18: Armas al hombro

18

Armas al hombro

Poco rato después, el coronel de infantería Nuemark salió de la tienda con los cuatro capitanes de infantería detrás de él. Estaba sudando a pesar de que la noche era fría. El mensajero que se había llevado al interior brillaba por su ausencia.

Dijo algo a los capitanes de caballería. Luego montó en su caballo y esperó mientras los capitanes enviaban a los cabos a buscar a los lanceros y caballeros para que se situaran junto a los soldados de infantería que estaban levantándose y volviéndose hacia él por orden de los sargentos.; Cuando estuvieron todos reunidos, Nuemark saludó a las tropas y se aclaró la garganta.

—Amigos. Cantaradas. Hemos sido traicionados por alguien a quien queríamos con todo nuestro corazón. Nuestro desplazamiento hasta aquí fue un truco llevado a cabo por el general Gutzmann. No existe ejército alguno que avance desde Aulschweig. El general se ha vuelto contra nosotros y se ha aliado con un ejército de monstruos. El fuerte ha sido invadido.

Entre las tropas se alzó un murmullo que se transformó rápidamente en un rugido de incredulidad y cólera.

—¡Estáis loco, Nuemark! —gritó un mosquetero.

El coronel agitó una mano para pedir silencio.

—¡Es verdad! Acabo de recibir un mensaje del fuerte. El general Gutzmann ha atacado el fuerte a la cabeza de un ejército inhumano. Shaeder lo ha defendido lo mejor que ha podido, pero con sólo la mitad de la guarnición no logró contener el ataque. Se ha perdido.

El rugido se transformó en aullido y los soldados, tanto los de infantería como los de caballería, avanzaron. Sólo las maldiciones y puñetazos de sargentos y cabos los contuvieron.

—Creedme —gritó Nuemark, a quien le temblaban las manos—. Me siento tan agraviado y ultrajado como vosotros. Pero no podemos vencer. Debemos retirarnos a Aulschweig y ayudar al barón Caspar a defender la frontera hasta que podamos enviar un mensaje a Altdorf y lleguen refuerzos.

—¡Si el general Gutzmann ha tomado el fuerte —gritó un caballero—, entonces estamos con el general Gutzmann, sin importar de parte de quién esté!

—¡Estúpidos! ¡No lo entendéis! ¡El general Gutzmann está muerto! —bramó Nuemark—. ¡Asesinado por sus viles aliados!

El aullido disminuyó hasta convertirse en un murmullo cuando los soldados oyeron esto. Estaban aturdidos. Se preguntaban unos a otros si podía ser verdad algo tan imposible.

De ese murmullo se alzó otra voz.

—¡El general Gutzmann no está muerto! —gritó—. ¡El fuerte no está perdido!

Los soldados se volvieron. Nuemark y sus capitanes alzaron la mirada.

Un caballero montado tomaba la curva en torno al grupo de árboles y sujetaba en alto una lanza que llevaba atados pendones azul y blanco. Lo precedían dos hombres y lo seguía un grupo desastrado. Cuando salieron a la luz, los soldados aclamaron al general Gutzmann.

Reiner, que llevaba al caballo de la brida, volvió a hablar en voz alta.

—¡Vuestro general está aquí, muchachos! ¡Para conduciros contra las alimañas que atacan el fuerte! ¡Y contra el cobarde Shaeder que nos ha traicionado a todos!

Los vítores resonaron en la montaña. Reiner vio al capitán Halmer, a Matthais y su compañía al frente de los soldados que hacían lo que les habían ordenado y pedían a gritos la cabeza de Shaeder. Buenos hombres.

Nuemark los miraba fijamente, boquiabierto. Los capitanes de infantería estaban igual que él. Reiner sonrió. ¿Había habido jamás una entrada tan perfectamente oportuna? ¿Había escrito el gran Sierck una escena tan conmovedora? Era perfecta. Una obra maestra que valía cada momento de sudor y espantoso esfuerzo frenético. Porque no había sido fácil. Gutzmann estaba petrificado por el rigor mortis y se habían visto obligados a romperle las extremidades para ponerle la armadura de Matthais. Habían tenido que limpiarle la cara y cortarle los párpados para que los ojos permanecieran abiertos. Matthais lloró. Karel había vomitado.

Atar al general al segundo caballo de Halmer también había sido más difícil de lo que esperaban. Pesaba una tonelada y tendía a caer hacia un lado. Por fortuna, la capa de Matthais era para clima invernal, larga y gruesa, y ocultaba una multitud de cuerdas, correas y tirantes. Desgraciadamente, la cabeza del joven era más pequeña que la de Gutzmann, y tuvieron que encajarle el casco del modo más cruel. Sin embargo, era de esencial importancia. La artimaña no habría dado resultado a plena luz, ni siquiera a la oscilante luz de las antorchas, así que necesitaban las sombras del casco para ocultar la inmovilidad del rostro de Gutzmann.

—¡Conducidnos, general! —gritó un lancero—. ¡Llevadnos al fuerte!

Reiner tragó. Ahora venía la parte más difícil. Alzó la voz.

—El general ha sufrido terribles heridas cuando defendía el fuerte y no puede hablar ni luchar, pero aún puede cabalgar. ¡Os conducirá al fuerte! ¡Será vuestro comandante! ¡Montad, caballeros y lanceros! ¡Montad, pistoleros! ¡Armas al hombro, piqueros, espadachines y mosqueteros! ¡Tenemos una batalla que ganar!

Los soldados lo aclamaron.

—¡Esperad! —gritó Nuemark, intentando desesperadamente hacerse oír por encima de los vítores. Parecía completamente perdido ante la situación—. No nos atrevemos… Nosotros… ¡Esto es una locura! ¡Han tomado el fuerte, os digo! No podemos esperar vencer, ni siquiera con el general al mando. ¡Debemos retirarnos!

—No lo escuchéis —gritó Matthais—. ¡Está de parte de Shaeder! Él también nos traiciona.

—¡Mentira! —chilló Nuemark—. ¡Sólo os insto a ser prudentes!

