19: ¡Todos deben morir!

19

¡Todos deben morir!

Reiner, Dag y Gert corrieron escalera arriba hacia el matacán mientras los sargentos llamaban a los destacamentos de pistoleros y espadachines para que defendieran la puerta situada debajo. Los pistoleros disparaban a través del rastrillo interior contra los hombres rata que lograban pasar entre los barrotes del exterior. El matacán tenía dos gruesas puertas con bandas de hierro que se abrían a izquierda y derecha de las almenas. No había otras aberturas. Cuando llegaron, Reiner se puso a escuchar a través de la puerta sur. Oía a los capitanes que aporreaban inútilmente la puerta norte y exigían que los del interior los dejaran entrar. Había una escalerilla de hierro atornillada a la pared. Alzó los ojos hacia ella y se volvió a mirar a los demás.

—Dag, quédate aquí. Gert, ¿puedes subir al tejado?

Gert frunció el entrecejo.

—No estoy tan gordo, capitán —respondió, y comenzó a subir por la escalerilla.

Franka fue la primera en regresar con un rollo de cuerda colgado de un hombro y un morral lleno de heno en una mano.

—Bien, muchacho. Eh… perdón —dijo Reiner—. Ahora átate la cuerda alrededor de la cintura.

—¿Qué? —Franka pareció alarmada.

—No tendrás miedo a las alturas, ¿verdad?

—No, pero…

—Una vez conocí a un tipo ágil como un mono que estaba con una banda de ladrones que entraban por las ventanas de arriba de las casas. Se ganaba la vida así. Venga, déjame que te la ate.

Karel fue el siguiente en llegar, con un barrilete de pólvora sujeto entre los brazos como si fuera un bebé.

—Ahora echa tanta pólvora como puedas dentro del heno —dijo Reiner—. Pero no la aprietes.

Pavel y Hals aparecieron corriendo justo cuando Karel acababa. Hals llevaba dos frascos de aceite para lámparas y Pavel una gran olla de hierro con una grasera dentro.

Reiner sonrió.

—Excelente. Pavel, unta el morral con un poco de grasa. Hals, echa el aceite en la olla.

Pavel hizo una mueca pero sacó un poco de grasa con la daga y la untó en el morral mientras Hals llenaba la olla. Cuando acabó, Reiner cogió el morral, lo metió en la olla y lo empujó hacia abajo con el extremo posterior de la lanza de Pavel hasta que el heno y el cuero quedaron saturados del volátil aceite.

Cuando Reiner sacaba el morral, Pavel alzó la cabeza.

—Los cañones han dejado de disparar.

Reiner ladeó la cabeza. Era verdad. Los cañones de la gran muralla sur guardaban silencio.

Hals sonrió.

—Ese es nuestro Jergen. Dejad que hable su espada.

Reiner colgó el goteante morral de la punta de la lanza. Las emanaciones le hicieron llorar. Se puso de pie.

—Hals, Pavel, Karel, quedaos aquí con Dag, preparados para entrar cuando los villanos salgan corriendo. Franka, sube la escalerilla. Yo te pasaré el arma.

Franka le echó una mirada de soslayo mientras subía.

—Esto cada vez me gusta menos.

Reiner le dio la lanza y luego subió también, con la antorcha en la mano. Avanzó hasta el borde del tejado que daba al patio y miró hacia abajo. Franka se reunió con él y silbó. Estaban a mucha distancia del suelo.

—Lo lamento, amada mía —dijo Reiner—. Tú eres la más ligera.

Le dio a Gert el otro extremo de la cuerda que la sujetaba.

—Mantenla tirante, y déjala ir con lentitud cuando yo te lo diga.

Gert la tensó.

—Sí, capitán.

Reiner se volvió a mirar a Franka.

—¿Preparada?

Franka hizo el signo de Myrmidia y avanzó hasta la pared, donde se situó de espaldas al patio, con la lanza extendida a un lado.

—Preparada.

Reiner cruzó los dedos como signo dedicado a Ranald, y puso la antorcha debajo del morral. El aceite prendió con una ligera detonación y del morral se alzó una bola de fuego seguida de un negro humo aceitoso.

—Abajo.

Franka retrocedió hasta apoyar los pies en la pared mientras Gert le daba cuerda y, bajo la atenta mirada de Reiner, descendió lentamente caminando por el muro con el morral rugiendo y humeando en el extremo de la lanza como un cometa inmundo. También la observaban todos los soldados del patio; los rostros vueltos hacia lo alto de pistoleros y lanceros fruncían el entrecejo con desconcierto.

