16
Que Shallya te reciba
Reiner y los Corazones Negros corrieron con el Portador del Martillo por el serpenteante pasadizo, que descendía constantemente, con antorchas en la mano. Cada segundo contaba, porque cuanto más tiempo permaneciera abierto el túnel más serían los hombres rata que caerían sobre el desprevenido fuerte. Mientras corrían, el Portador del Martillo le contó a Reiner lo que había intentado hacer Shaeder.
—El comandante nunca había tenido intención de traicionar al Imperio. Sólo quería desacreditar a Gutzmann y demostrar su valía ante Altdorf al obtener una gran victoria contra un enemigo terrible.
—¿Así que hizo todo esto por celos? —preguntó Reiner, incrédulo.
—Por celos no —respondió el soldado con rigidez—. Por el deber. Gutzmann tenía intención de desertar. Shaeder quería impedírselo, pero, a menos que el general quedara como un traidor, los soldados se habrían rebelado y la frontera habría quedado sin defensa. Shaeder no sabía cómo proceder hasta que los ingenieros descubrieron a los hombres rata.
Reiner frunció el entrecejo.
—¿Así que puso en escena esa charada con los hombres rata muertos y la mesa del comedor para que pareciese que Gutzmann conspiraba con ellos?
—Sí —respondió el Portador del Martillo.
Reiner asintió.
—Y tenía planeado derrumbar el túnel después de que salieran sólo la mitad de los hombres rata, de modo que los hombres vieran con claridad la amenaza y a pesar de eso pudieran obtener una victoria fácil.
El soldado asintió.
—Sí. Lo habéis entendido. Brillante, ¿no os parece?
—Salvo por el hecho de que no funcionó —gruñó Hals.
—Los hombres rata nos traicionaron —dijo el Portador del Martillo con enojo.
Reiner puso los ojos en blanco.
—¡Me dejáis boquiabierto!
El Portador del Martillo alzó una mano y todos se detuvieron.
—Al otro lado de la próxima curva —dijo mientras recuperaba el aliento.
Reiner asintió.
—Bien. ¿Giano?
Giano le dio la antorcha a Gert y se escabulló hacia la oscuridad. Pasado un corto rato, regresó con los ojos brillantes y ansiosos.
—Ellos haciendo que estar moviendo ello. Seis, siete soldados rata, y uno diez esclavos rata —dijo—. Poniendo cuerda atrás para dejar bajar despacio. —Sonrió—. Los cogemos fácil, ¿eh?
—¿Ya han empezado?
Giano negó con la cabeza.
—Bien —dijo Reiner—. ¿Y el carro? ¿Continúa lleno de barriletes de pólvora?
—Sí.
Reiner gruñó con satisfacción.
—Bueno. En ese caso dejaremos aquí las antorchas y entraremos rápidamente y en silencio. Gert, Giano, Dag, Franka, flechas y saetas preparadas. El resto permaneced agachados. En el momento en que nos vean llegar, vosotros cuatro disparáis y nosotros los acometemos con la espada. Tenemos que matarlos a todos en la primera carga, ¿de acuerdo?
Los otros asintieron.
—Bien. Entonces, vamos.
Los hombres dejaron las antorchas en fila sobre el suelo y sacaron las armas. Gert y Giano metieron saetas en las ranuras de las ballestas mientras Franka y Dag colocaban flechas en los arcos.
Hals miró a Franka.
—¿No debería quedarse aquí atrás, la chica?
Reiner apretó la mandíbula.
—Necesitamos toda la cobertura con que podamos contar.
—Pero…
—Éste no es el momento, piquero.
Hals gruñó y se miró las botas.
—No te preocupes, Hals —dijo Franka—. Haré todo lo que pueda para no clavarte una flecha en la espalda.
—Puede acertarle al ojo de un conejo a cincuenta pasos de distancia —dijo Pavel.
Hals le lanzó una mirada feroz.