—Y mirad con quién nos ha traicionado —dijo Reiner, y le hizo un gesto de asentimiento a Franka, que se encontraba detrás del caballo de Gutzmann. Ella retrocedió al tiempo que tiraba discretamente de una cuerda que pasaba por debajo de la capa del general. Un brazo de Gutzmann se alzó, un poco mecánicamente pero al menos se alzó, pensó Reiner lanzando un suspiro de alivio. Colgada de la mano del general estaba la ensangrentada cabeza del hombre rata.

—¡Mirad qué inmundos monstruos matan a nuestros hermanos mientras hablamos!

Los soldados contemplaron con repulsión la cabeza de aguzado hocico y largos colmillos, cubierta de sarnoso pelaje marrón. Los negros ojos brillaban con malignidad a la luz de las antorchas y, extrañamente, parecían más vivos que los de Gutzmann.

—¡Los hombres rata! —gritó Reiner—. ¡Los hombres rata son reales! ¡Están asesinando a nuestros camaradas!

Los soldados bramaron de miedo y cólera. El capitán Halmer y Matthais montaron sus caballos y avanzaron hasta situarse junto a Gutzmann mientras Reiner hacía que el caballo del general diera media vuelta y Franka le bajaba el brazo.

—¡Formad! —gritó Halmer—. ¡Formad detrás de vuestro general, muchachos! ¡Marchamos hacia el fuerte, y hacia la victoria! —Le hizo un guiño a Reiner cuando los hombres lo aclamaron y comenzaron a formar—. Buen trabajo, pistolero. Tenéis talento para las mascaradas. Ahora lo llevaré yo.

Reiner asintió con la cabeza para ocultar la sonrisa. El capitán no estaba dispuesto a permitir que Reiner fuese la voz de Gutzmann durante un segundo más de lo necesario. Se apartó mientras Halmer comenzaba a darle órdenes a uno de los lanceros de Matthais.

—Skelditz, cabalgad hasta Aulschweig y recordadle al conde Caspar el juramento de ayudar a defender las fronteras del Imperio. Pedidle que traiga tantos hombres como pueda, con toda la rapidez posible.

Mientras deambulaba por las filas en busca de los Corazones Negros, Reiner vio a Nuemark delante de la tienda, encorvado sobre el caballo. Tenía los ojos clavados en el suelo mientras los capitanes lo abandonaban uno a uno para tomar el mando de sus compañías.

Los Corazones Negros estaban formando en la última fila de la primera compañía de piqueros, y Reiner se unió a ellos.

—¿No cabalgáis con los pistoleros, capitán? —preguntó Hals.

—No hay cuidado —respondió Reiner—. No quiero ser de los primeros en entrar. Si pensara que podíamos salir con bien del asunto, esperaría aquí hasta que todo acabara. Ya hemos cumplido con nuestra parte.

—No, gracias —dijo Pavel, que sonrió al tiempo que se tocaba el lugar que había ocupado la oreja que le faltaba—. Les debo a las ratitas unas cuantas orejas cortadas. Quiero echarles mano.

—Sí —asintió Karel—. También yo.

—Y yo —añadió Gert.

Jergen asintió con la cabeza.

—¡Eh, capitán! —llamó una voz.

La compañía se volvió. Dag avanzaba dando traspiés hacia ellos, agitaba una mano y sonreía. Tenía un ojo negro y le faltaba un diente.

—Lo hice bien, ¿eh? —dijo echando a andar junto a ellos.

Reiner se sonrojó.

—Sí, ha dado resultado. Eh… lamento que te hayan maltratado.

Dag se encogió de hombros.

—Lo he pasado peor. —Se señaló el ojo amoratado—. Y le rompí tres dedos al que me hizo esto, así que me lo cobré.

—Bueno, eso es un consuelo. —Reiner apartó la vista e intercambió miradas incómodas con los otros. El muchacho no parecía tener la más leve sospecha de que Reiner lo había enviado a morir.

* * *

En la vanguardia, Matthais se llevó la corneta a los labios y se oyó el toque de avance, momento en que la columna se puso en marcha. Reiner gimió cuando los soldados de infantería se lanzaron a paso ligero tras la caballería. No recordaba cuándo había descansado por última vez. Parecía haber pasado una década desde que escaparon de la celda de la roqueta, sin parar ni un momento de correr, luchar y escabullirse desde entonces. ¡Ah, qué no daría por la tranquila vida de un jugador!

Los piqueros, por su parte, estaban descansados y ansiosos por entrar en acción, motivados por la presencia del general Gutzmann en la vanguardia. Completaron el viaje de regreso al fuerte en la mitad del tiempo que habían tardado los Corazones Negros, y Reiner, Gert y algunos de los otros estaban jadeando cuando Halmer aminoró el paso a media legua del fuerte.

Reiner miró hacia adelante. Un trío de hombres heridos y con la ropa hecha jirones le habían hecho señas a la columna y ahora caminaban a paso ligero junto al capitán y le hablaban con tono apremiante. Halmer asintió con la cabeza y saludó. Los hombres se apartaron a un lado y observaron pasar la columna.

Reiner los llamó.

—¿Qué nuevas hay, muchachos?

—Malas, señor —dijo uno de ellos, un tipo flaco que tenía un brazo herido—, muy malas. Los hombres rata tienen todo el fuerte salvo la roqueta y el cuerpo de guardia principal. Incluso la gran muralla sur está en su poder. Y hay muchos muertos.

Reiner saludó al hombre.

—Gracias por el aviso.

—¡Sigmar! —gimió Karel—. Entonces, ¿llegamos demasiado tarde?

—No les resultará fácil tomar la roqueta —dijo Reiner—. Puede que aún haya esperanza.

Cuando las negras almenas de la gran muralla norte se alzaron en la distancia, Halmer se puso de pie sobre los estribos y se volvió para llamar a los capitanes. Reiner apenas pudo oírlo.

—¡Transmitid las órdenes del general Gutzmann! ¡La caballería entrará en el fuerte a la carga! ¡La infantería la seguirá y defenderá nuestra posición! ¡No permitáis que el enemigo se sitúe detrás de vosotros!

Los capitanes repitieron las órdenes a los hombres que tenían detrás, y éstas fueron transmitidas a lo largo de la columna.

A doscientos metros de distancia, Matthais se llevó la corneta a los labios y tocó a repliegue, una sucesión de tres notas, con toda la fuerza y frecuencia que podía.

