10
¡No eran hombres!
Reiner y los Corazones Negros no hallaron ni rastro de Franka, la ramera de Hals o los hombres ataviados con ropón, aunque registraron Brunn de punta a punta. Los secuestradores y sus víctimas habían desaparecido completamente. Y aún más inquietante fue que, cuando el grupo regresó al burdel para averiguar si alguien más había visto algo, se encontraron con que el cuerpo de brazos peludos había desaparecido, aunque tanto los parroquianos como las putas habían estado entrando y saliendo constantemente de la habitación. La única prueba material de que todo el incidente no había sido un disparatado sueño febril era una pequeña esfera de vidrio que Reiner descubrió debajo de una silla. Se parecía a la que había llenado la habitación de humo, pero ésta estaba entera y en su interior se agitaba una oscuridad verdosa. Reiner la recogió. Unida a la visión de las garras del hombre ataviado con ropón, comenzó a despertar recuerdos de cosas que había leído en libros prohibidos cuando estaba en la universidad.
Salió del burdel y se reunió con los otros Corazones Negros, que formaban un apretado círculo delante de la puerta.
—Debemos regresar al fuerte de inmediato —dijo—. Quiero informar a Gutzmann del secuestro de Franz y de las nuevas pruebas que tenemos de las desapariciones.
Resultaba obvio que Abel había contado a los demás todo lo que había visto cuando él y Hals habían encontrado a Reiner y a Franz, porque ninguno lo miraba a los ojos y le respondían con hoscos gruñidos y murmullos.
Reiner maldijo internamente durante toda la larga y fría caminata hasta el fuerte. Estupidez sumada a tragedia. Justo cuando los necesitaba más, cuando la vida de uno de ellos estaba en peligro mortal, los hombres se mostraban suspicaces, al borde del amotinamiento. Lo más enloquecedor era que si pudiera decirles la verdad todos volverían a estar bien, al menos con él. Las cosas serían mucho peores para Franka. Sólo Reiner y Manfred sabían que era una muchacha. Si el secreto le fuese revelado a alguien más, ella dejaría de ser útil como soldado y el conde podría hacer que la mataran. Y eso sin tener en cuenta las reacciones de sus cantaradas. Franka quería a Hals, Pavel y Giano como hermanos. Si le volvieran la espalda, le romperían el corazón.
En cuanto regresaron al campamento, Reiner exigió ver a Gutzmann, pero el general estaba durmiendo y Reiner se vio obligado a ascender por toda la cadena de mando y contarle la historia primero al capitán Vortmunder y luego al coronel Oppenhauer, los cuales habrían pasado por alto todo el asunto sin más de no ser por la corroboración del resto del grupo y la extraña esfera de vidrio. Al final, y muy a regañadientes, lo llevaron ante el comandante Shaeder, al que habían sacado de la cama bostezando y de malhumor.
—¿Qué es tan urgente que tenéis que despertarme a esta hora tan indecente? —preguntó el comandante, envuelto en una gruesa bata, al sentarse detrás del escritorio. Vortmunder y Oppenhauer se hallaban de pie a ambos lados de Reiner y parecían nerviosos.
—Mi señor —dijo Reiner al tiempo que hacía una reverencia—. Perdonadme, pero un soldado ha sido secuestrado y temo que en ello haya implicados agentes inhumanos que puedan entrañar un peligro para el fuerte y el Imperio.
Shaeder se pinzó el puente de la nariz y agitó una mano con cansancio.
—Muy bien, cabo, contadme vuestra historia.
Reiner hizo chocar los talones.
—Gracias, comandante. Eh… hace unas horas, yo y algunos otros, incluido mi ayuda de cámara, Franz, estábamos divirtiéndonos en Brunn…
—De putas y borrachera, queréis decir.
—En efecto, yo estaba visitando a una joven dama, comandante —dijo Reiner—. Pero antes de que tuviéramos… eh… ningún trato, la ventana se abrió de repente y fuimos atacados por hombres encapuchados y vestidos con ropones. Mi ayuda de cámara, Franz, al oír mis gritos, corrió a ayudarme y luchamos contra los hombres. Algunos clientes de la casa acudieron al oír el ruido y nos ayudaron, pero justo cuando estábamos a punto de derrotarlos, los hombres arrojaron una especie de granada y nos sofocamos con un humo espeso.
A Reiner le pareció que Shaeder fruncía el entrecejo al oír esto, pero el gesto desapareció antes de que pudiese estar seguro.
—Cuando el humo se disipó —continuó Reiner—, los hombres habían desaparecido, y también Franz. —Tosió—. También se llevaron a una de las damas de la casa.
—Es de lo más inquietante, ciertamente —dijo Shaeder, aunque no parecía inquieto—. Pero ¿en qué sentido constituye un peligro para el Imperio un secuestro acaecido en un burdel?
—A eso iba, señor —se apresuró a continuar Reiner—. Uno de los enmascarados resultó muerto en la lucha, y me sorprendí al ver que sus manos no eran manos, sino zarpas. Como las de una rata. Y los brazos…
—¿Una rata? —preguntó Shaeder con una risotada—. ¿Habéis dicho una rata? ¿Del tamaño de un hombre?
