7
Un hombre con visión
—Así pues, ¿el general Gutzmann está bien? —preguntó mientras aplastaba los guisantes con el tenedor. Hablaba el idioma imperial con el acento cantarín de la montaña.
—Muy bien, mi señor —respondió Oppenhauer entre bocado y bocado—. ¿Y vuestro hermano, el príncipe Leopold? ¿Goza de buena salud?
—Ah, sí, sí. Nunca ha estado mejor, según las últimas nuevas. Aunque son muy pocas las noticias que llegan hasta este lugar situado en el límite de ninguna parte. Tanto de mi hermano como del general Gutzmann. —Pinchó la carne con más fuerza de la necesaria.
Oppenhauer abrió las manos ante sí.
—¿Acaso no estamos aquí, mi señor? ¿No os hemos traído el material de minería que solicitasteis? ¿No os he transmitido los sinceros saludos del general?
—Sí, pero sin noticias. Sin respuesta.
Oppenhauer tosió y lanzó una mirada a Reiner.
—No estropeemos una buena comida con asuntos de estado, ¿os parece? Cuando permitamos a los pobres Bohm y Meyerling que regresen junto a sus hombres, vos y yo hablaremos de otras cosas.
Caspar frunció los labios.
—Muy bien. Muy bien. —Pero Reiner vio que una de las piernas del príncipe saltaba debajo de la mesa al mover nerviosamente el pie arriba y abajo.
Reiner aguardó a que Oppenhauer o Matthais entablaran una conversación cortés. Cuando vio que no iban a hacerlo, se aclaró la garganta e intervino.
—Decidme, barón, ¿van bien las extracciones de vuestra mina?
Oppenhauer y Matthais quedaron petrificados con los tenedores a medio camino de la boca.
Caspar alzó la mirada para dedicarle a Reiner una mirada dura, y luego bufó.
—¡Ja! Sí. Las extracciones de la mina van francamente bien. Hemos podido reclutar muchos más hombres para el trabajo, y con vuestro nuevo suministro de material podremos ampliar aún más las operaciones. La minería es un buen remedio para mi inactividad forzosa en este lugar. Estoy deseando que llegue el día en que pueda enseñarle a mi hermano el acero que estamos sacando de la mina.
Reiner se esforzó por mantener una expresión neutral. Acero de una mina de estaño. Interesante.
* * *
Cuando la cena concluyó, Matthais invitó a Reiner a reunirse con él y sus hombres en la sala de guardia de Caspar para jugar a los naipes, pero aunque era grande la tentación de esquilarles las doradas lanas a aquellos corderos añojos, Reiner alegó cansancio y malestar de estómago y se retiró a la habitación que le habían asignado. Pero no se quedó mucho rato en ella.
Caspar y Oppenhauer se habían llevado los schnapps de después de cenar a la biblioteca para discutir «asuntos de estado» junto al fuego. Reiner quería oír esa conversación, así que, en cuanto se marchó el lacayo que lo condujo al dormitorio, volvió a salir al corredor y comenzó a desandar el camino hacia los pisos inferiores. El castillo estaba casi desierto. Caspar no tenía esposa ni hijos, y los pocos caballeros que vivían allí con él estaban jugando una partida de naipes con Matthais, así que llegar hasta la biblioteca sólo significaba evitar a algunos sirvientes. Encontrar una manera de oír lo que sucedía detrás de la gruesa puerta de roble labrada era otro asunto.
Pegó una oreja a la madera, pero no logró oír nada más que un murmullo bajo y el crepitar del fuego. Tal vez habría una ventana con balcón desde donde podría oír si lograba salir fuera. Avanzó sigilosamente hasta la siguiente habitación del corredor y prestó atención. Pensó que también se oía crepitar el fuego, pero no le llegó ninguna voz y se arriesgó a abrir.
En efecto, había unos leños ardiendo detrás de una reja de hierro, y Reiner vaciló un momento, temeroso de que la habitación estuviese ocupada, después de todo. Pero aunque numerosos ojos le devolvieron una mirada destellante, pertenecían a las cabezas de un silencioso jurado compuesto por trofeos de caza que lo contemplaban con mirada acusadora desde las paredes. Ciervos, alces, osos, lobos y jabalíes, todos estaban allí representados.
Reiner les hizo una burlona reverencia al cerrar la puerta tras de sí.
—Continuad con lo que estabais haciendo, caballeros.