Al cabo de unos pasos más, Franka quedó a la altura de las troneras.

—¡Ahora! ¡Ahora!

Franka metió la punta de la lanza en la tronera de la izquierda. Por un momento, Reiner pensó que estaba todo perdido cuando el morral quedó atascado entre los barrotes, pero Franka retiró la lanza y empujó el paquete en llamas a través de ellos como un mosquetero que metiera un taco en el cañón del arma.

La violencia de los movimientos hizo que Franka perdiera pie y se estrellara contra el muro, momento en que dejó caer la lanza.

—¡Arriba! —gritó Reiner por encima del hombro—. ¡Súbela!

Gert se puso a tirar. Reiner extendió un brazo y cogió una muñeca de Franka cuando ésta rebotaba contra la áspera pared.

—¿Ha salido bien? —preguntó Gert cuando Franka cayó sobre el tejado.

Reiner miró hacia abajo. El humo negro comenzaba a salir por las troneras del matacán, y los gritos y toses llegaban hasta él. Sonrió.

—Creo que sí. ¡Atención a las puertas! —gritó.

Ayudó a Franka a levantarse y los tres se acercaron a la escalerilla y miraron hacia abajo. Tras un frenético girar de aldabas y raspar de barras, la puerta se abrió súbitamente y tres Portadores del Martillo salieron a toda prisa entre jadeos y arcadas, acompañados por una gran nube de negro humo grasiento. No estaban de humor para luchar, y Karel, Pavel y Hals se limitaron a empujarlos para que continuaran caminando mientras tosían y lloraban.

Reiner oyó que la puerta sur también se abría de golpe y los hombres que estaban fuera gritaban. Bajó la escalerilla y cogió la lanza de Hals para luego entrar corriendo en la sala al tiempo que se agachaba y se cubría la boca y la nariz. El morral en llamas estaba debajo de las troneras que daban al patio. Lo ensartó con la lanza y corrió de vuelta a la puerta, con los ojos llorando, para lanzarlo por encima de las almenas.

—¡Adentro, muchachos! —dijo entre toses mientras los llamaba con gestos—. ¡Accionad los tornos!

Los Corazones Negros entraron corriendo hacia las grandes ruedas con radios que alzaban los dos rastrillos. Se pusieron a trabajar con ahínco, tirando de los radios de las ruedas con todas sus fuerzas, y desde el patio de abajo les llegó una aclamación.

Los capitanes, con Vortmunder a la cabeza, entraron corriendo en la sala por la puerta sur.

—¡Meyerling! —gritó—. ¡Por fin aparecéis! ¡Buen trabajo! Os descontaré un día de faena en los establos por esto.

Reiner saludó.

—¡Gracias, capitán! ¿Puedo sugeriros que regreséis junto a vuestra compañía? Tendréis el camino despejado dentro de un momento.

—¡Muy bien! Continuad.

Justo entonces, los vítores del patio se transformaron en gritos de alarma. Reiner, Vortmunder y los otros capitanes corrieron al exterior para mirar por encima de la muralla. Por debajo del rastrillo que se alzaba con lentitud estaba deslizándose una marea de hombres rata. Los pistoleros retrocedían mientras una compañía de espadachines corría a enfrentarse con la invasión. El acero chocó contra el acero.

Vortmunder se volvió a mirar a Reiner.

—Alzadlo tan rápido como podáis, cabo, para que podamos cargar —dijo, y se marchó corriendo con los otros capitanes.

Reiner corrió al interior del matacán.

—Empleaos a fondo, muchachos. Tenemos…

—¡¿Qué es esto?! —gritó una voz—. ¿Quién desobedece mis órdenes?

Reiner alzó la mirada. De pie en la puerta sur había una figura demente. Reiner tardó un momento en darse cuenta de que era Shaeder. Tenía el pelo gris en desorden y los ojos desorbitados. Parecía haber envejecido diez años en una noche. Entró en la sala con la espada desenvainada. Los Portadores del Martillo que habían retenido el matacán entraron detrás de él, al igual que un ceñudo capitán de blancas barbas.

—¡Bajad los rastrillos, malditos! —gritó Shaeder, y le lanzó una estocada a Dag que, con una sola mano, tiraba de la rueda de la izquierda junto con Gert y Franka.

