8
El lazo de Manfred
A la noche siguiente, en el pueblo minero de Brunn, Reiner entró en la casa de placer de Madre Leibkrug como un hombre que llega a casa. El aspecto del salón de techo bajo y suavemente iluminado, con las formas de hombres y mujeres abrazados en los rincones oscuros, el olor a humo de lámpara y perfume barato, las risas de las rameras y el repiquetear de los dados dentro del cubilete, eran como un bálsamo para su alma.
Desde que salió de la casa de su padre para ir a la universidad de Altdorf hasta el día en que la invasión de Archaon había hecho que hasta a los ciudadanos menos patriotas del Imperio les resultara imposible desoír la llamada del honor, Reiner había vivido en burdeles como éste. En sus salones, él y sus amigos habían discutido ideas filosóficas mientras alcahuetas con el trasero al aire les servían cerveza y frituras. En sus dormitorios había perdido la inocencia y obtenido el conocimiento agridulce de la lujuria, el amor y la pérdida. En sus salas de juego había aprendido y practicado su oficio favorito, y pagado alojamiento y educación con el dinero ganado a palurdos y campesinos. Había pasado tanto tiempo alejado de es tos reverenciados salones, que volver a entrar en uno de ellos estuvo a punto de llenarle los ojos de lágrimas.
Franka, sin embargo, vaciló al llegar al umbral.
Reiner se volvió a mirarla.
—¿Qué sucede, joven Franz? No muerden a menos que se lo pidas.
Los ojos de Franka recorrieron rápidamente el salón.
—¿Estás seguro de que no has podido encontrar un lugar más adecuado para reunimos?
—No lo hay mejor —le aseguró Reiner, y le rodeó los hombros con un brazo—. Un burdel es un lugar al que pueden ir todos los soldados con independencia del rango que tengan. Y donde puede comprarse un poco de privacidad. Mencióname otro sitio que ofrezca tanto en cien leguas a la redonda.
—Entiendo. De todos modos…
Reiner se detuvo y se volvió con una expresión de divertida sorpresa en el rostro.
—Nunca has estado antes en un burdel.
—Por supuesto que no —contestó Franka, asqueada—. Soy una mujer respetable.
—Lo eras. Ahora eres un soldado. Y los soldados y los burdeles van juntos como…, como las espadas y las vainas.
—No seas vulgar.
—Amada mía, si me quitaras la vulgaridad, quedaría bien poca cosa de mí.
Cuando él y Franka atravesaban el local, Reiner vio a Pavel, Hals y Giano sentados ante una mesa y absortos en la conversación. Los saludó con una mano y los hombres se levantaron y se reunieron con ellos.
—Aquí, camarero —llamó Reiner—. Quiero un reservado para mí y mis muchachos.
—Desde luego, señor —respondió el camarero de la barra—. ¿Queréis compañía?
—No, no. Sólo una botella de vino para mí y cerveza para el resto. Tanta como quieran.
—Muy bien, señor. Si tenéis la amabilidad de seguir a Gretel…
Una camarera condujo al grupo por un pasillo estrecho y les abrió la puerta de una habitación pequeña que tenía una mesa redonda en el centro y tapices mugrientos que ocultaban paredes de tablones desnudos a través de los cuales silbaba el viento. Dos lámparas de aceite daban más humo que luz y les hacían llorar los ojos. En el centro de la mesa había un brasero para asar salchichas que calentaba la habitación. Giano aún discutía con Pavel y Hals cuando se sentaron a la mesa.
—¡Es hombres rata! —dijo—. ¡Huelo su olor!
Pavel suspiró.
—No existen los hombres rata, muchacho.
—Ahí abajo hay algo —declaró Hals—, eso es seguro. Muchos de los muchachos han visto sombras que se mueven donde no debería haberlas. Y los chicos que han estado de guardia en el segundo turno dicen que, avanzada la noche, el suelo les temblaba bajo los pies.
—¡Lo ves! —dijo Giano—. ¡Es hombres rata! ¡Tenemos que luchar!
—Muchachos, muchachos —intervino Reiner al tiempo que alzaba las manos—. No importa qué es. Y con un poco de suerte no tendremos que luchar contra nada. Si todo va como yo espero, pasaremos aquí un mes tranquilo y nos largaremos a Altdorf con oro suficiente en las alforjas para comprar nuestra libertad y librarnos de Manfred y sus intrigas de una vez por todas.