* * *
Los hombres comenzaron a avanzar por el pasadizo, agachados, con Dag, Giano, Gert y Franka en retaguardia. Reiner, Pavel y Hals ocupaban la vanguardia con Jergen y el Portador del Martillo. Al girar en la curva la oscuridad fue absoluta durante un momento, y luego un débil resplandor púrpura iluminó las paredes por delante de ellos. Unos pocos pasos más y tuvieron a la vista el carro y los hombres rata. Era como había dicho Giano. Siete soldados rodeaban el carro y dirigían a un grupo de famélicos hombres rata que ataban cuerdas a la parte trasera del carro, que era casi tan ancho como el propio túnel. Había otra cuerda, más gruesa, que estaba atada a una anilla que había en el suelo del túnel y sujetaba al carro en lo alto de los raíles que desaparecían por la empinada pendiente que se hundía en la oscuridad.
Reiner aceleró el paso pero continuó de puntillas, con la espada detrás para que la hoja no reflejara la luz púrpura. Los otros también apresuraron la marcha. Quedaban veinte pasos. Quince.
Un hombre rata alzó el hocico y volvió la cabeza hacia ellos. Lanzó un chillido de alarma.
—¡Ahora! —gritó Reiner, y echó a correr junto con los otros sin pensar en el sigilo.
Saetas y flechas se clavaron en el pecho de dos hombres rata en el momento en que los otros desenvainaban las espadas. Luego, Reiner, el Portador del Martillo y los Corazones Negros se mezclaron con los enemigos, a los que asestaron tajos y golpes. Dos más cayeron de inmediato, pero los esclavos corrían hacia todas partes, presas del pánico, y se cruzaban en su camino. Reiner y los otros pateaban y empujaban a través de un tremedal de peludos cuerpos mugrientos mientras los tres restantes soldados de los hombres rata se protegían detrás del carro.
Franka, Giano, Dag y Gert saltaron sobre la parte trasera del carro. Franka y Dag dispararon a los hombres rata en fuga mientras Giano y Gert volvían a cargar las ballestas. La muchacha acertó a un esclavo.
Jergen y Reiner se abrieron paso por la izquierda del carro mientras el Portador del Martillo avanzaba por la derecha y segaba a los esclavos como si fueran denso sotobosque. Hals y Pavel siguieron al Portador de Martillo para destripar a los caídos y acabar con los esclavos que abrumaban al soldado de Shaeder.
Giano y Gert volvieron a disparar cuando Franka y Dag lo hacían por tercera vez. Uno de los guerreros de los hombres rata cayó con una flecha y una saeta clavadas en la espalda, pero antes de que los arqueros pudiesen volver a disparar, los esclavos se apiñaron sobre el carro para intentar escapar de los tres espadachines y les dificultaron su cometido.
Reiner y Jergen llegaron a la parte frontal del carro dando traspiés, e intentaron liquidar a los dos soldados rata restantes. El Portador del Martillo llegó hasta ellos mientras lanzaba esclavos hacia todas partes y los pateaba. Uno de ellos mordió el cuello del hombre como un perro de presa que ha mordido a un toro. Con un grito, el Portador del Martillo se lo quitó de encima y lo arrojó al suelo, pero se llevó un bocado sangrante entre los dientes. El hombre de Shaeder cayó de rodillas, con los guantes bañados de brillante rojo al intentar contener la fuente de sangre que le manaba a borbotones de la yugular.
Uno de los soldados de los hombres rata le lanzó una daga a Reiner. Éste se apartó y el arma le pasó rozando una oreja. Un esclavo chilló detrás de él. Jergen atravesó al hombre rata que había lanzado el cuchillo mientras Reiner se ocupaba del otro, que arrojó contra el suelo una esfera de vidrio que llenó el túnel de humo. Reiner lanzó un tajo hacia donde pensaba que estaba el hombre rata al tiempo que se cubría la boca y la nariz con el otro brazo. La espada no encontró su objetivo.
—¡Disparad! —gritó—. ¡Disparad!
Oyó que saetas y flechas pasaban junto a él hacia el humo, y luego un chillido de rata, pero no sabía si había sido un disparo mortal.
