12: El honor de los caballeros

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El honor de los caballeros

Mientras los hombres rata se aproximaban, Reiner vio detrás de ellos a Shaeder que corría hacia un pasadizo lateral y a un hombre rata alto, de negro pelaje y bruñida armadura, que observaba desde una distancia segura. Luego ya no hubo tiempo para prestarle atención a nada más que a las armas que lo acometían. Reiner disparó con la pistola a los ojos del hombre rata que tenía más cerca y que salió despedido hacia atrás con la cara convertida en un cráter rojo. Otro le lanzó una salvaje estocada, aunque los brillantes ojos negros no manifestaban emoción alguna. Reiner le arrojó la pistola y bloqueó el ataque con la espada mientras desenvainaba la daga.

Detrás de él, Franka y Giano paraban y esquivaban como locos. Nueve armas los atacaban con estocadas y tajos, y los hombres rata no eran malos espadachines. Aunque no podían compararse con Reiner ni Giano en fuerza, compensaban de sobras este déficit con una rapidez terrorífica. Los tres humanos no tenían ninguna posibilidad para contraatacar, pues estaban demasiado ocupados en mantener a distancia las espadas de los hombres rata, o al menos en intentarlo, porque estaban fracasando estrepitosamente.

Reiner bramó cuando un hombre rata le abrió un tajo en un antebrazo. Oía los gritos ahogados de Franka y Giano cuando también sufrían heridas. Otro hombre rata le abrió un tajo en la frente y la sangre que manó de la herida se le metió en los ojos y lo cegó a medias. Un tercer estoque le hizo un corte en las costillas.

Reiner notó cómo crecía la furia dentro de él. Las escrituras de Sigmar decían que morir en batalla contra los enemigos de la humanidad era el más noble destino que podía tener un hombre del Imperio. Pues era pura palabrería. Reiner quería morir a causa de los excesos cometidos cuando fuera muy viejo, rodeado de fabulosas riquezas. En lugar de eso, iba a morir inútilmente allí, en un túnel mugriento, lanzado a través de las puertas de Morr cuando aún tenía toda la vida por delante.

También era pura palabrería cualquier idea de que pudiera ser romántico morir junto a su amada. Era la más cruel de las bromas. Había tantísimas cosas que no habían hecho… No habían bailado ni vivido juntos. No habían hecho el amor. Y, lo peor de todo, no habían sido libres. Todo el tiempo, desde que Reiner la conocía, él y Franka habían sido prisioneros bajo el yugo del Imperio, de Manfred o del hermano de éste. Reiner nunca había tenido la posibilidad de mostrarle los sitios que había frecuentado, de explorar con ella lugares nuevos, ni siquiera de quedarse en casa y olvidarse del mundo con ella a su lado.

Sentía los brazos cada vez más pesados mientras los movía a uno y otro lado para detener todo el acero que lo acometía. Una afilada hoja se le clavó en una pierna. Otra le hizo un corte en una oreja.

—Franka, yo…

La muchacha le lanzó una rápida mirada después de agacharse y antes de bloquear un ataque. Los ojos de Franka compartían la tristeza de él. Le dedicó una sonrisa torcida.

—Debería haber roto mi juramento, ¿eh?

Reiner rió.

—Bueno, sí, maldición, sí, deberías haberlo hecho. Pero… —Una arma le hizo un tajo en el hombro—. ¡Maldición! Lo que quería decir…

—¡Eh! —gritó una voz, y de pronto, a uno de los hombres rata con los que luchaba Reiner se le clavó una saeta de ballesta en el cuello. Cayó entre chillidos, atragantado por su propia sangre.

Tanto los hombres rata como los humanos miraron en dirección al origen de la voz. Entre las gigantescas máquinas corrían Karel, Hals, Pavel, y también Dag, Jergen y Gert mientras desenvainaban las armas. Sólo faltaba Abel.

A pesar de lo que había dicho el hombre rata cirujano sobre que su especie no tenía valor, los guerreros no escaparon sino que se enfrentaron a la nueva amenaza. Tres de ellos se trabaron en combate con Pavel y Hals, uno hizo retroceder a Gert al superar el alcance del hacha de mango corto con el largo estoque. Él jefe, que antes se había mantenido apartado de la lucha, acometió a Karel con gran eficacia. Dag atacó a otro con un remolino de tajos de espada corta y daga al tiempo que gritaba como un loco pero lograba poco. Reiner, Franka y Giano, ahora libres para luchar contra un solo hombre rata, continuaron con una táctica defensiva mientras recuperaban fuerzas.

