11: Que la muerte negra os lleve

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Que la muerte negra os lleve

Reiner estuvo a punto de gritar. La pobre muchacha estaba tan golpeada y sucia que no la habría reconocido de no ser por la intimidad que existía entre ambos. Había desaparecido el vestido que llevaba puesto, al igual que una buena parte del uniforme. La cubrían sólo los calzones y la camisa, que estaban hechos jirones y cubiertos de suciedad. Tenía la cara contusa e inexpresiva, manchada de tierra y sangre. Miró alrededor con aire confuso, como si hubiese estado durmiendo, pero cuando vio adonde la llevaban sus captores se puso a chillar y a luchar, les dio patadas e intentó zafarse.

—¡Soltadme, alimañas! —gritó—. ¡Os mataré! Os cortaré en tiras. Os… —Las amenazas se disolvieron en sollozos de furia. Los hombres rata la lanzaron hacia adelante y ella se estrelló contra el borde de la mesa con un grito ahogado.

El cirujano chasqueó la lengua con enfado al ver lo que hacían sus ayudantes, y les indicó con un gesto que sujetaran a Franka mientras él abría un frasco que había cogido de una mesa que tenía detrás.

—Callado, muchacho. Dejar…

Reiner no pudo soportar más cuando los lastimeros gemidos de Franka ahogaron el instinto de conservación que solía detenerlo antes de lanzarse hacia un peligro mortal. Cargó con un grito inarticulado al tiempo que desenvainaba la espada. Giano lo siguió, rugiendo.

Los hombres rata alzaron la mirada, sobresaltados. Tal vez los confundieron las capuchas que llevaban Reiner y Giano, pero durante un segundo crucial permanecieron inmóviles, con la vista fija en ellos. Reiner derribó a uno antes de que pudiera sacar la enorme cuchilla que llevaba al cinturón. Giano esquivó el salvaje tajo del otro y le clavó la espada entre las costillas. Franka cayó junto con los captores agonizantes.

El cirujano de pelaje gris retrocedió entre chillidos. Reiner saltó tras él, pero el hombre rata se deslizó detrás de un armatoste gigante como hacían sus parientes cuadrúpedos. Giano corrió a cerrarle el paso hacia la puerta trasera, pero la criatura era demasiado rápida. Lo esquivó por un lado y desapareció en el oscuro pasadizo. Reiner y Giano lo persiguieron, pero al cabo de poco el túnel se bifurcó en tres corredores curvos y no pudieron determinar por cuál se había ido.

Reiner patinó hasta detenerse y dio media vuelta.

—Olvidémoslo. Huyamos. —Volvió a entrar en la habitación y se acercó a Franka al tiempo que le tendía una mano—. Franz…

La muchacha gateó hacia atrás al tiempo que los miraba con terror a él y a Giano. Se apoderó de un escalpelo que había caído y lo sostuvo ante sí.

—¡Atrás, monstruos!

—¿Franz? —Entonces, Reiner se acordó y se despojó de la máscara—. Somos nosotros.

Giano también se quitó la suya.

—¿Ves? ¡Nada que temer!

Franka parpadeó durante un momento; luego su rostro se contrajo y se puso a sollozar. El escalpelo cayó.

—Pensé… No pensaba… Nunca…

—Calma, calma —dijo Reiner al tiempo que la ayudaba a levantarse y la apretaba con rudeza contra un hombro.

—Compórtate como un hombre, ¿eh, muchacho?

Franka tragó y sorbió por la nariz.

—Lo siento, capitán. Lo siento. He perdido el control. Vosotros… —logró sonreír débilmente—. Vosotros, desde luego, os lo habéis tomado con calma.

—Culpa a las malditas alimañas, muchacho —dijo Reiner. Lo que deseaba hacer era rodear a Franka con los brazos y estrecharla, pero representó para Giano una escena de cordialidad masculina—. Es muy desconsiderado por parte de estas criaturas vivir tan lejos bajo tierra. Ahora…

—Salvadnos —dijo una voz débil.