Jergen se metió en el humo al tiempo que con la espada trazaba ochos en el aire, pero Reiner no oyó gritos ni impactos. Corrió tras él con el corazón acelerado; luchar a ciegas era estúpido. Unos pocos pasos lo llevaron más allá del humo, pero éste bloqueaba la luz y el túnel estaba completamente oscuro. Oyó que Jergen regresaba.
—¿Lo pillaste?.
—No.
Reiner suspiró y volvió atrás, tropezando con los raíles.
—Entonces, vendrán hacia aquí.
—Sí.
Los otros estaban acabando con los últimos esclavos cuando él y Jergen salieron de la nube de humo, que se disipaba poco a poco.
—Despejad los raíles —ordenó Reiner—. Tenemos que encender las mechas y cortar la cuerda. Uno ha escapado. Van a volver.
Los Corazones Negros patearon los cadáveres de los esclavos y los hicieron rodar fuera de las vías. Sobre el carro, Gert se puso a comprobar los barriletes de pólvora. Pasado un segundo, gimió.
—Capitán —dijo—. Les han quitado las mechas.
—¿Cómo?
—Las mechas. Las han sacado de la pólvora. Y no las veo.
Reiner soltó una maldición.
—Registrad los cuerpos.
Los Corazones Negros cachearon todos los cadáveres, tanto esclavos como soldados, pero ninguno tenía mechas.
—Capitán —dijo Pavel—. Ya vienen.
Reiner alzó la mirada. Al fondo del empinado pasillo se movía una luz púrpura sobre las paredes.
—¡Por los dados cargados de Ranald!
—¿Se les puede meter trozos de trapo dentro y encenderlos? —preguntó Pavel.
Reiner negó con la cabeza.
—Los ingenieros las tendrían calculadas al milímetro. Si las mechas son demasiado cortas, el carro explotará antes de llegar al túnel. Si son demasiado largas, los hombres rata las apagarán cuando llegue al final.
—Alguien tendría que bajar en el carro con una antorcha en la mano —dijo Franka—. Pero eso sería un suicidio.
Reiner asintió con la cabeza. Alguien tendría que encender la pólvora a mano cuando el carro llegara al túnel de los hombres rata, pero quienquiera que lo hiciera… Reiner miró alrededor mientras intentaba decidir a quién podía permitirse perder. Sus ojos se posaron sobre Dag. El muchacho había sido un problema desde el principio, un bala perdida que había hecho más daño que bien y en quien no podía confiar nadie de la compañía. Y le era estúpidamente leal a Reiner. Lo haría si él se lo pedía. Por otro lado, el muchacho era tan atolondrado y poco fiable que lo más probable era que lo estropeara todo. Maldijo. No había tiempo para pensar. Tenía que tomar una decisión inmediata. Tenía…
—Yo hago —dijo Giano.
Todos lo miraron.
—¿Qué? —preguntó Reiner.
El tileano estaba pálido. Los miró y tragó saliva.
—Yo hago. Esto quiero mi vida toda. Yo jurar venganza hombres rata desde que matar mi familia. ¿Cómo poder matar más hombres rata que aquí? Con espada y arco matar diez, veinte, cincuenta. Esto hacer, matar cien, mil.
—Pero muchacho, morirás —dijo Hals.
Franka parecía horrorizada.
—No puedes.
—Te necesitamos —dijo Reiner. Ahora ya comenzaba a distinguir las caras de los hombres rata que avanzaban hacia ellos. Eran treinta o más, todos guerreros.
—Vosotros necesitar yo hacer esto —insistió Giano—. Yo coger antorcha. —Dio media vuelta y regresó por el pasadizo hasta desaparecer de la vista.
Los demás se miraron unos a otros, perplejos.
—¿Le permitirás que lo haga? —preguntó Franka.
—Alguien tiene que hacerlo —respondió Reiner.
—Sí —dijo Pavel, cuyos ojos se desviaron hacia Dag como habían hecho los de Reiner—. Pero…
—Alguien que pueda hacerlo —precisó Reiner, y se volvió—. Gert, rompe los barriletes. Tantos como puedas.