—¡Lárgate, imbécil! —le espetó Dag, y le dio un puñetazo en la nariz con la mano herida mientras los otros se volvían y desenvainaban las armas. Las ruedas se detuvieron.

Shaeder retrocedió entre maldiciones mientras la sangre le resbalaba por los labios.

—¿Cómo te… te atreves a hacerme esto? Campesino. —Le clavó la espada a Dag en el pecho. Una punta de acero salió por la espalda del muchacho, que sufrió una convulsión, vomitó sangre y luego alzó la cabeza y le dedicó una sonrisa burlona de dientes ensangrentados.

—Que te jodan —dijo, y hundió los dos dedos que le quedaban en los ojos de Shaeder.

Shaeder bramó y retrocedió llevándose las manos a la cara. Dag cayó al suelo, flojo como una muñeca de trapo. Estaba muerto. Al ver aquello, Reiner sintió una inesperada punzada de tristeza. Desde que conocía a Dag, había dedicado todo su tiempo a intentar librarse de él. El muchacho era un loco peligroso, pero muerto le inspiraba un extraño cariño. Rió tristemente para sí. Era lo mejor, en realidad. Valía más que Dag estuviera muerto y él lo echara de menos, que tenerlo correteando por ahí y causando estragos.

Shaeder y los Portadores del Martillo atacaron a los Corazones Negros que estaban junto a las ruedas. Shaeder blandía la espada como un loco, medio ciego. Los Corazones Negros se defendían. Del patio les llegó un grito de consternación cuando las ruedas comenzaron a girar hacia atrás.

—¡Maldito seáis, Shaeder! —Reiner corrió hacia él y lo acometió con la espada. Paró la hoja de Shaeder antes de que cayera sobre la cabeza de Pavel—. ¡Gert! ¡Hals! ¡Franka! Continuad con las ruedas. ¡Los demás, cubridlos! —Los Corazones Negros se pusieron a la tarea mientras Reiner atacaba a Shaeder con salvajes estocadas—. ¿Qué os sucede? ¡Debemos atacar!

Shaeder hizo retroceder a Reiner con un golpe de revés. Tenía las escleróticas inyectadas en sangre.

—¡No! ¡Debemos morir! ¡Todos deben morir!

—Estáis loco. Aún podemos ganar. —Reiner paraba tajos desesperadamente. Loco o no, Shaeder continuaba siendo mejor espadachín que él, y el frenesí le confería fuerza.

—¿Y dejar que Altdorf se entere de esto? —La saliva volaba de los labios de Shaeder con cada palabra—. Nadie debe sobrevivir para llevar la noticia. No lo entenderán. ¡No comprenderán que es Gutzmann el traidor y yo el patriota! ¡Nos quedaremos aquí hasta que los hombres rata acaben con nosotros!

Los Portadores del Martillo le lanzaron miradas inquietas, y sus espadas vacilaron.

—¿No estamos esperando a que derroten a Gutzmann? —preguntó el capitán de barba blanca—. Dijisteis que Aulschweig acudiría con refuerzos.

—Dije lo que había que decir.

Reiner sonrió burlonamente.

—¿Así que sacrificaréis a toda una guarnición para ocultar vuestras estúpidas manipulaciones? Sois peor que un traidor. Sois un inútil como general.

Los ojos de Shaeder enloquecieron.

—¡Villano! ¡Retirad esa calumnia! —Se lanzó hacia adelante con una estocada salvaje. Reiner paró la hoja de Shaeder con el puño de la espada, y el hombro del comandante le golpeó el pecho. El oficial manoteó en busca de la daga.

Reiner encajó un pie entre ambos y empujó con todas sus fuerzas. Shaeder salió despedido hacia atrás mientras movía los brazos para recobrar el equilibrio. Se detuvo en la puerta. En realidad, algo lo detuvo. La entrada estaba llena de oscuras figuras encorvadas.

Shaeder miró hacia atrás mientras unas manos con garras lo cogían por los brazos y las piernas.

—¿Quién…?

Reiner, los Corazones Negros y los Portadores del Martillo se quedaron mirando mientras una dentada hoja de bronce salía de detrás del comandante y le cortaba el cuello de oreja a oreja. Los hombres rata pasaron por encima del cuerpo y entraron en la sala antes de que la sangre comenzara a manar.

Se oyó un grito en el patio.

—¡Están pasando por encima de las murallas!

Los Portadores del Martillo se situaron hombro con hombro con los Corazones Negros para hacer frente a la carga de los hombres rata. Hals, Franka y Gert dejaron las ruedas para ayudarlos.