Reiner y los demás estiraron el cuello para ver en torno a los caballos que tenían delante. Reiner se dio cuenta de que rechinaba los dientes a causa de la tensión. Si los hombres rata habían logrado tomar ya el cuerpo de guardia, el ataque habría terminado antes de empezar. Quedarían encerrados fuera del fuerte. Un ejército de asedio sin escalerillas ni máquinas de asedio ni cañones.

Al fin, Pavel respiró.

—Se abre.

Reiner se inclinó hacia un lado y lo vio a través de las inquietas patas de los caballos: el rastrillo de hierro que ascendía y las descomunales puertas de roble que se abrían detrás de él. Suspiró de alivio.

La trompeta de Matthais tocó a carga, y los jinetes que había ante la compañía de piqueros adoptada por los Corazones Negros empezaron a alejarse. Reiner reprimió una ola de pesar mientras observaba a los lanceros y pistoleros que avanzaban al familiar ritmo ascendente de trote, trote ligero y galope. ¡Qué emoción la de entrar a toda velocidad, con las pistolas contra los hombros, cabalgando hacia el enemigo! Pero luego vio caer a un lancero, y a otro, y oyó los disparos de los mosquetes jezzail de los hombres rata que abrían fuego desde las murallas, y se estremeció. Era mejor no ser el primer objetivo de un artillero.

Liderados por Gutzmann, que sujetaba en alto la lanza con su mano muerta, Halmer, Matthais y los lanceros se precipitaron hacia el hueco de la puerta en formación de cuatro en fondo al tiempo que bramaban feroces gritos de guerra. Los caballeros y pistoleros cargaron tras ellos sin pausa.

Los piqueros caían gritando a derecha e izquierda de Reiner, bajo una lluvia de balas, mientras la compañía corría tras los jinetes. Las balas parecían estallar al impactar, y atravesaban los petos como si éstos fueran de muselina. Al fin llegaron a la puerta y corrieron a ponerse a cubierto de la mortal granizada. El estruendo de centenares de tacones de botas resonaba en las arqueadas paredes del túnel y casi ahogaba el rugido de la batalla que llegaba desde el interior. Reiner desenfundó las pistolas. Franka, Dag y Gert prepararon arcos y ballesta. Los demás desenvainaron las espadas.

Y llegaron al interior del fuerte.

Justo delante, los lanceros y caballeros acometieron la retaguardia de una sólida masa de hombres rata con un impacto que Reiner sintió a través de los pies. Soldados rata volaron por el aire, sangrando, cuando la primera fila de caballeros los levantó en la punta de la lanza. Otros fueron aplastados por los caballos. Reiner vio un casco herrado que aplastaba una cabeza como si fuera un huevo. Los hombres rata retrocedieron ante el inesperado ataque, chillando aterrorizados.

En el centro de la primera línea, el caballo de Gutzmann se alzaba de manos y pateaba mientras el general permanecía tieso como una vara y los pendones de su lanza se agitaban enérgicamente. Y dio la impresión de que la naturaleza, o quizá Sigmar, conspiraron con Reiner para contribuir a su grandiosa ilusión, porque, justo cuando la carga acometía al enemigo, las nubes de lo alto se separaron y la luz de Mannslieb descendió para aureolar a Gutzmann con un sobrenatural resplandor blanco azulado. La armadura del general resplandeció, y la cabeza de hombre rata que sujetaba brilló en plata y negro.

Los artilleros de los hombres rata apuntaron al brillante peto del general y dispararon con los jezzail. Las balas abrieron agujero tras agujero en la coraza, pero Gutzmann continuó tan tieso como antes, sin dar un respingo siquiera. Los hombres rata que estaban frente él retrocedieron con pasmo reverencial ante semejante milagro.

Inspirados por la fortaleza sobrehumana del general, lanceros y caballeros continuaron adelante, con el ardor de batalla redoblado. Dejaron las lanzas clavadas en los lomos de la primera fila de hombres rata y luego sacaron espadas y martillos y acometieron a los enemigos con furia. Los pistoleros se desviaron a izquierda y derecha para vaciar las armas en el cuerpo de los hombres rata, y luego giraron hacia la refriega y los acometieron sable contra espada. Los capitanes de infantería gritaron a sus soldados que protegieran los flancos, y las cuatro compañías de piqueros se desplegaron en una larga línea curva mientras la única compañía de mosqueteros disparaba contra el ala derecha del ejército de alimañas. Reiner y los Corazones Negros corrieron hacia la última fila de la compañía a la que se habían agregado para enfrentarse con los hombres rata del flanco izquierdo.

Sin embargo, tuvieron que perseguirlos porque las alimañas ya emprendían la retirada. Aterrorizadas por la repentina acometida contra su retaguardia y acobardadas por la aparente invulnerabilidad de Gutzmann, retrocedieron en medio de una gran confusión y dejaron tras ellas un repugnante olor animal a almizcle.

—¡Por Sigmar! —dijo Hals—. Lo hemos logrado. Se retiran.

—¡A la roqueta! —gritó Halmer.

Caballeros y lanceros cargaron pero no lograron dar alcance a los hombres rata que se retiraban en desorden. El resto de los soldados los siguió a la carrera, y acabaron tropezando con los cuerpos de hombres y caballos caídos que yacían sobre el empedrado cubierto de sangre. Los habían cortado en pedazos.

Karel tuvo un sobresalto al tropezar con un casco dorado.

—¡Capitán, mirad! ¡El coronel de caballería Oppenhauer! ¡Lo habrán pillado desprevenido!

Reiner volvió la cabeza. La redonda cara de sonrosadas mejillas de Oppenhauer miraba al cielo con expresión de horror. Le faltaba un ojo y tenía la barba apelmazada con la sangre coagulada. Del peto sobresalían las puntas de tres alabardas. El alegre hombre no parecía él mismo sin una sonrisa en la cara. Reiner sintió lástima mientras continuaba corriendo.

—Llevan todo el equipo. Intentaron una escaramuza.

—¿Una escaramuza? ¡Eso es una locura! ¿Una sola compañía?

Reiner lanzó una tétrica mirada hacia la roqueta.

—Tal vez les ordenaron hacerlo.

Karel lo miró con ojos desorbitados.