Gert asintió y subió al carro. Sacó el hacha de mano y empezó a hundir las tapas de los barriletes.
Giano reapareció con dos antorchas. Saltó sobre la parte trasera del carro y subió las piernas. Jergen avanzó hasta la cuerda que lo retenía y alzó la espada.
Giano miró a Reiner y, emocionado, volvió a tragar.
—Capitán, tú buen hombre. Yo alegrar de luchar por ti. Grazie.
—También tú eres un buen hombre, Ostini. Giano. —Reiner tenía un nudo en la garganta. Tragó para librarse de él—. Que Shallya te reciba.
Los hombres rata estaban a cien pasos de distancia y echaban a correr.
Gert saltó del carro.
—Todo listo.
Giano alzó una antorcha para saludar.
—Cortar cuerda.
Reiner intentó pensar en algo solemne que decir, pero Jergen no vaciló. Cortó la gruesa amarra de un solo tajo y el carro comenzó a rodar por los empinados raíles. Giano extendió los brazos y abrió la boca. Al principio, Reiner pensó que gritaba, pero el grito se transformó en palabras y Reiner se dio cuenta de que estaba cantando alguna loca canción tileana.
—Maldito estúpido —dijo Hals, emocionado.
Franka se volvió de espaldas con las manos sobre los ojos. Reiner la oyó sollozar.
El carro adquirió velocidad con rapidez. Los hombres rata que avanzaban lo vieron venir y se lanzaron a ambos lados, pero eran demasiados y no pudieron apartarse del camino. Cuando el carro los atropello salieron girando por el aire y se estrellaron contra las paredes. Algunos quedaron cortados por la mitad por las ruedas de hierro. Unos pocos, al engancharse en los laterales, fueron arrastrados y sus cabezas rebotaron y se partieron al golpear contra los durmientes.
Luego, el carro desapareció al desvanecerse en el negro pasadizo, más allá de la luz púrpura de los hombres rata. Reiner se quedó mirando la oscuridad durante un momento, pero los hombres rata supervivientes estaban levantándose y recogiendo las armas.
—Bueno —dijo con desgana—. Marchémonos.
Comenzó a subir por el pasadizo y los otros lo siguieron con expresión ceñuda.
—Pero ¿cómo sabremos si ha funcionado? —preguntó Hals mientras corrían—. ¿Cómo sabremos que el pobre muchacho no ha dado la vida en vano?
—No lo sabremos —respondió Reiner. Llegaron a la hilera de antorchas, donde ahora había dos de menos, y recogió una—. No podemos hacer más que rezar. —Volvió la vista atrás para mirar al túnel—. Vamos, daos prisa. No nos conviene que esos hombres rata nos den alcance. Y toda esa pólvora podría derrumbar bastantes cosas…
Antes de que pudiera acabar se produjo una tremenda explosión y una onda expansiva caliente los golpeó como un ariete. Reiner se tapó con las manos los oídos, que parecían a punto de explotar a causa de la presión. La sacudida llegó un segundo después. Los derribó a todos, y antes de que llegaran al suelo los ensordeció una segunda detonación, y luego otra, cada una más fuerte que la anterior. Las sucesivas ondas expansivas los empujaron pasadizo adelante como una mano gigantesca. Entonces, unos estremecimientos sacudieron el pasadizo con tanta fuerza que Reiner se alzó del suelo y se estrelló contra una pared. Cayó sobre Pavel, que chillaba y se tapaba los oídos. Reiner no lo oía.
Las paredes, el techo y el suelo se rajaron y sobre ellos llovieron piedrecillas y polvo. Junto a uno de los pies de Reiner cayó un trozo de roca tan grande como su cabeza. Luego, llegó la quietud. Reiner se quedó dónde estaba, en espera de más explosiones y bostezando para intentar destaparse los oídos.
Cuando no se produjo ninguna detonación más, se sentó. El túnel le daba vueltas.
—Vamos, muchachos —dijo mientras se levantaba medio tambaleándose—. Este sitio podría derrumbarse en cualquier momento.
—¿Eh? —preguntó Hals al tiempo que se llevaba una mano al oído.
