás de ellos, y todos se volvieron con las espadas a punto.

Era Karel. Las manos del muchacho se movían débilmente, pero ya no había esperanza para él. Reiner se arrodilló con dificultad junto al joven. Los demás se reunieron alrededor. Franka tuvo un acceso de arcadas y sollozaba. El pecho de Karel presentaba una forma extraña, y una costilla roja sobresalía del justillo. En el cuero cabelludo tenía una abertura a través del cual Reiner le veía el cráneo, que estaba rajado. El muchacho yacía sobre un lago de su propia sangre.

—Muchacho. ¿Estás…? —Reiner tragó—. ¿Estás con nosotros, todavía?

—Row… —Karel estaba intentando llamar a Reiner con gestos, pero no tenía mucho control de las manos. La respiración silbaba al pasar entre sus dientes en cortos jadeos.

Reiner se inclinó más.

—¿Qué dices, muchacho?

—Rowena. —Karel aferró un brazo de Reiner con fuerza—. Decidle que he muerto… pensando en ella.

Reiner asintió.

—Lo haré. —«Pobre necio», pensó. Lo más probable era que la muchacha lo hubiese olvidado en cuanto lo perdió de vista.

—Pero… —Karel lo atrajo hacia sí—. Pero… inventad una muerte mejor. —Le sonrió, aunque los ojos miraban más allá de él—. Sois bueno en eso, ¿no?

Reiner sonrió con tristeza.

—Sí, muchacho. Lo soy.

Karel aflojó la mano y se relajó.

—Gracias. No sois… lo que Manfred dijo. —Sus ojos se cerraron.

—Pobre muchacho —dijo Hals.

Pavel hizo el signo del martillo, y Franka murmuró una plegaria dirigida a Myrmidia.

—No tenía nada que hacer, mezclado en todo esto —dijo Gert.

Reiner bufó.

—Como ninguno de nosotros.

Un ruido les hizo levantar la cabeza. Miraron atrás, pues el sonido procedía del exterior del complejo: los lentos pasos de un solo caballo que resonaban, huecos, en las paredes de la garganta. Mientras observaban, lo vieron entrar por la puerta sin que lo guiara el jinete, que, al salir lentamente de la sombra de la muralla, quedó a la vista. El caballero se inclinaba de lado sobre la silla en un ángulo antinatural. Una lanza rota cayó de la mano enfundada en malla, con los pendones azul y blanco sucios de sangre y tierra. Los ojos miraban con expresión ausente más allá de ellos.

—¡Sigmar! —susurró Pavel—. ¡Es Gutzmann!

Todos se incorporaron y dieron la vuelta para encararse con el general muerto, pero ninguno parecía ansioso por acercársele. Estaban atónitos. Un escalofrío recorrió la espalda de Reiner cuando Mannslieb atravesó las nubes y rodeó con un halo al jinete muerto. ¿De dónde venía? ¿Había sido arrastrado a la persecución de los hombres rata por parte del ejército? ¿Había seguido a los Corazones Negros?

El caballo se detuvo en el centro del complejo, con la cabeza baja, en el momento en que comenzaron a oírse ruidos procedentes del interior de la mina: pasos de botas, chirridos y tintineos de armaduras y espadas y, por encima de todo, sonoras carcajadas y chanzas exuberantes, las voces de un ejército victorioso que regresa de la batalla. Reiner miró hacia atrás. Lanceros, espadachines y piqueros salían fanfarroneando de la mina, presumiendo unos con otros de sus proezas. Otros llegaban cojeando y transportaban a compañeros caídos, pero incluso éstos parecían estar de buen humor. El enemigo estaba vencido. El Imperio, o su pequeño rincón del Imperio, se había salvado.

Sin embargo, el alegre parloteo disminuyó y acabó por apagarse cuando, uno a uno, repararon en el caballero solitario que se inclinaba desmañadamente sobre el lomo del caballo a la luz de la luna. Avanzaron en pequeños grupos para detenerse junto a los Corazones Negros hasta que toda la guarnición, o lo que quedaba de ella, formó un semicírculo para contemplar al caudillo que en vida casi los había conducido a la locura pero en la muerte los había llevado a la victoria.