Jergen, tan silencioso como siempre, hizo que una vez más los otros Corazones Negros pareciesen niños que blandían palos. Derribó de un solo tajo al primer hombre rata con el que se enfrentó, y antes de que llegara al suelo pasó junto a otro al que decapitó con el golpe de retorno. Un tercero, al ver que extendía detrás de sí el brazo de la espada, le lanzó una estocada al pecho descubierto. Jergen se ladeó ligeramente hacia la izquierda y dejó que la espada le pasara junto a las costillas, para luego atraparla bajo el brazo y descargar un tajo que atravesó la clavícula del hombre rata y le hendió el corazón.

—Fíjate en cómo lo hace —jadeó Franka.

La repentina carnicería acobardó a los otros hombres rata, cuyo ataque se debilitó al ver que sus camaradas chillaban y sangraban. El jefe se apartó de un salto de Karel y ordenó la retirada.

Los hombres rata salieron corriendo hacia el campamento a tal velocidad que ni siquiera Jergen pudo asestarles un último tajo cuando se marchaban. Los heridos los llamaron lastimeramente, pero los fugitivos no les dedicaron ni una sola mirada.

Franka avanzó para despacharlos con la daga mientras los otros echaban a correr tras los que se retiraban.

—¡No! —dijo Reiner—. Ahí abajo hay todo un ejército.

Y justo cuando lo decía, reparó en unas sombras que se movían dentro del túnel, por delante de los hombres rata en retirada. Los perseguidores habían reemprendido finalmente la carrera.

—Debemos huir —dijo—. Vienen más.

Los hombres dieron media vuelta a regañadientes mientras limpiaban las espadas y las enfundaban.

—Alimañas que caminan —dijo Gert con asombro—. Como vos dijisteis.

Cuando los hombres comenzaban a meterse dentro del agujero, Dag hizo una mueca.

—¿Sois vos el que huele así, capitán? Pensaba que eran los hombres rata.

—Tuvimos que disimular nuestro olor.

—Lo habéis hecho bastante bien —comentó Pavel al tiempo que se tapaba la nariz.

Reiner se volvió a mirar a Franka.

—¿Franz?

Estaba sentada sobre el pecho de un hombre rata caído y le clavaba mecánicamente la daga una y otra vez mientras de sus ojos caían las lágrimas.

—Franz.

Ella no reaccionó.

Avanzó hasta ella.

—¡Franz!

La cogió por una muñeca.

Ella alzó la mirada con un gruñido. Luego parpadeó y se le relajó el rostro.

—Yo… lo siento. Tú no has visto…

Reiner tragó.

—No hace falta explicar nada. Pero vienen hacia aquí.

Ella asintió y se puso de pie para luego seguir a los demás a través del agujero.

Al emerger en el túnel de la mina, Reiner vio que Hals lo miraba.

—Habéis cambiado de opinión, ¿verdad?

Hals frunció el entrecejo y desvió la mirada.

—No… no podíamos dejaros morir. Pero ahora estáis a salvo, así que… nos marchamos.

—Me parece bien —replicó Reiner.

Pavel, Hals y los otros dieron media vuelta y echaron a andar rápidamente pendiente arriba. Reiner bufó mientras se apretaba un pañuelo contra el tajo que tenía en la frente. Era ridículo. Todos iban en la misma dirección, pero Reiner dejó que se adelantaran en bien de las apariencias.

Franka le lanzó una mirada interrogativa.

—Hals y Abel te vieron con el vestido puesto —dijo Reiner en voz baja.

Franka gimió.

—¿Así que conocen mi secreto?

Reiner rió entre dientes.

—No, no. Creen que soy yo quien tiene un secreto.

—¿Ellos…? —Franka abrió más los ojos—. ¡Ah, no!

El dividido grupo continuó adelante en un incómodo silencio, pero pasado un rato, Pavel miró por encima del hombro.

—Bueno, ¿qué sabes sobre esas cosas que parecen ratas?

Reiner lo miró con una ceja alzada.

—¿Me hablas a mí?

