15
Ellos lo sabían
Los Corazones Negros se separaron durante unos minutos para regresar a sus diferentes tiendas y barracas y armarse. Aunque el tiempo era un factor esencial, Reiner dedicó un momento a quitarse el uniforme sucio, lavarse y ponerse ropa limpia. En realidad, no le quedaba alternativa.
Los carceleros le habían quitado las pistolas y no tenía un segundo par, así que tuvo que conformarse con la espada que le había quitado al hombre de Shaeder, un espadón demasiado grande para él. Cuando estuvo listo, cogió un caballo de refresco que no era suyo e hizo que detrás de él montara Franka, que llevaba el arco colgado a la espalda. Se reunieron con los demás en la periferia del campamento. Habían requisado un carro de heno, y Reiner se sintió aliviado al ver que Giano también había aprovechado el tiempo para asearse.
Nadie los detuvo cuando se marcharon. El campamento estaba casi desierto ya que los capitanes y sargentos habían apremiado a los soldados para que se pusieran la armadura y luego los habían llevado al interior del fuerte. Cuando entraron en el paso, se alzó un viento cortante y comenzaron a correr velozmente las nubes, cuyas gruesas sombras se deslizaban por los escabrosos picos allende la línea de árboles, iluminados por el sol poniente como gusanos reptando sobre oro en bruto. Una borrasca se les echaba encima. El tiempo no sería el ideal para viajar, y Reiner quería encontrarse lejos antes de detenerse a pasar la noche.
Franka se abrazó a la cintura de Reiner y se apretó contra su espalda.
—¿Qué te traes entre manos capitán? —susurró—. No es propio de ti correr hacia el peligro. Ya sabes que Gutzmann está muerto. No hay ninguna razón para volver a la mina.
—El oro de Gutzmann —le susurró Reiner.
Ella alzó una ceja.
—¿Tienes intención de extraerlo tú mismo?
Él negó con la cabeza.
—Cuando íbamos a rescatarte descubrí dónde lo guarda el general antes de enviarlo a Aulschweig. Hay dos cajas dentro del túnel clausurado.
—¿Y por qué les mientes a los otros?
—¿Olvidas al espía?
—¿No es Abel, el espía?
Reiner se encogió de hombros.
—¿Y si no lo es?
—Entonces, ¿cómo tienes intención de sacarlo de ahí sin que lo sepan los otros? ¿Te caben las cajas en los bolsillos?
Reiner se echó a reír.
—Aún estoy pensando en eso.
* * *
El viento comenzó a ulular dentro de la garganta cuando los Corazones Negros se acercaron a la muralla defensiva de la mina. La luz había disminuido hasta convertirse en un resplandor púrpura cuando el sol descendió tras las montañas y las nubes se extendieron por el cielo. Reiner tenía los nervios tan de punta que veía hombres rata en cada sombra oscura y en cada matorral. Las malignas alimañas podían salir de la mina en cualquier momento y matarlos a todos. Y con cada paso estaba acercando a sus compañeros a esas alimañas.
Reiner se estremeció cuando entraron en el recinto. ¡Qué contraste con la hirviente actividad del día anterior! El lugar parecía abandonado desde hacía décadas. Las pesadas puertas de hierro de la mina estaban abiertas y rechinaban como almas condenadas al empujarlas el viento. Las puertas de los edificios anexos golpeaban al abrirse y cerrarse. Remolinos de polvo luchaban en los callejones, y por las pilas de escoria rodaban guijarros que hacían respingar a los Corazones Negros.
La cuadrada entrada oscura de la mina parecía la boca de un pez enorme, un leviatán de leyenda, hacia el cual eran inexorablemente atraídos. El viento gemía al pasar por ella como si fuera el triste grito de la bestia. Reiner y Franka desmontaron mientras los otros bajaban del carro. Aunque no había ninguna amenaza aparente, todos desenvainaron las armas. Franka, Giano y Gert pusieron flechas y saetas en las cuerdas de las suyas.
—Vamos —dijo Reiner.