—¡No! —Reiner avanzó corriendo—. ¡Continuad haciéndolas girar! ¡Nosotros los contendremos!

Hals maldijo.

—Pero capitán…

—Tú tienes la espalda más fuerte, muchacho. —Al unirse a la línea de defensa, Reiner abrió el cráneo de un hombre rata hasta los curvos dientes frontales —. ¡Empujadlos hacia fuera! ¡Franka! ¡Cierra la otra puerta!

Franka corrió a la puerta norte, la cerró y le echó el cerrojo mientras Hals y Gert tiraban de las ruedas. Con sólo un hombre en cada una, alzaban los rastrillos apenas unos centímetros con giro.

Reiner se encontró luchando junto al capitán de los Portadores del Martillo.

—Os lo juro —le aseguró el capitán—. Os juro que no lo sabíamos.

Los hombres rata se apiñaban en torno a ellos e intentaban llegar hasta las ruedas para cortar las cuerdas. Reiner mató a uno de un tajo y lanzó a otro hacia atrás de una patada. Karel bloqueó una alabarda de bronce y mató a su portador. Pavel blandía la lanza como si fuera una pica y partía cabezas a diestro y siniestro. Los Portadores del Martillo asestaban estocadas y tajos como posesos. Uno cayó empalado por una lanza con punta de garfio. Reiner temía que todo fuese en vano. Cada vez eran más los hombres rata que se deslizaban a través de la puerta.

Una flecha se clavó en el ojo de un hombre rata que acometía a Reiner con un machete, y se desplomó entre chillidos.

—Franz —gritó Reiner por encima del hombro—. ¡Vuelve a la rueda!

—No, capitán —respondió Franka.

Otra flecha se clavó en la garganta de una alimaña.

Reiner gruñó. Incluso con las flechas de ella, era seguro que los derrotarían. Pero justo en el momento en que pensaba esto, los hombres rata que aún ocupaban la puerta comenzaron a darse la vuelta entre chillidos. Desde las almenas llegaron gritos de guerra que resonaron dentro de la sala.

—¡Por Gutzmann!

—¡Por el Imperio!

El corazón de Reiner saltó de alegría. ¡La compañía de espadachines de la roqueta! Alzó la voz para responder.

—¡Por el Imperio! ¡Por Gutzmann!

Los demás se unieron al grito.

—¡Por Gutzmann! ¡Por el Imperio!

En el exterior, los espadachines rugieron.

Reiner vio que una ola de pánico recorría a los hombres rata al darse cuenta de que estaban atrapados entre dos destacamentos. Empezaron a lanzar tajos hacia todas partes, frenéticos, y a herir a sus camaradas con la misma frecuencia que a los enemigos. Reiner sufrió un salvaje tajo en un antebrazo, y retro cedió.

—¡Avanzad como un solo hombre! —gritó el oficial de los Portadores del Martillo que, junto con los Corazones Negros, obedecieron al tiempo que atacaban a los hombres rata al unísono hasta que las alimañas empezaron a pelear entre sí para salir y colisionaron con las que luchaban para entrar. A través de la puerta, Reiner vio a los espadachines en las almenas que contenían a una oleada de hombres rata que trepaban por las murallas.

—¡Franz! ¡La puerta!

—Sí, capitán.

Mientras Reiner y los demás hacían retroceder a los hombres rata hacia la entrada, Franka los flanqueó y se metió detrás de la puerta para cerrarla. Reiner se situó al borde para defender a la muchacha y ayudarla empujando con un hombro, pero había demasiados hombres rata en el camino.

Reiner hizo un gesto a los Corazones Negros y a los Portadores del Martillo.

—¡Saltad atrás! ¡Todos a la vez!

Pavel lo miró con el entrecejo fruncido.

—¿Eh?

—¡Confía en mí, maldito! ¡Saltad atrás! ¡Ahora!

Los Corazones Negros obedecieron y los Portadores de Martillo sólo se retrasaron un paso. Los hombres rata de la entrada, al quedarse repentinamente sin resistencia delante, entraron en la sala dando traspiés.

—¡Ahora!

Franka y Reiner empujaron la puerta al mismo tiempo y casi lograron cerrarla antes de que chocara contra la multitud de hombres rata que había al otro lado. Empezó a abrirse otra vez. Los Portadores del Martillo avanzaron hacia los hombres rata que estaban en el centro de la sala. Pavel y Hals pasaron en torno a ellos y cargaron contra la puerta, que se cerró de golpe. En el exterior, un hombre rata chilló. Reiner miró al suelo, donde vio una pelada cola rosada acabada de cortar.

