13: ¿Aún dices que miento?

13

¿Aún dices que miento?

El resto de los Corazones Negros estaban sentados en hosco silencio cuando Matthais y dos guardias arrojaron a Reiner dentro de una húmeda celda sembrada de paja situada en las profundidades de la roqueta. Apenas logró verlos cuando alzaron la cabeza, pues sólo los ojos destellaron en la mortecina luz de antorcha que llegaba a través del ventanuco con gruesos barrotes de hierro que había en la puerta de roble. Franka le hizo un asentimiento de cabeza pero no dijo nada. Estaba sentada aparte de los demás.

Sólo Karel se alegró al verlo.

—¡Capitán, estáis aquí! Los otros pensaban que podríais habernos traicionado.

Reiner lanzó una mirada a Hals y a Pavel.

—Los otros serían capaces de pensar cualquier cosa de mí, al parecer. —Quedaba poco espacio para sentarse. La mayor parte del suelo estaba erizado de grandes pernos que habían sujetado cadenas devoradas por el óxido hacía mucho tiempo. Nadie parecía inclinado a dejarle espacio. Suspiró, luego avanzó deliberadamente hacia Franka y se sentó junto a ella. Nadie dijo nada—. No he sido yo quien nos ha traicionado —dijo al fin—. Ha sido Abel. Nos ha acusado de ser asesinos.

—¿Eh? —preguntó Giano—. ¿Por qué?

Gert bufó.

—Para poder quitarnos de en medio y reclamar para sí el mérito de matar a Gutzmann. Siempre pensé que ese muchacho era un poquitín demasiado listo.

—Sí —asintió Reiner, con tono cargado de significado—. Ése es un tipo que realmente se preocupa sólo por su propio pellejo.

Después de esto se produjo un silencio incómodo. En la oscuridad, Reiner vio que Pavel tocaba con un codo a Hals y que éste le devolvía el codazo con enfado, pero, tras un momento, suspiraba.

—Vale, vale. —Alzó la mirada hacia Reiner y las comisuras de su boca descendieron al tiempo que fruncía el entrecejo—. Capitán, te preguntaré claramente lo que todos hemos estado preguntándonos. ¿Qué pasaba en la habitación del burdel antes de que atacaran los hombres rata?

Reiner negó con la cabeza.

—Estamos encerrados en una celda, con nuestros planes descubiertos y el lazo de la horca cada vez más cerca, ¿y eso es lo que os preocupa?

—A mí no importa —dijo Giano—. Es ellos que importan. Amor es amor, ¿eh?

—Eso no ha sido una respuesta —insistió Gert.

—Entonces, os daré una —les espetó Reiner—. Lo que sucedía en esa habitación no es asunto vuestro. Y ahora, ¿alguno de vosotros tiene alguna idea para escapar de este pozo?

—¡Sí que es asunto nuestro! ¿Cómo vamos a seguirte si nos ocultas secretos? —preguntó Pavel—. ¿Cómo podemos confiar en ti si nos has mentido?

Reiner bufó.

—No seas ridículo. Todos somos mentirosos. Todos tenemos secretos. Tú y Hals aún no habéis explicado qué le sucedió realmente a vuestro capitán, por poner un ejemplo.

—Sí que lo hemos hecho —le aseguró Hals.

—Y de todas formas, no es lo mismo —dijo Pavel al tiempo que negaba con la cabeza—. Los secretos que nosotros guardamos no nos hacen inadecuados para el mando.

—El mío tampoco.

—Capitán —intervino Karel con tono implorante—. Simplemente negadlo sin más y poned fin a esto.

Pavel sonrió burlonamente.

—Ser amante de los hombres puede que no tenga importancia en las casas de juego de Altdorf, pero no es correcto dentro del ejército, donde todos vivimos… eh… como uña y carne, por decirlo de algún modo…

—¡El capitán no es un invertido, maldito seas! —gritó Dag—. ¡Y mataré al hombre que diga lo contrario!

—En ese caso, nos matarás a todos, me parece —dijo Gert.

Reiner suspiró.

—Y a eso se reduce todo, ¿verdad? No es por los secretos. No es por las mentiras. Bueno, pues dejad que os tranquilice. Dag tiene razón: no soy un amante de los hombres.

—¿Lo veis? —gritó Dag—. ¿Lo veis?

—Aunque, si lo fuera —continuó Reiner—, no sería ni el primero ni el último que había estado al mando…

Calló al ver la cara de Hals y de Pavel. Estaban casi cómicamente abatidos.