En el interior, el gemido del viento se transformó en rugido. Reiner ni siquiera oía sus propios pasos. La cámara de entrada estaba alumbrada por una sola lámpara de llama oscilante que colgaba de un gancho de hierro. La luz no era lo bastante potente para llegar a las paredes más alejadas, pero la mina no estaba completamente a oscuras. Cuando los ojos de Reiner se acostumbraron, vio un débil resplandor de antorcha en la boca del tercer túnel.
Pavel también reparó en él.
—¿Son los hombres rata? —preguntó, nervioso.
Reiner negó con la cabeza.
—Es luz de antorcha. La luz de los hombres rata es púrpura.
El hecho de que la luz fuese de origen humano resultaba reconfortante hasta cierto punto. ¿Quiénes eran? ¿Qué estaban haciendo allí abajo? ¿Por qué estaban en su camino? El oro estaba dentro de ese túnel. ¿Acaso alguien más iba tras él?
—Busquemos antorchas y vayamos a echar un vistazo.
Pero en el momento en que los hombres entraban, un estruendo de acero y un grito ronco atravesó el viento. Todos se detuvieron y miraron atrás, con las armas preparadas. Procedía del interior de la mina, pero resultaba difícil determinar de dónde exactamente.
—Una pelea —dijo Giano.
—Era la voz de Gutzmann —afirmó Hals—. Lo juro.
Karel asintió.
—Yo también la he oído.
Volvió a oírse el grito junto con el entrechocar del acero. Esta vez la procedencia era clara. Los sonidos venían de las dependencias de los ingenieros, de la extraña casa subterránea.
Reiner cogió la lámpara que colgaba del gancho y corrió hacia el pasadizo que llevaba a la casa. Los otros lo siguieron. Reiner ya había dado algunas zancadas cuando reparó en que no estaba seguro de qué pretendía hacer exactamente. ¿Corría a salvar a Gutzmann o a matarlo?
Al entrar en el pasadizo, los sonidos de lucha fueron más claros: gruñidos y gritos, y el entrechocar y raspar de las espadas. La puerta hermosamente tallada estaba medio abierta y las lámparas proyectaban un haz de bordes definidos al interior del pasillo. Reiner patinó al detenerse y alzó una mano. Los otros se asomaron por encima de sus hombros mientras él ladeaba la cabeza para mirar en torno a la puerta.
El magnífico vestíbulo de piedra estaba iluminado por una enorme araña de mármol. El salón de la izquierda se hallaba a oscuras, pero el comedor que había al otro lado resplandecía con la luz de las lámparas y Reiner quedó boquiabierto ante la escena que alumbraba. Era como un cuadro pintado por un demente adicto al opio. La mesa estaba puesta como para una cena de gala, con platos de porcelana fina, copas y platillos de plata que destellaban en la suave luz. Había botellas de vino abiertas y espléndidas bandejas de carne, pescado y caza que rodeaban un candelabro central. Todos los platos estaban a medio comer.
Por extraña que fuera la cena, los comensales, a la luz de los acontecimientos, eran aún más extraños. Sentados en torno a la mesa había varios hombres rata, todos vestidos con armadura y con dagas ensangrentadas en las nudosas zarpas. Todos estaban muertos, cortados y atravesados por heridas horrendas. Pero lo que sumía la escena en la demencia era el aspecto del general Gutzmann, sangrante y exhausto, que luchaba contra un puñado de los Portadores del Martillo de Shaeder armados con espadones. Los soldados se veían cómicamente estorbados por una extraña reticencia a alterar cualquier detalle de la escena. Medían los tajos para no romper ningún plato ni copa, y enderezaban a los hombres rata en las sillas cada vez que tropezaban con ellos. Era esto, más que cualquier deslumbrante destreza de esgrima, lo que le permitía a Gutzmann defenderse bien en un enfrentamiento tan desigual.
—¡Por la barba de Sigmar! —susurró Karel—. ¿Qué locura es ésta?
Reiner negó con la cabeza.
—Nunca he visto nada parecido. —Se deslizó hasta el umbral para ver mejor, y los otros lo imitaron y se escondieron detrás de enormes urnas de granito y ornamentados muebles de piedra. Era difícil apartar los ojos de la escena. ¿Qué significaba?, se preguntó Reiner. ¿Qué pretendía Shaeder?
