6
¿Adónde nos conduce?
A la mañana siguiente, tras haber dormido poco, a Reiner lo despertó Karel, que saltó del camastro y comenzó a probarse el uniforme nuevo mientras silbaba sin parar.
Reiner abrió los ojos.
—¿Os importaría mucho saltar por un barranco?
—¿No habéis oído la trompeta? —preguntó Karel—. El día ha comenzado. —Inspiró profundamente—. Desde aquí puedo oler el excelente desayuno que nos preparan en el comedor.
Reiner agitó una mano.
—Marchaos sin mí, muchacho. Os seguiré dentro de un momento.
Karel sonrió y se encaminó hacia la salida.
—No tardéis demasiado, perezoso dormilón, u os quedaréis sin tocino.
Reiner gimió, asqueado. ¿Quién podía pensar en tocino a esa hora?
—Empiezo a ver por qué Manfred quería quitarse de encima a ese muchacho —dijo Franka mientras se levantaba.
—Sí. —Reiner se sentó, se frotó la cara y suspiró—. Bueno, Franz, prepárame el uniforme. Es hora de que vaya a averiguar cuáles serán mis nuevos cometidos.
Franka saludó con humildad.
—Sí, señor. —Se encaminó hacia el baúl y sacó el uniforme nuevo que le habían entregado: calzones y justillo acuchillados, de los colores blanco y azul oscuro de Gutzmann. Reiner se echó a la cara agua helada que había en un barreño que estaba junto a su camastro y se estremeció en el helor de la mañana. Casi anhelaba las comodidades de la casa que Manfred tenía en la ciudad. Casi.
—Cuando esté ausente —dijo mientras Franka lo ayudaba a ponerse el justillo—, tu cometido será fisgar por los alrededores y escuchar lo que digan otros ayudas de cámara, cocineros y demás. Los rumores corren más rápidamente por la cocina que por el salón, como suele decirse. Fíjate en lo que dicen de Gutzmann, Shaeder y los otros. Aquí se está librando una batalla y quiero saber quién lleva las de ganar. Si ves a alguno de nuestros camaradas, interrógalo también.
—Sí, capitán.
—Y dame un beso.
—No, capitán.
—¡Vaya insubordinación! ¡Intolerable!
* * *
Después del desayuno, que descubrió que le apetecía a pesar de todo, se presentó ante el capitán Vortmunder en el exterior de los establos, que eran enormes —tres largos edificios de madera— y estaban abarrotados de caballos y atestados de caballeros, lanceros y pistoleros.
El capitán, cuyo bigote parecía dos agujas que apuntaran al cielo, lo miró con el entrecejo fruncido.
—¿Os habéis dormido el primer día, Meyerling? Un excelente comienzo.
Reiner hizo chocar los tacones.
—Perdonadme, capitán. Aún no estoy del todo familiarizado con el campamento.
—En tal caso, pondremos remedio a eso. —Vortmunder se volvió a mirar a los hombres que sacaban sus caballos de los establos y les ponían la silla y las bridas—. ¡Eh, Grau! ¡Aquí!
Un cabo saludó y corrió hacia ellos a paso ligero. Era un hombre menudo de mandíbula cuadrada, delgado y compacto, con el pelo rubio muy corto y barba cuidada. Reiner vio que muchos de los oficiales de caballería lucían el mismo aspecto: un ejército de imitadores de Gutzmann, o tal vez de adoradores.
—Sí, capitán —dijo el cabo, cuadrándose.
—Esta mañana tendrás un cometido descansado, Grau. Le enseñarás el fuerte al cabo Meyerling y harás que se familiarice con sus obligaciones. Tráelo al terreno de entrenamiento después del almuerzo, con todo el equipo y preparado para cabalgar. Eso es todo.
Grau saludó y sonrió.
—¡Sí, señor!
Vortmunder se volvió a mirar a Reiner.
—Escuchad con atención, cabo. No me gustan los que son lentos en empezar. Para un pistolero, una mente aguda es tan importante como un ojo certero.
—Sí, señor —replicó Reiner—. Gracias, señor. —Saludó a su vez y siguió a Grau.
Cuando se habían alejado de Vortmunder, Grau sonrió y tocó a Reiner en las costillas con un codo.
—Estoy en deuda con vos, viejo amigo. Me habéis sacado del turno de establos.
Reiner alzó las cejas.
—¿Los pistoleros limpian los establos? ¿No tenéis escuderos?
—Gutzmann quiere que aprendamos disciplina. Aquí no hay camas blandas. No hay manera de librarse con dinero de una tarea determinada, no importa quién sea vuestro padre. Al principio lo detestaba. Pero ahora ya no me importa tanto. Somos el mejor ejército del Imperio debido a eso. No hay nadie que pueda equipararse con nosotros.
