14
Que Sigmar os haga veloces
La mente de Reiner trabajaba a toda prisa para encontrar alguna manera de vencer a los espadones. Era imposible. Se trataba de consumados veteranos. Lo habían visto todo. Estaban preparados para cualquier truco y armados hasta los dientes. ¿Qué podía hacer para desconcertarlos, para sorprenderlos?
La puerta estaba abriéndose. Vio a cuatro Portadores del Martillo de pie al otro lado, con las espadas desnudas. El comandante llevaba un farol a un lado. Tenían el aspecto de cazadores de brujas en plena cacería, hombres que veían pecado en todo.
El corazón le latió con fuerza. ¡Ya lo tenía!
—¡Franka!
Cogió a la muchacha por una muñeca y la arrastró hasta situarla delante de la puerta en el preciso momento en que los espadones entraban y alzaban las espadas.
—Ha llegado vuestra hora, villanos —dijo el comandante.
Reiner se echó a llorar y estrechó a Franka entre los brazos.
—¡Bésame, amado mío! —La acción siguió a las palabras y apretó los labios contra los de ella con toda la pasión de que fue capaz.
Los espadones quedaron boquiabiertos, paralizados por la conmoción. La punta de la espada del comandante golpeó el suelo de piedra.
—¿Qué abominación es ésta? Invertidos degenerados…
Con la rapidez de una anguila, Jergen corrió hacia el grupo y le dio una patada al farol, que salió despedido de la mano del comandante, para luego arrancarle la espada de los dedos flojos en el momento en que la estancia quedaba sumida en tinieblas.
—¡A ellos! —gritó Reiner.
Se lanzó hacia las rodillas del segundo hombre mientras Franka le daba un cabezazo en el pecho. El soldado cayó al suelo. En torno a él, Reiner oía, aunque no veía, espadas que resonaban al cargar, puños que se estrellaban contra cuerpos, hombres que gruñían y se quejaban. Se oyó un grito ahogado seco y el inconfundible sonido del acero que hendía un cuerpo.
Reiner manoteaba en busca del brazo con que el soldado sujetaba la espada para intentar cogerlo antes de que el hombre pudiera herirlo, pero en su intento atrapó la espada y se abrió un tajo en la base del dedo pulgar. Rodeó la hoja con los brazos y la apretó contra su cuerpo mientras el hombre intentaba liberarla.
—¡Siéntate sobre él!
—¡Estoy sentada sobre él! —respondió la voz de Franka.
Reiner forcejeaba con el hombre e intentaba darle un rodillazo en la entrepierna; por toda la celda sonaban gritos, golpes e impactos metálicos. Cerca de él oyó un chasquido desagradable y el hombre sufrió una convulsión. Un segundo chasquido y toda la fuerza abandonó el cuerpo del soldado. Otro, y soltó la espada.
—Franka. Basta.
—Bien.
Reiner cogió la espada del Portador del Martillo y se puso de pie, pero los demás sonidos de lucha estaban apagándose salvo por una última pelea cuerpo a cuerpo que tenía lugar en el centro de la celda.
—¡Es mí que tú tener! —se oyó que decía la voz de Giano—. ¡Quitar él…!
Reiner manoteó en la oscuridad y encontró el farol. Lo cogió y rebuscó el yesquero en el bolsillo del cinturón, pero la llama no se había apagado del todo, sólo había disminuido, y ahora volvió a la vida.
Reiner miró en torno. Giano luchaba con un soldado desarmado y Dag luchaba contra Giano e intentaba darle un puñetazo en los riñones. Alrededor de ellos, los otros Corazones Negros estaban poniéndose de pie y sus oponentes permanecían inmóviles.
—¡Dag! —gritó Reiner—. ¡Déjalo! ¡Coge al espadón! Quiero…
Dag se levantó de un salto y vio que el hombre aún estaba vivo. Cuando los otros avanzaron para ayudar, saltó sobre el pecho del hombre, desenvainó la daga que llevaba y se la clavó en un ojo hasta la empuñadura. Rió como un niño con un molinete mientras el hombre sufría un espasmo, se contraía y luego quedaba inmóvil.
—Ya lo tengo, capitán —dijo, y alzó los ojos—. ¿Qué queríais?
Reiner apretó los puños. Nunca en su vida se había tropezado con un personaje que estuviera tan necesitado de que lo mataran. Se obligó a hablar con lentitud.
—Quería… hablar… con él. Para averiguar si Shaeder ya había puesto en práctica su plan.
Dag lo miró con desconcierto.
—Áh. Bueno, ya es demasiado tarde para eso, ¿no? —soltó una risilla tonta.