—Al menos no tendremos que sudar para matarlo nosotros —dijo Dag riendo entre dientes—. Esos muchachos acabarán con él.
—¿Estás loco? —preguntó Hals—. Tenemos que ayudarlo. ¡Gutzmann es el único que puede salvar el fuerte!
Pavel se volvió a mirar a Reiner.
—Lo ayudamos, capitán, ¿verdad?
—Nosotros… —Reiner vaciló. ¿Qué iba a hacer? En efecto, allí estaba la salvación del fuerte, pero también la mejor oportunidad que tendrían para cumplir con la orden de Manfred y matar al hombre que estaba robando el oro del Emperador, o al menos verlo morir. Por supuesto, si ahora salvaban a Gutzmann, siempre podrían matarlo más tarde, cuando hubiese derrotado a los hombres rata. Pero ahora el general conocía las órdenes que ellos tenían, e iba a protegerse. Una oportunidad como ésta no volvería a surgir—. Nosotros…
Miró a Franka, cuyos suaves ojos pardos se habían transformado en afiladas dagas que le atravesaron el alma.
—Nosotros…
Se oyeron pasos de botas en el pasadizo detrás de ellos. Los Corazones Negros se volvieron cuando la puerta se abrió con brusquedad y entraron seis ingenieros con la cara enrojecida.
—¡Ya vienen! —gritó el primero al tiempo que cerraba la puerta de golpe—. ¡De prisa! Larguémonos… —Se interrumpió en seco al ver a los que tenía delante.
Reiner giró la cabeza para mirar hacia el comedor. Gutzmann y los soldados de Shaeder también estaban mirando hacia el vestíbulo. Durante un largo momento, el cuadro viviente quedó inmóvil mientras cada bando dilucidaba quién era quién y qué era qué.
Fue Gutzmann quien rompió aquel momento al saltar y atravesar la mesa a la carrera al tiempo que hacía volar platos y copas, para luego cargar a través del salón y detenerse junto a Reiner.
—¡Matadlos! —gritó uno de los Portadores del Martillo—. ¡No deben revelar el plan!
Gutzmann sonrió, aunque resultaba obvio que le dolían una docena de heridas.
—Así que, Hetzau, teníais razón en todo. Os debo una disculpa.
Reiner se sintió incómodo a causa de la confianza del general, porque había estado pensando que podía apuñalarlo en el cuello y cumplir con las órdenes de Manfred allí y en aquel mismísimo momento. Pero los ingenieros estaban sacando espadas, martillos y hachas y avanzaban hacia ellos por un lado, mientras los soldados de Shaeder se les acercaban por el otro. Reiner necesitaba la espada de Gutzmann más que su muerte. Y más aún, no quería verlo muerto. Sentía que había afinidad entre ellos. Ambos eran hombres inteligentes. Compartían un sentido del humor retorcido. Y ambos habían sido manipulados y traicionados por Altdorf. Tal vez no tendría que matarlo, después de todo. La estúpida idea de Gert de que si el Imperio se veía amenazado allí, Gutzmann reconsideraría la deserción, se volvió repentinamente muy atractiva.
—Volvamos por donde hemos venido, muchachos —dijo Reiner—. Jergen, Karel, ayudadme a contener a los espadachines. El resto acabad con los ingenieros.
Los hombres cambiaron de posición de modo que Reiner, Karel y Jergen se encararon con los Portadores del Martillo mientras los otros se enfrentaban a los ingenieros con lanzas, espadas y hachas.
Gutzmann se situó hombro con hombro con Reiner mientras los seis Portadores del Martillo se les aproximaban. La muñeca de Reiner casi se partió al parar un tajo de uno de los gigantes de negro. Gutzmann bloqueó otro tajo y asestó el contragolpe con soltura. Herido como estaba, daba la impresión de poder luchar durante toda la noche.
—Nunca pensé que me alegraría de ver a alguien escaparse de mi calabozo —dijo.
—Cuatro de éstos fueron a matarnos —explicó Reiner—. Volvimos las tornas contra ellos. —Se agachó para evitar el tajo de una espada y pinchó al oponente en una pierna—. Pensábamos que habían acabado con vos.
