9: ¿Hay alguien ahí?

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¿Hay alguien ahí?

Abel se asomó por encima de un hombro de Karel.

—¿Lo veis? ¿No os dije que se habían escabullido juntos? Os ocultan cosas, cabo.

Karel entró en la habitación y los nuevos se abrieron paso en torno a él.

—¿Qué es esto, capitán? —preguntó. Parecía sentirse molesto—. ¿Cuál es el propósito de esta reunión?

Reiner frunció el entrecejo.

—No creo que sea asunto vuestro, de ninguno de vosotros, cómo pasamos las horas libres. Pero si queréis saberlo, estábamos recordando, hablando de los viejos tiempos.

—¿Sin nosotros? —preguntó Abel con tono acusador.

Reiner le dirigió una mirada asesina.

—Vosotros no estabais con nosotros en los viejos tiempos, Halstieg, por lo que yo recuerdo.

Se oyeron algunas risas entre dientes cuando dijo eso.

Reiner abarcó con un gesto a los presentes sentados a la mesa.

—Nosotros cinco tenemos lazos forjados con sangre, en la batalla. ¿Acaso os resulta extraño que de vez en cuando busquemos la compañía de los otros?

Dag empujó a Abel con enojo.

—¡Te dije que eras un estúpido! El capitán es un buen tipo. No nos engañaría.

—Tranquilo, Mueller —dijo Karel. Inclinó la cabeza hacia Reiner—. Perdonadme, capitán. Halstieg dijo que os vio escabulliros a vos y a los otros y pensó que teníais un aire sospechoso. Ahora veo que estaba exagerando.

—Es sospechoso —insistió Abel—. ¡No nos lo dijeron a ninguno de nosotros!

—Y no tienen por qué hacerlo, muchacho —intervino Gert al tiempo que rodeaba los hombros de Abel con un pesado brazo—. No somos sus niñeras. Deja el tema. Charlar acerca de viejas batallas es el derecho y privilegio de todos los soldados.

Abel se quitó el brazo de encima y clavó una mirada feroz en el suelo.

—Sí. Vale, vale.

—No os preocupéis, Halstieg —dijo Reiner—. No os lo reprocho. A ninguno de nosotros nos gusta la situación en que estamos. Muertos si Gutzmann descubre cuál es nuestro propósito. Muertos si le fallamos a Manfred. Compañeros nuevos y un bribón consumado como comandante. No es de extrañar que todos desconfiemos de los otros, pero si empezamos a pelear entre nosotros estaremos perdidos antes de empezar. —Reiner se balanceó sobre las patas posteriores de la silla—. Yo, por lo menos, quiero sobrevivir a este trabajito, y la única manera de conseguirlo es mantenernos unidos. ¿Estáis de acuerdo?

Dirigió a los demás una mirada interrogativa.

Los hombres gruñeron un asentimiento, aunque no todos con sinceridad.

Reiner asintió con la cabeza y se inclinó hacia adelante.

—Bien. Ahora que eso ha quedado claro y puesto que de pronto nos encontramos todos juntos, tengo algunas noticias que contaros.

Todos los ojos se volvieron a mirarlo.

—A algunos de vosotros no os gustará oírlas —continuó—, pero tengo la prueba que Manfred quería de que Gutzmann está planeando abandonar el Imperio con sus hombres. Eso significa que tenemos que matarlo.

Los nuevos recibieron la noticia en silencio, pero Reiner vio algunas miradas duras entre ellos, y Hals se quedó con los ojos clavados en la mesa y los puños apretados.

—Lo sé —dijo Reiner—. Es un buen comandante, pero también es un traidor. Tiene planeado ayudar al barón Caspar de Aulschweig a apoderarse del trono de su hermano, el príncipe Leopold, y luego aceptar el cargo de comandante de sus ejércitos.

Karel se quedó boquiabierto.

—¡Por el sagrado martillo de Sigmar!

Reiner asintió.

—Así que tenemos un trabajo que hacer.

—Un trabajo sucio —murmuró Hals.