—Sí —asintió Reiner—. Demasiado tarde.
El resto de los Portadores del Martillo también estaban muertos. Gert le había aplastado la tráquea a uno con los pulgares mientras Pavel y Hals lo sujetaban por los brazos y las piernas. Jergen había dado cuenta de otro, con ayuda de Karel, que había sujetado al hombre por los tobillos. La vida se le escapaba por el cuello en un torrente rojo. Franka estaba sentada sobre el pecho del último, que tenía la parte posterior de la cabeza convertida en un cráter rojo, y el pelo y la sangre brillaban sobre uno de los aros de hierro que sobresalían del suelo. Franka tenía mechones de la barba y el pelo del hombre en los puños cerrados. Se estremeció con repulsión al ver lo que había hecho, y arrojó los mechones lejos de sí.
—Bien hecho, muchachos —dijo Reiner mientras se envolvía el pulgar herido con el pañuelo—. Rohmner, echad un vistazo a la sala de guardia.
Jergen avanzó hasta la puerta y miró fuera, para luego hacerles un gesto que indicaba que todo iba bien.
Gert rió y se levantó.
—En el nombre de Sigmar, ¿qué os dio la inspiración de besar a la chica?
Reiner dirigió una mirada de desazón a Franka.
—Funcionó, ¿verdad?
—Estuvo a punto de no hacerlo —dijo Hals, con el entrecejo fruncido—. Me sorprendiste a mí casi tanto como a ellos.
—Sí —asintió Pavel—. Estuve a punto de mearme encima. —Se sonrojó y miró a Franka—. Te pido disculpas.
—¡Basta ya! —les gritó Franka.
Los otros se rieron.
Reiner cogió el cinturón con la vaina, las llaves y los guantes del soldado con el que había luchado y le dio la daga a Franka. Los demás saquearon al resto y se repartieron las espadas y dagas lo mejor que pudieron.
—Bueno —dijo Gert—. ¿Qué plan tienes, capitán?
Reiner le dedicó una sonrisa afectada.
—Vuelvo a ser el capitán, ¿eh? Bueno, supongo… —Vaciló. Sabía qué quería hacer. Quería sacar el oro de Gutzmann de la mina y escabullirse de vuelta a la civilización antes de que los hombres rata salieran en manada de su agujero. Pero no podía hacerlo sin asegurarse de que Gutzmann estaba muerto. El hecho de que los Portadores del Martillo de Shaeder hubiesen ido a matarlos sugería que sí lo estaba, pero no podía tener la certeza. Suspiró—. Bueno, supongo que primero deberíamos subir y ver qué ocurre en la superficie. —Lanzó una mirada feroz a Dag—. Dado que no tenemos a quién preguntárselo.
Salió de la celda con los otros detrás. Una escalera ascendía en la oscuridad, al otro lado de la cuadrada sala de guardia. Subieron por ella con las espadas a punto. Al girar en el último tramo vieron que en lo alto había un guardia de espaldas a ellos, de pie al otro lado de una puerta de reja cerrada con llave.
Reiner les hizo un gesto para que retrocedieran al otro lado del recodo.
—¿Alguno de vosotros conoce a ese tipo? ¿O recuerda su nombre?
Gert frunció el entrecejo.
—Tengo que echarle otro vistazo. —Subió sigilosamente hasta el descansillo, se asomó con cuidado y luego volvió a bajar—. Herlachen, creo. O Herlacher. Algo así. Tiene la tienda junto a la mía. El otro día estuvimos juntos de guardia en la muralla.
Reiner se encogió de hombros.
—Tendremos que apañarnos con eso. Ahora bajad un poco más y luego subid a paso de marcha. —Miró a Jergen—. Cuando abra la puerta, subís corriendo y lo metéis dentro. ¿Entendido?
Jergen asintió.
Los Corazones Negros descendieron un tramo de escalera, y cuando Reiner bajó la mano comenzaron a marchar escalera arriba golpeando los escalones con los tacones de las botas.
Justo antes de que llegaran otra vez al último tramo, Reiner gritó con voz áspera y fuerte.
—¡Herlachener! ¡Abrid la puerta!
La voz del guardia resonó hasta ellos.
—¡Sí, señor! De inmediato, señor.
Reiner oyó el tintineo y el raspar metálico cuando el guardia metió la llave en la cerradura. Alzó la mano y los Corazones Negros marcharon sin moverse del sitio. No serviría de nada si giraban en el recodo antes de que el hombre abriera la puerta. Al fin oyó que la llave giraba y la puerta rechinaba al abrirse.
—¡Ahora, Jergen!