Gutzmann sonrió.
—Querían hacerlo. Pero cuando me llevaron al interior de la mina empecé a sospechar y escapé. Desde entonces hemos estado jugando al escondite por los túneles.
Los ingenieros retrocedían. Aunque iban armados y habían recibido entrenamiento militar, no estaban habituados al combate cuerpo a cuerpo. Hals le clavó una estocada en un brazo a uno de ellos y el hombre dejó caer el mazo, momento en que Gert le abrió el cráneo con el hacha. Franka esquivó un golpe de martillo y estaba a punto de ensartar al ingeniero cuando Pavel tiró de ella y la apartó.
—Detrás de mí, muchacha —dijo.
—¡¿Qué?! —Franka le dio un empujón—. ¡No seas burro! —Intentó pasar por un lado, pero él y Hals cerraron filas.
Gutzmann parpadeó.
—¿Muchacha?
—Os lo explicaré más tarde —dijo Reiner.
Los Corazones Negros hacían retroceder a los ingenieros mientras Gutzmann, Jergen, Karel y Reiner les protegían la retaguardia. Podían hacer poco más que bloquear y retirarse, porque incluso Jergen se veía reducido a una lucha defensiva contra tantas espadas diestras. Al final, los ingenieros dieron media vuelta y huyeron por la puerta. Pavel, Gert, Franka y Giano corrieron tras ellos.
Hals se detuvo en la puerta.
—Despejado, capitán. Dejadlo.
—¡Retroceded! —gritó Reiner.
Jergen, Karel y Gutzmann retrocedieron de un salto y corrieron hacia la puerta. Los soldados se lanzaron tras ellos e intentaron ensartarlos cuando ya ganaban la entrada. Hals cerró la puerta en las narices de los Portadores del Martillo.
Cuando corrían por el corto pasillo, Reiner frunció el entrecejo porque, al fondo, el resto de los Corazones Negros y los ingenieros se habían detenido juntos, sin pelear, y miraban hacia la cámara de entrada.
—¡Adelante! ¡Adelante! —gritó Reiner. Pasó entre ellos arrastrando a Franka, y quedó petrificado al ver por qué se habían detenido.
—Por los cojones de Sigmar —susurró Gutzmann junto a él.
Los Portadores del Martillo llegaron rugiendo por el pasillo al tiempo que dirigían los espadones hacia la espalda de los Corazones Negros.
Gutzmann se volvió hacia ellos y los hizo callar.
—¡Callad, estúpidos, o moriremos todos!
Y era tal su carisma, que todos obedecieron su orden.
Gutzmann señaló hacia fuera.
—Mirad.
En la oscuridad, parecía un río fangoso que atravesara la mina, un río crecido que arrastrara ramas, árboles y carretas. Eran hombres rata, tantos, tan densamente apiñados y ligeros de pies que resultaba difícil verlos como cuerpos independientes. Salían por el tercer túnel en un flujo interminable, con lanzas y alabardas que se bamboleaban por encima de sus cabezas, y desaparecía en el exterior de la mina sin separarse ni detenerse. No marchaban como soldados. No mantenían formación alguna. No había filas ni hileras ni orden, sólo un torrente palpitante y febril en medio del cual iban los carros sobrecargados de extraños armatostes de latón y armas desconocidas, tirados por mugrientos hombres rata esclavos que iban enganchados a ellos como bueyes. Más atemorizadoras que las armas eran las enormes formas borrosas, más altas y corpulentas que hombres, que avanzaban entre rugidos mientras hombres rata ataviados con ropones grises las conducían con látigos y palos.
Reiner sintió en los pies la vibración del ejército que pasaba como una avalancha interminable. El olor era abrumador. Parecían empujarlo ante ellos fuera del túnel. Colmaba la cámara de entrada como algo sólido, un hedor animal que se mezclaba con los de la enfermedad y la muerte. Reiner se cubrió la boca y los otros lo imitaron.