—Un poco más pequeña, señor. La…
—¿Acaso pretendéis sugerir que fuisteis atacados por…, ¿cómo los llaman las viejas? ¿Hombres rata? ¿Por encarnaciones de fábulas de comadres? —Se volvió a mirar con ferocidad a Oppenhauer y a Vortmunder—. ¿Qué pretendéis al presentar estas tonterías ante mí? ¿Estáis locos?
—La historia ha sido corroborada por varios hombres más, comandante —dijo Oppenhauer—. Y tiene una prueba.
—¿Una prueba? —preguntó Shaeder—. ¿Qué prueba?
Algo en el tono de voz del comandante hizo que Reiner fuese reacio a sacar la esfera del bolsillo, pero no había más remedio que hacerlo. Shaeder no se convencería si no la veía. Reiner cogió la esfera de vidrio y la depositó sobre el escritorio.
—¿Qué es esto? —preguntó el comandante al cogerla, desconfiado.
—Una de las granadas de humo, mi señor —explicó Reiner—. Los hombres rata arrojaron una contra el suelo y cuando se rompió salió humo del interior.
Shaeder frunció el entrecejo.
—¿Esto es una granada? —Alzó la mirada hacia Oppenhauer—. ¿Habéis dejado que os convenciera de que esto es una granada? ¿Este adorno del vestido de una ramera? —La dejó sobre una pila de pergaminos—. Un pisapapeles, tal vez.
—Comandante —dijo Reiner, que comenzaba a enfadarse—, yo luché cuerpo a cuerpo contra ellos. ¡No eran hombres!
—¿Y cómo lo sabéis? ¿Mirasteis debajo de las máscaras? Teníais un cuerpo, ¿no es cierto? ¿Por qué me enseñáis una canica en lugar de un cuerpo?
—Eh… —Reiner se sonrojó—. Dejamos el cuerpo en el burdel cuando salimos a perseguir a los otros que se marchaban con Franz. Cuando regresamos, había…, había desaparecido.
—¿Desaparecido?
—Sí, señor.
Shaeder guardó silencio durante un rato. Casi pareció relajarse. Luego estalló en sonoras y despectivas carcajadas que le llenaron los ojos de lágrimas. Cuando se recobró, agitó una mano hacia Reiner.
—Marchaos a la cama, cabo.
—¿Cómo? —preguntó Reiner, confuso.
—Marchaos a la cama, señor. Dormid la mona.
Reiner se irguió, indignado.
—¿No me creéis, señor?
—Creo que sois uno de esos tunantes admirables que no manifiestan signo alguno de ebriedad cuando están completamente borrachos.
—Comandante —protestó Reiner—. Os digo la…
—Estoy seguro de que sucedió algo —lo interrumpió Shaeder—. Una pelea, incluso un secuestro. Tenéis bastantes heridas. Pero también es probable que hayáis luchado contra vuestro reflejo en el espejo de una puta y os hayáis cortado vos mismo con el cristal. Con independencia de lo que haya sucedido, no utilizaré las fuerzas del Emperador para rescatar al ayuda de cámara de un petimetre de Altdorf, por muy bien que os lustre las botas. Si el muchacho no aparece por la mañana, enviaré un destacamento a buscarlo por las cunetas de Brunn, pero hasta entonces, me iré a la cama, como también deberíais hacer vos.
Reiner apretó los puños.
—Comandante, creo que esto es una amenaza que no debe ser pasada por alto. Exijo ver al general Gutzmann. Exijo presentar este asunto ante él.
—Lo exigís, ¿eh? —preguntó Shaeder—. Si exigís algo más, pasaréis una semana en el calabozo por insubordinación. Ahora, marchaos a la cama, señor. He acabado con vos. —Se volvió a mirar a Vortmunder y a Oppenhauer—. Y, en el futuro, lo pensaréis dos veces antes de despertarme por una necedad como ésta.
—Sí, comandante —dijo Oppenhauer al tiempo que saludaba—. Gracias, señor.
Él y Vortmunder dieron media vuelta con Reiner entre ambos. Oppenhauer le dedicó a Reiner un compasivo encogimiento de hombros cuando salían por la puerta.
—Yo os creo, muchacho —dijo.
* * *
Aquella noche, Reiner no durmió. Lo único que quería era salir a caballo en busca de Franka, pero buscar en la oscuridad sería infructuoso, en particular si iba solo, en particular si a Franka la habían llevado donde él sospechaba. Cuando por fin amaneció, se presentó otra vez ante Shaeder para implorarle que le permitiera unirse al destacamento de búsqueda que el comandante iba a enviar fuera del fuerte, pero éste se negó y le dijo que dejara la tarea en manos de hombres que conocían mejor que él la población y el paso.
Reiner no podía dejar las cosas así. Los hombres de Shaeder no encontrarían a Franka. No buscarían en el lugar correcto. Y por tanto, aunque sabía que al hacerlo podía comprometer la misión de Manfred, no se presentó ante Vortmunder para el entrenamiento matinal. En cambio, envió un mensaje a los otros a través de Hals para que se reunieran con él detrás de las gradas de la liza donde habían visto a Gutzmann competir en el juego de las estacas el primer día. Este abandono de los deberes por parte de tantos hombres sin duda provocaría comentarios, pero la alternativa era abandonar a Franka a su suerte, y eso no era una alternativa.
