17: ¡Traicionar a un traidor!

17

¡Traicionar a un traidor!

Los Corazones Negros continuaron avanzando por la cadena montañosa mientras hacían todo lo posible por hallar un sendero entre las oscuras sombras del espeso bosque de pinos. Media legua más allá del fuerte encontraron el desvío del que les había hablado Gutzmann y lo siguieron hasta el fondo del paso. Hals y Pavel continuaban cargando con Gutzmann, pero ya no eran tan cuidadosos.

Justo cuando Reiner y los otros llegaban al camino, el pavoroso eco de un millar de voces se alzó detrás de ellos. Todos se detuvieron y se volvieron a mirar hacia el fuerte. El estruendo continuaba, puntuado por débiles impactos y explosiones.

Gert maldijo.

—Ha comenzado.

Reiner asintió y un escalofrío le recorrió la espalda.

Hals hizo el signo del martillo.

—Que Sigmar os proteja, muchachos.

Dieron media vuelta y marcharon a paso ligero hacia el sur, pero menos de una legua después volvieron a disminuir la velocidad. Había antorchas más adelante. Sacaron las armas. Reiner le cubrió la cara a Gutzmann con una manta.

Cuatro siluetas estaban de pie ante ellos. Una alzó una mano. Reiner vio que era un sargento de piqueros.

—¡Alto! ¿Quién va? —dijo—. Quedaos donde estáis.

Reiner saludó y avanzó hasta la luz.

—Sargento, venimos del fuerte con noticias desesperadas. La invasión desde Aulschweig era un truco. Nos atacan por el norte. El destacamento debe regresar de inmediato.

Pero el hombre no parecía escucharlo. Miraba detrás de Reiner.

—¿Quién está detrás de vos? ¿Cuántos sois?

Los demás se situaron junto a Reiner.

—Somos ocho —respondió mientras continuaba avanzando—. Ahora dejadnos pasar. Debemos transmitir el mensaje.

—Eh… —El sargento retrocedió un paso y dirigió una mirada hacia los árboles—. No puedo permitirlo. Tenemos orden de…, de detener a cualquiera que pueda ser… —Volvió a mirar hacia los árboles—. Eh… ser un espía de Aulschweig.

Sin previo aviso, Reiner avanzó de un salto y apoyó la espada contra la garganta del sargento. Los compañeros del hombre avanzaron dando gritos, pero luego se detuvieron, sin atreverse a continuar. Los Corazones Negros se desplegaron para rodearlos.

—Llamadlos —dijo Reiner—. Hacedlos salir o sois hombre muerto.

El sargento tragó y la nuez de Adán resbaló contra la punta de la espada de Reiner.

—No…, no sé qué queréis decir.

Reiner extendió el brazo un poco más y pinchó la piel del hombre.

—¿Ah, no? ¿Debo decíroslo yo, puesto que lo habéis olvidado?

El sargento estaba demasiado asustado para responder.

—Estáis aquí para impedir que nadie del fuerte ponga sobre aviso al destacamento de Nuemark —dijo Reiner, para luego detenerse y alzar una mano—. No, me equivoco. Debéis dejar pasar a un hombre. Un mensajero de Shaeder que se asegurará de que Nuemark llegue justo a tiempo y ni un momento antes. —Alzó el mentón del sargento con la hoja de la espada—. ¿Estoy en lo cierto?

El hombre suspiró y agitó con desánimo una mano hacia el bosque.

—Grint, Lannich, salid. Nos han pillado.

Pasado un momento se oyeron ramitas que se partían a ambos lados del camino, y dos mosqueteros hoscos salieron de entre los matorrales.

—Deberíamos mataros por esto —dijo Reiner—. Pero hoy ya se derramará bastante sangre del Imperio.

—Nosotros sólo obedecíamos las órdenes de Shaeder —dijo el sargento.

—De traicionar a vuestro general. Muy bonito.

—¡De traicionar a un traidor! —respondió el sargento.

Reiner soltó una desagradable carcajada.

—Bueno, pues tranquilizad vuestra conciencia. Gutzmann ha sido traicionado y Shaeder tiene el mando. Pero necesita vuestra ayuda para defender el fuerte. Dejad aquí vuestras armas y regresad. Con un poco de suerte, los hombres de las murallas no os confundirán con soldados de Aulschweig.

—Pero ¿cómo vamos a ayudar en la defensa si vos os quedáis con nuestras armas? —dijo el sargento, implorante.

Reiner sonrió con desdén.

—Encontraréis armas de sobra en las manos de los camaradas que han muerto por culpa de vuestra traición.