—Pero…, pero ¿por qué?

Reiner se encogió de hombros.

—Shaeder continúa eliminando a todos los que le supongan un estorbo.

Ante ellos, el mar de hombres rata rodeaba la roqueta y ya habían subido hasta la mitad como ventisqueros de nieve sucia amarronada. Parte de las alimañas ascendían por escalerillas, pero otras trepaban por los montones de compañeros muertos que había contra los muros. Los defensores disparaban contra ellos desde las almenas y mataban a muchos, pero nunca era suficiente. La puerta de la roqueta ardía con un extraño fuego verde.

A la derecha, los establos y otros edificios anexos también estaban en llamas y teñían la escena de un tono anaranjado brillante. En lo alto rugían cañones y de los muros de la roqueta caían piedras. Sobre la muralla principal, Reiner vio siluetas de hombres rata que disparaban los grandes cañones del fuerte.

—Nuestros propios cañones vueltos contra nosotros —dijo Gert con amargura.

* * *

Al pasar corriendo entre los hombres rata que asediaban la roqueta, los compañeros en fuga los alertaron de la amenaza que llegaba por la retaguardia, y dieron media vuelta mientras los comandantes asestaban latigazos y chillaban órdenes. En pocos segundos, lo que había sido el flanco desprotegido de los hombres rata se erizó de lanzas y espadas.

La caballería acometió en primer lugar a los hombres rata, pero esta vez, armados sólo con espadas y enfrentados con un enemigo preparado, la carga no tuvo tanto éxito como la anterior. Reiner vio caer hombres y caballos empalados por las lanzas de los hombres rata.

A continuación llegaron los piqueros y espadachines. Cuando los Corazones Negros corrían junto con la compañía de piqueros, Reiner disparó hacia la hirviente masa con ambas pistolas, las enfundó y sacó la espada. Gert disparó con la ballesta antes de arrojarla a un lado y sacar el hacha. No había tiempo para volver a cargar las armas. Pavel y Hals comenzaron a avanzar con las lanzas hasta la primera fila.

Reiner maldijo.

—¡Quedaos atrás, estúpidos! ¡Dejad que carguen los piqueros!

No le hicieron caso.

La compañía chocó como un solo hombre contra la muralla de hombres rata y las picas lanzaron a la primera fila de alimañas contra la segunda, pero detrás había más, y más aún detrás de esos. Las alimañas avanzaron en masa para intentar doblegar a los hombres con su superioridad numérica.

—¡No los dejéis pasar! —gritó Reiner.

Reiner y los Corazones Negros lanzaban tajos y estocadas desde la tercera fila, donde mataban a las alimañas que intentaban sobrepasar la primera línea. No importaba dónde golpeaban, porque la hoja siempre encontraba un cuerpo peludo. Los hombres rata caían como trigo segado ante el estoque, pero siempre había más, una interminable marea de monstruos: dientes amarillos que chasqueaban, curvas espadas que cortaban; abrían tajos en brazos, mordían dedos, arañaban ojos. Casi instantáneamente, Reiner empezó a sangrar por una docena de heridas, y los piqueros caían por todas partes. Hals y Pavel alanceaban como máquinas. Jergen hacía girar la espada en torno a él con mortífera elegancia. Gert abría cráneos de hombres rata con el hacha. Dag daba golpes como un borracho con un atizador. Franka perdió la daga entre las costillas de un hombre rata, y ahora golpeaba con el puño a los enemigos mientras bloqueaba los ataques con la espada corta.

A lo largo de toda la línea, los hombres del Imperio lograron detener el avance de los hombres rata y luego comenzaron a hacerlos retroceder. Se acercaban cada vez más a la puerta de la roqueta. Justo cuando Reiner pensaba que podrían atravesar las líneas enemigas, hombres y ratas empezaroa a caer por todas partes en torno a él, gritando y retorciéndose cuando las balas explosivas los atravesaban. Los hombres rata armados con jezzails que ocupaban la muralla sur los atacaban. Aún peor: habían desviado la dirección de tiro de la artillería del fuerte. Un cañón rugió y un caballo se alzó de manos, sin cabeza. Otro se desplomó al desaparecerle las patas. Un nuevo disparo abrió una brecha en las primeras líneas, descuartizando a humanos y hombres rata por igual.

—¿Es que no les importan sus propios soldados? —preguntó Franka, horrorizada.

Reiner se encogió de hombros.

—¿Puede un hombre rata gustarle a alguien, aunque sea otro hombre rata?

Caballeros y lanceros redoblaron los esfuerzos por llegar hasta la roqueta, ahora desesperados por ponerse fuera del alcance de los cañones de la gran muralla sur. Abrieron un sangriento sendero a través de la alfombra de bestias mientras cada vez más hombres caían bajo las mortíferas andanadas. Y ahora las alimañas estaban pasando en torno a los flancos de las líneas humanas para intentar rodearlas. Con el fin de protegerse, las compañías de piqueros se replegaron como dos alas que al final se unieron detrás de la caballería para formar algo parecido a un cuadrado, asediado por todos lados por los hombres rata.

La corneta de Matthais tocaba a repliegue una y otra vez mientras Halmer bramaba hacia la roqueta.

—¡Abrid! ¡Abrid las puertas!

Reiner se preguntó si sería posible, dado que detrás del rastrillo las enormes puertas de roble eran un rugiente infierno de llamas. Ante ellas había grupos de hombres rata que dirigían el fuego hacia ellas con armas que reconoció de su incursión al interior de los túneles. El tanque de latón que llevaba uno de ellos conectaba mediante una manguera de cuero con un arma que accionaba otro que parecía pintar las puertas con llamas que se adherían como jarabe. Las grandes vigas de roble estaban siendo devoradas por el fuego, y con horror se dio cuenta de que los hombres rata eran lo bastante delgados para pasar entre los barrotes de hierro del rastrillo.

—¡Pistoleros! ¡Mosqueteros! —gritó Halmer, y los hombres dispararon hacia el grupo de lanzallamas. Cuatro de los hombres rata se sacudieron y estremecieron al impactar las balas contra ellos. Uno dejó caer el lanzallamas al desplomarse, y el arma quedó escupiendo fuego que prendió en el portador del tanque. La alimaña en llamas saltaba y chillaba mientras intentaba con desesperación desabrochar las hebillas de las correas del pesado depósito.