Se quedaron mirándolo durante un rato sin que nadie quisiera poner fin a la magia sobrenatural del momento. Pero entonces, con un sonoro chasquido, una de las cuerdas que sujetaban a Gutzmann se rompió y el cadáver cayó al suelo.

La guarnición jadeó y gritó. Luego, el capitán Halmer, que estaba con sus hombres, avanzó un paso.

—Haced una camilla. Llevadlo de vuelta al fuerte. —Alzó las manos—. ¡Que Sigmar bendiga a nuestro general caído!

Los soldados clamaron al unísono.

—¡Salve, Gutzmann! ¡Alabado sea Sigmar! ¡Larga vida al Imperio!

Los soldados comenzaron a dispersarse mientras algunos lanceros de Halmer se disponían a hacer una camilla improvisada con las lanzas. Los jinetes fueron a buscar a sus caballos, piqueros y espadachines formaron lo que quedaba de las diezmadas compañías.

Halmer vio a los Corazones Negros y saludó. Avanzó hasta Reiner, le estrechó la mano y luego se inclinó hacia él.

—La guarnición y todo el Imperio tienen una deuda con vos. Yo también la tengo. Desgraciadamente, por el bien de la moral de los hombres creo que sería mejor que se les dejara seguir creyendo que Gutzmann murió aquí, ahora, después de ganar la batalla, en lugar de antes de que comenzara.

Reiner vio que sus camaradas torcían el gesto.

—Está bien, capitán —dijo—. Estamos acostumbrados a esto. Los actos heroicos parecen mejores cuando son héroes quienes los llevan a cabo. Nadie quiere escuchar una balada sobre hombres de corazón negro que sujetaron a un futuro desertor sobre el caballo y lo enviaron a ganar la batalla.

Halmer frunció el entrecejo al oír esto.

—Bien. En ese caso, haréis bien en guardároslo para vosotros. —Giró sobre los talones y llamó a los soldados a formar.

Franka puso los ojos en blanco.

—Eres el paradigma de la diplomacia, como siempre.

Reiner se encogió de hombros y sonrió.

—La verdad nunca es diplomática.

* * *

El sol se alzó en una fría mañana brillante mientras el general Gutzmann encabezaba su ejército por última vez. Cuatro caballeros lo llevaron de vuelta al fuerte sobre unas lanzas entrelazadas, y el resto de compañeros marcharon en silencio tras ellos, con la cabeza descubierta y las espadas, lanzas y picas al hombro. Sin embargo, la atmósfera ceremonial se estropeó cuando descubrieron que otro ejército ocupaba el fuerte. Un millar de caballeros, lanceros, espadachines y ballesteros de Aulschweig se habían apoderado de la gran muralla sur y la roqueta. Un capitán de Aulschweig, a la cabeza de una compañía de espadachines, alzó una mano al entrar la columna.

—Saludos del barón Caspar Tzetchka-Koloman —dijo—. ¿Tendríais la amabilidad de pedirles a vuestros capitanes que se reúnan con él en el gran salón?

Halmer se puso rígido.

—¿Un extranjero da órdenes en un fuerte del Imperio?

—Es sólo una solicitud —respondió el de Aulschweig al tiempo que hacía una reverencia.

—Muy bien —dijo Halmer, y envió a un cabo a llamar a los otros capitanes.

A Reiner no le gustaba cómo pintaba aquello. Hizo una señal a sus camaradas para que se apartaran a un lado con él.

—Pienso, muchachos, que ha llegado el momento de que nos marchemos. Recoged vuestras cosas y reuníos conmigo aquí lo antes posible. Debemos largarnos antes de que…

—¡Hetzau! —llamó la voz de Halmer.

Reiner dio un respingo, y se volvió a saludar.

—¿Capitán?

Halmer desmontó y se le acercó.

—Puede que ahora necesite de vuestras artimañas. Me acompañaréis como asistente. Venid.

Reiner suspiró.

—De inmediato. —Se volvió a mirar a los Corazones Negros mientras Halmer lo conducía hacia la roqueta—. Preparaos —dijo sólo con el movimiento de los labios.