—¿Qué pasa ahora?

—Esperábamos que al menos no nos mintierais —dijo Pavel.

Hals apretó los puños.

—¡Capitán, yo os vi!

—Lo que viste no era lo que tú pensabas que era —le aseguró Reiner—. Estabas equivocado.

—¿Qué era, entonces? —preguntó Pavel.

Los ojos de Reiner miraron a Franka y se apartaron.

—No puedo decíroslo.

—Eso no basta —insistió Hals.

—Piquero —intervino Karel, enfadado—, no tenéis ningún derecho de acosar de ese modo a un oficial superior. Capitán…

Reiner agitó una mano hacia Karel.

—Olvidadlo, muchacho, olvidadlo. —Suspiró y volvió a mirar a Hals—. Y si dijera que lo soy, ¿volveríais a confiar en mí? ¿Me seguiríais?

Se produjo un largo silencio durante el cual todos miraron al suelo.

Al final, Reiner rió entre clientes.

—¿Lo veis? Estaba en lo cierto. Las mentiras y los secretos no importan. Lo único que os preocupa es con quién me acuesto. Algo que no tiene la más mínima importancia…

—¿Así que lo admitís? —lo acosó Hals.

—No, no lo admito —respondió Reiner, desdeñoso—. Tú pones en mi boca palabras que no he dicho.

Gert sonrió burlonamente.

—Es mejor que lo que vos os ponéis en la boca, capitán.

Dag se puso en pie de un salto, con los puños cerrados.

—Perro asqueroso. ¡Morirás por eso!

Saltó hacia Gert al tiempo que daba puñetazos a ciegas. Gert se lanzó a un lado para recibir la mayoría de los golpes en el torso, y luego cogió al arquero por las piernas y lo derribó. Rodaron por el suelo en un caos de brazos y piernas. Todos, menos Reiner y Jergen, les gritaron e intentaron separarlos.

Franka se levantó de un salto, furiosa.

—¡Basta, estúpidos! ¡Basta! ¡Estáis todos locos! ¡El capitán Hetzau no es un amante de los hombres! —gritó—. ¡Y yo debería saberlo mejor que cualquiera de vosotros!

El corazón de Reiner latió con tanta fuerza que pareció golpearle las costillas.

—Franz… ¡Franz! ¡No seas estúpido! —Tiró de ella para intentar que volviera a sentarse.

Ella se zafó con brusquedad.

—¡La razón por la que yo llevaba ropa de mujer, y la razón por la que el capitán me estaba besando…

—¡Franka! ¡Basta!

—… es porque soy una mujer!

Reiner gimió. El secreto había sido desvelado. Franka ya no podría ser soldado. Manfred la alejaría de él. Los otros Corazones Negros la evitarían.

Los otros Corazones Negros no la habían oído. Estaban demasiado ocupados intentando separar a Gert y Dag. Ella aferró a Pavel por la pechera de la camisa y lo sacudió.

—¡Escuchadme, malditos! ¡Soy una mujer!

—¿Eh? —Hals parpadeó—. ¿Qué has dicho, muchacho?

—¡No soy un muchacho! —le chilló Franka—. ¿Estás sordo?

Ahora los otros estaban volviéndose a mirarla. Incluso Dag y Gert se daban puñetazos con más lentitud.

—¿No eres un muchacho? —preguntó Pavel, confuso.

—No —respondió Franka, que se esforzaba por conservar la paciencia—. Soy una mujer. Me disfracé de muchacho para luchar por el Imperio.

Los hombres la miraban fijamente. Dag y Gert la contemplaban, boquiabiertos, desde el suelo.

—¿Es verdad? —preguntó Giano.

—Por supuesto que no —dijo Hals, que negó tristemente con la cabeza—. Muchacho, sé por qué haces esto. Pero no cuela. Te hemos visto luchar. Las muchachas no luchan.

—Yo sí —insistió Franka—. Vamos, ¿nunca os habéis preguntado por qué no me baño con vosotros? ¿Por qué nunca comparto la tienda? ¿Por qué dije que mataría a cualquier hombre que me tocara?

—Puede que hayas tenido miedo de… eh… la tentación —dijo Pavel.

Franka se rió.

—¿Acaso te crees tan irresistible, piquero?

—¿Por qué no le pedís que os enseñe una prueba? —dijo Gert.

Dag rió.

—Eso, eso, enséñanos una prueba.

—¡No! —gritó Reiner—. Lo prohibo. ¡Apartaos, asquerosos chacales!