—Sí —convino Reiner al tiempo que lo miraba—. Un trabajo para Corazones Negros, para ser preciso. —Alzó la mirada hacia los otros—. Pero no os preocupéis. Vuestras camas calientes están a salvo de momento. Se necesitará algún tiempo para decidir cómo, cuándo y dónde hacerlo. Tiene que parecer un accidente, y yo quiero poder salir con bien si las cosas se tuercen. Así que pasará aproximadamente un mes antes de que estemos preparados para hacerlo.

Reiner retiró la silla.

—Entretanto, os pido que continuéis observando y escuchando. Quiero saber más sobre quién odia a quién, quién está de parte de quién. Ésa podría ser la clave del rompecabezas. Informadme cuando podáis, y estad siempre preparados para moveros. Pero esta noche… —Se puso de pie, sonrió afectadamente y metió los dedos en el bolsillo del cinturón—. Aún me queda un poco del dinero que Manfred nos dio para el viaje, y estamos en un burdel. —Comenzó a lanzar monedas de oro a cada uno de los hombres—. Vivamos mientras podemos. Disfrutad de la noche, muchachos. Yo pienso hacerlo.

Los hombres cogieron las monedas con una sonrisa, o al menos lo hicieron la mayoría. Jergen atrapó la suya en el aire sin cambiar de expresión, y se volvió hacia la puerta mientras los otros le daban las gracias a Reiner y hacían chistes indecentes.

Cuando empezaron a salir al pasillo, Reiner posó una mano sobre el hombro de Franka. Ella se volvió y él le hizo un gesto para pedirle que esperara.

Cuando el resto se hubo marchado, Reiner se inclinó hacia ella.

—Aquí nos resultaría fácil estar a solas —le susurró al oído—. Solos de verdad.

—¿Con qué propósito, además del obvio?

—Pues, simplemente para estar solos. Para disfrutar de la compañía del otro sin que nos interrumpan. Para hablar, cogernos de las manos…

—Para que te aproveches de mi débil naturaleza —dijo Franka al tiempo que hacía una mueca.

—Amada mía, te aseguro…

—No lo hagas —contestó ella con tono cortante—. No hagas promesas que no puedas cumplir. No quiero que me decepciones.

Reiner suspiró.

—¿Así que no quieres?

Franka dudó, luego suspiró.

—Sé que soy una estúpida, pero… sí que quiero.

Reiner la atrajo hacia sí para darle un breve abrazo.

—¿Ya empiezas? —preguntó ella riéndose mientras lo apartaba.

—No, no, amor mío —dijo Reiner—. No es más que alegría. —Miró hacia la puerta y luego se inclinó hacia ella—. Bien, esto es lo que haremos.

* * *

Después de pasar un corto rato bebiendo con los otros en el salón, Reiner se acercó a la Madre Leibkrug y pagó por una muchacha, al igual que Hals y Abel habían hecho antes que él. Pero, a diferencia de ellos, cuando se llevó a la muchacha arriba la despidió tras darle una generosa propina y le dijo que iba a encontrarse allí con una amante secreta y sólo necesitaba la habitación. Contenta de ganar el doble de los honorarios habituales, la joven convino en encerrarse durante un rato en el piso de arriba para que todos pensaran que todavía estaba con él.

Pocos minutos después, alguien llamó a la puerta. Reiner abrió con precaución, pero al ver que era Franka y que estaba sola, la cogió para hacerla entrar y la abrazó con fuerza. Se besaron durante un largo momento y luego Franka se apartó con un suspiro.

Se compuso el justillo.

—Bueno —dijo—. ¿Conversamos?

—Eh… sí, por supuesto. Conversemos. —Reiner dio media vuelta y se dejó caer sobre la cama ridículamente recargada de volantes y cintas. Era demasiado grande y demasiado elaborada para la diminuta habitación cochambrosa que ocupaba, al igual que el resto del mobiliario: el silloncito demasiado mullido; el tocador disparatadamente labrado y curvado bajo la descascarillada pintura dorada; las voluminosas cortinas sobre las desvencijadas ventanas y el armario tan lleno de ropa que las puertas no podían cerrarse.

Franka no parecía tener ganas de sentarse. Se paseaba por la habitación, examinaba los pretenciosos muebles y se mostraba inquieta. Había una peluca colocada sobre un soporte, y la acarició con gesto ausente.