Reiner, Franka y Giano se volvieron. Los hombres y mujeres que había en las jaulas los miraban. Eran criaturas delgadas y ojerosas, y resultaba obvio que algunas de ellas habían estado allí durante semanas porque la piel les colgaba de los huesos como muselina mojada. Otros estaban monstruosamente deformados, con excrecencias extrañas en la cara y el pecho. Otros tenían manos de más cosidas en lugares absurdos. Reiner gimió. Había al menos una docena, probablemente más. ¿Cómo iba a poder sacarlos a todos de allí?

—Por favor, señor —dijo una muchacha campesina que tenía las manos como manoplas púrpura—. Si no lo hacéis, moriremos.

—Debes hacerlo, capitán —dijo Franka—. No tienes ni idea de lo que hacen con ellos.

—He visto lo suficiente —respondió Reiner—. Pero… pero es imposible. No lo lograríamos.

—No podéis dejarnos —dijo un minero flaco que se aferraba a los barrotes—. No podéis dejar que hagan lo que quieran con nosotros.

Se oyeron ruidos débiles procedentes de la puerta del fondo: agudos chillidos de rata y muchos pasos.

—Ellos viniendo —dijo Giano.

—Capitán —lo apremió Franka—. Reiner, por favor.

—Es demasiado tarde… —Con un gruñido de frustración, Reiner avanzó hasta uno de los hombres rata muertos y le cortó el cinturón para coger una anilla de llaves—. Sus armas —dijo—. Y los escalpelos.

Giano y Franka se pusieron a coger las enormes cuchillas, espadas y dagas que llevaban los cadáveres, mientras Reiner probaba una llave en una de las cerraduras. Recogieron también todos los escalpelos, escoplos y serruchos del cirujano. La llave no entraba. Reiner probó con otra. No giraba.

Las voces de las ratas se acercaban.

Reiner maldijo.

—Dadles las armas. —Estaba sudando.

Franka se quedó con una espada y luego ayudó a Giano a pasar el resto de las armas a través de los barrotes para ponerlas en las ansiosas manos de los prisioneros. Reiner probó con otra llave. Tampoco era la correcta.

Las voces de las ratas eran ahora más nítidas. Reiner oía el tintineo de armas y corazas.

—¡Maldición, maldición, maldición! —Le entregó las llaves al hombre que había hablado primero—. Lo siento. Debemos marcharnos. Buena suerte.

—¿Qué es esto? —preguntó el hombre, que cogió las llaves por reflejo—. ¿Os marcháis?

Reiner retrocedió hacia la puerta al tiempo que volvía a ponerse la máscara.

—Tenemos que hacerlo. —Se volvió hacia Giano y Franka—. Daos prisa.

—Reiner, no puedes… —dijo Franka.

—No seas estúpido. ¿Quieres vivir?

La empujó hacia la puerta. Pareció que ella iba a protestar otra vez, pero luego giró sobre los talones y entró en el corredor mientras la emoción le contraía el rostro. Giano se puso la máscara y la siguió.

—¡Que la muerte negra os lleve, bastardos! —gritó una mujer.

Reiner vaciló mientras él, Franka y Giano corrían por el estrecho pasadizo hacia el túnel principal.

—¿Cómo llevamos sin cara? —preguntó Giano al tiempo que hacía un gesto hacia Franka.

Reiner cerró los ojos.

—Maldita sea mi estupidez. Deberíamos haber hecho tres disfraces. Dadme un momento para pensar.

Se detuvieron justo antes de alcanzar el túnel y se agacharon en las sombras de la salida. Oyeron gritos de consternación por detrás de cuando los hombres rata hallaron a los guardias muertos.

—No queda momento —dijo Giano.

—¡Ya lo sé!

—¡Cargad conmigo! —dijo Franka.

—¿Cargar contigo? —preguntó Reiner.

—El cirujano vende los cuerpos de los que se le mueren como alimento. He visto hombres rata llevarse cuerpos de ese modo durante todo el día.