—Sólo preguntamos porque concierne a la seguridad de la guarnición —respondió Gert.

—Ah. —Reiner ocultó una sonrisa—. Bueno, tienen intención de tomar el fuerte, y luego Aulschweig. Shaeder está con ellos, traiciona a Gutzmann para quedarse el oro de la mina.

Hals se detuvo y giró en redondo.

—¿Es verdad eso?

—Pregúntaselo a Giano. También él lo oyó hablar con el jefe de los hombres rata.

Pavel miró a Giano.

—¿Tileano?

—Sí. Es verdad. Él dice a ellos atacar mañana.

Pavel se quedó boquiabierto.

—¡Mañana!

Hals escupió.

—Que el Caos se lleve a Shaeder. Ese cabrón es una rata más grande que estas alimañas.

—Peor que Gutzmann —declaró Pavel—. Eso, sin duda.

—Sí —asintió Gert—. Inmundo desertor. Deberían hacerle comer sus propias entrañas.

Karel negó con la cabeza.

—No puedo creer que un caballero del Imperio sea capaz de hacer esto. ¿Acaso ha muerto el honor?

Los Corazones Negros se echaron a reír, y Karel pareció desconcertado.

—Has olvidado en compañía de quién estás —le dijo Reiner—. Todos nosotros conocemos bien el honor de los caballeros.

—Esto es malo —dijo Hals—. Debemos advertir al fuerte.

Gert rió.

—¿Y serás tú quien les diga que hay unos hombres rata que van a matarlos? Te encerrarán.

—¿Para qué advertirlos? —preguntó Dag—. No son nuestros compañeros. Dejemos estas malditas montañas y busquemos un lugar seguro donde escondernos.

—¿Has olvidado el veneno que llevamos en la sangre, muchacho? —preguntó Pavel—. Aún tenemos un trabajo que hacer, tanto si hay hombres rata como si no. Y puede que necesitemos más de un día para acabarlo. Tenemos que avisarlos.

—Alguien tiene que hacerlo —asintió Hals.

Los piqueros le echaron otra mirada a Reiner. Hals tosió.

—Eh… capitán.

—¿Ahora soy el capitán? —preguntó Reiner lentamente.

—¿Piensas que puedes confiar en él? —inquirió Gert.

—Confío en que salvará su propio pellejo —respondió Pavel con frialdad—. Siempre cuida de que así sea.

Reiner gruñó.

—De acuerdo, hablaré con Gutzmann. Pero os estaría bien empleado si me largara por mi cuenta.

—Pero… pero vamos a matar a Gutzmann —dijo Karel con el entrecejo fruncido—. Gutzmann es un traidor al Imperio.

—¿A quién más quieres que se lo contemos? —preguntó Franka—. ¿A Shaeder?

—Shaeder es un traidor a la humanidad —declaró Gert.

Karel se mostraba inquieto.

—Así que avisamos a Gutzman para que nos salve y luego nos lo cargamos, ¿no?

—No es muy bonito todo esto, ¿verdad? —comentó Hals.

—Culpa a tu suegro si la situación no es de tu agrado —dijo Pavel.

—Manfred no podía saber lo que íbamos a encontrar aquí —protestó Karel, a la defensiva.

—Hay un modo de poder perdonarle la vida a Gutzmann —dijo Gert—. Lo mataremos sólo como último recurso. Tal vez ahora tenga la oportunidad de luchar por el Imperio, y podría cambiar de opinión respecto a marcharse.

—Sí —dijo Pavel esperanzado—. Eso es cierto. Podría ser.

Hals asintió al mirar a Reiner.

—De acuerdo, capitán. Díselo tú. Vamos.

—Como queráis.

* * *

En la cámara de entrada de la mina reinaba el caos. Los Corazones Negros lo oyeron antes de verlo: campanas que tañían, cuernos que sonaban, guardias que bramaban órdenes. Cuando se escabullían fuera del túnel cerrado, vieron que los mineros salían en masa por los dos que permanecían abiertos, con el pico al hombro y expresión preocupada. Los guardias los conducían hacia la salida a gritos y empujones.

—¿Qué pasa? —le preguntó Reiner a un guardia cuando se unieron al apiñamiento.

—Órdenes del comandante Shaeder. Los ingenieros dicen que los túneles inferiores pueden hundirse en cualquier momento. La mina debe cerrarse hasta nueva orden.