—¿Qué has dicho? —preguntó Gert.
—¿Qué? —inquirió Franka.
Reiner apenas los oía. Señaló hacia la salida del túnel.
—¡Corred! —gritó—. ¡Tenemos que correr!
Los demás asintieron e intentaron levantarse, balanceándose y dando traspiés como borrachos. Reiner se apoyó en la pared, más mareado que si hubiese girado en círculos. Corrieron a paso ligero y titubeante por el pasadizo, tropezando con sus propios pies. Antes de que hubieran avanzado veinte pasos los alcanzó una veloz muralla de humo que flotaba hacia la salida. Al principio tenía el acre olor a pólvora característico de los campos de batalla, pero detrás llegó un hedor alquímico que les hizo llorar y les causó náuseas y arcadas. Al mirarlo a través de los ojos llorosos, Reiner habría jurado que el humo que los azotaba tenía un débil resplandor verde.
—¡Rápido! —gritó, medio ahogado.
Corrieron a la máxima velocidad que pudieron mientras se cubrían la cara con la camisa y el justillo.
—Debe de haber hecho estallar una de esas extrañas armas —jadeó Franka con voz ronca.
—O un carro lleno de ellas —dijo Reiner.
Al salir corriendo por la chimenea al interior del salón de la casa de piedra, encontraron a Gutzmann tendido en el suelo, inmóvil y solo, rodeado de montones de hombres rata muertos. La habitación estaba cargada de una niebla espesa.
Reiner avanzó hacia el general, intranquilo.
—General, ¿estáis vivo? ¿Dónde está Karel?
Gutzmann alzó débilmente la cabeza y sonrió.
—¿Lo habéis logrado, entonces? Lo… hemos sentido.
—Sí, pero…
Karel entró corriendo desde el vestíbulo y los saludó.
—Capitán, me alegro de veros. Los hombres rata se han detenido. Después de la explosión, algunos volvieron atrás, pero no ha salido ninguno más del túnel.
—Alabado sea Sigmar —gruñó Pavel—. Tal vez Ostini no haya muerto por nada.
Karel se volvió a mirarlo.
—¿El tileano está muerto?
—Y el Portador del Martillo —replicó Reiner.
Karel hizo el signo del martillo y bajó la cabeza.
—Espero que no haya sido por nada —dijo Hals, con amargura—. Salieron tantos antes de que volara el túnel que podría no haber cambiado nada.
—Estaban empezando a sacar fuera las máquinas de asedio —informó Karel—. Así que nos hemos ahorrado eso.
—Debemos regresar al fuerte… de inmediato —declaró Gutzmann—. Pero antes, cortadle la cabeza a un hombre rata y… y dádmela.
Reiner hizo una mueca.
—¿Para qué?
—Se la enseñaré… a los hombres. —Gutzmann alzó una ceja—. Como deberíais haber hecho vos cuando…, cuando fuisteis a verme.
* * *
Regresar al fuerte era más fácil de decir que de hacer, porque aunque del túnel ya no salían hombres rata, había muchos dando vueltas por la cámara de entrada. Reiner no sabía si permanecían allí porque tenían intención de desenterrar a sus congéneres o simplemente porque eran reacios a continuar hacia el fuerte sin todo el poderío de su ejército. En cualquier caso, imposibilitaban la salida por ese lado.
—La pista de montaña —dijo Gutzmann desde la camilla que Pavel y Hals habían improvisado con las dos lanzas y una cortina de roja brocado. Un montón de mantas lo protegían del frío, y sujetaba entre los brazos la cabeza cortada de un hombre rata como si fuera un bebé—. El jefe de ingenieros me habló de ella en una ocasión. Tallaron una…, una escalera secreta detrás de un armario de arriba. Sale… a la ladera de la montaña… por encima de la mina, y desde allí va hasta el fuerte. —Se rió entre dientes—. Por si se producía un hundimiento, dijo. Pero empiezo a pensar que tenía… otro propósito.
—La buscaremos —dijo Reiner haciendo una mueca. Cada vez que Gutzmann hablaba se oía un sonido gorgoteante, y tenía que inspirar dos veces por cada frase. No le quedaba mucho tiempo en este mundo.