A regañadientes, el sargento comenzó a desabrocharse la hebilla del cinturón de la espada. Los otros siguieron su ejemplo.

Tras complementar su armamento con las armas de fuego, espadas y lanzas de los hombres del sargento, los Corazones Negros continuaron avanzando hacia el sur por el paso. Un cuarto de hora después, la montaña comenzó a cerrarse sobre ellos y hacerse más empinada.

—Allí están —dijo Pavel, y señaló hacia adelante.

El camino giraba para meterse tras un espeso bosque al entrar en el desfiladero de Lessner, y las armaduras y cascos de los soldados destellaban amarillos y rojos a través de las ramas, a la luz de una ordenada hilera de pequeños fuegos de campamento.

—Y allí. —Dag señaló hacia la parte más alta y estrecha de la senda. Contra el nublado cielo gris de la noche, Reiner y los otros vieron las siluetas de los exploradores montados que permanecían atentos a la llegada de un ejército que no existía.

Reiner ordenó el alto y se agachó en el camino para pensar.

—Habrá un piquete, y serán espadones de Nuemark. No quiere que llegue ningún mensajero que no sea el que él está esperando. Será necesario alejarlos. —De repente, alzó la cabeza—. Dag. ¿Te gustaría crear algunos problemas?

Dag sonrió.

—¿Queréis que los mate?

—No, no —se apresuró a responder Reiner—. Sólo que empieces una pelea. Quiero que llegues corriendo como un loco por el camino, gritando que hay unos hombres rata que atacan el fuerte, ¿vale?

Dag rió entre dientes.

—Sí.

—Haz mucho ruido. Hazte el borracho. Y cuando acuda el piquete, dales un puñetazo en la nariz a cuantos puedas, ¿de acuerdo?

Dag se dio un ansioso puñetazo con una mano en la palma de la otra.

—Ah, sí. Ah, sí. Gracias, señor.

Reiner miró alrededor para asegurarse de que los demás estaban preparados para ponerse en marcha, y luego le hizo un gesto de asentimiento a Dag.

—Muy bien, entonces. Adelante.

Dag soltó una risilla tonta al ponerse de pie, y se marchó a paso ligero por el camino que describía una curva en torno al grupo de árboles.

Los demás miraron a Reiner con los ojos muy abiertos.

Hals dijo en voz alta lo que todos estaban pensando.

—Matarán al muchacho.

Reiner asintió con la cabeza.

—Ya lo sé. —Se puso de pie—. Cuando empiece el griterío, atravesaremos el bosque. ¿Entendido? —Esperaba que ninguno pudiera ver el rubor que le enrojecía las mejillas. Por mucho que el muchacho lo mereciera, Reiner no podía evitar sentirse avergonzado. Era como patear a un perro por portarse mal. El perro no entendería por qué se le hacía daño.

Franka alzó hacia él una mirada enigmática mientras la compañía avanzaba hacia los árboles.

Reiner reprimió un gruñido.

—No me digas que te he decepcionado.

Franka negó con la cabeza.

—No. En esto estoy contigo. —Se estremeció y le apretó una mano.

Desde lejos les llegó un grito.

—¡Hombres rata! ¡Salvadnos! ¡Salvadnos, hermanos! ¡Los hombres rata atacan el fuerte! ¡Arriba, perezosos! ¡Cabalgad! ¡Cabalgad!

Reiner vio movimiento en el campamento, soldados que volvían la cabeza y se ponían de pie. También vio movimientos más furtivos. Hombres que estaban entre los árboles convergieron en el camino mientras sacaban silenciosamente las armas.

—Es nuestra señal —dijo Reiner.

Los Corazones Negros se pusieron en marcha a través del bosque al tiempo que se alejaban de los gritos de Dag. Al cabo de poco se le unieron otras voces que le gritaban para darle el alto y hacerle preguntas.

—Llevadme ante Nuemark —gritó Dag—. ¡Quiero contarle lo de los hombres rata!

* * *

Los Corazones Negros llegaron al otro lado de los árboles, donde el improvisado campamento se extendía ante ellos. La infantería estaba sentada en el camino, en formación, y miraban en dirección a los gritos de Dag. Los lanceros aguardaban en un prado inclinado que había a la izquierda y tenían los caballos atados en ordenadas hileras. Entre los dos destacamentos habían plantado una pequeña tienda de mando ante la que hacían guardia los Espadones de Carrolsburgo de Nuemark.