—¿Ah, sí? —dijo Reiner—. No sois el único ejército que dice lo mismo.
—Pero en nuestro caso es verdad. Ya lo veréis esta tarde. —Señaló hacia la gran muralla sur—. Lo primero es lo primero. La gran muralla sur. Nueve metros de grosor, quince metros de alto. Es probable que pueda detener a la mayoría de los ejércitos sin que nadie la defienda, pero de todas formas la defendemos. Nos da algo que hacer. —Bajó la mano hacia la puerta—. Puertas de roble. Dos rastrillos. Matacán encima, con conductos para echar aceite o plomo sobre cualquiera que consiga atravesar la primera puerta. Puede llegarse a las murallas a través de la sala del cuerpo de guardia y desde cada una de las cuatro torres.
—¿Y el único ejército que podría atacar es el de un reino que ha sido amigo del Imperio durante quinientos años? —preguntó Reiner—. No me extraña que celebréis tantos juegos.
—Ah, no, hay luchas, no temáis —dijo Grau—. Nidos de bandidos en las montañas. Alguna partida de incursión de los orcos de vez en cuando. Antes de un mes conoceréis cada camino de cabras y sendero de conejos en cien leguas a la redonda. —Agitó los brazos hacia la roqueta—. Si un ejército atravesara la muralla sur, y no es que eso sea muy probable, nos retiraríamos a la roqueta. La armería y el polvorín principal están ahí dentro, así como las habitaciones de todos los oficiales superiores y los barracones de sus guardias personales. La puerta es como la que hay en la muralla sur, pero en miniatura. Puertas de roble. Matacán encima, donde también están los tornos que suben y bajan los dos rastrillos. Tenemos comida, agua y espacio para alojar a quinientos hombres durante tres semanas. —Tosió—. Por desgracia, en este momento somos dos mil, ahora que habéis llegado vosotros.
—Resulta tranquilizador —comentó Reiner.
Grau se volvió hacia la otra mitad del fuerte.
—Establos. Herrería. Granero. Campo de entrenamiento de infantería. Barracones para los caballeros, lanceros y pistoleros. Esos nuevos son para la infantería. Gutzmann los hizo construir cuando dobló la guarnición. Y a pesar de eso no hay espacio suficiente. Por eso tenemos las tiendas al norte del fuerte.
—Por eso estoy durmiendo en una tienda.
Grau le dedicó una ancha sonrisa.
—Estimulante, ¿verdad?
—Estaré encantado de intercambiar nuestros sitios para dormir.
Grau se echó a reír.
—No temáis. —Comenzó a caminar de vuelta a los establos—. Venid, echemos una mirada a vuestro equipo. ¿Habéis traído vuestro propio caballo?
—Sí.
—Bien, vayamos a ver si está a la altura de las exigencias.
Encontraron al caballo y los pertrechos de Reiner, y Grau lo revisó todo mientras le explicaba cuáles serían sus obligaciones y a qué dedicaría la jornada. Reiner se sintió cansado con sólo oírlo. Levantarse cada día al alba, cepillar al caballo y limpiar los arreos. A continuación, entrenamiento, faenas o guardia durante el resto del día. Una tercera parte de la guarnición estaba siempre de patrulla o se dedicaba a escoltar a los comerciantes que salían de Aulschweig y regresaban. Un tercio se entrenaba en el campo de desfiles donde practicaban giros y rotaciones, disparaban o practicaban con la espada sobre los caballos. El otro tercio limpiaba los establos, alimentaba a los animales, remendaba los arreos o se ocupaba de una docena de tareas desagradables pero necesarias. Cuanto más escuchaba Reiner, más se alegraba de nó estar realmente destinado allí. No sabía durante cuánto tiempo tendría que mantener la charada de pistolero hasta enterarse de qué se traía Gutzmann entre manos, pero cuanto antes pudiese marcharse, mejor. Los trabajos duros nunca habían sido su fuerte.
Mientras Grau y Reiner conducían al caballo de este último al herrero para que le cambiara las herraduras —al parecer el herrero de Manfred hacía un trabajo mediocre—, Reiner oyó voces que gritaban al otro lado de los retretes, un edificio bajo de piedra construido contra un lado del cañón, detrás de los establos.
—¡Ningún hombre me pone las manos encima! ¡Te mataré, papanatas!
Reiner gimió. Sólo podía tratarse de una persona.
Y cuando Reiner y Grau pasaron ante los retretes, comprobó que tenía razón. Dag salió volando por la puerta y cayó ante ellos, con la nariz chorreando sangre. Al ponerse en pie de un salto, se lanzó contra la cara de un enorme ballestero que maldecía y agitaba hacia él una fregona mugrienta.