Franka se encogió de hombros.

—Creo que debo hacerlo, capitán. No parece haber ninguna otra manera de convencerlos. ¡Pero no a todos, malditos seáis! —gritó al ver las miradas que le echaban.

Fue girando para observar a cada uno de los hombres y luego, al fin, llegó a una decisión.

—Hals, ponte en ese rincón.

Señaló hacia el extremo más alejado de la celda. Hals pareció incómodo y los otros rieron entre dientes.

—Vamos, vamos —dijo Franka—. Acabemos de una vez.

Hals arrastró lentamente los pies hasta el rincón y se situó de espaldas a la pared. Franka se detuvo ante él y comenzó a desatarse el justillo.

El grupo aguardó en silencio. A Dag le brillaban los ojos. Reiner tenía ganas de matarlos a todos por obligar a Franka a una indignidad semejante. ¿Cómo se atrevían a no aceptar su palabra? Luego recordó que había tenido que hacer lo mismo con él para convencerlo.

Hals se movió con incomodidad cuando Franka se abrió el justillo y empezó a desabrochar los botones. Parecía no saber adónde mirar. Al final, Franka apartó la camisa hacia los lados y bajó el vendaje que le envolvía el pecho.

—Mira —dijo, al tiempo que le clavaba una mirada feroz—. ¿Aún dices que miento?

Reiner y los demás no podían ver la desnudez de Franka, pero la expresión de la cara de Hals les dijo cuanto necesitaban saber. Reiner se rió a pesar de sí mismo. El piquero estaba boquiabierto como una trucha ensartada en un arpón. Parecía el marido cornudo de una farsa de taberna.

—Eres…, ¡eres una chica! —dijo al tiempo que parpadeaba.

Franka volvió a subirse las vendas y se abotonó la camisa.

—Sí —respondió con sequedad—. Así que ahora no tenéis ninguna razón para desconfiar del capitán, ¿verdad?

—¡Pero esto no mejora las cosas! —gritó Pavel, y avanzó un paso—. Hemos maldecido delante de ti. Hemos contado historias de cuartel delante de ti.

—¡Hemos meado delante de ti, por el amor de Sigmar! —rugió Hals, indignado—. Nos has visto desnudos.

—No hay de qué preocuparse —replicó Franka—. No me causó ningún placer.

Karel, muy tieso, se volvió a mirar a Reiner.

—Capitán, ¿hace ya tiempo que conocéis el secreto de esta muchacha?

—Desde las cuevas de las Montañas Centrales —respondió Reiner.

—¿Y habéis permitido que luchara? ¿Que se pusiera en peligro?

—Sí.

—¿Y continuáis llamándoos caballero? —El muchacho tenía la cara enrojecida.

Reiner suspiró.

—En primer lugar, muchacho, nunca me he llamado caballero. En segundo, intenta impedírselo. A mí no quiere escucharme.

—Pero con eso no basta —insistió Hals—. Una chica no puede luchar. No está bien. Tenemos que contárselo a Manfred. Devolvérsela a su marido.

Franka se estremeció.

Reiner le puso la mano sobre un hombro.

—Podéis estar seguros de que Manfred ya lo sabe. Sus cirujanos le curaron las heridas al igual que a nosotros.

Karel se atragantó.

—¿El conde Manfred le permite luchar?

Reiner sonrió.

—Después de todo este tiempo, ¿aún te asombra el comportamiento de tu futuro suegro? Para él, Franka es sólo un delincuente más cuya impostura es otra espada que tiene suspendida sobre su cabeza para obligarla a hacer lo que quiera.

—Bueno, pues maldito sea Manfred y maldito seas tú —dijo Hals—. ¡Yo no voy a aceptarlo! ¡Jamás se dirá que un hombre de Ostland se quedó cruzado de brazos y permitió que una chica luchara mientras a él aún le quedaba vida en el cuerpo!

—¡Bien dicho! —exclamó Pavel, y Gert y Dag se le unieron como un eco.

Un repentino sollozo de Franka los hizo callar.

—¡Sabía que iba a suceder esto! —gimió ella—. ¡Lo sabía! —Tenía los puños cerrados a los lados—. ¿Basta sólo con esto para que os volváis contra mí? ¿No soy vuestra amiga?

—No nos volvemos contra ti, mujer —respondió Pavel con suavidad—. Queremos protegerte de todo mal.

—¡Pero no es lo que yo quiero! ¡Quiero quedarme con vosotros! ¡Quiero ser soldado!