Tras una enloquecida búsqueda por las habitaciones de la planta superior —una serie de hermosas dependencias talladas en la roca que los ingenieros habían transformado en fétido dormitorio colectivo donde colgaban ropas mugrientas y que estaban sembradas de papeles, libros y extrañas herramientas—, acabaron por encontrar la escalera detrás de una puerta abierta en el fondo de un armario de lo que en otros tiempos había sido un espléndido dormitorio femenino. El panel secreto se abría al presionar los ojos de un grifo rampante en bajorrelieve que había sobre la puerta del armario. Al otro lado habían tallado en la roca una angosta escalera de caracol. Era demasiado estrecha y empinada para maniobrar con la camilla de Gutzmann, así que Jergen, el más robusto de todos, se lo cargó a la espalda.
Unos cien pasos más adelante la escalera terminaba en una puerta de piedra. Bajaron una palanca y la puerta giró suavemente hacia dentro dejando a la vista una pequeña cueva.
Reiner entró en ella con precaución. Algún animal la había convertido en su madriguera, pero en ese momento no estaba allí. Avanzó hasta la entrada y se asomó al exterior. La cueva daba a un estrecho camino de cabras situado en lo alto de una ladera muy empinada. Abajo estaban los edificios anexos y fortificaciones de la mina, casi invisibles en la nublada noche.
Reiner hizo una señal para que los demás lo siguieran, y salió al sendero. El viento que los había acompañado al entrar en la mina continuaba azotando los peñascos. Se estremeció mientras los otros salían de la cueva, Hals y Pavel otra vez con Gutzmann sobre la camilla.
El general señaló al sur.
—Seguid el sendero. Lleva a las… montañas de lo alto del fuerte. Encontraréis una bifurcación que… lleva más allá. Al lado de Aulschweig. Siempre y cuando retengamos aún… la muralla sur…
Reiner hizo un gesto a los Corazones Negros para que avanzaran, y echó a andar junto al general.
—¿Este sendero permite evitar el fuerte?
Gutzmann sonrió.
—Éste y otros. Los bandidos… van adonde les place. Pero no… vale la pena defenderlo. Ningún ejército podría… recorrerlo.
Reiner recobró el equilibrio tras estar a punto de ser arrojado montaña abajo por el viento.
—No, supongo que no.
Se daban toda la prisa que podían, pero el avance resultaba difícil, en particular porque Hals y Pavel llevaban a Gutzmann. Había lugares en los que el sendero subía en línea recta por una pared de roca y había que pasar al general de mano en mano hasta lo alto. En otros sitios se transformaba en apenas un saliente de roca sobre un barranco, y el peso del general amenazaba con arrastrarlos al vacío. En un tramo discurría por debajo de una roca que sobresalía de la ladera y todos tuvieron que gatear. Pavel y Hals empujaban y tiraban de la camilla mientras avanzaban sobre manos y rodillas.
Pero aunque lo sacudieron e hicieron saltar, y lo situaron en posiciones indignas e incómodas, el general no se quejó ni una sola vez sino que los instó a darse prisa.
—Si esas alimañas les han hecho daño a mis hombres —dijo en más de una ocasión—, las mataré a todas, por encima y… y por debajo de la tierra. Serán… borradas del mundo.
* * *
La compañía tardó en llegar a la altura del fuerte el doble de tiempo que si hubieran ido por el paso, pero al coronar una colina cubierta de pinos lo vieron desde lo alto. La batalla aún no había comenzado. Los hombres rata todavía estaban formando en la oscuridad del paso y se mantenían fuera de la vista del campamento. No deberían haberse preocupado por eso. No había nadie de guardia en las murallas del norte. No había nadie en el campamento. Todos los soldados del fuerte estaban situados en la gran muralla sur con las ballestas cargadas, las pistolas amartilladas y los cañones preparados, esperando a que el ejército de Aulschweig llegara por el sur del paso. El ardid de Shaeder era todo un éxito.