—Bueno, ¿de qué hablamos? —preguntó Reiner tras un largo silencio.

Franka se encogió de hombros y luego rió entre dientes.

—Es extraño, ¿verdad? Ahora que podemos hablar con libertad, no sabemos qué decir.

Reiner dobló la almohada que tenía debajo de la cabeza.

—Eso es porque no me dejas hablar de mi tema favorito.

Franka rió y cogió la peluca del soporte.

—¿La seducción? ¿Tan limitado eres? —Se sentó ante el tocador, bajó la cabeza para ponerse la peluca, y luego la echó hacia atrás—. Y afirmas ser un hombre de mundo. —Se volvió a mirarlo entre los rizos rubios—. Adelante. Háblame de poesía, de arte, o, ¿cuál era la especialidad que estudiabas en la universidad? ¿Literatura?

Reiner se quedó boquiabierto, mirándola.

—Eres…, eres hermosa.

—¿Lo soy? —Franka se miró por encima del hombro en el espejo, un cristal rajado con azogue de mala calidad, y se alisó la peluca—. Ahora me parece extraño. Me he acostumbrado tanto a vivir como un muchacho… —Contempló su reflejo—. ¿Te gusto más así?

—¿Más? —Reiner parpadeó, atónito—. Eh… No diría que me gustas más. Pero es un cambio. —Se sentó para verla desde más cerca—. Un cambio muy bonito.

Franka comenzó a buscar entre los polvos y maquillaje de la ramera. Encontró carmín y se extendió un poco por las mejillas para luego aplicarse una capa más gruesa en los labios. Alzó los ojos para mirarlo a través del espejo por debajo de las pestañas.

—No estás hablando. Pensaba que ibas a darme una conferencia sobre literatura.

Reiner tragó.

—Estás actuando con doblez, muchacha. ¡Me dices que no debemos tocarnos, que eres débil y no debo tentarte, pero eres tú quien me tienta a mí! ¡Deliberadamente!

Franka bajó la mirada y se sonrojó a pesar del colorete.

—Supongo que es verdad. Y te pido disculpas. Es sólo que… ha pasado tanto tiempo desde la última vez que tuve este aspecto… Desde que tuve la oportunidad de coquetear y ponerme guapa. —Se volvió para mirarlo—. Es difícil resistirse.

Reiner se lamió los labios.

—Desde luego que lo es. Pruébate un vestido.

Franka alzó las cejas.

—¿Y me has acusado de provocación?

—No me importa. Quiero ver cómo te queda.

Franka sonrió.

—¿Estás seguro que no tendrá el mismo efecto que una tela roja en un toro? ¿Estás seguro de que no te volverás loco?

—Seré… Seré un perfecto caballero.

Franka rió y se puso de pie.

—Eso será interesante. Nunca he conocido a uno.

Fue hasta el abarrotado armario y se puso a mirar entre los vestidos. Se detuvo en uno de color verde oscuro, no todo lo limpio que habría podido estar y un poco gastado en la orilla y los puños, pero bien cortado. Lo sacó, aflojó los cordeles de la espalda y luego se lo puso por encima de la cabeza e intentó deslizado por su cuerpo.

—Ayúdame —dijo con una risa apagada por la tela.

Reiner saltó de la cama y empezó a tironear del vestido hacia abajo.

—¿Mi señora está acostumbrada a tener doncella?

—Mi señora está acostumbrada al jubón y los calzones —respondió Franka en el momento en que su cabeza asomaba por la parte superior—. Y ha olvidado las complicadas técnicas de la ropa femenina. —Tenía la peluca torcida. Se la enderezó y comenzó a bajar el vestido para ponérselo debidamente.

Reiner rió.

—Y me temo que yo tengo más experiencia en desnudar a las mujeres que en vestirlas.

La sonrisa de Franka quedó petrificada y luego desapareció.

—No necesitas recordármelo.

A Reiner le dio un vuelco el corazón. Hincó una rodilla en el suelo y le tomó una mano.

—Perdóname. Como verás, estoy tan confundido como tú. Olvido si estoy hablando con Franz o con Franka. No volveré a mencionarlo. —Le besó los dedos.