Las cabezas de todos se giraron para mirarlo.
—¿Qué dices? —preguntó Hals.
—¿Por eso no querías que vinieran los otros? —preguntó Pavel.
—Así es —asintió Reiner—. Creo que al fin he encontrado nuestra salvación. —Se inclinó hacia adelante, ansioso—. Esto es lo que he descubierto. Gutzmann tiene intención de desertar y pasarse a Aulschweig, donde ayudará al barón Caspar a usurpar el trono de su hermano, el príncipe Leopold, y se convertirá en comandante de los ejércitos de Caspar.
—Es un tipo intrépido —dijo Hals con una carcajada—. Eso le enseñará a Altdorf a no dejar las inteligencias brillantes sin control, ¿eh?
Pavel asintió.
—Ya pensaba que podía ser algo parecido.
—Lo que a nosotros nos importa —continuó Reiner—, es que contribuye a financiar el ejército de Caspar con envíos regulares de oro. —Se volvió a mirar a Pavel—. Ayer escolté un envío de ésos hasta Aulschweig, camuflado como «material de minería». Y el mes que viene se hará otro envío de «palas» que, con un poco de suerte, será nuestro.
Los otros lo miraban fijamente.
Giano sonrió.
—Este buen plan, ¿eh? ¡Gusto!
—Sí —dijo Hals—. A mí también me gusta.
—Al fin libres del lazo de Manfred —dijo Pavel.
—Pero ¿podemos hacerlo? —preguntó Franka.
—Bueno, requerirá un poco de trabajo, de eso no cabe duda —replicó Reiner—. No podemos simplemente cogerlo y largarnos. Tenemos que acabar el trabajo que Manfred nos ha encargado, o podría matarnos antes de que encontráramos alguien dispuesto a aceptar nuestro oro y quitarnos el veneno. Tendremos que regresar a Altdorf y fingir… —Hizo una pausa al ver que los rostros de Pavel y Hals se habían ensombrecido—. ¿Qué sucede?
—¿Vamos a tener que matar a Gutzmann? —preguntó Pavel con lentitud.
Reiner asintió.
—Sí. Tendremos que hacerlo.
Hals hizo una mueca de disgusto.
—Es un buen hombre, capitán.
Reiner parpadeó.
—¿También a vosotros os ha robado el corazón? Tiene intención de traicionar al Imperio.
—¿Y no es lo que tenemos intención de hacer nosotros? —preguntó Pavel.
—Nosotros sólo queremos salvar la vida. Él va a dejar nuestra frontera desprotegida y llevarse consigo a toda la guarnición.
—Empiezas a hablar como Manfred —gruñó Hals.
—Nada de eso. —Reiner suspiró—. Escuchad, estoy de acuerdo en que Gutzmann es mejor que la mayoría. Siente cariño por sus hombres y ellos lo quieren. Pero ¿merece la pena morir por él? Porque ésa es la opción que tenéis. Si no matamos a Gutzmann, Manfred nos matará a nosotros. Es una cosa o la otra.
Pavel y Hals continuaban dudando. Incluso Giano parecía sombrío.
Franka tenía el entrecejo fruncido mientras le daba vueltas al asunto.
—Pero ¿y si el veneno fuera mentira? Una artimaña para que lo obedezcamos. ¿Y si no nos hubiera envenenado?
Reiner asintió.
—Sí, también yo he pensado en eso, y es posible. Pero como no podemos saberlo tenemos que actuar como si fuera verdad, ¿no os parece?
—Tiene que haber alguna forma de librarnos de esto sin tener que matar a Gutzmann —dijo Hals, y se mordió el labio inferior—. Tú eres inteligente, capitán. El hombre más inteligente que conozco. Nos has sacado de todo tipo de líos, ¿no es cierto?
—Sí, capitán —intervino Pavel, súbitamente animado—. Se te ocurrirá algo. ¡Siempre lo haces! Tiene que haber alguna manera, ¿eh?
—Muchachos, muchachos, puede que yo sea inteligente, pero no soy brujo. No puedo lograr que las cosas salgan mejor con sólo desearlo. Yo…
Lo interrumpió el golpe de alguien llamando a la puerta.
—Capitán Reiner, ¿estáis ahí dentro?
Reiner y los demás se quedaron petrificados con la mano sobre la daga mientras la puerta se abría. Era Karel. Los nuevos Corazones Negros lo acompañaban.