* * *

El barón Caspar esperaba a los capitanes de la guarnición en los escalones que llevaban al gran salón. Tenía todo el aspecto del gallardo héroe, con armadura plateada sobre la que llevaba capa y sobreveste de deslumbrante blanco.

—Bienvenidos, caballeros —dijo—. Por favor, entrad.

Dio media vuelta y los condujo al interior del gran salón donde aún reinaba un tremendo desorden después de haber sido usado para alojar compañías de piqueros y espadachines durante la noche anterior. Caspar se abrió paso a través del lío de bancos y mesas y subió a la plataforma elevada al tiempo que extendía una mano con gesto benévolo.

—Tomad asiento, caballeros. —Rodeó la mesa y se dejó caer en la silla de Gutzmann.

Los capitanes se quedaron petrificados.

—Mi señor —dijo Halmer—, ésa es la silla del general.

Caspar se encogió de hombros.

—Yo soy un general, ¿no?

—Sí, pero no…

Las grandes puertas dobles del salón se cerraron con un impacto atronador detrás de ellos. Reiner y los demás se volvieron a mirar. Por la puerta lateral entraron hombres armados que los rodearon.

—¿Qué significa esto? —preguntó el capitán Vortmunder.

Caspar sonrió.

—Significa que ahora tengo derecho a sentarme en esta silla.

Vortmunder avanzó un paso.

—Pero vos erais amigo del general. Estaba ayudándoos…

—Y el general está muerto —lo interrumpió Caspar, y suspiró—. De todos modos, estaba cansándome de tantas dilaciones. Tantas vacilaciones. De tener que mendigar el oro de Gutzmann y hacer promesas extravagantes para conseguirlo. —Se inclinó hacia adelante—. Ahora ya no tengo necesidad de esos compromisos. Ya no tengo que comprar los huevos de oro porque, desde este momento, tengo la gallina que los pone. —Se echó a reír—. ¡Este es el mejor de los mundos! Con la mina y el fuerte en mi poder, mi hermano no resistirá durante mucho tiempo. ¡Gobernaré Aulschweig, y poco después, todos los principados!

—¡Cerdo! —gritó un capitán de caballeros—. ¡Rompéis el tratado!

—¡El Imperio os destruirá! —lo amenazó Vortmunder.

—¡No saldréis con bien de ésta! —dijo Halmer.

—El Imperio nunca lo sabrá —respondió Caspar—, porque nadie saldrá de aquí. Además, mientras continúe enviando a Altdorf unos pocos cargamentos de oro, no se molestarán en preguntar quién los envía. —Sonrió—. Y si algún día se enteran de quién tiene el paso en su poder, ya será demasiado tarde porque para entonces yo habré construido mi propio imperio.

—Sois un demente —le espetó Vortmunder—. No sois más que una mera garrapata en la espalda del Imperio. Vos…

Caspar se puso en pie de un salto.

—¡No toleraré que se me insulte en mi propia roqueta! —gritó—. Volved a hablarme de esa manera y os matarán de un tiro. —Volvió a sentarse tras recobrar la compostura—. Bien. Se os retendrá como rehenes para garantizar el buen comportamiento de vuestros hombres hasta que yo decida cómo me desharé de ellos.

Reiner observaba cómo los capitanes hervían de impotente ira mientras Caspar exponía sus órdenes y condiciones. Apretaban los puños. Los ojos se les desorbitaban de furia. Estaban demasiado encolerizados para pensar, demasiado indignados por el grave insulto al Imperio para examinar la situación. En cualquier momento, uno de ellos podría explotar y decir algo que hiciera que los mataran a todos. Reiner no quería morir. Había que hacer algo. Se inclinó para susurrar al oído a Halmer. Pasado un momento, el capitán de lanceros asintió con la cabeza.

—Mi señor —dijo al tiempo que avanzaba un paso—. Lamento informaros que llegáis demasiado tarde. En el plazo de un mes, Altdorf enviará un destacamento para reforzar la guarnición.

—¿Qué decís? —preguntó Caspar al tiempo que se erguía en la silla—. ¿Qué?