Por fortuna, los hombres rata parecían tan concentrados en su propósito que no miraban ni a izquierda ni a derecha, y por tanto aún no habían visto a los hombres que se encontraban a un lado de la cámara; pero había batidores, sargentos tal vez, que iban saltando junto al río de hombres rata y era inevitable que uno de ellos acabara por mirar hacia donde estaban.
—Regresemos a la casa —susurró Gutzmann—. Rápido.
Los hombres retrocedieron, Corazones Negros, ingenieros y Portadores del Martillo juntos, demasiado pasmados por el horror que tenían ante los ojos para luchar entre sí.
Mientras regresaban de puntillas a la casa de piedra, Gutzmann se volvió a mirar a los Portadores del Martillo, que parecían enfermos a causa de la conmoción.
—¡Me dais asco! ¡Poner a vuestros compañeros en manos de unos monstruos semejantes! ¿Cómo podéis soportar seguir vivos?
—Lo habéis entendido mal, general —dijo el sargento—. El comandante Shaeder tiene un plan.
—¿Un plan? —farfulló Gutzmann—. ¿Qué clase de plan permite que estas alimañas pillen el fuerte desprevenido? —Señaló al sargento con la espada, y entonces bufó y apretó el codo contra el costado—. Tú, Krieder. Tú… Tú me escoltarás. Regresaremos al fuerte por la pista de montaña con toda la rapidez que podamos. —Tenía el justillo rojo y mojado bajo el peto. Había sufrido más heridas de lo que había dejado entrever.
—Eso no podemos permitirlo, general —respondió Krieder.
Los Portadores del Martillo alzaron las espadas.
Gutzmann, Reiner y los Corazones Negros se pusieron en guardia cuando los Portadores del Martillo comenzaron a avanzar otra vez hacia ellos. Los ingenieros también alzaron las armas, pero parecían reacios a volver a la refriega.
Uno de ellos atacó a Reiner con un tajo dirigido a la cabeza. Reiner paró la hoja y se apartó, pero antes de que pudiera responder, dentro del salón sonaron un golpe y un alarido sordo que hicieron que todos dieran un respingo. Reiner miró más allá de los Portadores del Martillo, que habían vuelto a retroceder. El hogar del salón estaba moviéndose; la repisa se dividía por la mitad y se abría con un sonido de piedra raspando contra piedra para dejar a la vista una puerta secreta.
Por la negra abertura salió un ingeniero dando traspiés, con la cara ensangrentada y la ropa hecha jirones. Arrastraba a otro que le rodeaba los hombros con un brazo, pero era obvio que el hombre ya no podía beneficiarse de ninguna ayuda. Le habían volado la mitad de la cabeza y los sesos le resbalaban por el cuello.
El ingeniero vivo extendió una mano hacia los Portadores del Martillo con los ojos desorbitados.
—Salvadnos. Estamos perdidos. ¡Ellos lo sabían! —Tropezó con las piernas laxas de su amigo y cayó.
Krieder corrió hacia él y lo levantó.
—¿Qué dices, hombre? —Lo sacudió—. ¡Habla, maldito!
Los Portadores del Martillo se reunieron con él. Gutzmann, Reiner y el resto los siguieron al salón.
El labio inferior del ingeniero tembló.
—¡Ellos lo sabían! ¡Acometieron en masa el carro antes de que pudiéramos soltarlo! ¡El túnel permanece abierto!
—Por los huesos de Sigmar —jadeó el sargento—. Esto es…
Antes de que pudiera acabar, una muchedumbre de hombres rata salió por la puerta secreta; miraban en torno con inquietos ojos negros. Se detuvieron al ver a los hombres y gruñeron al tiempo que agitaban espadas curvas y alabardas.
—Así que Shaeder tenía un plan, ¿no es cierto? —dijo Gutzmann mientras los hombres retrocedían lentamente ante las criaturas.
El sargento Krieder dejó caer al ingeniero agonizante y se unió a sus compañeros.
—Las cosas no tenían que salir así.
—Estoy seguro de que no.