—¿Shaeder ordenó esto? ¿Cuándo?

—Hace unos minutos, señor. Ahora, marchaos.

Reiner frunció el entrecejo. La última vez que había visto a Shaeder había desaparecido en un pasadizo lateral del túnel de los hombres rata. Ese pasadizo debía de tener la salida allí arriba. Se preguntó dónde.

* * *

Ya había oscurecido cuando por fin llegaron al fuerte, jadeando y sin aliento debido a la larga carrera.

Él guardia de la puerta saludó a Reiner y le cerró el paso.

—Disculpad, señor —dijo al tiempo que se tapaba la nariz—, pero el capitán Vortmunder ha pedido que vayáis a verlo de inmediato por haber abandonado vuestros deberes durante todo el día.

Reiner rodeó al guardia.

—Dadle recuerdos al capitán Vortmunder y decidle que iré a verlo en cuanto pueda.

—¡Deberíais daros un baño antes! —gritó el guardia detrás de él.

Reiner se encaminó directamente hacia las habitaciones de Gutzmann con el resto de los Corazones Negros detrás. Se mantuvo alerta por si veía a Shaeder o a sus guardias, los Portadores del Martillo, pero no aparecieron.

Dos de los guardias personales de Gutzmann estaban apostados ante la puerta del general, canturreando. Se pusieron firmes cuando Reiner y los demás avanzaron con estruendo por el corredor.

—Calma, señores —dijo uno de ellos al tiempo que alzaba una mano—. ¿Qué es todo esto?

Reiner saludó, jadeante.

—Se presenta el cabo Meyerling, señor. Deseo hablar con el general Gutzmann sobre un peligro que hay en el interior de la mina y una traición que amenaza el campamento.

El guardia retrocedió con una mano en la nariz. Su compañero sufrió una arcada.

—Debéis presentarlo a través de los canales adecuados, cabo.

—Es una emergencia, señor —respondió Reiner al tiempo que se erguía—. No puedo esperar a que llegue hasta él a través de esos canales.

—Lo siento, cabo. Tengo orden…

La puerta se abrió detrás del guardia y Matthais asomó por hueco.

—¿Qué problema hay, Neihoff…? —Se interrumpió al ver a Reiner. Olió y frunció el entrecejo—. Meyerling, ¿qué estáis haciendo aquí? ¿Y qué es ese horrible hedor?

—No os preocupéis por el hedor. Tengo algo que decirle al general. ¿Qué estáis haciendo vos aquí?

—Eh… un compañero me ha informado de algo inquietante. Lo he traído ante Gutzmann.

—Bueno, lo que yo tengo que decir también es inquietante. ¿Podéis preguntarle si me recibirá?

—Yo… eh… sí. Lo haré. Esperad aquí.

Matthais cerró la puerta y, mientras esperaban, Reiner y los demás contuvieron la respiración, y los guardias también. Reiner se preguntó qué inquietaba a Matthais, que parecía estar lejos de ser el alegre hombre de siempre.

Pasado un minuto, reapareció y sostuvo la puerta abierta.

—De acuerdo, os recibirá —dijo—. Los demás debéis esperar aquí. —Señaló hacia la antesala del general.

Reiner y los Corazones Negros entraron mientras Matthais hablaba con los guardias. Luego llamó a Reiner al despacho de Gutzmann y lo siguió.

Gutzmann se encontraba sentado en un mullido sillón, junto al fuego, con los pies enfundados en botas y apoyados en el guardafuego de la chimenea. Agitó una mano cuando Reiner saludó.

—Ah, Hetzau. ¿Deseabais verme?

—Sí, señor. Yo… —Reiner quedó petrificado al darse cuenta de que Gutzmann lo había llamado por su verdadero apellido—. Eh…

—Creo que conocéis a mi invitado.

Junto al fuego había otro sillón que estaba de espaldas a Reiner. Su ocupante se inclinó hacia adelante y lo miró.

Era Abel.

Reiner maldijo interiormente. Un truco perfecto. Habría aplaudido de no haber estado dirigido contra él.

—Mi señor, no entiendo. —Hablaba de manera automática mientras su mente trabajaba a toda velocidad. ¿Qué juego se traía Abel entre manos? ¿Por qué traicionarlo a él cuando también se traicionaba a sí mismo? Lo colgarían de las almenas de Gutzmann justo a su lado.