Reiner deseó poder extender un brazo imposiblemente largo y tocar a los defensores en un hombro colectivo para que se volvieran y repararan en la amenaza que tenían detrás. Pero era imposible ponerlos sobre aviso. Aunque gritaran a todo pulmón nadie los oiría.
—¡Exploradores! —dijo Franka.
Reiner miró en la dirección que ella señalaba. Unas siluetas furtivas avanzaban por el campamento. Las primeras estaban ya ante la muralla norte y espiaban a través de la puerta desguarnecida.
Se volvió a mirar a Gutzmann.
—Está empezando, general. Debemos darnos prisa. Decidnos dónde está el sendero que lleva al otro lado.
El general no respondió.
Reiner se acercó más.
—¿Señor?
Gutzmann miraba fijamente las estrellas.
Reiner se arrodilló junto a él. Tenía una mano a medio camino de la boca abierta. Daba la impresión de haberse detenido en medio de una tos.
—General.
Reiner lo sacudió. Estaba rígido y frío. Hals y Pavel gimieron y bajaron la camilla al suelo. Los demás se reunieron en torno a ella.
Reiner gruñó y dejó caer la cabeza.
—Qué bastardo es Sigmar —dijo con un susurro.
—¿Eh? —preguntó Hals—. ¿Blasfemia?
—Sigmar dice que quiere que sus campeones mueran luchando, y he aquí uno de los mejores y, ¿qué hace él?: apaga su llama justo antes de la batalla de su vida. —Alzó los ojos hacia el cielo—. Puedes besarme el culo, gran mono peludo.
Pavel, Hals y Karel retrocedieron ante él como si temieran ser heridos por el rayo que en pocos instantes descendería del cielo para carbonizar a Reiner. Los demás se removieron con aire incómodo.
—Aún tenemos que ponerlos sobre aviso —dijo Karel al fin.
—¿Con qué propósito? —preguntó Reiner al tiempo que se levantaba—. Muy pronto lo sabrán. Mirad.
Los demás siguieron la dirección de su mirada. Los hombres rata se habían puesto en movimiento como una alfombra de pieles que cubriera el paso a todo lo ancho. Las filas estaban salpicadas por algunas extrañas piezas de artillería, pero al menos no había ninguna torre de asedio. No habían conseguido sacarlas del túnel. Cuando el ejército de hombres rata salió del paso, se derramó como melaza que cayera de un frasco y corrió entre las ordenadas hileras de tiendas. Aún no se había dado la alarma. Si había quedado algún guardia en la muralla, los exploradores lo habían silenciado.
—Pero podríamos advertir a los hombres que Shaeder ha enviado al sur —dijo Franka—. Si los alcanzamos a tiempo podrían cambiar la situación.
—Sí —asintió Reiner—. Podrían cambiarla, pero los comanda Nuemark, que sin duda forma parte de la conspiración de Shaeder. Nos matará antes de escucharnos.
Karel frunció el entrecejo.
—Pienso que debemos intentarlo, a pesar de todo.
Reiner asintió, descontento.
—Sí, muchacho, me temo que debemos hacerlo.
—Allí hay soldados de caballería —dijo Franka—. Oí cómo Nuemark llamaba a los capitanes. Ellos no pueden estar en la conspiración, ¿verdad?
—No —respondió Reiner—. Lo dudo. —Frunció el entrecejo mientras pensaba—. Matthais estará allí, a las órdenes de Halmer. Tal vez podríamos convencerlos de que organizaran un motín.
Hals maldijo y bajó la mirada hacia Gutzmann.
—¿Por qué tenías que morirte? Si fueras tú el que acudiera a buscarlos, todos te seguirían hasta los mismísimos desiertos del Caos.
Pavel asintió.
—Eso harían, y yo me uniría a ellos.
—Será mejor que lo llevemos con nosotros —dijo Reiner—. El y la cabeza de hombre rata son las únicas pruebas que tenemos de la traición de Shaeder.
Pavel y Hals alzaron la camilla de Gutzmann, hecha con las lanzas de ambos, y el grupo se encaminó hacia el sur.