—Gusanillo asqueroso, te meteré en el retrete y me mearé sobre ti.
—¡Vuelve a tocarme y no te quedará nada con lo que mear, pedazo de bestia! —le gritó Dag.
—¡Eh! —gritó Grau—. ¡Quietos los dos!
Los hombres alzaron la mirada. El ballestero retrocedió acobardado por la presencia de los suboficiales, pero Dag, al ver a Reiner, extendió hacia él las manos implorantes.
—¡Capitán Reiner, ayudadme! —exclamó—. Este idiota ha intentado meterme en el cubo de los meados.
Grau volvió la mirada hacia Reiner.
—¿Conocéis a este tipo?
—Apenas.
—Sólo tropecé con él, señores —explicó el ballestero—. Este hombre está loco.
—¡Loco! —Dag se volvió a mirar al ballestero—. ¿Tú me llamas loco? Te voy a enseñar lo que es un loco. Me comeré tu hígado.
—¡Arquero! —le gritó Reiner—. ¡Obedeced, maldito! ¡¿Qué significa esto?! —Cogió a Dag por los hombros y lo hizo girar. Los ojos del muchacho se encendieron de cólera pero, antes de que pudiera hablar, Reiner le puso un dedo ante la cara—. ¡Sí que estáis loco! ¡Comenzar peleas sin ningún motivo! ¡Dirigiros a mí como vuestro capitán! ¿Acaso parezco arquero? ¡Soy cabo de pistoleros, infante! ¡Vuestro superior en todos los sentidos! ¡Y haréis bien en recordarlo! ¡Ahora acabad con esta estupidez o terminaréis en un calabozo y no le serviréis a nadie para nada! ¿Me entendéis, perro?
Dag dejó caer la cabeza, pero Reiner tuvo la certeza de ver una sonrisa en los labios del arquero.
—Sí, capitán, eh… cabo. Entiendo. Sí.
—Os guardaréis los puños, los insultos y eso de comer hígados para vos, ¿me habéis oído?
—Sí, cabo.
—Bien. —Reiner retrocedió—. Ahora, marchaos los dos, y si vuelvo a oír una sola palabra más de esto, os ahorcaré yo mismo.
Él y Grau dieron media vuelta y continuaron hacia los establos mientras Dag y el ballestero, cabizbajos y de malhumor, regresaban a los retretes y se lanzaban miradas hostiles el uno al otro.
Reiner suspiró de alivio. El maldito loco había estado a punto de descubrir el juego. ¿Por qué Manfred lo había condenado a mandar a un estúpido semejante? Se encogió de hombros en el momento en que Grau le dirigió una mirada interrogativa.
—Una noche, durante la marcha hacia aquí, le hice a ese tipo el favor de permitirle que me llevara agua a cambio de unas monedas, y ahora se cree que soy su señor. Es un lunático.
Gran sonrió.
—Bueno, pues le habéis echado una buena reprimenda. ¡Seréis un buen cabo de revista, con esa lengua! ¡A fe mía que sí!
* * *
El almuerzo de los oficiales se servía en el gran comedor donde Reiner había cenado la noche antes. Esta vez, sin embargo, no se sentó en la mesa de la plataforma con los capitanes, sino que se apretujó con los otros cabos en las largas mesas que se extendían a lo largo de la sala. El ambiente era muy ruidoso, con muchas chanzas y bromas pesadas cuando se hubo hecho el juramento a Sigmar y partido el pan.
Pero las tensiones que había percibido en los demás sitios también estaban presentes allí. Se mezclaban muy poco los sargentos de infantería con los cabos de caballería. Se sentaban en mesas separadas y se lanzaban miradas suspicaces. Y por debajo del alegre estruendo de insultos y bromas se oían murmullos tétricos.
Al pasar por una mesa de sargentos, oyó que uno decía:
—Puede que nosotros los comandemos, pero es a él y a sus centauros a los que adoran.
Uno de los compañeros del hombre salió en defensa de Gutzmann.
—¿Y por qué no? Es el mejor comandante al que has servido jamás.
—Sí, pero ¿hacia dónde nos conduce? Ésa es la pregunta, ¿no es cierto?
Ésa era la pregunta, en efecto. Pero aunque en torno a Reiner los oficiales de caballería intercambiaban miradas y hacían veladas referencias al «futuro», se mostraban reservados en presencia de él. Era algo que lo enloquecía. Las sonrisas presuntuosas y las miradas astutas hablaban de conspiración, pero Reiner no pudo averiguar nada.
Se daba cuenta de que Grau se moría por contarle lo que se estaba preparando. Después de la regañina que le había echado a Dag, el cabo había decidido que Reiner era de buena pasta. Pasó todo el almuerzo sonsacándolo con cuidado para intentar determinar cuáles eran sus lealtades, pero aún temeroso de delatarse, al igual que Matthais la noche anterior.