Las llamas se le propagaron hasta el lomo y el hombre rata desapareció de la vista en una explosión cegadora. Una bola ardiente hizo erupción y abrasó a los hombres rata cercanos.

El estallido empujó a la primera línea de caballeros contra la segunda, y los hombres gritaron de dolor con trozos de latón al rojo vivo clavados en el peto y la cara. Los caballos relincharon a causa de heridas similares.

El camino hasta la puerta quedó despejado, aunque continuaba en llamas. Matthais volvió a tocar a repliegue mientras las fuerzas de Halmer avanzaban.

—¡Abrid la puerta! —gritaron Halmer y los hombres de caballería hacia lo alto de la roqueta—. ¡Abrid la puerta!

El rastrillo no se movió.

Matthais volvió a tocar la corneta, y luego agitó un puño hacia las murallas de la torre.

—¡Dejadnos entrar, malditos! —gritó. En su frente estalló la sangre y él cayó hacia atrás sobre la silla de montar.

Halmer gritó. Reiner miró hacia lo alto. El disparo provenía de la roqueta. Alguien que estaba en el matacán de encima de la puerta disparaba contra los caballeros. Hicieron otro disparo, y otro más. Los dos impactaron en Gutzmann, uno en la cabeza y el otro en el pecho. El general ni se movió. Matthais se ladeó lentamente y cayó de cara al suelo, donde la corneta rebotó sobre el empedrado. Reiner, acongojado, tragó saliva. Pobre muchacho. Era una vergüenza que alguien tan leal fuese tan deslealmente asesinado.

Otro disparo hirió a Halmer en un hombro. Se aferró el brazo y espoleó al caballo para situarse al socaire de las puertas.

—¡¿A qué estáis jugando, locos?! —gritó—. ¡Venimos a ayudaros!

Reiner soltó un juramento. Tenía una idea bastante precisa de quién les estaba disparando.

Hubo más disparos, pero el blanco continuaba siendo Gutzmann. El problema más grave era que si el rastrillo continuaba cerrado, las fuerzas de Halmer seguirían estando completamente expuestas a los cañones de lo alto de la muralla sur, que los estaban matando de dos en dos y de tres en tres. Halmer se puso de pie en los estribos y bramó a los soldados que formaban en cuadro:

—¡Al otro lado de la roqueta! ¡Que quede entre vosotros y las murallas!

El cuadro comenzó a desplazarse obedientemente y se pegó a la muralla para que los piqueros tuvieran que defender sólo tres lados. Reiner tragó al ver uno de los gigantescos monstruos rata que avanzaba hacia ellos a través del ejército de alimañas.

—¡Hetzau!

Al volverse, Reiner vio que Halmer le hacía gestos.

Agachado, corrió hacia el capitán, aunque no sabía qué protección podía proporcionarle eso contra las balas que disparaban desde lo alto.

Cuando se acercó al caballo de Halmer, éste estaba trabado en una acalorada discusión con los otros capitanes.

—¡Es la única manera! —bramó, y luego se volvió a mirar a Reiner—. Hetzau, vos lograsteis escapar de nuestra roqueta. ¿Os gustaría entrar en ella ahora?

—Eh… si a vos no os importa, capitán…

—¡No es una solicitud, que Sigmar os lleve! Alguien tiene que entrar en la roqueta para detener a esos mosqueteros y abrir las malditas puertas, alguien que no tenga miedo de desobedecer a Shaeder.

—Sí, señor —replicó Reiner—. Pero ¿cómo voy a…?

—Hay un pasadizo subterráneo que va desde el cuerpo de guardia de la gran muralla sur hasta las mazmorras de la roqueta.

Reiner volvió la mirada hacia el cuerpo de guardia de la muralla sur; la distancia que habían recorrido al llegar. Había una hirviente masa de hombres rata en su camino.

—Señor…

—Sí, lo sé —le espetó Halmer—. De eso estamos hablando. Alguien tiene que llevaros hasta el cuerpo de guardia y luego intentar llegar a las almenas de la muralla sur.

—Capitán —dijo una voz detrás de Reiner. Todos se volvieron a mirar. Era Nuemark, casi tan pálido como su cabello. Tragó y cuadró los hombros—. Capitán, yo…, yo tengo que compensar muchos errores. Dejad que mis hombres de Carrolsburgo y yo hagamos esto.

Halmer pareció desconcertado.

—Eh… vos… Vos me superáis en rango, coronel. No os lo ordenaré. Pero si es vuestro deseo…

—Es mi deber.

—Muy bien. —Halmer miró a Reiner—. Reunid a vuestros hombres. El coronel os escoltará.

Reiner saludó y regresó junto a los Corazones Negros, que continuaban luchando en la última fila de la compañía de piqueros. El estómago se le contrajo como si se lo apretara un puño de piedra. Cargar a través del campo de batalla bajo el luego cerrado que disparaban desde las murallas era una muerte segura. Por otro lado, quedarse allí fuera también era una muerte segura. Tal vez era mejor ponerse en movimiento.

—¡Corazones Negros! —los llamó—. ¡A mí! ¡Órdenes del general!

Los Corazones Negros retrocedieron hasta salir de la fila y dejaron que los camaradas piqueros llenaran los espacios que habían quedado libres. La formación en cuadro ya se había metido tras la roqueta, fuera de la línea de fuego de la gran muralla sur, y los disparos desde el matacán habían cesado en cuanto se alejaron del cuerpo de guardia. De hecho, los disparos de armas de fuego y ballestas que se efectuaban desde la roqueta los estaban apoyando, pues mataban hombres rata en torno a las fuerzas de Halmer.

—¿Qué hay que hacer? —preguntó Hals.

—Hay un pasadizo que llega hasta las mazmorras de la roqueta desde el cuerpo de guardia principal. Tenemos que entrar y abrir las puertas. —Alzó los ojos hacia las murallas—. Y descubrir quién está disparando contra el general.

—Un pasadizo que llega… —Pavel soltó una maldición—. Habría sido estupendo saberlo cuando intentábamos escapar, ¿eh?

* * *

Reiner los condujo hasta donde Nuemark estaba formando con sus veinte soldados. Parecía aún más asustado que antes, con la cara gris y empapada de sudor.