Jergen giró a toda velocidad en el recodo mientras Reiner y los otros reemprendían la marcha.
Llegaron al último tramo justo a tiempo de ver cómo Jergen saltaba sobre el sorprendido guardia. Le dio un puñetazo en la nariz cuando intentaba retroceder, luego le pasó un brazo por detrás del cuello y lo lanzó escalera abajo, donde Reiner y Giano lo cogieron y le taparon la boca con las manos. Reiner contuvo la respiración mientras el maestro de esgrima sacaba la llave de la cerradura, cerraba la puerta y volvía a bajar la escalera. Esperaba oír gritos que le dieran el alto, pero no oyó nada. Dejó escapar el aire de los pulmones.
—Bien —susurró—. Atadlo y dejadlo abajo.
—Mejor matarlo, ¿no? —dijo Dag.
—No estamos en guerra con el ejército, muchacho —le gruñó Reiner.
Mientras Hals y Pavel ataban las muñecas y los tobillos del guardia con los cordones de su propio justillo, Reiner estiró el cuello para mirar a través de la puerta de reja. Los soldados que deambulaban por el corredor del otro lado parecían tranquilos, cosa que le indicó que aún no habían atacado los hombres rata ni se había informado de que Gutzmann hubiese muerto o desaparecido. La luz del día entraba en el corredor a través de la puerta del patio. Parecía la luz de última hora de la tarde.
Esperó infructuosamente a que el corredor quedara desierto. La puerta de la armería era la primera de la derecha, y la segunda correspondía a los barracones donde dormían los caballeros del séquito de Gutzmann. A la izquierda estaban las altas puertas que llevaban al salón principal —casi siempre cerrado con llave—, y más allá se encontraban las puertas del patio. El corredor estaba constantemente transitado.
—Tendremos que echarle cara al asunto, muchachos —dijo Reiner—. Con un poco de suerte, nuestra caída en desgracia no será del dominio público. Simplemente salgamos como si no pasara nada.
—¿Olvidáis que vos, Ostini y la chica oléis como una letrina, capitán? —preguntó Gert.
—Y tenéis el mismo aspecto que si hubierais caído dentro —añadió Pavel.
Reiner suspiró.
—Maldición, sí, lo había olvidado. Bueno, pensaré en algo. —Esperaba no ser demasiado optimista—. Si alguien nos da el alto, dejadme hablar a mí. Si llaman a los guardias, corred hacia la puerta norte. —Inspiró profundamente—. Bien. Allá vamos.
Reiner subió la escalera y abrió la puerta con los otros detrás. Intentaba que su respiración fuese regular, pero cada soldado que entraba en el corredor le hacía dar un respingo. Todos arrugaban la nariz al pasar los Corazones Negros.
Al final, un caballero se detuvo con el entrecejo fruncido.
—¡Por el sobaco de Sigmar! ¿Qué os ha sucedido, cabo?
Reiner saludó.
—Perdonad el olor, señor. El suelo de la letrina de la sala de guardia se ha hundido. Algunos resultamos un poco salpicados. Ahora vamos a asearnos.
El capitán hizo una mueca.
—Bueno, daos prisa en hacerlo.
Reiner saludó otra vez y continuaron hacia la puerta del patio. Reiner miró al exterior y retrocedió con el corazón acelerado. Shaeder estaba hablando en los escalones de la puerta principal de la roqueta con el coronel Nuemark.
—Shaeder —dijo Reiner por encima del hombro—. Maldita sea. Tendremos que esperar un momento…
Antes de que acabara hubo movimiento en la puerta, y un lancero entró al galope en el patio sobre un caballo que espumajeaba.
—¡General Gutzmann! —gritó al tiempo que frenaba a la montura—. ¡Tengo noticias urgentes para el general Gutzmann!
Shaeder avanzó hacia el lancero cuando éste desmontaba.
—El general Gutzmann está en las minas, cabo —dijo—. Dadme las noticias a mí.
Todos los presentes en el patio se volvieron a escuchar mientras el lancero saludaba.
—Sí, comandante. Mis muchachos y yo estábamos patrullando al sur del paso, buscando bandidos, cuando vimos una columna que venía desde Aulschweig.
—¿Una columna? —preguntó Shaeder con el entrecejo fruncido—. ¿Qué queréis decir, hombre?
—Comandante, era el barón Caspar al frente de un ejército. Avanzamos con cautela para observarlos sin que nos vieran, y contamos seis compañías montadas, ochocientos piqueros y mosqueteros, y máquinas de asedio.
—¿Máquinas de asedio? —Shaeder parecía conmocionado—. ¿Qué se trae entre manos? ¿Acaso quiere tomar el fuerte?