—Pero vos lo habéis visto de primera mano, ¿no es cierto, Meyerling? —preguntó cuándo estaban sentados con los otros cabos de pistoleros—. Son los títulos y no las capacidades personales los que consiguen los ascensos. Ese es el problema que hay en el ejército del Emperador. Los nobles inútiles llegan a generales mientras que hombres de verdadero talento no pueden ascender más allá de capitán. —Suspiró, tal vez un poco demasiado teatralmente—. ¡Ojalá un hombre como el general Gutzmann estuviera al frente de todo! Tendríamos soldados profesionales al mando, hombres con experiencia en la batalla, no en la política.
Reiner asintió con sinceridad, porque sabía que era lo que Grau esperaba de él.
—Sí. Así deberían ser las cosas. Un ejército moderno, profesional, libre de favoritismos. Es una verdadera lástima que no exista posibilidad de que eso suceda mientras nosotros estemos en activo.
Grau abrió más los ojos y se inclinó hacia adelante.
—Podríais llevaros una sorpresa, Meyerling. Las cosas podrían cambiar antes de lo que pensáis. Tal vez no en…
El pistolero que estaba a la izquierda de Grau, un tipo de cara redonda llamado Yeoder, le dio un codazo en las costillas. Grau alzó los ojos y siguió la dirección en la que miraba el otro. El silencio se propagaba por las mesas de caballería mientras una compañía de hombres que estaban cerca de la plataforma se levantaban y avanzaban hacia la puerta lateral de la estancia.
Conformaban un espectáculo impresionante: veinte hombres altos y severos armados con espadón y vestidos de negro, con camisas blancas como la nieve que se veían por debajo de los puños y a través de las cuchilladas de los justillos. Llevaban petos negros con incrustaciones de plata y todo el equipo a juego, hasta los pomos de los espadones y las hebillas de los zapatos. Todos tenían el cometa gemelo cosido en el hombro derecho del justillo, y el martillo de plata que pendía de una cadena en torno al cuello de los hombres era más pequeño que el que llevaba Shaeder. El capitán era una cabeza más bajo que el resto pero de constitución igualmente fuerte, con una magnífica barba blanca de corte cuadrado y ojos tan azules y fríos como un cielo invernal.
Un círculo de silencio avanzaba con ellos al atravesar el comedor, pues las conversaciones se apagaban en torno a las mesas, y los oficiales de caballería se volvían a mirarlos por encima del hombro cuando ya habían pasado. Reiner percibió el odio que aquellos hombres impasibles despertaban en sus compañeros.
—¿Quiénes son? —preguntó cuándo salieron por fin y las conversaciones se reanudaron.
Grau escupió por encima del hombro izquierdo.
—El Martillo de Shaeder, los llamamos —respondió—. Son Portadores del Martillo, guardia de honor del Templo de Sigmar que hay en Averheim, del cual Shaeder fue capitán en otros tiempos. Ahora son su guardia personal.
—Son un grupo sombrío —comentó Reiner.
—¡Bah! —intervino Yeoder—. Sólo son unos estirados. Piensan que Sigmar es propiedad personal de ellos. Nadie más es lo bastante bueno.
—Ya descubrirán que no es así —dijo otro pistolero con tono tétrico.
Grau le lanzó una mirada penetrante y se apresuró a desviar la conversación hacia otros temas.
* * *
Aquella noche, Reiner entró en la tienda con paso tambaleante y se desplomó sobre el camastro, completamente exhausto.
La tarde había sido una de las más agotadoras de su joven vida. Se había creído un veterano de las pistas de entrenamiento después de haberse formado a las órdenes del maestro de equitación de lord Von Stolmen, Karl Hoffstetter, considerado uno de los mejores del Imperio. Pero aunque el capitán Vortmunder no podía enseñarle nada que no hubiese aprendido de Hoffstetter, lo que hizo fue inculcárselo hasta que sintió las extremidades como si fueran de plomo y las ampollas que le salieron en los dedos, las rodillas y los muslos reventaron y sangraron y volvieron a reventar. Ningún maestro de equitación de su ciudad natal se había atrevido a entrenar a los alumnos con tanta dureza. Eran hijos de la nobleza, habituados a que los sirvieran y mimaran. Solían practicar durante un rato y luego retirarse a la taberna para presumir de sus proezas.
Pero eso no sucedía con Vortmunder. No tenía piedad ni mostraba deferencia para con el rango. Hizo que sus pistoleros cabalgaran y dispararan contra los blancos una y otra vez hasta que la acción se convirtió en una segunda naturaleza para ellos y fueron capaces de dar en el centro diez veces seguidas. Les gritaba por el más mínimo defecto de forma. Si un pistolero iba por delante o por detrás de sus compañeros al dar media vuelta, o tardaba demasiado en volver a cargar el arma mientras giraba a toda velocidad para alejarse del blanco, Vortmunder estaba allí, cabalgando junto a él, tieso como una vara sobre la montura, para señalar con la fusta el fallo del pistolero.