Gutzmann bufó.

—No seáis tedioso, Hetzau. Lo entendéis perfectamente bien. El encargado de suministros Halstieg me lo ha contado todo. Que el conde Valdenheim os ordenó asesinarme. El modo en que os unisteis a mi ejército bajo identidades falsas para hacerlo. Cómo habéis espiado a mis oficiales para descubrir mis planes. Cómo intentasteis reclutar a Halstieg y a otros para que os ayudaran en vuestros planes.

—¿Cómo decís, mi señor? —A Reiner le latía el corazón a toda velocidad. Añora empezaba a entender. Había subestimado a Halstieg, que era más inteligente de lo que parecía. Había encontrado una manera de culpar a Reiner al tiempo que quedaba él libre de toda sospecha. De este modo podría librarse de Reiner, hacerse cargo del trabajo encomendado por Manfred y ganarse la confianza de Gutzmann en una misma jugada.

Gutzmann lo miró con el entrecejo fruncido.

—¿Negáis las acusaciones?

Reiner vaciló. Podía intentar echarle cara al asunto y negarlo todo. Tratar de usar su poder de persuasión para convencer a Gutzmann de que Halstieg se lo había inventado todo, pero había pocas posibilidades de conseguirlo por ese camino. Reiner ya se había condenado por su propia boca. Se aclaró la garganta.

—No niego que fui enviado por Valdenheim, pero no como asesino. El conde Valdenheim nos ordenó a mí, a Halstieg y a los demás de mi grupo que viniéramos aquí para descubrir quién estaba quedándose con el oro del Emperador, y que detuviéramos a los responsables. La ejecución de los culpables no estaba fuera de nuestras atribuciones, es verdad, pero tampoco era nuestra única opción. Podríamos haber hallado un medio para convenceros…

—¿Podríamos? ¿Nosotros? —gritó Abel—. No intentéis mancharme con la suciedad de vuestra culpa, impostor. Yo no tenía nada que ver con eso.

Reiner miró a Gutzmann.

—¿Eso es lo que os dijo, mi señor?

—¡Hetzau me abordó aquí, mi señor! —protestó Abel—. ¡El primer día de su llegada! Nos abordó a varios de nosotros para intentar volvernos contra vos.

—Mi señor —dijo Reiner—, Halstieg ha estado con nosotros desde el principio. Somos diez. Todos llegamos desde Altdorf. Nosotros…

—¿Y los demás esperan en la antesala? —preguntó Gutzmann—. ¿Habéis decidido que soy el culpable que buscáis? ¿Habéis venido a matarme?

Reiner frunció los labios.

—Mi señor puede acusarme de traición, pero espero que no piense que carezco de sutileza.

Gutzmann se echó a reír.

—¿Y por qué habéis venido, entonces? Además de para apestar mis habitaciones con vuestro olor. Por Sigmar, Matthais, vos me lo advertisteis, pero no imaginaba esto.

Reiner guardó silencio durante un instante. Al pillarlo desprevenido la traición de Abel, casi había olvidado el motivo por el que había ido allí.

Suspiró. Había estado a punto de convencer a Gutzmann de que era un villano más honrado que Abel, y con tiempo podría haber encontrado un medio de salvar la situación; pero ahora… ahora debía mencionar a los hombres rata y toda su credibilidad sería arrastrada por una tormenta de carcajadas.

Por desgracia y a pesar de lo ridículo que parecía, el peligro era real. El campamento sería arrasado, la guarnición asesinada, Aulschweig esclavizado… y, lo más desesperante de todo, él, Franka y el resto de los Corazones Negros podrían verse atrapados en medio de todo eso. Alguien tenía que hacer algo. Sólo lamentaba que, al parecer, ese alguien tendría que ser él.

Se pasó la lengua por los labios.

—Sabed, mi señor…

De la antesala les llegaron maldiciones y gritos apagados. Reiner oyó ruidos de pelea y miró hacia la puerta.

—No hagáis caso, cabo —dijo Gutzmann—. Es sólo que están arrestando a vuestros hombres. Por favor, continuad.

Reiner gimió. Estaba empezando a pensar que, con o sin veneno, con o sin Manfred, él y los Corazones Negros deberían haberse dirigido al norte cuando escaparon de la mina, y no dejar de correr.