—¡Perfecto! —dijo Reiner—. Cógete fuerte, muchacho. —Se echó a Franka sobre un hombro como si fuera un saco y entró en el túnel—. E intenta hacerte el muerto.

—O nosotros estar muertos —añadió Giano.

Reiner y Giano atravesaron a toda velocidad el túnel para situar la fila de carros entre ellos y el pasadizo lateral, y luego se encaminaron, muy encorvados, hacia la periferia del campamento. Antes de haber recorrido veinte metros oyeron que los perseguidores salían al túnel tras ellos, chillando órdenes y preguntas a sus congéneres. Reiner aceleró el paso. Franka rebotaba como un saco sobre su hombro, y notó que sufría una arcada.

—Vienen hacia aquí —susurró la joven—. Otros les señalan el camino.

—¡Cállate! —le susurró Reiner.

Miró hacia atrás al tiempo que se apretaba la máscara contra la cara con la mano libre para ver mejor a través de los agujeros de los ojos. En efecto, los hombres rata iban tras ellos; un destacamento de guardias armados con largas lanzas y con cascos de acero que se extendían sobre sus largos hocicos como las protecciones de los caballos se desplegaban a lo ancho del túnel y corrían entre las tiendas y los carros, donde buscaban por todos lados… y olfateaban.

Con el corazón acelerado, Reiner tiró de Giano para meterlo detrás de una gran pila de basura. Si los hombres rata captaban su olor, no importaría lo bien que se ocultaran porque sus sensitivas narices darían con ellos.

Y justo cuando pensaba esto, una rata chilló triunfalmente a lo lejos. Reiner gimió. Los guardias habían captado el olor humano a pesar de toda la porquería de rata en la que se habían revolcado. Ya no tardarían mucho en encontrarlos. Tenía que hacer algo para despistarlos, para distraer su atención. Miró en torno. Las tiendas y la basura serían un combustible perfecto salvo por el hecho de que no había fuego. Los hombres ratas no parecían usarlo. Comían la carne cruda y dormían apiñados para conservar el calor, cosa que tenía sentido en el caso de una raza que vivía bajo tierra. Pensó en disparar con la pistola hacia uno de los carros cargados de curiosos cañones y tanques de latón, pero no estaba seguro de cómo sería la explosión que podía provocar, en caso de que se produjera.

Los hombres rata estaban acercándose; les seguían el rastro entre las tiendas como perros que fueran tras un zorro. Si Reiner y Giano echaban a correr, los verían al instante. El sudor corría por los costados de Reiner. Franka, que no le pesaba nada cuando se la echó al hombro, ahora parecía más pesada que un buey. Cruzó los dedos y elevó una plegaria a Ranald.

«De acuerdo, viejo charlatán —pensó—. Si me sacas de este aprieto, embaucaré a mil hombres antes de volver a tocar el vino. Te lo prometo.»

Se escabulló en torno a una tienda grande y tropezó con una pequeña forja encendida donde un hombre rata herrero vertía plomo fundido en moldes de bala. Reiner reprimió una maldición y se desvió bruscamente para evitar chocar contra otro hombre rata que envolvía medidas de pólvora con tela de gasa. Malditas ratas estúpidas, no tenían sensatez suficiente para mantener la pólvora lejos de…

Reiner se detuvo en seco. Giano se dio de bruces con él y Franka gritó. «Idiota», se maldijo Reiner. La plegaria había sido escuchada instantáneamente y él había estado a punto de desaprovecharla por considerarla un obstáculo. Dejó a Franka en el suelo sin ceremonias.

—Continúa muerta —le susurró, y luego avanzó hacia el hombre rata que envolvía los paquetes de gasa.

La criatura sacaba la pólvora de dentro de un barrilete de madera con lo que parecía una cuchara sopera de la mesa de banquetes de un noble. Reiner le dio una patada, cogió el barrilete de pólvora con ambas manos, retrocedió y, antes de que el herrero comenzara a entender qué estaba sucediendo, lo lanzó contra la forja con todas sus fuerzas.