Y Reiner había sufrido lo peor de sus atenciones. Se había convertido en el blanco escogido del capitán.
—Hagamos salir otra vez al favorito de Gutzmann —decía cuando estaba asignando el orden para el siguiente ejercicio—. Mostradnos cómo lo hacen en el norte, Meyerling. —Hasta que Reiner lamentó con toda su alma haber recogido tantas estacas el día anterior.
Al mismo tiempo, aunque al final del día estaba maldiciendo a Vortmunder con una vehemencia que por lo general reservaba para los usureros y los oficiales de la guardia, cuando el capitán se situó junto a él mientras llevaban los caballos a los establos, le palmeó la espalda y le dijo: «Buen trabajo, cabo», sintió un orgullo tal que casi hizo que deseara repetirlo todo al día siguiente.
Franka se reía de él mientras lo ayudaba a quitarse el justillo porque apenas podía levantar los brazos.
—No te rías de mí, villano —le dijo él—. ¿Tengo que decirte lo agotado que estoy?
—Dímelo —pidió Franka.
Reiner miró a Karel, que ya dormía profundamente en su camastro, y luego se inclinó para susurrar al oído de Franka.
—Aunque tuviéramos la tienda para nosotros solos, estarías tan a salvo como en un convento de Shallya.
Franka abrió mucho los ojos.
—Estáis agotado de verdad, mi señor.
* * *
Durante cinco días, la rutina de Reiner continuó siendo la misma. Lo pusieron a cargo de diez hombres y, con la guía de Vortmunder y de Grau, aprendió las órdenes que debía darles, cómo conducirlos en los giros y maniobras, y cómo trabajar con las otras partidas de pistoleros de modo que toda la compañía luchara como una unidad cohesionada. Era una labor extenuante, demoledora, pero aunque la maldecía cada noche y cada mañana en que se levantaba con las articulaciones rígidas, descubrió que cada vez le gustaba más. Casi podría sentirse tentado de convertirla en su vida.
Disponía de poco tiempo para buscar a los otros Corazones Negros, y, cuando lo hacía, ellos no tenían mucho que contarle. Pavel y Hals habían oído entre los piqueros rumores sobre algún tipo de revuelta, pero desconocían los detalles. Giano y Gert, que habían entrado en unidades de ballesteros, habían oído cosas similares pero no podían decirle qué forma tomaría la revuelta. Dag había pasado dos días en el calabozo por pelearse, y no había oído nada. Abel dijo que había oído que Gutzmann tenía intención de asaltar Altdorf, pero que el tipo que lo había dicho estaba borracho, así que no le daba crédito. Jergen dijo que no tenía nada que añadir y Karel no había oído nada, cosa que a Reiner no le sorprendió. El muchacho estaba tan deslumbrado y era tan cándido, que ningún conspirador le confiaría un secreto.
Por supuesto, él no había logrado más que los otros. En varias ocasiones, Grau había dado la impresión de estar a punto de confiarle el secreto de la caballería, pero siempre había algo que lo hacía vacilar en el último momento.
A la mañana del sexto día, cuando Reiner estaba ensillando el caballo en el exterior de los establos, Matthais se acercó sobre la montura y saludó a Vortmunder.
—Disculpe, capitán —dijo—, pero el coronel Oppenhauer acompaña a la caravana comercial de Aulschweig y solicita una escolta de pistoleros.
—Muy bien, cabo —respondió Vortmunder, y miró a sus hombres. Detuvo los ojos sobre Reiner—. Llevaos a Meyerling. Ya es hora de que haga algo más que ir a la palestra. —Alzó la voz—. Meyerling, reunid a vuestros hombres y seguid al cabo Bohm. Él os dará las órdenes.
Y así, poco después, Reiner salía por la puerta norte junto a Matthais. Los seguían sus destacamentos respectivos y los acompañaba una unidad de ballesteros que iban sentados en la parte trasera de un carro vacío. El sol matinal se reflejaba con luz cegadora en las hileras de tiendas que había al otro lado de la muralla norte y hacía destellar el rocío que había sobre la hierba de la palestra.
—Eh… ¿Aulschweig no está al sur? —preguntó Reiner, y Matthais sonrió mientras se dirigían hacia el camino norte.