Franka rió y el revolvió el pelo.

—Olvídalo, capitán. No me hago ilusiones respecto a tu pasado. Ahora, levántate y dime qué tal estoy.

Reiner se puso de pie y retrocedió un paso. La ilusión no era perfecta. El justillo y la camisa de hombre que ella llevaba asomaban por el escote bajo del vestido verde. Pero en todo lo demás, Franka se había transformado en la mujer que realmente era.

Reiner avanzó y le rodeó la cintura con los brazos.

—Eres hermosa. Deslumbrantemente hermosa. Cuando nos hayamos librado de nuestras cadenas te compraré un centenar de vestidos así, cada uno más bonito que el anterior.

Franka rió como una chiquilla y dejó caer la cabeza contra el pecho de él.

—¿Un centenar de vestidos? ¿De verdad quiero tantos problemas y tantos mimos? Creo que tal vez me he acostumbrado a los calzones.

Reiner le quitó la peluca y la besó en la nuca.

—Igual que yo. Me gusta saber que hay una mujer dentro de esos calzones. Me gusta conocer tu secreto.

Franka ronroneó.

—¿De verdad?

—Sí. ¡De hecho, me vuelve loco! —Reiner la apretó con fuerza contra él. Los labios y las lenguas de ambos se encontraron. Las manos de Franka bajaron por la espalda de él.

Se oyó algo que rascaba la ventana, y se apartaron de un salto por miedo a que los estuvieran espiando. A Reiner se le aceleró el corazón. Si los pillaban, las explicaciones resultarían difíciles.

—¿Hay alguien ahí? —preguntó Franka.

Reiner se acercó con la mano en la daga.

—No veo nada. Sólo ratones, supongo. —Se volvió hacia Franka—. ¿Dónde estábamos?

Franka sonrió con tristeza.

—En un lugar al que no deberíamos haber llegado y al que será mejor que no regresemos…

Al abrirse la ventana de golpe, las cortinas cayeron al suelo y unas figuras con ropón negro y sacos de arpillera en la cabeza irrumpieron en la habitación con agilidad inhumana. Eran al menos seis, aunque a Reiner le costaba contarlas porque se movían con demasiada rapidez.

—¿Qué es esto? —gritó Reiner al tiempo que retrocedía y desenvainaba la espada y la daga.

Franka también intentó coger las armas, pero las tenía atrapadas debajo del vestido. Se arrugó y tironeó la falda con frustración. Los intrusos se le echaron encima sin hacer caso de Reiner, para cogerla por los brazos y las piernas.

—¡Reiner! —gritó ella.

—¡Soltadla! —Reiner pateó a uno y cogió a otro por el cuello para lanzarlo hacia atrás. Eran hombres pequeños, no más altos que Franka, y a Reiner le sorprendió la facilidad con que los pateaba y los lanzaba al otro lado de la habitación. Pero le sorprendió aún más la rapidez con que volvían a levantarse de un salto, casi como si rebotaran, y se volvían contra él con gruñidos feroces.

Franka golpeó a uno de los captores con el soporte de la peluca y a otro le pateó la cabeza. El hombre cayó hacia atrás, derribó la silla y se estrelló contra el suelo. Pero los otros dos continuaban arrastrándola hacia la ventana.

—¡Reiner, ayúdame!

—Lo intento…

Los dos a los que Reiner había derribado lo atacaron de nuevo, y se les unió un tercero, todos armados con dagas que parecían colmillos curvos. Él bloqueaba y paraba tajos con desesperación. Eran tan rápidos que apenas podía ver sus movimientos. Y el olor que despedían era en sí una agresión.

El hedor resultaba abrumador. Tal vez provenía de las camisas de pieles que llevaban bajo el ropón.

Reiner retrocedió con varios cortes sangrantes y derribó el orinal que habían dejado junto a la puerta. Se lo lanzó de una patada a los atacantes, y el orinal se estrelló contra el espejo del tocador que tenían detrás. Una lluvia de esquirlas de vidrio regó el suelo.