—Sí, mi señor. —Inspiró profundamente—. Sabed que cuando hable me llamaréis loco. Pero si sois sabio, veréis que la mismísima demencia de lo que voy a decir demuestra que es verdad lo que he venido a advertiros. Porque sólo un terrible peligro me obligaría a disipar la poca buena voluntad que podáis sentir hacia mí en un momento tan delicado como éste.

—¿A qué se debe tanto parloteo? —preguntó Gutzmann, confuso.

Abel soltó una aguda risilla nerviosa.

—Está a punto de hablaros de los hombres rata.

—¿Los…? —Gutzmann miró a Abel.

—Los hombres rata —repitió Abel, que aún reía entre dientes—. Era el cuento que tenía intención de contaros para haceros salir. Hombres rata en la mina. Él quería… eh… atraeros allí y luego enterraros con un derrumbamiento de rocas para decir que había sido un accidente.

Gutzmann frunció el entrecejo.

—No dijisteis nada de eso antes.

Abel se encogió de hombros.

—¿Podéis reprochármelo, mi señor?

Gutzmann se volvió a mirar a Reiner con una ceja alzada.

—¿Es verdad eso? ¿Es el ardid que teníais intención de emplear?

Reiner maldijo interiormente. Abel había retorcido sus palabras antes de que las pronunciara siquiera. No obstante, no tenía más elección que continuar.

—Salvo por el hecho de que no es ningún ardid, mi señor. Hay hombres rata que están reuniéndose en los túneles de debajo de las minas. Y tienen intención de atacar el fuerte.

Gutzmann rió y miró a Abel, asombrado.

—Teníais razón. Se vale de cuentos de hadas. Es incomprensible. —Se volvió a mirar a Reiner—. Vamos, señor, ¿por qué insistís? ¿Hombres rata? ¿No se os ocurrió nada mejor?

—Existen, señor. Hoy los he visto con mis propios ojos. Luchamos contra ellos. Tengo su sangre en la ropa. El hedor que os ofende es el de ellos.

Gutzmann fijó en él los brillantes ojos azules como si intentara ver dentro de su alma.

—No parecéis loco…

—Aún quedan cosas peores, señor, pero a pesar de todo debo decirlas. —Reiner tosió y continuó—. Cuando regresábamos de sus túneles, nos encontramos con una partida de esos hombres rata que estaban hablando con un hombre. Nos acercamos con discreción y descubrimos que era el comandante Shaeder.

—¡¿Qué?! —Gutzmann dio un golpe en el reposabrazos del sillón—. Señor, vuestra necedad va demasiado lejos. ¿Cómo os atrevéis a calumniar el nombre del comandante?

—Os traiciona, mi señor. Parece que los hombres rata tienen la intención de apoderarse de Aulschweig para convertirlo en plantación de grano, y Shaeder les ha prometido una victoria fácil sobre vos para que puedan atravesar el paso. A cambio, ellos le han prometido todo el oro de la mina. La razón…

Gutzmann lanzó una sonora carcajada.

—Ahora sé que estáis loco. —Alzó la voz para llamar a través de la puerta—. ¡Neihoff!

Pasado un momento, el guardia asomó la cabeza por la puerta.

—¿General?

—Traed aquí al comandante Shaeder. Tiene que oír esto.

El guardia inclinó la cabeza y volvió a desaparecer.

Gutzmann se echó atrás en el sillón.

—Os habéis traicionado vos mismo porque no conocéis a Shaeder. No hay en todo el mundo oro suficiente para que ese sigmarita le vuelva la espalda al Imperio. Lo ama más que a la vida misma. Si me traicionara, no sería por oro, sería para impedir que me marchara.

—Yo sólo repito lo que oí, señor —dijo Reiner—. Los hundimientos son mentira. La razón por la que ha cerrado la mina es para que los hombres rata puedan poner en marcha durante todo el día y la noche de hoy las máquinas excavadoras que hasta ahora sólo habían usado por la noche y así ensanchar el túnel que llega hasta la mina y sacar por él las máquinas de asedio para atacar el fuerte mañana, después de que anochezca.

Gutzmann tenía el rostro enrojecido.