Los gritos de Dag acabaron en un lamento de dolor en el momento en que Reiner espiaba a través de los árboles que flanqueaban el prado para buscar a Matthais entre los lanceros que estaban de pie o se acuclillaban junto a pequeños fuegos y se frotaban las manos o pateaban el suelo para conjurar el frío viento que bajaba desde la montaña. Al fin lo vio, sentado sobre una roca plana, conversando con el capitán Halmer.

Reiner gimió. A Halmer le había caído mal desde que salió a la liza aquel primer día. Reiner no quería tener que contar su historia ante él. Ordenaría que lo arrestaran antes de que hubiese pronunciado dos palabras. Pero no había tiempo para esperar a que se marchara. Se estaba librando una batalla feroz en el fuerte. Cada segundo significaba más hombres del Imperio muertos.

Matthais y Halmer se hallaban tres filas más allá. Reiner estaba intentando pensar en un modo de llegar hasta ellos sin que lo tomaran por un intruso, cuando la respuesta casi tropezó con él. Un lancero entró en el bosque para orinar contra un árbol situado a menos de diez pasos de los Corazones Negros. Contuvieron el aliento, pero el hombre no miró hacia donde estaban.

Cuando se marchó, Reiner se volvió y cogió la cabeza de hombre rata envuelta que aún sujetaban las manos muertas de Gutzmann. Se la metió debajo de un brazo.

—Deseadme suerte —dijo.

Los Corazones Negros murmuraron respuestas, y él se encaminó hacia la linde del bosque al tiempo que se desabrochaba la bragueta. Al entrar en el prado comenzó a abrochársela otra vez, como si volviera de orinar. Nadie se fijó en él. Avanzó con toda la impasibilidad que pudo hacia Matthais y Halmer, y se acuclilló junto a ellos.

—Buenas noches, Matthais —dijo.

—Buenas noches, lancero —respondió Matthais al tiempo que se volvía—. ¿Qué puedo…? —Calló bruscamente y se quedó boquiabierta—. Rein…

—No gritéis, muchacho. Os lo ruego.

—¡Pero deberíais estar en el calabozo!

Halmer se volvió al oír esto.

—¿Quién? ¿No es éste…? Sois Meyerling. Gutzmann os envió al calabozo.

Reiner asintió.

—Sí, capitán. Me he escapado. Pero tengo…

—¡Por Sigmar, señor! —Halmer se atragantó—. ¡Qué valor! Somos la guardia de Nuemark. Os haré…

—Por favor, capitán, os ruego que me escuchéis hasta el final.

—¿Qué os escuche hasta el final? Que me condene si…

—Señor, por favor. No lucharé. Podéis llevarme ante Nuemark y olvidaros de mí. Pero os ruego que primero me escuchéis. —Miró a Matthais—. Matthais, ¿no hablaréis en mi favor?

Matthais sonrió burlonamente.

—¿Por qué debería hacerlo? Habéis venido aquí a asesinar al general. Me mentisteis.

Halmer se puso de pie al tiempo que desenvainaba la espada.

—Ya basta. Entregadme la espada, villano.

—Esto no es una mentira —dijo Reiner, enfadado, y abrió el envoltorio. Los ojos de la cabeza del hombre rata, nublados por la muerte, los contemplaron, ciegos. Matthais y Halmer lanzaron un grito ahogado. Reiner volvió a cubrirla.

—¿Ahora me escucharéis? —preguntó.

Halmer se dejó caer pesadamente sobre la roca, con los ojos fijos en el envoltorio.

—¿Qué…, qué era eso?

—Un hombre rata —respondió Matthais, maravillado—. ¿Así que todo eso era verdad? ¿Los hombres rata dentro de la mina? ¿El ataque contra el fuerte?

—Los hombres rata no existen —declaró Halmer, enfadado—. Tiene que ser alguna otra cosa.

—¿Queréis echarle otra mirada? —preguntó Reiner, y volvió a abrir el envoltorio. Halmer y Matthais se quedaron mirando.

Halmer negó con la cabeza, asombrado.

—Parece increíble, pero debo creer lo que ven mis propios ojos.

—Gracias, capitán —dijo Reiner—. Ahora, dado que creéis eso, ¿también creeréis lo que le dije a Gutzmann acerca de Shaeder? ¿Que está confabulado con estos horrores?

Matthais hizo una mueca.

—Pero Gutzmann demostró que estabais equivocado en eso. Shaeder nunca traicionaría al Imperio, y ciertamente no a cambio de oro.

Reiner asintió con la cabeza.

—Estaba equivocado respecto a que quería traicionar al Imperio. Estaba traicionando a Gutzmann porque Gutzmann traicionaba al Imperio. Está celoso del general, como tal vez sepáis, así que tenía intención de destruir su buen nombre y apoderarse de su puesto en un solo movimiento.