—Pero no puedes —insistió Hals—. Eres una chica.

—¡Como lo he sido siempre! Lo único que ha cambiado es que ahora lo sabéis.

Hals negó con la cabeza.

—Y no puedo dejar de saberlo. Lo siento, muchacha.

Gert se encogió de hombros.

—¿Qué importancia tiene una cosa o la otra? De todos modos, es probable que muramos ahorcados antes de tener la oportunidad de volver a luchar. O nos colgará Gutzmann por espías, o Shaeder nos echará como comida a sus amigos peludos.

Los demás suspiraron, devueltos a la realidad de la situación en que se hallaban por el desagradable recordatorio.

—Bastante cierto, muchacho —asintió Pavel—. Pero, a pesar de eso, ella no debería estar aquí, ¿verdad?

—Ni ninguno de nosotros —dijo Reiner, y se incorporó—. Y si nos concentramos en lograr la libertad tal vez podremos continuar este fascinante debate más tarde, en un entorno más agradable. Como la taberna del Grifo, en Altdorf. ¿Qué decís?

Después de una cierta reticencia, los otros acordaron pensar en un modo de salir del aprieto en que se hallaban, pero el día había sido largo y cargado de carreras, luchas e incertidumbre, así que una vez que regresaron a su sitio contra la pared y se rodearon las rodillas con los brazos, la conversación no tardó en disolverse en murmullos y gruñidos hasta que, al fin, las cabezas cayeron hacia adelante una a una.

Justo cuando se quedaba dormido, Reiner sintió que Franka se desplomaba contra él. La rodeó con los brazos y la atrajo hacia sí.

«Al menos tenemos eso —pensó—. Al menos tenemos eso.»

* * *

No tenían ni idea de cuánto habían dormido ni de la hora que era cuando despertaron. Ningún ruido ni luz penetraba hasta esa profundidad, así que no podían saber si era por la mañana o por la tarde, o si aún estaban en mitad de la noche, o qué estaba sucediendo arriba, en el fuerte. Frustrado, Reiner intentó conjeturarlo a partir de lo que había averiguado la noche anterior, pero hacía tanto frío que le resultaba difícil concentrarse. ¿Descubriría Gutzmann la traición de Shaeder y bajaría a ponerlos en libertad con profusión de disculpas y elogios, o una inundación de hombres rata bajaría por la escalera y los harían pedazos? Pasado un rato, sus pensamientos se enturbiaron y no pudo hacer otra cosa que recostarse contra Franka y fijar la mirada en la pared opuesta, entorpecido por el aburrimiento y la desesperación. Los demás no estaban mejor que él. Al principio habían intentado trazar un plan de huida, pero todos comenzaban con: «Una vez que estemos fuera de esta celda…».

Reiner había pensado que podría lograr algo si trababa conversación con los guardias, porque si conseguía hablar con ellos tal vez llegaría a engañarlos lo suficiente para que relajaran la vigilancia; pero debían de haberlos puesto sobre aviso respecto a sus capacidades de persuasión, ya que no logró sacarles nada más que gruñidos y maldiciones.

Un rato después despertó jadeando de una pesadilla de voces implorantes y manos deformes que salían de jaulas de hierro para tironearle de la ropa, y se encontró con que Franka estaba sacudiéndolo.

¿Qué…?

Ella chistó para que callara y se señaló una oreja. Llegaban voces desde el exterior de la celda. Se sentó y escuchó. Karel estaba acuclillado junto a la puerta.

—Pero no tienen que relevarnos hasta después de la comida —dijo uno de los guardias.

—Se os releva ahora —contestó una voz nueva—. Órdenes del comandante Shaeder.

Los Corazones Negros se miraron unos a otros.

—Estamos listos, entonces —susurró Hals.

Reiner maldijo.

—¿Cuántos hay ahí fuera?

Karel se incorporó para espiar a través del ventanuco y volvió a acuclillarse. Alzó cuatro dedos, con los ojos desorbitados.

—¡Espadones de Shaeder!

La luz aumentó junto con el taconeo de unas botas que se acercaban a la puerta. Reiner se llevó una mano al cinturón, pero la espada no estaba allí, por supuesto. Los habían desarmado a todos.

—¡En pie! —susurró—. Preparados. —Deseaba saber para qué.

Los Corazones Negros se levantaron, entumecidos y gimiendo, y sacudieron las extremidades para intentar devolverles la sensibilidad. Karel se apartó de la puerta.

La llave giró dentro de la cerradura.