Atravesó la estancia hacia las altas ventanas con cortinas de terciopelo que había en la pared opuesta y abrió una de ellas. No había balcón, sino una barandilla de hierro que impedía que uno cayera de cabeza al precipicio del risco sobre el que estaba construido el castillo. Reiner se inclinó hacia fuera y miró a la derecha, donde estaba la biblioteca. Vio unas ventanas similares. Un hombre ágil y con nervios de acero tal vez podría subirse a la barandilla, desplazarse por la estrecha cornisa que corría entre ambas ventanas, sujetarse a la de la biblioteca y escuchar. Pero incluso entonces podría no oír nada. Las ventanas estaban bien cerradas para proteger el interior del helor de la noche, y tenían echadas las gruesas cortinas. No obstante, era el tipo de conversación que a Manfred más le interesaría. Reiner bajó la mirada hacia el precipicio, desde donde lo apuntaban rocas afiladas, y tragó con aprensión.
Con un encogimiento de hombros que ocultó un estremecimiento, pasó una pierna por encima de la barandilla. Una risa atronadora sonó detrás de él. Dio un respingo y estuvo a punto de perder pie. Miró hacia atrás. Habría jurado que la risa había sonado dentro de la habitación. Oyó otra carcajada y esta vez identificó el punto de procedencia: el hogar.
Reiner volvió a pasar la pierna por encima de la barandilla y cerró la ventana, para luego avanzar sigilosamente hasta el hogar, desde donde le llegaron voces apagadas. Se asomó al interior y le sorprendió ver la biblioteca al otro lado de las llamas. De hecho, distinguía las botas con que Caspar daba nerviosos golpecitos en el suelo, sentado en una silla de cuero de respaldo alto. Reiner ya había visto antes ese tipo de chimeneas, ingeniosamente construidas para calentar dos habitaciones al mismo tiempo, pero en la Altdorf plagada de intrigas donde la privacidad era de gran valor, la mayoría se habían tapiado.
—Pero ¿cuándo? —preguntó la voz de Caspar—. ¿Por qué no queréis decirme cuándo?
Reiner se inclinó hacia adelante tanto como se atrevió. El calor del fuego era intenso y el rugido de las llamas casi ahogaba cualquier otro sonido, pero si contenía la respiración podía oír las respuestas que murmuraba Oppenhauer.
—Pronto, mi señor —dijo el coronel—. Acabamos de reclutar los últimos hombres que necesitamos, pero llevará algún tiempo entrenarlos y descubrir cuáles simpatizan con nuestros objetivos.
—Pero ¡maldición!, yo estoy preparado ahora. Me cansa esta espera. Oxidándome aquí, en este territorio salvaje, mientras Leopold se pasa su reinado durmiendo. ¡Pensar lo que podría hacerse con esta tierra si hubiese un hombre con visión en el trono! —Dio una palmada en un reposabrazos de la silla.
—Sucederá —le aseguró Oppenhauer—. No temáis.
Reiner se inclinó un poco más cuando las palabras del coronel se perdieron en el crepitar del fuego. Sentía la mejilla como si la tuviera en llamas y el ojo izquierdo se le había resecado como si fuera papel.
—El general está tan ansioso como vos, mi señor. Ya conocéis su historia. También han frustrado sus ambiciones. Esperad sólo un poco más, y él derribará a vuestro dormilón hermano del trono y os sentará en su lugar. Entonces, con vos como rey y Gutzmann como comandante de vuestros ejércitos, Aulschweig se convertirá en todo lo que queréis que sea. Los otros Reinos Fronterizos caerán ante vuestro poderío y uniréis las Montañas Negras en una sola gran nación. Una nación que un día podría rivalizar con el mismísimo Imperio.
—¡Sí! —exclamó Caspar—. ¡Ése es mi destino! Así será. Pero ¿dentro de cuánto? ¿Dentro de cuánto?
—Muy pronto, mi señor —le aseguró Oppenhauer—. Muy pronto. Dos meses como máximo.
—¡Dos meses! ¡Una eternidad!
—En absoluto. En absoluto. El mes que viene, cuando regrese con más «material», os traeré los planes definitivos del general. Y durante el mes siguiente situaremos lentamente en posición a nuestras fuerzas de modo que podamos accionar la trampa sin perder el elemento sorpresa.
Reiner retrocedió y se apartó del hogar mientras se frotaba la cara. Así que ése era el plan. De ser verdad, sin duda encajaba con el criterio de Manfred para apartar a Gutzmann del puesto que ocupaba. En cuanto regresaran al fuerte, Reiner podría matar al general y salir de esas gélidas montañas. Por otro lado, había muy buenas razones para esperar. Unas razones de oro.
Había llegado el momento de hablar con los viejos Corazones Negros.