Una de las figuras con ropón volvió la cabeza al oír el ruido, y Reiner la atravesó con la espada. Cayó lanzando un extraño gemido, y los demás acometieron a Reiner aún con más fuerza. Las puñaladas que le lanzaban tintineaban contra el sable de él como campanillas.

—¡No, malditos demonios! —chilló Franka—. ¡Soltadme!

Reiner se arriesgó a mirarla y vio que tres de los hombres intentaban arrastrar a Franka hacia fuera por la ventana. Ella cogió a uno por el saco de arpillera y se lo giró de modo que los agujeros de los ojos quedaron a un lado de la cabeza. El villano la soltó y se puso a manotear el saco.

—¡Franka!

Cuando la muchacha alzó los ojos, Reiner le lanzó la daga, que se clavó en el marco de la ventana, junto a ella. Con una mirada de agradecimiento, Franka la arrancó y se puso a apuñalar indiscriminadamente a todos los que la sujetaban y que retrocedieron entre agudos chillidos.

De repente, la puerta se abrió de golpe dando paso a Hals, desnudo hasta la cintura y con la daga desenvainada.

—¿Qué es tanto ruido? —bramó.

Abel y algunos otros parroquianos del burdel, medio desnudos, estaban detrás de él con las rameras asomadas por encima de los hombros.

Uno de los hombres con ropón se lanzó hacia Hals y el piquero se defendió. Mientras luchaba, Reiner llamó a los hombres que estaban en el pasillo.

—¡Daos prisa! ¡Detenedlos! Están intentando llevarse a… —Su voz se apagó al recordar a quién intentaban llevarse los atacantes y el aspecto que tenía. Y como para confirmar sus temores, vio que Hals miraba con ojos desorbitados a Franka, que aún tenía puesto el vestido. Estuvieron a punto de clavarle una daga en el vientre antes de que se recobrara y volviera a prestar atención a la lucha.

Nadie más entró en la habitación. Abel retrocedió, con los ojos abiertos de par en par.

—Yo… ¡Yo protegeré a las mujeres!

Pero, al parecer, los tres Corazones Negros no iban a necesitar ayuda. Hals derribó a su hombre de un puñetazo y Reiner lanzó al suyo hacia atrás con una patada bien dirigida. Ambos avanzaban hacia los que cogían a Franka cuando uno de ellos miró en torno, sacó algo que llevaba dentro de una manga y lo lanzó contra el suelo.

Reiner logró verlo antes de que se estrellara sobre las tablas desnudas: era una pequeña esfera de vidrio. Entonces surgieron grandes columnas de humo de la esfera rota y la habitación se llenó de una impenetrable nube acre que los sofocaba y les hacía llorar los ojos.

Reiner se cubrió la cara con un brazo, pero no simó de nada. Oyó ruidos procedentes de la ventana.

—¡Están retirándose! —gritó, y avanzó dando traspiés a ciegas.

—¡Volved, malditos villanos! —gritó Hals entre toses.

Pero en ese momento se oyó un agudo grito en el corredor, Hals se detuvo de modo tan repentino que Reiner se dio de bruces con él.

—¡Mi chica! —gritó el piquero—. ¡Están llevándose a Griga!

Salió corriendo por la puerta.

Reiner lo siguió.

—¡Franz! ¡Date prisa! —gritó por encima del hombro—. Quiero hablar con uno de esos asesinos.

—Yo protegeré a las mujeres —repitió Abel cuando pasaron corriendo junto a él.

Hals y Reiner irrumpieron en otra deslucida alcoba, pero llegaron demasiado tarde. La ventana estaba abierta, las fruncidas cortinas se movían con la brisa y la cama deshecha estaba vacía. Reiner alzó la mirada al oír unos pies que corrían por el tejado.

—Hals —dijo al tiempo que se volvía hacia la puerta—, tú y Abel subid desde esta ventana, y Franz y yo iremos… —Se detuvo. Franka no estaba allí. Gruñó. No, claro que no. Aún tenía puesto el vestido. No se habría atrevido a reunirse con ellos. A menos que…

Echó a anclar de vuelta por el corredor mientras el temor le contraía las entrañas.

—¿Franka? —llamó—. ¿Franka?