—Se envió un mensajero antes de que nos marcháramos de la mina, mi señor —replicó Halmer—, para informar a Karl-Franz de la batalla contra los hombres rata y pedir refuerzos. En cuanto llegue a Altdorf, una guarnición completa partirá hacia aquí. Y aunque bien podríais defender el fuerte contra ese regimiento, no podréis retenerlo ante el que llegará detrás del primero. El Imperio es implacable contra sus enemigos, como bien sabéis. No se detendrá hasta que os haya borrado de la faz de la tierra.

Caspar se puso rojo y se volvió a mirar a uno de sus capitanes.

—Enviad un destacamento a perseguir a ese mensajero. Habrá muerto antes de que salga de las montañas.

—Tal vez, mi señor —dijo Halmer con serenidad—. Y tal vez no. Lleva bastante ventaja. —Tosió—. Tengo otra sugerencia que podríais encontrar adecuada.

Caspar lo miró con furia.

—¿Pensáis establecer un acuerdo conmigo? ¡Sois mis prisioneros!

—Es sólo una sugerencia, mi señor. Podéis hacer con nosotros lo que os plazca.

—Hablad —le espetó Caspar.

—Podéis, mi señor, permitir que un segundo mensajero sea enviado tras el primero para informar a Altdorf de que estáis defendiendo el fuerte en su nombre. Que después de que el comandante Shaeder traicionara al general Gutzmann con los hombres rata y, en consecuencia, el fuerte se perdiera, vos intervinisteis y nos salvasteis.

Vortmunder se volvió a mirar a Halmer con ojos desorbitados.

—¡¿Qué horrible mentira es ésta?! ¡No necesitábamos ninguna ayuda! ¡Derrotamos a los hombres rata! ¡Retuvimos el fuerte!

—Pero ya no lo retenemos, capitán —dijo Halmer—. ¿Preferís perder el fuerte para conservar el orgullo, o servir al Imperio con vuestra humildad? —Se volvió a mirar a Caspar—. Os pido disculpas, mi señor. Como iba diciendo, podéis enviar a Altdorf un mensaje para decir que nos habéis salvado, y que retendréis el fuerte para Karl-Franz hasta que puedan llegar refuerzos, con el fin de que la frontera sur del Imperio continúe siendo segura.

Caspar sonrió burlonamente.

—¿Y por qué iba a hacerlo? ¿Por qué iba a besar el granujiento trasero de Karl-Franz?

Los capitanes se irguieron con enojo al oír esto, pero Halmer se limitó a sonreír.

—Porque, mi señor, del mismo modo que la venganza del Imperio es implacable, su benevolencia es ilimitada. A cambio de vuestra ayuda en este asunto, el benévolo Imperio os apoyará contra vuestro hermano y, muy probablemente, en vuestras ambiciones contra los otros principados de la región. Hace siglos que Altdorf anhela que haya más estabilidad en la frontera sur.

Caspar se recostó en el respaldo de la silla con el entrecejo fruncido. Reiner se dio cuenta de que su naturaleza suspicaz batallaba con la codicia y la ambición. Sonrió. Sabía cuál de esos combatientes era el que ganaba siempre en el caso de un hombre como Caspar. Intercambió una mirada con Halmer y asintió con la cabeza. El capitán había hecho un trabajo magistral. No había planteado ninguna exigencia ni proferido amenaza alguna. Había dicho con total exactitud lo que Reiner le había susurrado. Un plan razonable presentado por un hombre razonable.

Tras un largo momento, Caspar asintió.

—Muy bien, enviad al mensajero. Pero seréis retenidos como rehenes en Aulschweig. Si Altdorf me traiciona, moriréis todos. ¿Me habéis entendido?

Halmer y los demás asintieron con la cabeza en alto. Sabían que, en realidad, el Imperio iría a buscar la cabeza de Caspar, y que Caspar los mataría por traicionarlo, pero eran caballeros del Imperio. Estaban dispuestos a hacer ese sacrificio.

Reiner, por otra parte, no lo estaba.

—Eh…, capitán —le dijo a Halmer—, me sentiré honrado si se me permite llevar el mensaje a Altdorf.