—Mi señor —dijo el cabo—, creo que eso es exactamente lo que pretende hacer.
Se armó un escándalo en el patio cuando todos los que escuchaban comenzaron a hablar al mismo tiempo. Ante Reiner y los Corazones Negros empezaron a pasar lanceros que salían al patio. Era la oportunidad perfecta. Ahora nadie los miraría, ni siquiera los guardias de la puerta.
—Pegados a la pared, muchachos —murmuró Reiner—. Y mantened baja la cabeza.
Salieron en medio de una muchedumbre de lanceros. Shaeder había subido los escalones y daba órdenes a los soldados reunidos.
—Daggert, cabalga hasta la mina y pídele al general Gutzmann que regrese de inmediato. Me haré cargo del mando hasta que puedan encontrarlo. —Se volvió a mirar a Nuemark—. Coronel, reunid una fuerza de trescientos piqueros y una compañía de cada cuerpo de pistoleros, caballeros, lanceros, espadachines y mosqueteros, marchad al sur hasta el desfiladero de Lessner y contenedlos durante todo el tiempo posible para que podamos tener tiempo de prepararnos. Entretanto, todos los otros capitanes deben hacer que sus tropas preparen el fuerte para rechazar el ataque. Y que alguien busque al coronel Oppenhauer y le pida que vaya a verme a mi despacho lo antes que pueda. Ahora, marchaos todos y que Sigmar os haga veloces.
En el patio reinó la confusión al correr los hombres de un lado a otro mientras los oficiales gritaban preguntas y bramaban pidiendo sus caballos.
Por encima de todo esto, el coronel Nuemark impartía órdenes con voz clara y serena.
—Que el capitán de caballeros Venk, el capitán de lanceros Halmer y el capitán de pistoleros Krugholt se presenten ante mí, además del capitán de piqueros…
El resto se perdió cuando Reiner y los Corazones Negros se metieron en un torrente de hombres que salía apresuradamente por la puerta. Nadie los detuvo cuando atravesaron el fuerte. De hecho, les dejaban espacio de sobra.
—¿Aulschweig ataca ahora? —gritó Karel mientras avanzaban a toda prisa—. ¡Maldita sea!
—No seas estúpido —le dijo Reiner—. ¿No te has dado cuenta? Esa escenita era más teatral que una de las obras de intriga de Detlef Sierck.
—¿Teatral? —preguntó Karel—. ¿Qué queréis decir?
—Es un truco —explicó Franka, que respondió antes de que pudiera hacerlo Reiner—. No existe ese ataque desde Aulschweig. Shaeder sólo finge que lo hay para desviar la atención del fuerte hacia el sur mientras los hombres rata atacan por el norte.
—Y envía fuera a la mitad de la guarnición para ponérselo todavía más fácil —dijo Gert—. Para cuando las fuerzas de Nuemark regresen de perseguir quimeras se encontrarán fuera, con la puerta cerrada y a merced de nuestros cañones en manos de los hombres rata.
Reiner les hizo un gesto, y todos salieron de la corriente de hombres y se metieron en un estrecho pasillo que quedaba entre dos tiendas de caballería.
—Pero…, pero no puede ser —insistió Karel, mientras recobraba el aliento—. El hombre que ha dado la alarma es un lancero. Los lanceros le son leales a Gutzmann.
—Lamento ser yo quien te dé la noticia, muchacho —dijo Reiner—, pero incluso un hombre de la caballería puede ser comprado. —Suspiró y se recostó contra la muralla—. Muchachos, tengo la sensación de que ya no nos queda nada que hacer aquí. Si Shaeder hace su jugada, Gutzmann tiene que estar muerto. Creo que lo mejor que podemos hacer es marcharnos a casa e informar a Manfred de la traición del comandante.
—¿Y dejar el fuerte a merced de los hombres rata? —preguntó Karel, horrorizado.
—¿Qué quieres que hagamos, muchacho? —preguntó Reiner—. Nosotros nueve no podemos detener a un ejército de monstruos, y ya hemos intentado poner sobre aviso a la oficialidad. Dos veces. —Miró a los demás—. Estoy, por supuesto, abierto a las sugerencias.
Los Corazones Negros parecían descontentos, pero no dijeron nada.
—Bien, entonces. —Reiner se apartó de la muralla—. Nos marchamos. Primero quiero volver a la mina para asegurarme de que Gutzmann haya muerto. Luego nos dirigiremos al norte.
Los otros asintieron con la cabeza, malhumorados. Franka lanzó una mirada penetrante a Reiner.