—Sí. Pero primero vamos a la mina a recoger pertrechos de minería antes de encontrarnos con la caravana comercial. Cada mes llevamos mercancías del Imperio al castillo del barón Caspar, que está justo al otro lado de la frontera, y a cambio obtenemos grano, forraje, carne y aceite de cocina. Todo más barato que si lo tuviéramos que traer desde Hocksleten o Averheim, y también de mejor calidad. Aulschweig es un valle muy fértil.
Reiner alzó una ceja.
—¿Aulschweig también tiene una mina de oro?
—Eh… no —replicó Matthais—. Una mina de estaño. Pero eh… las herramientas que utilizan son las mismas.
—Ah, entiendo. ¿Y el coronel Oppenhauer nos acompaña?
—Sí.
—¿Y qué hace un coronel de caballería como guardia de un servicio rutinario?
Matthais lanzó a Reiner una mirada dura.
—Sois muy perspicaz, cabo. Eh… bueno, nuestra visita tiene otro propósito. ¿Recordáis que os dije que Caspar le ha echado el ojo al trono de su hermano?
—Lo recuerdo.
—Bueno, al parecer, sus refunfuños se han hecho más ruidosos últimamente, así que Gutzmann envía a Oppenhauer para que le susurre algunas palabras tranquilizadoras al oído. Y también para recordarle nuestro poder.
—Parece un poco exaltado ese Caspar.
—Ya lo veréis.
* * *
La mina se encontraba a sólo unos pocos centenares de metros de distancia, por un sendero bien transitado que se desviaba hacia el oeste desde el paso. La entrada estaba guardada por fortificaciones que eran una miniatura de las que había en el fuerte: una ancha muralla almenada que cerraba el cañón de lado a lado, con dos torres que guardaban una profunda puerta con rastrillo.
Dentro de la muralla había barracones, establos y otros edificios anexos cuyo propósito Reiner no pudo deducir. A través de uno de estos edificios corría un sistema de tuberías que partía de un acueducto. Grupos de mineros cubiertos de polvo que llevaban picos al hombro o empujaban carretillas salían y entraban sin cesar por la bocamina, una abertura grande y cuadrada abierta en la ladera de la montaña y enmarcada por troncos sin desbastar. Un número casi igual de piqueros y ballesteros los vigilaban y patrullaban por las murallas y cada rincón del recinto.
Cuando Matthais hizo detener a su grupo en el exterior de un edificio bajo castigado por los elementos, un capataz salió precipitadamente para recibirlos.
—Buenos días, cabo. El envío no está listo del todo. Faltan unos minutos.
—Muy bien. —El lancero se volvió a mirar a Reiner—. Eso me da la oportunidad de mostraros todo esto.
Reiner suspiró para sí. Siempre le parecería demasiado pronto para volver a meterse bajo tierra, aunque no volviera a hacerlo nunca.
—Desde luego, cabo. Adelante.
Matthais y Reiner desmontaron y se encaminaron hacia la mina. Mientras caminaban, Matthais señalaba diferentes edificios en los que había tanta actividad como en una colmena en primavera.
—Ésa es la sala de lavado, donde el mineral en bruto es separado de la tierra mediante agua corriente y una serie de cribas. Allí está el crisol, donde se funden las pepitas recogidas y se limpia el oro de las impurezas. Ésa es la sala de registro del personal, donde los mineros deben desnudarse y volverse los bolsillos del revés antes de salir de la mina para estar seguros de que ninguno se marcha con una pepita escondida.
—Muy minucioso por vuestra parte.
—Nunca se es demasiado cuidadoso.
Reiner se estremeció al entrar en la mina. Dentro de la cabeza le destellaron los recuerdos de la última ocasión en que había estado bajo tierra. Pero esta cueva era muy diferente. No tenía nada de la tenebrosidad y desesperación de la mina kurgan. Ni el mismo olor. Por el contrario, el ambiente era animado e industrioso. Dos anchos túneles descendían desde la bocamina principal hacia las profundidades, y por ellos entraban y salían corrientes constantes de mineros que se alejaban con carretillas vacías y picos al hombro, o regresaban lentamente con las carretillas cargadas y la cara sucia. Toda esta actividad le resultó muy interesante a Reiner. Si la mina estaba trabajando a un ritmo tan febril, ¿por qué la cantidad de oro que llegaba a Altdorf era apenas un goteo? Daba la impresión de que el cuento de Matthais referente a las dificultades que tenían para extraer mineral era algo menos que veraz. Reiner pensó que no era el momento de interrogarlo al respecto.
Un tercer túnel carecía de tráfico. La entrada estaba abarrotada de herramientas rotas y pilas de material. Reiner lo señaló.
—¿Éste se ha agotado?
Matthais negó con la cabeza.
—Problemas estructurales. Tuvimos un hundimiento hace poco. Los ingenieros no dejarán que los mineros trabajen allí hasta que se haya apuntalado bien. —Llamó a Reiner para que lo acompañara hasta el lado izquierdo de la cámara de entrada—. Por aquí. Quiero enseñaros una cosa.