Reiner saludó.

—Preparados, coronel.

Nuemark asintió con la cabeza.

—Muy bien. —Se volvió a mirar a sus hombres—. Espadones de Carrolsburgo, hoy he deshonrado vuestro nombre con mi cobardía, y no es cuestión de que vosotros muráis para que yo pueda enmendar eso. No hagáis este sacrificio por mí, sino para salvar la vida de vuestros camaradas, los hombres que ayudé a traicionar con estas inmundas alimañas.

Los espadones desenvainaron las armas con rostro ceñudo. El sargento saludó.

—Estamos preparados, coronel. —Formaron dos filas, una a cada lado de los Corazones Negros, con el escudo sujeto en el brazo del exterior.

—Será mejor que seas digno de esto, muchacho —le gruñó uno a Reiner al oído.

Nuemark se volvió.

—¡Capitán mosquetero! Cuando estéis preparados.

El capitán de mosqueteros asintió con la cabeza e hizo una señal a sus hombres para que avanzaran hasta el borde sur de la formación en cuadro. Los espadones de Nuemark y los Corazones Negros partieron tras ellos. Los mosqueteros se detuvieron justo detrás de una triple fila de piqueros. Todos los hombres apoyaron una rodilla en el suelo.

—¡Piqueros! —gritó el capitán de mosqueteros—. ¡Abrid una brecha!

Los piqueros miraron atrás y se separaron. Los hombres rata intentaron entrar por la brecha, pero no fueron lo bastante rápidos.

—¡Fuego! —gritó el capitán de mosqueteros, y sus hombres dispararon directamente hacia el estrecho espacio y acabaron con cuatro filas de hombres ratas con la primera descarga.

—¡Adentro! —gritó Nuemark—. ¡Hombres de Carrolsburgo, cargad!

Los espadones corrieron hacia la abertura dejada por los hombres rata agonizantes, con la espada en alto y rugiendo el nombre de su ciudad. Reiner y los Corazones Negros corrieron con ellos, agachados para protegerse con los voluminosos cuerpos acorazados de los hombres y sus rodelas. Los espadones chocaron contra la masa de hombres rata como cae una piedra en un lago fangoso. El sonido del acero al cortar carne y hueso de hombre rata era música para los oídos de Reiner.

El grupo giró por la esquina de la roqueta como una diminuta balsa de humanidad en un pantano de alimañas. El espadón que le había gruñido a Reiner al oído cayó junto a él, con una lanza clavada en la entrepierna y la cabeza cortada de su asesino en la mano del escudo. Otro cayó al lado contrario. Los demás cerraron filas.

Un tercero cayó, gritando, cuando una bala le atravesó el peto. El metal de la coraza pareció fundirse en torno a la bala, y la carne de debajo hirvió. Los hombres rata de la muralla los habían descubierto. Los guerreros de Carrolsburgo alzaron los escudos por encima de la cabeza, y Reiner se preguntó si eso serviría de algo.

La lanza de un hombre rata pasó entre dos espadones e hirió a Reiner en un muslo. Tropezó al doblársele la pierna, pero Gert lo cogió y volvió a levantarlo.

—Cuidado, capitán.

Reiner bajó la mirada y vio que la herida era profunda. La sangre estaba tiñéndole de rojo los calzones.

—¡Cojones! —Al menos no sentía la herida. Y entonces la sintió y gruñó. Le quemaba como el fuego. Estuvo a punto de caer a causa del dolor. Gert volvió a sujetarlo.

—¿Podéis caminar, capitán?

—Me las apañaré.

Reiner continuó, aunque la pierna herida le hacía sufrir una agonía a cada paso. Por suerte, los hombres rata disminuían en número a medida que se acercaban al cuerpo de guardia, puesto que tenían la atención centrada en la roqueta. Sin embargo, por otro lado eso era una desventaja ya que hacía que los hombres fueran blancos más fáciles para los artilleros de la muralla. Cayeron otros dos espadones, y Dag gritó y se cogió la mano izquierda. Le faltaban dos dedos y la sangre manaba de los muñones.

Al final entraron corriendo en la sombra de la puerta principal, aunque continuó acosándolos una apretada multitud de hombres rata. Nuemark golpeó la gruesa puerta del cuerpo de guardia con el pomo de la espada.

—¡Dejadnos entrar! ¡Dejadnos entrar!

Les llegó una voz desde el interior.

—Órdenes del comandante Shaeder. Nadie debe atravesar esta puerta.

—¡Nosotros traemos órdenes del general Gutzmann, malditos! —gritó Nuemark—. Dejadnos entrar.

Se produjo un corto silencio, y Reiner y los demás oyeron que se descorrían cerrojos y se alzaba una barra. El dolor de la pierna lo hacía sentirse mareado. La puerta del cuerpo de guardia se movió ante él. Se aferró al muro para conservar el equilibrio.

—¿Estás bien, capitán? —preguntó Franka.

—La verdad es que no —respondió Reiner—. Pero ahora no se puede remediar.

La puerta se abrió y dejó a la vista unos pocos guardias aterrorizados. Nuemark empujó a Reiner al interior.

—Adentro. Rápido.

Los Corazones Negros entraron detrás de Reiner. Se encontraban en una sala pequeña atiborrada de guardias que tenían que apretarse contra los rincones para dejarles espacio. En el centro había una mesa con sillas, sujeciones para armas en los muros y una escalera de caracol en una esquina que llevaba a las almenas. El muro izquierdo estaba ocupado por la maquinaria que subía y bajaba el rastrillo.

Los espadones intentaron seguir a los Corazones Negros al interior, pero los hombres rata, al ver una oportunidad para tomar el cuerpo de guardia, atacaron con furia. Cayó otro espadón. Los demás se situaron de espaldas a la pared para asestar tajos a la masa de alimañas.

—¡Adentro, malditos! —rugió Nuemark. Le temblaban las rodillas. A punto estuvo de escapársele la espada de la mano.

Uno a uno, los soldados atravesaron la puerta caminando hacia atrás. Por encima de sus hombros, Pavel y Hals ensartaban a los hombres rata con las lanzas. Pero con cada uno que atravesaba la puerta, los que quedaban fuera se veían más apurados. Cayó otro. Y otro más. Al fin sólo quedaron Nuemark y otro, y los hombres rata comenzaban a escabullirse por sus flancos.