Los hombres rata cargaron, corriendo en torno a los Portadores del Martillo, Corazones Negros e ingenieros como una marea parda. Los hombres les lanzaban tajos con aterrorizado frenesí. Uno de los hombres de Shaeder cayó de inmediato con una alabarda clavada en el cuello. Los otros cerraron filas. Un ingeniero cayó, chillando, atravesado por dos espadas. Gutzmann mató a un hombre rata y luego gruñó, dio un traspié y chocó contra Reiner, con una pierna sangrando. Antes de que Reiner pudiera ayudarlo, volvió a enderezarse y reanudó el ataque contra la hirviente ola de pelo que los rodeaba. No eran los altos asesinos de pelaje negro con los que Reiner y los otros se habían enfrentado antes. Eran de la variedad marrón más pequeña, pero su número era mayor.
—Proteged al general —gritó Krieder, el sargento de los Portadores del Martillo.
Sus hombres avanzaron para formar un muro en torno a Gutzmann. Segaron la primera fila de hombres rata como si fueran matojos.
—Habéis… cambiado un poco de opinión, ¿eh, Krieder? —dijo Gutzmann. Tenía problemas para respirar.
—Mi señor —respondió el sargento sin volverse—, hemos condenado el fuerte debido a nuestras intrigas. Si tenemos que morir para que vos lo salvéis, que así sea. —Decapitó a un hombre rata cuya cabeza rodó hacia el otro lado de la habitación. Otros dos ocuparon su lugar.
Aunque los Portadores del Martillo se enfrentaban con la mayoría, había hombres rata de sobra para todos, una hirviente masa de monstruos que chillaban y lanzaban tajos. Reiner luchaba contra tres, y en torno a sí veía que los Corazones Negros y los ingenieros asestaban tajos y estocadas. Un ingeniero dejó caer el hacha e intentó huir. Los hombres rata lo cortaron en pedazos.
La voz de Franka se alzó por encima de la refriega.
—¡Déjame luchar, maldito!
Reiner volvió la cabeza. Franka empujaba a Hals e intentaba pasar por su lado. El asta de la lanza de un hombre rata la golpeó en una sien y ella cayó.
—¡Franka! —gritó Reiner. Luchó hasta llegar a ella y se situó a su lado al tiempo que bloqueaba una lanza que se precipitaba sobre la muchacha.
—Lo siento, capitán —dijo Hals—. No quería quedarse atrás.
—¿Y tú eres capaz de dejarla morir para impedirle luchar?
Franka se puso de pie, tambaleante, mientras Reiner mantenía a distancia a los hombres rata.
—Estoy bien, capitán —dijo ella, pero le temblaban las manos al levantar la espada.
Reiner retrocedió un paso al tiempo que paraba una alabarda. Tocó un obstáculo con una pantorrilla y miró hacia atrás. Era un banco de piedra.
—Coge el arco, Franka —dijo—. Súbete ahí. Gert, Dag, Giano, vosotros también. —Los cuatro retrocedieron y subieron al banco mientras Reiner, Gutzmann, Karel y los Portadores del Martillo los protegían; tensaron las ballestas y les pusieron flechas. Pavel, Hals y Jergen ocuparon posiciones detrás del banco para protegerles la espalda. Ya no quedaba ningún ingeniero en pie. Los arqueros dispararon por encima de las cabezas de sus protectores hacia la multitud de hombres rata, y volvieron a cargar las armas.
Otro hombre de Shaeder cayó. Sólo quedaban tres, pero cada soldado caído había dado cuenta de un puñado de hombres rata. Las alimañas yacían en montones en torno a los supervivientes, pero otras se situaban sobre los muertos para luchar.
Gutzmann volvió a tropezar y caer contra Reiner, y la lanza de un hombre rata estuvo a punto de ensartarlo. Reiner lo apartó.
—Gracias —dijo Gutzmann, jadeando—. Sólo necesito recobrar el aliento.
—Sí, general. —Pero Reiner temía que fuese algo más que eso. Gutzmann estaba pálido y temblaba.
Comenzaba a cambiar la relación de fuerzas. Los disparos de ballesta y arco diezmaban las filas de retaguardia de los restantes hombres rata mientras los Corazones Negros y Portadores del Martillo acababan con las primeras filas. Justo cuando Reiner pensaba que lo peor podría haber acabado, Gutzmann se desplomó y esta vez cayó cuan largo era ante los hombres rata, completamente indefenso. Un alabardero alzó la pesada arma para clavársela.