Hals lo siguió, y entraron juntos en la habitación de Reiner. El humo se había disipado lo bastante para ver que el dormitorio estaba vacío salvo por el cadáver de uno de los misteriosos atacantes. Franka no estaba allí.

—¡Sigmar! —susurró Hals—. ¡Mírale las manos!

Reiner bajó los ojos hacia el cadáver mientras corría en dirección a la ventana. Donde antes había creído ver una camisa de pieles, ahora parecía haber brazos peludos, y las manos que los remataban eran escamosas zarpas de largos dedos. Pero ni siquiera esta inquietante curiosidad podía hacer que Reiner olvidara el miedo que sentía. Había un jirón de terciopelo verde oscuro prendido en un clavo del antepecho de la ventana. Asomó la cabeza.

—¡Franka! —No obtuvo respuesta. Salió al tejado de tablas de madera del que se alzaba un segundo piso, y comenzó a trepar por la pared de piedra.

—¿Quién diablos es Franka? —gruñó Hals al salir detrás de Reiner.

—Franz, quería decir —replicó Reiner, y luego se dio cuenta de que no debería haber dicho eso, sino que Franka era el nombre de la puta que estaba con él y que temía que se la hubiesen llevado. Ahora Hals asociaría los nombres de Franka y Franz, y era probable que sacara conclusiones desafortunadas. Pero era demasiado tarde para remediarlo.

Se impulsó hasta el tejado de tablas de cedro y ascendió por la empinada pendiente hasta el caballete.

—¡Franz! —No se veía ni rastro de los hombres ataviados con ropón, ni de Franka ni de la ramera de Hals. Giró en círculo y observó por encima de los tejados bajos de Brunn.

—Capitán… —dijo Hals mientras trepaba por la pared.

—¡Allí! —exclamó Reiner al tiempo que señalaba hacia un grupo de sombras que se escabullía en torno a una esquina situada a pocas manzanas de distancia. En medio de ellas había visto un destello de piel pálida. Saltó al tejado del primer piso y luego se deslizó y rebotó por las tablas sobre el trasero antes de precipitarse por el alero y chocar con las costillas contra una pirámide de barriles de la mejor cerveza de Averheim. Se deslizó entre jadeos y gemidos, y acabó sentado en un gélido charco de lo que esperaba que fuese agua.

Hals cayó junto a él de una manera más controlada.

—Capitán…

Reiner se puso en pie, tambaleante.

—No hay tiempo. No podemos permitir que escapen. —Corrió hacia la calle, medio agachado, mientras se aferraba las costillas contusas y cojeaba. Cuando rodearon el burdel hasta la fachada, se encontraron con hombres y rameras que salían del edificio, incluidos Pavel, Giano, Dag, Abel y Gert. Sólo faltaban Jergen y Karel.

Reiner los llamó con un gesto.

—Seguidnos, muchachos. ¡Tienen a Fra… nz!

Reiner se puso en marcha a la máxima velocidad que le permitía su agitada respiración, con Hals junto a él, en la dirección que habían seguido los hombres con ropón.

Mientras recorrían las calles, Hals tosió con incomodidad.

—Eh… capitán…

—Lo sé, Hals. Lo sé —lo interrumpió Reiner, mientras pensaba con desesperación—. Ya sé lo que parecía, pero te aseguro que nada podría estar más lejos de la realidad. Verás, nosotros… eh… queríamos hacerle una jugarreta a Karel. El pobre muchacho. No creo que haya estado nunca con una mujer, así que Franz y yo pensamos que sería una buena broma incordiarlo un poco. Verás, Franz se vestiría de mujer y… y le haría proposiciones y luego, cuando Karel se pusiera caliente y nervioso, Franz se quitaría la peluca y veríamos qué tonalidades de rojo aparecían en la cara de Karel. Divertido, ¿verdad?

—Sí —respondió Hals con tono seco—. ¿Y tú también tenías intención de disfrazarte?

—¿Qué? —preguntó Reiner—. No, por supuesto que no. ¿Quién, en su sano juicio, podría confundirme con una mujer?

Hals asintió con la cara inexpresiva.

—En ese caso, tal vez querrías limpiarte los labios. Los tienes manchado de carmín.