Cuando los hombres llegaron, cabizbajos, de a uno o de a dos, Reiner supo que tenía problemas. Las sospechas de la noche anterior no se habían disipado. De hecho, parecían haberse hecho más profundas. Las caras tenían una expresión hermética y ceñuda. Incluso Karel parecía incómodo.
—Lo que tenemos es esto —dijo cuando todos estuvieron reunidos a la sombra del palco—. Le he dado vueltas al asunto y creo saber adonde han llevado a Franz. —Hizo un gesto de asentimiento en dirección a Giano—. Por mucho que le hayamos tomado el pelo a nuestro amigo tileano por oler hombres rata debajo de cada piedra y suelo de bodega, creo que esta vez tiene razón. Hals y Abel, vosotros visteis el cadáver que había anoche en el burdel. No encuentro modo alguno de negar su naturaleza. ¿Y vosotros?
Abel no dijo nada.
Hals se encogió de hombros.
—Ahora no estoy seguro de lo que vi.
Reiner suspiró. Aquello no presagiaba nada bueno.
—Bueno, ¿y qué me dices de la esfera de vidrio? Todos los cuentos que he oído sobre los hombres rata hablan de que usan armas extrañas. ¿Qué me dices de las historias que cuentan los mineros sobre hombres desaparecidos? ¿Y del hecho de que Giano percibiera su olor en los túneles?
A Giano le brillaban los ojos.
—¿Ahora crees?
—No sé qué creo —replicó Reiner—. Pero ya sean hombres rata o algún otro horror, pienso que algo acecha dentro de la mina y tengo intención de bajar a buscar a Franz.
Se produjo un silencio.
—A buscar a vuestro amado, querréis decir —le espetó Abel.
Reiner levantó la cabeza con brusquedad.
—¿Qué dices?
—Cierra la bocaza, palurdo —le gruñó Hals.
—¿Estás hablando mal del capitán? —preguntó Dag con tono amenazador.
Karel lanzó una mirada asesina a Abel.
—Estáis faltando al reglamento, soldado.
Abel los miró con incredulidad.
—¿Aún le sois leales a este… este invertido? ¿Cómo podéis confiar en él cuando os ha estado ocultando su naturaleza durante todo este tiempo?
Los Corazones Negros miraron al suelo, incómodos.
Abel sonrió burlonamente.
—Lo visteis anoche, con toda la boca pintada de rojo. Todos lo vimos. Había estado besando a su limpiabotas.
—¡Ya basta, Halstieg! —gritó Karel, y dirigió una mirada implorante a Reiner—. Capitán, ¡decidles que están equivocados!
Pavel se movió con incomodidad.
—El capitán es un buen jefe. No nos ha comandado mal.
—¿Ah, no? —preguntó Abel—. ¿Os hace felices ir por ahí con un veneno mortal en las venas? Danzando a merced de un caballerete taimado. ¿Quién os llevó a eso?
Se produjo un silencio tenso.
—Escuchad… —dijo Reiner, pero Abel volvió a interrumpirlo.
—Y ciertamente no os está comandando bien esta vez, cuando piensa con el rabo en lugar de hacerlo con la cabeza y os pide que os metáis en un agujero mugriento que con toda probabilidad se hundirá con nosotros dentro. ¿Por el bien de la misión? ¿Porque eso nos llevará antes a casa? No. No tiene nada que ver con lo que hemos venido a hacer aquí. Teme por la vida de su precioso sodomita, y nos llevará a la muerte a todos para salvarlo.
—¡Basta! —gritó Reiner—. No perderé el tiempo discutiendo y dando explicaciones. Temo por Franz tanto como temería por cualquiera de vosotros. —Lanzó una mirada a Abel—. Incluso por vos, encargado de suministros de artillería. Y quiero intentar encontrarlo antes de que sufra algún daño. Como haría con cualquiera de vosotros. —Se encogió de hombros—. No os lo ordenaré. Nunca lo he hecho. Pero voy a bajar allí tanto si me acompañáis como si no. —Se puso de pie y se echó al hombro el paquete de antorchas embreadas que había reunido—. ¿Quién está conmigo?
—¡Yo! —dijo Giano de inmediato—. Quiero toda mi vida estar luchando con hombres rata. —Avanzó para situarse junto a Reiner.
El resto no se movieron. Reiner los miró uno por uno, y bajaron la cabeza. Suspiró. No había esperado que los nuevos lo acompañaran. No habían luchado junto a él en las entrañas de las Montañas Centrales. No se habían enfrentado juntos al Azote de Valnir y al hipnotizado ejército de Albrecht. Pero cuando Hals y Pavel se negaron a mirarlo a los ojos, se sintió como si un gigante le estrujara el corazón con las manos.
—Lo siento, capitán —dijo Gert.
Dag masculló algo entre dientes.
Karel bajó la cabeza.
—No forma parte de nuestra misión, capitán.
Reiner se encogió de hombros y luego dirigió una mirada feroz a Abel.
—El veneno con el que nos condenó Manfred no es nada comparado con el que destiláis vos. —Giró hacia el camino del paso—. Vamos, Giano. Pongámonos en marcha.
Mientras Reiner y Giano caminaban hacia la mina en la fría luz de la mañana, el tileano señaló con un pulgar por encima del hombro.
—Tipo querer tu puesto, pienso.