—Basta, señor, basta. ¿Máquinas excavadoras? ¿Máquinas de asedio? Ya es una locura creer en los hombres rata, pero atribuirles la capacidad de construir máquinas de tal complejidad…

—¡Mi señor, por favor! —Reiner tendió las manos ante sí—. Pensadlo por un momento. ¿Por qué iba yo a ponerme en un riesgo semejante para contaros una necia mentira? Ya he encontrado la prueba que Manfred me pidió que buscara. Ya sé que tenéis intención de desertar del Imperio y ayudar a Caspar a usurpar el trono de su hermano. Estoy enterado de los envíos de oro.

—¿Vos…? —A Gutzmann se le salieron los ojos de las órbitas—. ¡Callad, estúpido!

Reiner no le hizo caso.

—Si hubiera querido traicionaros, habría encontrado un modo de mataros y habría escapado hacia el norte con el oro que escondéis en cajas en el interior del tercer túnel.

Reiner vio que la cabeza de Abel se alzaba al oír eso.

Las venas palpitaban en las sienes de Gutzmann.

—¿Sabéis todo eso?

—Y sin embargo he acudido aquí para poneros sobre aviso —prosiguió Reiner—, cuando tenía al alcance de la mano una fortuna y el favor de Manfred.

—Pero… —dijo Gutzmann—. Pero ¿hombres rata?

Se oyó un golpe de llamada en la puerta y asomó Shaeder.

—¿Deseáis verme, general?

—Shaeder, entrad —dijo Gutzmann. Se enjugó la frente y recobró la compostura—. Yo… pensé que debíais encararos con vuestro acusador.

A Reiner le pareció que Shaeder palidecía un poco al mirarlo. Así que el comandante lo había reconocido cuando estaba dentro del túnel… e, indudablemente, creía que lo habían matado los hombres rata. Sin embargo, se recobró al instante.

—¿El cabo Meyerling? ¿De qué me acusa? —Arrugó la nariz—. ¿Y por qué huele así?

—Dice que conspiráis con hombres rata que viven en túneles que hay debajo de la mina para arrasar el fuerte y hacer de Aulschweig una… ¿qué habéis dicho, señor? ¿Una plantación de grano? Y que habéis hecho todo eso por el oro de la mina.

Shaeder soltó una larga y sonora carcajada, pero se detuvo al ver que Gutzmann no reía con él.

Frunció el entrecejo.

—Lo siento, general. No es un asunto risible. Porque tanto si este hombre está loco como si tiene algún propósito más siniestro para soltar estos disparates, es peligroso y debería encerrárselo antes de que intente causaros algún daño. Es imposible que le creáis.

Gutzmann se encogió de hombros.

—Ya no sé qué creer.

Reiner intervino.

—Mi señor, no os pido que me creáis. Sólo que vayáis hasta el final del túnel cerrado para ver qué encontráis. Si después de eso no encontráis nada, podéis hacer conmigo lo que os venga en gana.

—¿Lo veis, general? —intervino Abel—. Intenta atraeros hacia un derrumbamiento. Ahorcadlo.

Reiner creyó ver que por los labios de Shaeder pasaba una sonrisa astuta cuando se volvió a mirar a Gutzmann y rió entre dientes.

—No, no, mi señor. Yo no podría vivir con vuestra sospecha flotando sobre mí. Insisto en que me acompañéis a la mina y veáis por vos mismo la falsedad de la historia de Meyerling. Sólo permitid que, mañana por la mañana, los ingenieros comprueben que él no haya dejado ninguna vil trampa, y entonces os escoltaré hasta el derrumbamiento que bloquea el túnel.

Gutzmann asintió.

—Lo haré. De todos modos, tenía intención de ir a verlo en persona. —Se volvió a mirar a Reiner con expresión triste y dura—. Puedo sentir compasión por un loco, señor, pero no me gustan los mentirosos, como bien descubriréis.

Reiner se maldijo a sí mismo cuando Gutzmann le hizo a Matthais un gesto para que se lo llevara. ¡Qué estúpido era! Le había hecho el juego a Shaeder. Le había dado la excusa perfecta para que condujera a Gutzmann a la perdición. No se resistió cuando Matthais lo cogió por un brazo, ni reparó en la mirada herida que le dirigió. Ni siquiera escupió a Abel al pasar. Estaba demasiado ocupado en flagelarse a sí mismo.