Nuemark empujó al último de sus hombres al otro lado de la puerta.

—¡Cerradla! ¡Cerradla, estúpidos! —gritó. Estaba sudando de miedo, pero no dejaba de asestar tajos con la espada.

El sargento de los espadones cerró la puerta y los guardias colocaron la pesada barra.

Al otro lado, la voz de Nuemark ascendió hasta un lamento.

—¡Que Sigmar me perdone! ¡Que Sigmar me…! —Las palabras se interrumpieron en seco cuando el sonido de una alabarda que atravesaba una armadura y penetraba en carne humana hizo estremecer a todos los presentes en la atestada sala.

El sargento de Nuemark hizo el signo del martillo mientras acababa la frase del comandante.

—Que Sigmar lo perdone.

—Podríamos haberlo hecho entrar —dijo Hals.

—Él no quería hacerlo —respondió el sargento.

Reiner se dejó caer sobre la escalera de piedra y se cortó los calzones para dejar la herida a la vista. La lanza le había abierto un profundo tajo de bordes dentados en el muslo izquierdo. El solo hecho de verlo hizo que le doliera más. Franka silbó al ver la herida.

Con más de veinte hombres dentro, la habitación estaba terriblemente abarrotada. Unos cuantos espadones se ocupaban de sus propias heridas. Dag soltaba risillas histéricas mientras se envolvía con el pañuelo los muñones de los dedos anular y meñique.

—¿Cómo estás, arquero? —preguntó Reiner mientras se quitaba la casaca y se arrancaba una manga de la camisa.

Dag sonrió con los ojos vidriosos y alzó la mano herida al tiempo que movía los dedos pulgar y mayor.

—Estoy bien, capitán. Aún tengo los dedos con los que disparo.

Reiner hizo tiras con la manga de la camisa y alzó los ojos hacia los guardias.

—¿Alguno de vosotros tiene agua? ¿O, mejor aún, kirschwasser?

Un guardia sacó una botella de un armario y se la dio. Reiner la destapó, y la tenía a medio camino de los labios cuando recordó el juramento. «Maldito Ranald.» Aún le quedaban por embaucar noventa y seis hombres, al menos, antes de volver a beber. ¿En qué había estado pensando? Vertió licor sobre la herida, y le quemó como hielo. Reiner apretó los dientes. Franka le vendó la pierna con las tiras de tela. Reiner quedó cegado por el dolor y se apartó con rapidez para no vomitar encima de la muchacha. En cambio, vomitó sobre Pavel.

—¡Caramba!, muchas gracias —dijo el piquero dando un paso atrás.

—Lo siento, muchacho. También a mí me ha pillado por sorpresa. —Se puso de pie y se encaró con el sargento de la sala de guardia. La pierna le dolía muchísimo pero resistió—. ¿Dónde está la trampilla? —preguntó con los dientes apretados.

El sargento señaló un soporte para lanzas que estaba pegado al muro.

—Lundt, Corbin. Abrid el pasadizo de escape.

Dos guardias sacaron cuatro pesados colgadores de la estructura del soporte y lo levantaron para dejar a la vista una estrecha escalera que descendía hacia la oscuridad.

—¿Así que Gutzmann está vivo? —preguntó el sargento de la guardia.

—Sí —respondió Reiner mientras ayudaba a Gert a levantarse—. Y os ordena defender esta puerta a toda costa. No debe entrar ningún hombre rata.

—Sí, señor. No temáis por eso.

Los Corazones Negros y los espadones se levantaron. Reiner saludó al sargento de los espadones de Nuemark.

—Gracias por escoltamos —dijo—. Que Sigmar os proteja.

—También a vosotros —respondió el sargento, que dio media vuelta y condujo a sus hombres escalera arriba.

Jergen se puso de pie y se encaró con Reiner.

—Capitán.

Reiner se llevó un susto de muerte. No creía que el espadachín le hubiese dirigido voluntariamente la palabra nunca antes.

—¿Sí, Rohmner?

Jergen movió la cabeza hacia los hombres de Nuemark.

—Creo que seré más útil si voy con ellos.

Reiner miró al sargento.

—¿Queréis que os acompañe?

—¿Puede luchar?

—Como varios tigres.

El sargento rió entre dientes.

—En ese caso, venid, valiente.

Jergen se unió a los hombres que subían por la escalera.

Reiner miró a los Corazones Negros.

—¿Listos, muchachos?

Asintieron. Reiner cogió una antorcha de la pared del cuerpo de guardia, se inclinó para atravesar la puerta secreta y se adentraron en la oscuridad.

* * *

El pasadizo era estrecho y recto. Al final había una segunda escalera y una puerta en el techo. Reiner encontró el pasador y lo descorrió. A continuación empujó la puerta con la espalda. No se movió.

—Steingesser, Kiir —llamó al tiempo que bajaba cojeando. Gert y Hals subieron hasta la trampilla y empujaron con manos y hombros. Desde arriba les llegó un grito sordo.

—¡Eh! —Se oyó una confusión de pasos.

La trampilla se abrió de golpe y un círculo de mosqueteros, con el dedo en el gatillo de las armas, los apuntó. Gert y Hals levantaron las manos.

Reiner los imitó.

—Alto, hermanos. Somos hombres.

Los mosqueteros retrocedieron pero continuaron mirándolos con desconfianza.

—¿Quiénes sois? —preguntó un sargento.

—Traigo un mensaje para el comandante Shaeder —dijo Reiner mientras él y sus compañeros ascendían lentamente la escalera y salían a la sala de guardia que estaba situada frente a la celda en la que Gutzmann los había encerrado la noche anterior. La habitación estaba ocupada por una compañía de mosqueteros que se encontraban sentados con los mosquetes atravesados sobre el regazo. Al parecer, Gert y Hals habían levantado a algunos de ellos al empujar la trampilla. Los sargentos eran los únicos mandos presentes.

—¿Ha acabado la batalla? —preguntó un sargento pelirrojo.

—Ni por asomo —respondió Reiner—. ¿Qué estáis haciendo aquí abajo? ¿Dónde está vuestro capitán?