El barrilete se hizo pedazos contra los ladrillos y la pólvora estalló con una gran detonación. Surgió una enorme bola de fuego que casi envolvió a Reiner. Le salía humo de la máscara y el ropón cuando regresó corriendo junto a Giano y Franka. Los hombres rata chillaban en torno a ellos. La tienda estaba en llamas. El herrero estaba envuelto en fuego y chillaba mientras corría en círculos y prendía fuego a todo lo que tocaba.

—¡Daos prisa! —gritó Reiner. Volvió a recoger a Franka y echó a correr con Giano junto a él. Los hombres rata ante los que pasaron no les prestaron la menor atención. Estaban demasiado absortos en observar con cara inexpresiva el incendio que se propagaba, o en correr hacia él con mantas y pellejos de agua. Toda la atención del túnel estaba fija en el fuego. Los hombres rata estiraban el cuello por encima de Reiner y Giano cuando pasaban corriendo. Reiner volvió a cruzar los dedos.

«A mil hombres tienes que embaucar —pensó—. A mil hombres.»

Llegaron a la periferia del campamento y pasaron entre las desordenadas hileras de torres de asedio y máquinas de guerra, y se detuvieron con el ancho túnel por delante. Reiner dejó a Franka en el suelo con un gruñido de alivio y se quitó la máscara y el ropón.

—¿Tú quitar ropas? —preguntó Giano, preocupado.

—No me importa —respondió Reiner—. No lo soporto ni un minuto más.

—Bien. —Giano también se quitó el disfraz.

—Seremos un blanco muy fácil —comentó Franka, que miraba el amplio espacio que tenían delante.

—Tendremos que arriesgarnos —replicó Reiner—. Los túneles laterales podrían no ir a ninguna parte o volver atrás.

—Así nosotros correr, ¿eh? —dijo Giano.

—Sí —asintió Reiner—. Correr.

* * *

El regalo de Ranald debía continuar en vigor, porque llegaron al final del túnel sin ver ni oír signo alguno de persecución. Reiner esperaba que el incendio hubiese atraído a los guardias o, mejor aún, que todo el campamento de hombres rata estuviera en llamas. Aunque ni siquiera eso habría bastado para apaciguar su mente. Los rostros de los hombres y mujeres que había dejado en las jaulas de hierro danzaban ante él mientras corría, y sus ruegos le resonaban en los oídos.

Al aproximarse al final del túnel, donde las máquinas excavadoras miraban a la pared, Franka le puso una mano sobre el brazo y señaló hacia adelante con la cabeza.

—Luz de antorcha —dijo en voz baja.

Reiner se detuvo y observó. Allende los monstruosos armatostes, la omnipresente luz púrpura del túnel era desterrada por un cálido resplandor amarillo. Reiner frunció el entrecejo e intentó recordar si habían dejado allí una antorcha encendida. No. No lo habían hecho. El la había apagado contra el suelo.

En la pared del túnel apareció una sombra muy distorsionada pero reconocible como de un hombre rata.

Reiner se quedó inmóvil, con el corazón acelerado. ¿Eran sus perseguidores? ¿Habrían dado un rodeo por algún otro túnel y llegado allí antes que ellos? ¿Los esperaban para matarlos?

Pero entonces, la luz proyectó otra sombra junto al hombre rata. Esta vez era humana.

—¿Qué esto? —susurró Giano—. ¿Rata y hombre?

Reiner prefería no averiguarlo. Miró los pocos pasadizos laterales que se abrían en las paredes del túnel. ¿Habría algún modo de dar un rodeo? Lo dudaba; e incluso en caso de haberlo, ¿en cuál debían entrar? Podrían vagar eternamente perdidos por allí dentro. Si pudieran permitirse el lujo de esperar, quienquiera que les cerraba el paso tal vez se marcharía, pero no podían esperar. Los perseguidores podrían llegar por detrás en cualquier momento. Tenían que moverse.