—¡No! —Krieder avanzó de un salto y destripó al hombre rata, pero otros dos le clavaron las espadas. El sargento vomitó sangre y cayó de través sobre el cuerpo de Gutzmann.
Con un rugido de furia, los últimos dos Portadores del Martillo cargaron hacia el grueso de los hombres rata al tiempo que blandían las armas con un absoluta desconsideración para con la propia defensa. A uno le clavaron una espada en la entrepierna, pero sus oponentes cayeron hechos pedazos con los brazos, las piernas y la cabeza cercenados. Eso fue demasiado. Los hombres rata huyeron con terror y la habitación se colmó de un horrible olor a almizcle mientras intentaban volver a meterse en el pasadizo secreto. No lo lograron. Franka, Gert, Giano y Dag los mataron con flechas mientras que Jergen, Karel, Pavel y Hals acababan con los que se libraban de los proyectiles.
Cuando cayó el último hombre rata, todos se detuvieron dónde estaban para recobrar el aliento y contemplar las pilas de cuerpos de pelaje marrón. Reiner se sentía entumecido, como si lo hubiese vapuleado un huracán. Aún no se había recobrado de la sorpresa del ataque de los hombres rata, y el combate ya había concluido.
—Sigmar —dijo Hals al tiempo que recogía del suelo una botella de vino que no se había roto—. ¡Vaya pelea! —Bebió un sorbo y le tendió la botella a Reiner—. Capitán.
Reiner iba a coger la botella, pero se detuvo. Había estado a punto de olvidar el juramento hecho a Ranald. Dejó caer la mano.
—No. No, gracias.
Hals se encogió de hombros y le pasó la botella a Pavel.
Cuando la cabeza dejó de darle vueltas, Reiner volvió a sentir la palpitante vibración regular de la avalancha de hombres rata. Soltó una maldición y buscó un ingeniero vivo. No había ninguno. Sólo uno de los Portadores del Martillo continuaba con vida. Estaba apartando el cuerpo de Krieder de encima de Gutzmann. El general jadeaba. Los ojos del soldado brillaban a causa de las lágrimas.
Reiner se acuclilló junto a ellos.
—Disculpadme, general —dijo al tiempo que le hacía un gesto de asentimiento. Luego posó una mano sobre el hombro del soldado—. ¿Qué era eso referente a cerrar el túnel? ¿Cuál era el plan?
El soldado le dirigió una mirada perpleja.
Reiner lo sacudió.
—¡Rápido, maldito!
—Los… —El hombre tragó—. Los ingenieros llenaron de explosivos un carro de la mina y lo escondieron en el pasadizo secreto, en el punto en que la pendiente se hace más pronunciada para descender hasta el túnel de los hombres rata. Lo único que tenían que hacer era encender la mecha y cortar la cuerda que lo retenía, y rodaría hasta el interior del túnel donde explotaría, derrumbaría el techo y atraparía a los hombres rata en el interior. Pero ellos…
—Sí. Ellos lo sabían. ¿Es este pasadizo? —preguntó Reiner, al tiempo que señalaba la chimenea abierta.
El hombre asintió.
—Al fondo.
Reiner miró a Gutzmann, que estaba muy pálido.
—General, ¿podéis viajar?
—Tendré que hacerlo, ¿no os parece? —dijo con los dientes apretados.
Reiner se incorporó y miró en torno. Los Corazones Negros presentaban bastante mal aspecto. Franka tenía un tajo en una pierna, al igual que Hals. Dag tenía un chichón del tamaño de un huevo de ganso por encima de la sien y se tambaleaba ligeramente. Jergen se vendaba una mano con tiras de tela del mantel y, al parecer, Pavel había perdido la mayor parte de la oreja izquierda. Estaba envolviéndose la cabeza también con tiras del mantel del comedor.
Reiner suspiró.
—Vendaos las heridas, muchachos. Aún no hemos acabado. Karel, quedaos aquí con el general. Preparadlo para que se ponga en marcha. —Dirigió una mirada feroz al Portador del Martillo—. Vos nos mostraréis el camino hasta el carro.