Y tal vez lo consiga, pensó Reiner al tiempo que asentía con la cabeza. Era un cabrón embustero ese Halstieg. Sabía usar las palabras cuando quería, y tenía una vena ambiciosa que era fácil pasar por alto a primera vista. Y no tenía corazón. Reiner estaba seguro de que a Abel le importaba un comino si a él le gustaban los hombres, las mujeres o las cabras. Sólo había usado el tema para meter una cuña entre él y los otros con el fin de interponerse y hacerse con el mando. El tipo era lo bastante listo para saber que su supervivencia dependía de que complaciera a Manfred, y si eso significaba traicionar a Reiner y demostrar que él era mejor, pues que así fuera.
* * *
En la mina reinaba la misma actividad de siempre, así que Reiner y Giano tuvieron pocos problemas para escabullirse entre el caos hasta el túnel cerrado. Los primeros metros continuaban abiertos y los usaban como depósito para ruedas de carro, traviesas y material. Reiner y Giano pasaron en torno a todo esto hasta llegar a una barricada, una muro de tablones y puntales cruzados que iban del suelo al techo y de pared a pared. A esa distancia de la entrada estaba oscuro. Reiner sacó una antorcha de la mochila y la encendió con un yesquero. Ambos examinaron el muro. Habían abierto una tosca puerta que estaba cerrada con un enorme candado de hierro.
—¿Tú puede forzar? —preguntó Giano.
—Me temo que no. Mis herramientas de ladrón son las cartas y los dados. —Comenzó a empujar las tablas que rodeaban la puerta—. Pero no creo que tengamos que hacerlo.
—¿Eh? ¿No cree por qué?
—Bueno —respondió Reiner mientras empezaba a reseguir la pared de tablas—. Si los hombres rata están ahí dentro y salen por aquí, no creo que lo hagan a través de una puerta que se cierra por este lado, ¿no te parece?
—¡Ah! Sí. Capitán muy listo.
—O tal vez no —refunfuñó Reiner al llegar al otro extremo de la pared sin encontrar una tabla que cediera. Desanduvo sus pasos y volvió a observar las maderas. Tenía que haber algo. No podía permitirse creer que estaba equivocado. Los hombres rata tenían que estar allí.
Se detuvo y frunció el entrecejo. El borde izquierdo de una de las tablas estaba más mugriento que el resto. Tocó la mugre con los dedos. Era aceitosa. Se olfateó los dedos. Olían a hedor animal, el mismo que despedían los hombres con ropón de la noche anterior. El corazón de Reiner dio un salto. Avanzó otro paso junto al muro de tablas. El tablón siguiente estaba limpio, pero el que estaba situado a continuación tenía la misma mugre en el borde derecho. Retrocedió un paso. Algo con pelaje mugriento que pasara por una abertura estrecha dejaría precisamente ese tipo de marcas.
Señaló el tablón que estaba entre los dos manchados.
—Éste. —Lo empujó, pero no se movió. Claro, lo empujaban desde el otro lado. Buscó alguna manera de tirar de él.
No había pomo ni cuerda. Sin embargo, encontró un agujero cerca del suelo…, un nudo de la madera que había caído.
Reiner metió los dedos en el agujero. También estaba grasiento. Tiró. El tablón se levantó con facilidad y dejó a la vista un espacio totalmente negro.
Giano sonrió.
—Toe, toe, ¿eh?
Reiner tragó.
—Sí. Eh… después de ti.
Giano se agachó y pasó con entusiasmo por la abertura. Reiner lo siguió con más cautela; metió primero la antorcha y luego entró. El tablón volvió a caer detrás de él. El interior resultó un poco decepcionante. Tenía el mismo aspecto que el exterior: un túnel alto y amplio que descendía hacia la oscuridad.
—No veo señales de hundimiento —comentó Reiner.
—Tal vez más abajo.
—O tal vez no las haya.
Comenzaron a bajar por el túnel dentro de una pequeña esfera de luz en medio de las tinieblas. Unos cien metros más adelante casi tropezaron con dos cajas pequeñas que estaban apiladas contra una pared. Reiner bajó la antorcha. Las cajas le resultaban familiares.
—¿Qué es? —preguntó Giano.
Reiner bufó.
—Herramientas de minería.
Al continuar adelante, el corazón de Reiner latía con fuerza a causa de la emoción. Ya no había necesidad de esperar hasta el próximo envío que se hiciera a Aulschweig. Podrían matar a Gutzmann cuando les pareciera y llevarse de allí el oro. Algo mucho más fácil que robarlo por el camino. Era una noticia excelente, o al menos lo sería si Franka continuaba con vida.
Un poco más adelante el túnel acabó en un áspero muro de roca, y por un momento a Reiner se le cayó el alma a los pies. Pero luego vio una pequeña abertura en el muro. Era un túnel tan estrecho que él y Giano tenían que recorrerlo uno detrás de otro. Cuando habían avanzado diez pasos, Giano se detuvo bruscamente y alzó una mano.
—Luz —dijo.
Reiner apagó la antorcha contra el suelo y continuó a gatas.