Reiner se llevó un dedo a los labios e hizo a Giano y a Franka un gesto para que continuaran adelante. Avanzaron sigilosamente al tiempo que desenvainaban las armas y mantenían las enormes máquinas entre ellos y la luz de las antorchas. Reiner comenzó a oír dos voces que se alternaban, una siseante y otra atronadora. Se detuvo. Habría podido jurar que reconocía la voz más grave. Unos pocos pasos más y la voz tronante se transformó en palabras.

—Os digo que no podéis esperar más. Debéis atacar en cuanto podáis. ¡Mañana si es posible!

Una fría serpiente de miedo comenzó a retorcerse dentro de las entrañas de Reiner. Era el comandante Volk Shaeder quien hablaba.

Le respondió una voz que parecía un cuchillo que raspara contra pizarra.

—Mañana no. Muchos días cortar de túnel skaven a túnel hombres. Máquinas de guerra no salir si no cortar.

Reiner casi se atragantó. Giano gruñía. Franka le puso una mano sobre un brazo y lo calmó.

—Pues no tenéis días —continuó Shaeder—. Mira. Esto lo encontraron en el burdel. Si Gutzmann lo viera, todo estaría perdido. ¡Debéis actuar antes de que os delate vuestro descuido!

La voz áspera siseó, nerviosa.

—Mis ejércitos no todos aquí. Sólo mitad fuerza.

—No debéis preocuparos por eso. El fuerte contará con poca defensa. Yo me aseguraré de eso.

Se produjo una pausa, y el hombre rata volvió a hablar.

—¿Esto engaño?

—¿Por qué te iba a engañar cuando los dos queremos lo mismo? Tú quieres Aulschweig como granero. Yo quiero el oro que le hemos enviado a Caspar. Lo único que se interpone en nuestro camino es Gutzmann y el fuerte. Luego me marcharé a Tilea con más oro del que tiene el hombre más rico de Altdorf, y tú tendrás siempre comida para tu pueblo.

El hombre rata casi canturreó la respuesta.

—Sí, sí. Granero, hombres esclavos para trabajar y hacernos fuertes con su carne. Nosotros no más comer basura vosotros. Ahora nosotros hacer fuertes.

Reiner casi pudo oír cómo Shaeder se mordía la lengua.

—Un sueño grandioso, sin duda.

—Esto tú hacer —dijo el hombre rata—. Cerrar mina. Decir no segura. Nosotros cavar todo día y noche y día otra vez. Listo mañana por mañana.

—Excelente —dijo Shaeder—. Yo…

—¡Traidor! —bramó Giano, y ahogó el resto de la frase—. ¡Traidor al hombre! ¡Él morir! Debo…

Reiner le tapó la boca con una mano, pero ya era demasiado tarde. El silencio reinaba al otro lado de las excavadoras. Luego se oyó una áspera sarta de sílabas del hombre rata.

Unos pies con garras corrieron en su dirección y Reiner oyó espadas que raspaban las vainas al salir. Retrocedió y se llevó a Franka consigo.

—Siento, capitán —dijo Giano—. Dejar llevar mi…

—Cállate y muévete, estúpido —gruñó Reiner—. Salgamos de debajo de estas cosas.

Salieron corriendo de la sombra de las excavadoras, pero era demasiado tarde. Unas siluetas negras aparecieron en masa en torno a las grandes máquinas y se escabulleron por debajo, por encima y a través de las esqueléticas estructuras como si fueran anguilas.

—Contra la pared —dijo Reiner—. No permitáis que nos rodeen.

Corrieron hacia la pared de la izquierda y se volvieron con las espadas a punto. Reiner desenfundó la pistola. Desde las excavadoras avanzaban diez de los hombres rata más grandes que había visto; altos guerreros delgados de lustroso pelaje negro y brillante armadura de bronce. Iban armados con estoques largos y finos que destellaban como rayos ardientes en el resplandor púrpura.