Reiner echó el cerrojo y Franka colocó la barra. Regresaron corriendo a las ruedas junto con Pavel y Hals mientras los Portadores del Martillo acababan con los hombres rata restantes. Los Corazones Negros dejaron caer las armas y se pusieron a tirar de los radios de las ruedas con toda el alma. Un momento después se les unieron los Portadores del Martillo.

Un rugido de triunfo se alzó del patio cuando las ruedas llegaron al tope y se detuvieron. Los rastrillos estaban abiertos por fin. Una corneta tocó a carga y los cascos de los caballos resonaron en el patio.

Reiner trabó la rueda y suspiró de alivio. Gert hizo lo mismo con la otra. Los Corazones Negros corrieron a las troneras, pero no pudieron ver nada. Franka corrió a la puerta sur y la abrió. Los Corazones Negros y los Portadores del Martillo salieron al exterior y miraron por encima del parapeto con el cuello estirado para ver qué sucedía abajo. Los lanceros ya habían atravesado la puerta y giraban a la izquierda para dirigirse hacia el grueso círculo de hombres rata que rodeaba a los vapuleados restos de la formación en cuadro de Halmer. Los pistoleros iban justo detrás y describían un amplio arco para rodear a los hombres rata. A continuación iba un torrente de piqueros, en formación de diez en fondo, que cargaban a la carrera. Los Corazones Negros y los Portadores del Martillo se unieron a los vítores de los espadachines de lo alto de las murallas.

Las compañías chocaron contra el flanco de los hombres rata con un triple impacto devastador, y toda la forzada inacción y contenida cólera estallaron en furia sedienta de sangre. Las alimañas caían ante ellos como hierba pisoteada, aplastadas por los cascos de los caballos de los lanceros, acribilladas a balazos por los pistoleros y empaladas por filas y más filas de piqueros.

Aquello fue demasiado. Los hombres rata habían esperado que la batalla acabara casi en el mismo momento de comenzar. En cambio, habían luchado contra los soldados de Halmer hasta quedar paralizados durante más de un cuarto de hora bajo una constante y cerrada lluvia de saetas de ballesta disparadas desde las murallas de la roqueta, y ahora había soldados nuevos que los acometían por la retaguardia. Las alimañas dieron media vuelta y huyeron ante la carga. Al verlas en fuga, las demás también escaparon, y al cabo de poco todo el ejército de hombres rata se retiraba en desorden, algunos a cuatro patas, completamente derrotados, con los lanceros y pistoleros tras ellos.

Reiner habría apostado a que los hombres de Halmer darían el día por acabado y dejarían que sus camaradas acabaran el trabajo pero, para su sorpresa, se unieron a los piqueros y siguieron a la caballería a paso ligero hacia el norte. Como mínimo lo hicieron los que aún estaban en pie. Según el cálculo de Reiner, al menos la mitad de los hombres que habían entrado en el fuerte con Halmer yacían muertos o heridos al pie de la muralla de la roqueta. Otros estaban demasiado cansados para moverse y se sentaron casi sin fuerzas entre los cuerpos destrozados y visceras esparcidas de amigos y enemigos.

Hals lanzó un profundo suspiro.

—Así que lo hemos conseguido.

Reiner asintió con la cabeza y cerró los ojos. Se recostó contra las almenas.

—Sí. Bien hecho, muchachos. Bien hecho.

—Vale más que Manfred nos dé las gracias por esto —dijo Pavel.

—Sí —convino Franka.

—No es el trabajo que nos mandó hacer, eso es seguro —dijo Gert.

—¡Por Sigmar! —exclamó Karel. Reiner pensó que estaba a punto de arrodillarse para rezar, pero el muchacho sollozó y sufrió una arcada—. ¡No, por Sigmar, se los están comiendo!

—¿Qué sucede? —Reiner abrió los ojos—. ¿Quién está comiéndose a quién?

Karel miraba por encima de la muralla.

—Las ratas. Están comiéndose a los muertos.

—¿Las ratas? —preguntó Reiner, que se volvió a mirar junto con los demás—. ¿Los hombres rata?

—No. Ratas. Ratas grandes.

Franka se atragantó.

—¡Están comiéndose a Matthais!