Diez metros más adelante, el túnel se abría en un gran espacio iluminado por una cálida luz púrpura. Giano se asomó, luego reprimió una exclamación y saltó hacia atrás. Reiner siguió la mirada del tileano y también retrocedió de un salto, con el corazón acelerado. Ante ellos había un monstruoso insecto del tamaño de una casa. Tenía enormes mandíbulas como sables en la parte frontal de la cabeza. Necesitaron respirar profundamente durante un momento para darse cuenta de que el insecto no se movía, no estaba vivo, no era, de hecho, un insecto. Era una máquina gigantesca. Y no estaba sola.
Giano y Reiner se metieron cautelosamente en el túnel y alzaron los ojos hacia las cuatro descomunales monstruosidades metálicas que descansaban sobre ruedas de madera altas como un hombre a derecha e izquierda del estrecho agujero. Un estremecimiento de miedo recorrió a Reiner cuando adivinó el propósito de las máquinas. Eran excavadoras. Dementes armatostes de hierro, madera, cuero y latón. Las mandíbulas eran picos gigantes destinados a excavar el frente de ataque. Estaban unidos mediante una serie de ejes, engranajes y correas de transmisión a un enorme tanque de latón, verde de óxido, que tenía toda clase de válvulas y palancas. Anchas correas de transmisión iban desde debajo de las mandíbulas hasta la parte trasera de los armatostes, donde esperaba una fila de carros de mina preparados para llevarse la roca extraída.
La escala de todo aquello hizo que a Reiner le diera vueltas la cabeza. Ni siquiera el Imperio construía máquinas tan grandes. ¿Qué estaban extrayendo? ¿Acaso los hombres rata también extraían oro? ¿Había alguna otra cosa de valor en la roca? O…
La situación se le hizo evidente con claridad, y un terror repentino le heló la sangre en las venas. Los hombres rata estaban construyendo un camino, un camino lo bastante alto y amplio para permitir que un ejército marchara hacia la superficie. Y estaban a apenas cincuenta pasos de conectar con el túnel de la mina, que tenía la misma altura y amplitud. El trabajo ya casi había concluido.
Giano tragó saliva.
—Esto malo, ¿eh?
—Sí —asintió Reiner—. Malo es la palabra.
Mientras él y Giano se escabullían en torno a las gigantescas máquinas extrañamente iluminadas por la palpitante luz púrpura que manaba de piedras colocadas en lo alto de las paredes, Reiner vio movimiento en las sombras y sacó la daga de la vaina. Ratas —de la variedad pequeña y cuadrúpeda— pululaban sobre las pilas de huesos y basura que atestaban el suelo, prueba evidente de que aquello no era una empresa abandonada hacía mucho tiempo. Algunos de los huesos parecían humanos. Reiner gimió para sí. ¿Acaso los hombres rata secuestraban mujeres para comérselas?
En la pared izquierda había un pequeño pasadizo lateral, y otros más salpicaban ambos lados del túnel hasta donde podían ver. Las aberturas pusieron nervioso a Reiner. En cualquier momento podía salir un hombre rata por uno de ellos, entonces, ¿en qué situación se encontrarían?
Él y Giano comenzaron a avanzar mientras miraban en torno con precaución. Pocos momentos después comenzaron a surgir de la penumbra estructuras lejanas. Al principio, Reiner pensó que eran fortificaciones de algún tipo —las murallas y torres de una ciudad subterránea—, pero al acercarse vio que eran torres de asedio montadas sobre ruedas y tumbadas de lado. Estaban rodeadas por otras gigantescas máquinas de guerra como catapultas, balistas y arietes.
—¡Por la sangre de Sigmar! —jadeó—. Quieren tomar el fuerte.
Giano asintió, con los ojos desorbitados.
Continuaron a paso de tortuga, pegados a la pared y agachados, y al fin llegaron hasta las máquinas, donde Giano se puso a olfatear como un sabueso. Al rodear una torre tumbada vieron, más adelante, una especie de campamento que, para alguien habituado al orden militar de los campamentos del Imperio, constituía una ofensa para la vista. Estructuras bajas que se parecían más a pilas de mantas que a tiendas se apoyaban en las paredes del túnel, y había sombras que entraban y salían de ellas como… bueno, como ratas.
Giano se detuvo con la mano en la empuñadura de la espada. Estaba temblando.
—¡Hombres rata!
—Tranquilo, muchacho —dijo Reiner cuando Giano comenzaba a desenvainar—. No hemos venido a luchar contra todos ellos.
Giano asintió, pero pareció necesitar toda su fuerza de voluntad para devolver la espada a la vaina.
Cuando retrocedieron hasta detrás de la torre, los asaltó un hedor abrumador. Se taparon la nariz con una mano y miraron hacia atrás. Contra una pared había apilados unos cuerpos peludos, hombres rata muertos, tirados como restos de comida. Había movimiento en la pila donde las ratas cuadrúpedas se alimentaban de las bípedas, y olía como un matadero, un hedor que era a partes iguales de inmundicia animal y muerte pestilente. Algunos de los cuerpos estaban hinchados y tenían grandes bubas negras.
Reiner estaba apartando la cara, asqueado, cuando vio un brazo blanco entre las extremidades sarnosas. Se le heló el corazón y avanzó, tembloroso, hasta la pila, cosa que hizo que las ratas se dispersaran. Giano lo siguió, con la boca cubierta por un pañuelo. Reiner tendió una mano hacia el brazo y se detuvo al ver que estaba rematado por una mano de hombre, callosa y gruesa. Buscó el resto del cuerpo y encontró, medio oculto por putrefactos cadáveres y sonrientes cráneos parcialmente descarnados de hombres rata, la cara de un piquero al que habían devorado la mejilla y sien derechas.