Mientras atravesaba con Matthais los torrentes de mineros, Reiner reparó en que los hombres guardaban un hosco silencio al pasar junto a ellos y susurraban entre sí a sus espaldas. Gutzmann debía de estar haciéndolos trabajar demasiado, pensó Reiner. Pero luego se le ocurrió que podía deberse a algo más, porque, al mirar en torno, vio otras señales de descontento. Los mineros tenían aspecto de sentirse perseguidos y a menudo miraban por encima del hombro. Un grupo había rodeado a uno de los capataces para quejarse enérgicamente. Reiner captó las palabras «desaparecido» y «no sé nada de eso».
—¿Ha habido algún problema? —preguntó Reiner.
Matthais bufó.
—Tonterías de campesinos. Afirman que los hombres están desapareciendo dentro de la mina. Yo supongo que huyen. También ha habido algunas muchachas del pueblo que han sido «secuestradas». —Se encogió de hombros—. No hace falta ser el rey de los magos para relacionar las dos cosas. Unos muchachos logran robar una o dos pepitas y se largan con sus adoradas a las llanuras donde no nieva durante ocho meses al año.
—Ah —dijo Reiner—. Bastante probable.
Atravesaron un arco abierto y entraron en un pasillo corto.
—Esto es lo que quería mostraros —dijo Matthais—. El primer propietario de esta mina era un poco raro, o tal vez quería estar cerca de su oro. La cuestión es que decidió vivir en la mina, así que se construyó la casa bajo tierra. Aquí.
Con un gesto, señaló una hermosa puerta de madera labrada que tenían delante y que no habría estado fuera de lugar en la fachada de la casa de un noble de Altdorf. Matthais la empujó hacia dentro, se asomó y luego llamó a Reiner para que entrara. La ilusión continuaba en el interior. El vestíbulo parecía el salón de entrada de una casa de ciudad, con una escalera espléndida que describía una curva hasta una galería que había en el piso siguiente. Había dos puertas que conducían a una sala de estar a la izquierda y a una biblioteca a la derecha. Ya era de por sí asombroso que algo semejante existiera en un lugar tan alejado de la civilización, pero lo que hacía que resultase increíble de verdad era que todo estaba tallado en la roca viva, desde la escalera con las barandillas y los postes que las remataban, pasando por las estatuas de rollizas virtudes metidas en nichos, las molduras del techo y los estantes donde descansaban las lámparas de aceite que iluminaban el lugar. Incluso las mesas de la biblioteca y algunos de los bancos y sillas nacían del suelo. Y no estaba toscamente tallado. La ornamentación era exquisita, con columnas barrocas envueltas en estilizado follaje, bestias heráldicas que sujetaban los anaqueles de la pared y gráciles patas curvas en las mesas y sillas de piedra. Aquello dejó a Reiner sin aliento.
—Es hermoso —dijo—. Demente, pero hermoso. Tiene que haber costado una fortuna.
Matthais le chistó a Reiner mientras lo seguía al interior de la sala de estar.
—Realmente no deberíamos estar aquí. Los ingenieros la han ocupado como oficina y dormitorio. A Gutzmann le costó bastante convencerlos de que no derribaran algunos de los adornos con el fin de hacer espacio para sus infernales artilugios. No tienen ojos para la belleza. Si no es práctico, no lo valoran.
Una doble puerta de madera se abrió al otro extremo de la sala y los iluminó un haz de luz amarilla. Shaeder les dirigió una mirada feroz.
—¿Qué estáis haciendo aquí?
Matthais se puso firme de inmediato y saludó.
—Lo siento, capitán. Sólo estaba enseñándole a Meyerling la maravilla local. No tenía intención de molestar.
Detrás de Shaeder, Reiner vio un comedor en cuyo centro había una gran mesa redonda, también tallada en la roca. En torno a ella se encontraban los ingenieros —hombres con la cara sucia y delantales de cuero ennegrecidos de aceite, muchos de los cuales llevaban gruesos anteojos—, inclinados sobre pergaminos que había esparcidos sobre la mesa. Apoyados en la oreja tenían trozos de carbón y plumas sucias de tinta, y llevaban pequeños cuadernos de piel entre las mugrientas manos.
—Bueno, ya la habéis visto —dijo Shaeder—. Ahora, marchaos.
—Sí, señor. —Matthais saludó mientras Shaeder volvía a cerrar la puerta. Miró a Reiner y se encogió de hombros como un niño al que han pillado robando manzanas.
Mientras salían sin hacer ruido, Reiner miró por encima del hombro.
—¿El comandante está a cargo de la mina?
Matthais negó con la cabeza.