—Se nos ordenó permanecer aquí hasta que llegara la orden de volver a tomar las murallas, señor —dijo el sargento con un saludo—. Pero la orden no llegaba. El capitán Baer fue a preguntar, pero no ha regresado. —Tosió, nervioso—. Eh… ¿Es verdad que ha regresado el general, señor?

—Sí, sargento —respondió Reiner con la mejor sonrisa que pudo—. Ha vuelto para comandarnos, y os ordena que toméis la gran muralla sur. Ahora hay allí una compañía de espadones que os están despejando el camino. Marchaos. ¡Y que Sigmar guíe vuestros disparos!

—Pero nuestros capitanes…

—No hay tiempo. Ya os los enviaré. Marchaos. ¡Marchaos!

—¡Sí, señor! —respondió el sargento, sonriente—. ¡Por aquí, muchachos! ¡Al fin un poco de acción!

Los mosqueteros se levantaron de un salto, contentos de poder participar en la batalla, y comenzaron a meterse por la trampilla siguiendo a su sargento.

Reiner y los demás corrieron hacia la escalera.

Franka negó con la cabeza.

—No lo entiendo. Ya sé que Shaeder deseaba matar a Gutzmann, pero ¿a costa de morir él también?

Reiner se encogió de hombros. No tenía respuesta para esa pregunta.

* * *

La puerta de lo alto de la escalera estaba abierta y no había ningún guardia. Desde el exterior llegaban detonaciones de armas de fuego y murmullo de voces, pero el vestíbulo estaba desierto. Reiner alzó una mano y luego avanzó con sigilo. La puerta del comedor estaba abierta, y echó un vistazo al interior. La sala estaba abarrotada de piqueros que miraban sombríamente hacia la entrada principal.

La roqueta se estremeció al impactarla una bala de cañón.

—Así que los hombres rata aún controlan los cañones —dijo Karel.

—Jergen se encargará de ellos —afirmó Hals, y luego escupió para asegurarse de no atraer la mala suerte sobre el espadachín por hablar demasiado precipitadamente.

Los Corazones Negros continuaron hasta la puerta del patio y miraron al exterior. Una multitud de lanceros y pistoleros ocupaban el patio. Aguardaban sobre los caballos con todo el equipo preparado, pero al igual que los mosqueteros de las mazmorras, sus capitanes no estaban con ellos. Estaban rígidos a causa de la tensión, cada fibra de su cuerpo lista para cargar, pero sólo movían los ojos, que se desplazaban rápidamente entre el grupo de hombres que aporreaba la puerta norte del matacán, las puertas incendiadas de la entrada que parecían a punto de derrumbarse y el clamor de la desesperada batalla que les llegaba por encima de la muralla norte, donde las fuerzas de Halmer luchaban contra el ejército de hombres rata. Reiner se dio cuenta de que el estruendo de las armas al chocar, los gritos de los hombres y los relinchos de los caballos y los agudos chillidos de los hombres rata estaban volviendo locos a los soldados de la caballería. Sus compañeros estaban muriendo a menos de veinte metros de distancia, y ellos no podían hacer otra cosa que quedarse sentados y escuchar.

La compañía de pistoleros de Reiner estaba cerca de la puerta, y los soldados discutían entre sí mientras observaban las murallas.

—¡Silencio! —ordenó Reiner cuando salió al patio—. ¡Grau! —llamó.

El cabo se volvió y Reiner le hizo un gesto. Grau desmontó y corrió hacia la puerta. Lo acompañaron dos de sus hombres.

—¿Dónde habéis estado, Meyerling? —preguntó Grau—. Vortmunder ha estado pidiendo vuestra cabeza.

—No os preocupéis por eso. ¿Qué es todo esto? Ahí fuera están cortando a Gutzmann en pedazos. ¿Por qué no salís?

—Queremos hacerlo —respondió Grau con enojo—. Pero los hombres de Shaeder se han encerrado en el matacán, donde están los tornos que levantan el rastrillo. El traidor nos ha encerrado aquí dentro.

—Shaeder no es un traidor —dijo Yeoder—. Es una trampa, como dijo él. Hombres de Aulschweig, disfrazados de imperiales, quieren atraernos hacia la muerte.

—Estás loco —dijo el tercero, un hombre fornido y rubio al que Reiner no conocía—. El que está ahí fuera es Gutzmann. Yo le vi la cara.

—¡No lo es! —insistió Yeoder—. Gutzmann no podría cabalgar tan mal aunque lo intentara. Ese maldito impostor monta a caballo como si fuera de palo.

—Es Gutzmann —dijo Reiner—. Acabo de estar con él. Está gravemente herido, pero no quiere mantenerse al margen mientras vosotros estáis atrapados aquí.

Yeoder lo miró fijamente.

—¿Es Gutzmann? ¿De verdad?

—De verdad.

Grau maldijo.

—Algunos de nuestros capitanes han subido para derribar la puerta. El resto están discutiendo con Shaeder en las habitaciones de Gutzmann.

Reiner se pasó una mano por el pelo.

—Esto es una locura. Tenéis que salir.

—Es una verdadera lástima que el viejo Urquart no se haya quedado con nosotros —dijo Pavel—. Derribaría esas puertas de un solo tajo.

—Si al menos tuviéramos una de esas bolas de vidrio de los hombres rata —dijo Hals—, podríamos hacerlos salir con el humo.

Reiner lo miró y alzó las cejas.

—Asombroso. Un piquero con cerebro. —Se volvió y recorrió el patio con mirada atenta—. Franka, trae un morral de los establos y llénalo de heno. Ah, y un buen trozo de cuerda. Karel, un barrilete de pólvora de la armería, si eres tan amable. Pavel y Hals, aceite de lámpara y grasa de tocino de la cocina. Toda la que podáis traer. Y una olla grande. De prisa. Reunios con nosotros en la muralla, junto a la puerta sur. ¿De acuerdo?

Cuando se alejaban corriendo, las puertas de madera incendiadas se derrumbaron finalmente con un estruendo descomunal y una erupción de chispas. A través de los restos humeantes, Reiner vio a los hombres rata que intentaban deslizarse a través de las barras del rastrillo.

—Y rezad para que no lleguemos demasiado tarde.