—Pobre diablo —dijo Reiner.
Giano hizo el signo de Shallya.
Regresaron al punto de observación y estudiaron el campamento de los hombres rata. No era un espectáculo alentador. Todo el lugar hervía de movimiento: hombres rata que entraban y salían a toda velocidad por los agujeros de las paredes del túnel, hombres rata que pululaban en torno a las tiendas, hombres rata que pasaban por encima de la fila de carros que había en el centro del túnel para cargar y descargar lanzas, alabardas y extraños instrumentos de latón que Reiner temía que también fueran armas, hombres rata que discutían y se peleaban.
Giano negó con la cabeza.
—¿Cómo encontramos chico en todo esos?
—No lo sé, muchacho —replicó Reiner. El desánimo hacía presa en él. No era de naturaleza cobarde, pero tampoco era estúpido. No era del tipo de héroe de teatro que carga contra una horda de kurgans armado sólo con un nabo. Era un seguidor de Ranald, cuyos mandamientos decían que uno no debía meterse en ninguna situación en la que no tuviera las probabilidades claramente a su favor. Meterse en aquel desorden era un medio seguro de incurrir en la ira del dios tramposo.
Y, no obstante, Franka estaba allí, en alguna parte, si no se había convertido ya en cena de un hombre rata. No podía limitarse a dar media vuelta y marcharse sin intentar encontrarla.
—Maldita muchacha —gruñó.
—¿Eh? —preguntó Giano, desconcertado—. ¿Muchacha?
—No importa. —Reiner se subió a la torre de asedio tumbada, pero la vista no era mejor. Los hombres rata estaban por todas partes. Ninguna zona del campamento permanecía vacía durante mucho rato. No había ningún corredor poco transitado por el que él y Giano pudieran escabullirse, ni pasarelas en lo alto. Los descubrirían de inmediato y eso sería el fin.
A menos que…
Miró la torre a la que se había subido. El armazón de madera estaba cubierto por pieles y pellejos tensados y cosidos entre sí. Reiner palideció al ver que había piel con tatuajes, pero ahora no podía andarse con remilgos.
—Giano —dijo al tiempo que desenvainaba la daga—, ayúdame a cortar algunas de estas pieles. Ellos caminaron embozados entre nosotros, y nosotros caminaremos embozados entre ellos.
Giano se puso a cortar, obediente, pero parecía dubitativo.
—La rata, él tiene oler muy bueno, ¿eh? Nos huele hasta escondidos.
Reiner gimió.
—Maldición, sí. En un instante sabrán que somos humanos por el olor. —Suspiró profundamente, y luego casi se atragantó con el hedor de los cadáveres cuando volvió a inspirar. Una idea le hizo alzar la cabeza y mirar hacia la pila con los ojos brillantes—. Podría haber un medio para…
Giano siguió la mirada de Reiner y gimió.
—Ay, capitán, por favor, no. Por favor.
—Me temo que sí, muchacho.
* * *
Debajo de la máscara puntiaguda y del improvisado ropón de pieles, todo cosido con tiras de piel sin curtir sacadas de las ataduras que ensamblaban las máquinas de asedio, el corazón de Reiner latía con tanta rapidez como el de un colibrí. Él y Giano avanzaban con cuidado por el campamento de los hombres rata, con las colas que les habían cortado a los cadáveres atadas al cinturón y arrastrando tras ellos. A cada paso la retirada se hacía más imposible y el hecho de que los descubrieran más probable. Aunque intentaban permanecer junto a la fila de carros, donde los hombres rata eran menos numerosos, las bestias los rodeaban por todas partes y una simple piel era lo único que los protegía de la voraz furia de los enemigos. Si él o Giano dejaban ver las manos o los pies estarían perdidos, porque no se parecían en nada a las manos y los pies de los hombres rata. Si les daban el alto estarían perdidos, porque el idioma de los hombres rata era un agudo parloteo de siseos, grititos y chillidos que la garganta de Reiner no podría haber imitado en modo alguno aunque lo hubiese entendido. Por suerte, los hombres rata apenas si les dedicaban una segunda mirada —o, para ser más precisos, una segunda olfateada—, porque estaban cubiertos de un hedor casi visible de almizcle de rata y muerte y, por tanto, se fundían con la atmósfera general del túnel.
A pesar de las lastimeras protestas de Giano, Reiner le había ordenado que siguiera su ejemplo y se revolcara por la pila de cadáveres como un cerdo por el fango. A regañadientes, se habían frotado ellos mismos así como las improvisadas máscaras y los ropones contra los aceitosos pelajes, la carne putrefacta y las heridas ponzoñosas de los cuerpos, y se habían empastado las botas y los guantes con excrementos. Había sido una experiencia repugnante que les había revuelto el estómago. Estar atrapado dentro de la capucha con aquel hedor era como beber agua de alcantarilla. De no haber sido por la distracción que le proporcionaban las maravillas y horrores que veía a través de los agujeros para los ojos de la capucha, Reiner sin duda habría vomitado.