Halmer y Matthais lo miraron con ansiedad.

—Shaeder tenía intención de permitir que los hombres rata atacaran el fuerte y hacer que pareciera que Gutzmann estaba confabulado con ellos. Luego, al derrotar a las alimañas, le demostraría a Altdorf que era el hombre indicado para reemplazar al traidor.

Halmer cerró la boca y sus labios se apretaron en una fina línea.

—Eso parece propio de Shaeder.

—Por desgracia —continuó Reiner—, se ha pasado de listo. Planeaba derrumbar el túnel de los hombres rata antes de que saliera todo el ejército de alimañas, pero descubrieron la pólvora y se lo impidieron.

—¡¿Qué?! —gritó Halmer.

—¿Ellos…? —Matthais se levantó de un salto—. ¿Queréis decir que está sucediendo ahora mismo? ¿Los hombres rata están atacando el fuerte?

Reiner lo hizo sentar de un tirón.

—¡Silencio, estúpido! —Bajó la voz cuando los lanceros que estaban más cerca se volvieron a mirarlos—. Sí. Los hombres rata están atacando mientras nosotros hablamos. Shaeder tenía intención de llamaros de vuelta para que llevarais a cabo un rescate de último momento y así aumentar su gloria, pero tiene que hacer frente a muchos más hombres rata de los que había previsto.

—No lo entiendo —dijo Halmer—. ¿Dónde está el general? ¿No está al mando del fuerte?

—Gutzmann está muerto —replicó Reiner.

Los dos lanceros se quedaron boquiabiertos, mirándolo.

Reiner asintió con la cabeza.

—Murió luchando contra los Portadores del Martillo de Shaeder, dentro de la mina. —Miró hacia el bosque—. Mis hombres lo han traído.

Halmer y Matthais hicieron el signo del martillo e inclinaron la cabeza. Luego, Halmer se puso de pie.

—Debemos regresar de inmediato. Tenemos que decírselo a Nuemark.

—Él es partidario de Shaeder —explicó Reiner—. Ya lo sabe.

—No lo sabe todo. Sin duda, cuando sepa que el truco de Shaeder ha fallado…

—Si es que lo cree.

Se oyó un repentino ruido de cascos de caballo en el camino. Reiner, Matthais y Halmer se volvieron. Un jinete se detenía ante la tienda de Nuemark.

El coronel salió de ella como si le dieran un pie de diálogo.

—¿Qué nuevas traéis? —preguntó en voz alta—. ¿Sucede algo malo en el fuerte?

Reiner puso los ojos en blanco ante la actuación. El hombre nunca sería buen actor.

* * *

Nuemark frunció el entrecejo, confuso, cuando el jinete bajó del caballo y le susurró al oído en lugar de gritar las noticias a los cuatro vientos. Reiner no tuvo necesidad de leer los labios del jinete para saber cuál era el mensaje, porque incluso en la incierta luz oscilante de las antorchas pudo ver que el capitán palidecía al escucharlo. Miró en torno, luego llamó con un gesto a los capitanes de infantería y se llevó al jinete al interior de la tienda.

—¿Qué hace? —preguntó Matthais—. ¿Por qué no nos llama a formar? ¿Por qué no nos ponemos en marcha?

Aguardaron un momento, seguros de que el coronel volvería a salir para hacer el anuncio, pero no fue así.

—Va a marcharse —dijo Reiner—. Lo dejará todo y escapará.

—Imposible —lo contradijo Halmer—. Dejar el fuerte en manos enemigas sería traición.

Reiner negó con la cabeza.

—Ya visteis el miedo que sentía. Ahora está ahí dentro, buscando una excusa. Apostaría uno contra diez.

—¡Tenemos que regresar! —insistió Matthais, y se volvió hacia Halmer—. ¡No podemos marcharnos si hay alguna esperanza!

—Por desgracia, no soy el coronel —gruñó Halmer—. No puedo dar la orden. —Lanzó una mirada feroz hacia la compañía de espadones que montaban guardia ante la tienda de Nuemark—. Y no me gustaría tener que luchar contra los de Carrolsburgo para usurpar su puesto.

La cabeza de Reiner se alzó lentamente y volvió la mirada hacia el capitán con los ojos muy abiertos.

Halmer retrocedió, inquieto.

—¿Qué?

Reiner le sonrió.

—Capitán, me habéis dado una idea. ¿Me lo permitís?

Halmer asintió.

—Hablad.

Reiner se inclinó hacia ellos.

—Necesitaremos un caballo, una armadura, una lanza y tanta cuerda como podáis conseguir.