Había tantos hombres rata y tan apiñados dentro de su campo visual —centenares, tal vez miles—, que la cabeza le daba vueltas. Y el campamento continuaba al otro lado del recodo del túnel, sin final aparente. Eran criaturas inmundas, con las largas caras estrechas cubiertas de porquería, pelaje plagado de pulgas, bocas flojas que se abrían para mostrar unos grandes colmillos frontales curvos. Pero eran los ojos lo que a Reiner le resultaba verdaderamente repulsivo: negros globos vacuos que destellaban como vidrio. Parecían completamente desprovistos de inteligencia. De no haber sido por los trozos de armadura oxidada que les cubrían las flacas extremidades, los aros que pendían de las maltrechas orejas y, por supuesto, las armas que llevaban, Reiner no habría creído que fuesen seres pensantes.
La inmundicia era indescriptible. No parecían tener lugares diferenciados para dejar los desperdicios y hacer sus necesidades; por el contrario, parecían anidar en ellos. Las tiendas estaban llenas de huesos, harapos y basura metidos en depresiones someras dentro de las cuales dormían. Algunos parecían mortalmente enfermos, con una mucosidad amarilla que les caía de los ojos y lesiones negras que les cubrían las escamosas manos, pero los otros no hacían el más mínimo intento de evitar a los enfermos. Compartían con ellos la comida y la bebida y los rozaban al pasar por los estrechos pasadizos que mediaban entre las tiendas sin pensárselo dos veces. ¿Acaso deseaban enfermar? Con un estremecimiento, a Reiner se le ocurrió que tal vez sí lo deseaban. Quizá la enfermedad no era para ellos más que otra arma.
Algunas de las armas que veía ni siquiera llegaba a entenderlas: grotescas pistolas y fusiles largos erizados de extraños tubos de latón y depósitos de vidrio llenos de un líquido verde fosforescente. En los carros del centro del túnel habían cargado armas grandes: enormes lanzas que zumbaron cuando pasaron junto a ellas, cañones de mano conectados mediante mangueras de cuero a grandes tanques de latón.
Lo que Reiner no veía era rastro alguno de Franka ni de ningún otro ser humano. El campamento parecía compuesto sólo por tiendas, carros y ratas hasta donde llegaban sus ojos. Tras adentrarse unos cien metros en él, Reiner comenzó a caminar más despacio. Era inútil, no había esperanza. Si los mitos acerca de los hombres rata eran correctos, sus túneles corrían por debajo de todo el ancho mundo. Franka podía estar ya a medio camino de Catai. O podría haber pasado junto a sus huesos tirados en una de las pilas de basura que había por todas partes. Al fin se detuvo, vencido. Tocó a Giano en un hombro y le indicó con un gesto que diera media vuelta, pero antes de que el tileano pudiera reaccionar, Reiner oyó, muy débil en la distancia, un grito agónico… ¡Un grito humano!
Los dos hombres se quedaron petrificados, con todo su ser concentrado en escuchar. Volvió a oírse el grito. Procedía de detrás de ellos, de la zona por la que habían pasado, un grito de terror y dolor innegable. Reiner y Giano dieron media vuelta y se apresuraron a volver atrás por el campamento tan rápidamente como pudieron, atentos por si oían más gritos. ¡Qué amarga ironía!, pensó Reiner. Los alaridos eran tan lastimeros que le hacían desear una muerte rápida al hombre que los lanzaba, y, sin embargo, si quería hallar el origen del sonido, el hombre debía continuar gritando una y otra vez.
Casi habían regresado a la periferia del campamento cuando volvió a oírse el grito, y esta vez distinguieron algunas palabras.
—Piedad. ¡Piedad, os lo imploro!
Reiner se volvió. La voz no procedía de un punto situado delante ni detrás de ellos, sino desde un lado: de uno de los pasadizos laterales.
—¡En el nombre de Sigmar!, ¿es que no tenéis…? —La voz se transformó en un alarido que helaba los huesos. Reiner hizo una mueca, pero al menos había identificado el pasadizo. Tocó un brazo de Giano y ambos se encaminaron hacia él.
El pasadizo era corto y se abría por el otro extremo en una habitación brillantemente iluminada por la luz púrpura. Resultaba difícil determinar las dimensiones de la estancia, pues estaba tan abarrotada que Reiner no veía las paredes. A la izquierda se alzaban máquinas propias de las pesadillas de un comedor de amapolas: una cosa como un cofrecillo rodeado de patas de araña rematadas por un escalpelo o una pipeta, una silla con correas para sujetar los brazos sobre la que pendía un casco lleno de afilados tornillos, un potro que parecía construido para estirar a una criatura que tuviera más de cuatro extremidades, un brasero de carbón que relumbraba al rojo vivo, un armatoste de globos de vidrio y tubos a través de los cuales burbujeaban y goteaban líquidos de colores.
A la derecha, apiladas como cubos infantiles, había un montón de jaulas de hierro, ninguna de más de un metro y medio de alto, pero todas ocupadas por al menos un humano, y a veces hasta tres o cuatro, mugrientos y sucios de excrementos y sangre. El corazón de Reiner dio un salto al ver aquel espectáculo, a pesar de lo asqueroso que era, porque Franka podría encontrarse entre ellos. Quería ir corriendo a mirar en todas las jaulas, pero no se atrevía. La habitación no estaba vacía.
En el centro había un cuadro vivo que Reiner había estado evitando mirar directamente, porque de allí procedían los alaridos. Ahora, al fin, lo miró. Había una mesa con un hombre encima sujeto con grilletes, aunque ya estaba tan débil que no había sido necesario sujetarlo. A Reiner le pareció extraordinario que el hombre aún estuviese vivo. Le habían abierto el torso como a un pez destripado y le habían sujetado la piel del vientre con grapas para que quedaran a la vista los órganos que brillaban, húmedos, en la luz púrpura. El hombre tenía las manos ásperas y el rostro de líneas duras de un minero, pero imploraba misericordia con los agudos gimoteos de una muchacha.
Sobre él, atareado como un cocinero que preparara un cerdo, había un gordo hombre rata de pelaje gris que sujetaba en alto un escalpelo y unos fórceps con las manos enguantadas. Se protegía con un delantal de cuero empapado en sangre, ceñido con un cinturón cargado de instrumentos de acero, y le rodeaba la frente una diadema de cuero que llevaba sujetos pequeños brazos articulados, todos provistos de lupas de vidrio de diferentes grosores y colores que podían bajarse para situarlas ante los inexpresivos ojos negros de la criatura. El hombre rata llevaba unas gruesas gafas apoyadas sobre el ancho hocico peludo. Era una caricatura del erudito miope que a Reiner podría haberle resultado cómica de no haber sido por la horrible vivisección que estaba llevando a cabo.
Lo que hacía que la situación resultase aún más horrenda era que el hombre rata estaba hablando con la víctima, y no en el chillón idioma de su especie sino en un reiklander agudo y mal pronunciado.
—¿Lees Heidel? —preguntó, y luego chasqueó la lengua con pesar cuando el hombre no respondió—. Desperdicio. Desperdicio. Tú, hombre Reik. Mejores libros. Mejores bi… bi… —Gruñó de frustración—. ¡Lugares de libros! Y tú no leer, no pensar. Sólo beber, aparear, dormir. Vergüenza.
El sonido de Giano, que murmuraba furiosamente en tileano a su lado, lo arrancó del horrorizado trance. La mano del ballestero se desplazaba hacia la espada. Reiner le cogió un brazo y lo sacó de un tirón de la entrada para llevarlo detrás de un gran caldero de hierro negro. Giano le dio unas palmadas en un hombro, agradecido, y se recobró.
—Aquí mí —continuó el cirujano hombre rata con un suspiro—. Abajo. Libro venir en basura y cloaca. Pero saber más de mundo fuera que eso. —Seccionó más membranas del vientre del hombre. El minero gimió. El hombre rata no le hizo caso—. ¿Conocer Siete virtudes de Volman? ¿Historia de hacer cerveza en Hochland? ¿Poema de Hermano Octavio Durst? Yo conocer esto. Y así más. Muchos más.
Dejó a un lado los instrumentos, situó una lupa ante sus ojos y comenzó a rebuscar entre los órganos del hombre con delicadas garras.
—Esto confunde mí. ¿Por qué hombre? ¿Por qué hombre tan grande? ¿Por qué ganar tantas batallas? ¿Por qué tan valiente? —Negó con la cabeza—. Primero pensar, a lo mejor hombre estúpido. Demasiado estúpido para estar miedo. Pero skaven también estúpido, y siempre miedo. Escapa, siempre escapa. Así no eso. —Sacó fuera los intestinos de su víctima con ambas manos y los dejó sobre la mesa, a un lado—. Así ahora piensa algo nuevo. ¡Buscar manera de moldeador! Pinder dice valentía en bazo. Así probar si hombre sin bazo miedo. Luego probar si skaven con bazo de hombre, valiente. Ah, aquí está. —Tiró de un órgano con una mano y luego cortó los tejidos que lo retenían con un escalpelo.
El hombre sufrió una convulsión y lanzó un grito ahogado. La sangre manó en abundancia de la cavidad abdominal y las manos comenzaron a contraérsele en espasmos. El hombre rata gris volvió a chasquear la lengua y luego intentó contener la hemorragia con una grapa. Pero fue demasiado lento. Antes de que hubiera logrado ponerla, la mesa se inundó de sangre y el hombre quedó inmóvil y en silencio.
El hombre rata cirujano suspiró.
—Otro. Muy malo. Bueno, probamos otra vez. —Alzó la voz y lanzó unos chilliditos por encima del hombro. Dos hombres rata pardos con delantales de cuero salieron de otra habitación. El cirujano les ordenó que retiraran el cuerpo y le trajeran otro de las jaulas.
Reiner y Giano, mareados, observaron mientras los dos hombres rata apilaban los intestinos sobre el pecho del hombre y se lo llevaban fuera de la habitación cogido por los brazos y las piernas mientras el cirujano apartaba diversas partes anatómicas de encima de la mesa. Giano estaba murmurando otra vez. Reiner le posó una mano sobre un hombro. El ballestero bajó la voz pero no parecía capaz de dejar de maldecir.
Los hombres rata regresaron y se encaminaron hacia las jaulas apiladas. El primero abrió una al azar con una llave que llevaba en un aro sujeto al cinturón y sacó de dentro una figura menuda.
Franka.