—No oficialmente, pero el ingeniero jefe, Holsanger, murió en el hundimiento y el comandante se ha hecho cargo de sus funciones hasta que Altdorf pueda enviar un sustituto. Eso lo pone un poco tenso y gruñón.
—Ya veo.
Cuando volvieron a salir a la mina, Reiner oyó una risa sonora y una voz que protestaba ruidosamente y le resultaba familiar. Era Giano, de guardia con un destacamento de ballesteros que observaban a los mineros que iban y venían.
—Es verdad, os digo —decía Giano—. ¡Huelo con mis propios ojos!
—¿Qué problema hay, tileano? —preguntó Reiner.
—¡Ah, cabo! —dijo Giano—. Defender por mí, ¿eh? ¡Ellos decir yo ser estúpido!
Un ballestero robusto rió entre dientes y señaló a Giano con un pulgar.
—Olvidadlo, cabo. El comedor de ajo dice que debe de haber hombres rata en la mina. ¡Hombres rata!
—¡Verdad! —insistió Giano—. ¡Yo huelo ellos!
—¿Y cómo sabéis a qué huelen los hombres rata, soldado? —preguntó Matthais, condescendiente.
—Matan mi familia. Mi pueblo. Vienen hacia arriba de debajo del suelos y comen toda la gente. Nunca olvido el olor.
Matthais le dirigió una mirada severa.
—Los hombres rata son un mito, tileano. No existen. Y si no queréis pasar una temporada en el calabozo, os guardaréis esas tonterías para vos. Estos campesinos ya son bastante supersticiosos. No queremos que dejen las herramientas cada vez que una rata chille en la oscuridad.
—Pero ellos aquí. Yo sé…
—No importa lo que vos sepáis, soldado —le espetó Reiner—. O creéis saber. El cabo os ha ordenado guardar silencio, y guardaréis silencio. ¿Está claro?
Giano saludó a regañadientes.
—Claro como el agua, cabo. Sí, señor.
Matthais y Reiner salieron de la mina.
* * *
Mientras la partida regresaba al fuerte con la carreta cargada de material, Reiner comenzó a preguntarse por qué la escolta armada había ido a la mina a recoger el cargamento en lugar de esperar a que el carro llegara al fuerte. ¿Acaso el coronel Oppenhauer pensaba realmente que un cargamento de material de minería corría peligro en el corto trayecto entre la mina y el fuerte? ¿O acaso la orden de Manfred de investigar actividades sospechosas hacía que Reiner creyera ver otros motivos en el más inocente de los procedimientos militares?
En cualquier caso, llegaron al fuerte sin incidentes. Allí se reunió con ellos una caravana de carretas y carros cargados de mercancías de lujo procedentes de Altdorf, cazuelas de hierro de Nuln, vino, telas y mercancías de cuero de Bretonia, Tilea y más allá. Cuando la partida formó en orden de marcha, Oppenhauer llegó al trote sobre un enorme caballo de guerra blanco que incluso parecía pequeño para su gigantesco cuerpo con pecho de barril.
—Buenos días, muchachos —gritó con voz tronante—. ¿Preparados para ir de paseo?
—Sí, coronel —dijo Matthais al tiempo que lo saludaba—. Hermoso día para pasear.
Reiner también saludó y se pusieron en marcha. Pasaron por la puerta principal para salir al paso en dirección a Aulschweig. El terreno era igual que el que había al norte del fuerte. Empinadas laderas cubiertas de pinos que ascendían hasta rocosos picos coronados de nieve. El aire era muy frío, a pesar de lo cual comenzaron a tener calor cuando el sol cayó sobre ellos y les calentó el peto.
—Bueno, Meyerling —comentó Oppenhauer—. ¿Os habituáis a nuestra rutina?
Reiner sonrió.
—Sí, señor. Sin embargo, mi culo aún es un novato.
Oppenhauer rió.
—Vortmunder os está machacando, ¿no?
—Sí, señor.
Continuaron charlando alegremente durante una hora, más o menos, intercambiando chanzas, bromas e insultos bienintencionados. Reiner reparó en que los lanceros y pistoleros se mostraban más animados allí que en el campamento. Era como si fuesen escolares que hubieran huido del tutor. Se preguntó si sólo se debía a que no estaban entrenándose ni haciendo faenas o al hecho de que no había oficiales de infantería cerca. Esperaba que la relajación les soltara la lengua, pero siempre que empezaban a hablar del «futuro» o de «cuando Gutzmann le demuestre a Altdorf su temple», Oppenhauer carraspeaba y la conversación volvía a los habituales temas de cuartel.
Pasado un rato, un lancero comenzó a cantar una canción que hablaba de una moza de Nuln y un piquero con pata de palo, y al cabo de poco se le unió toda la compañía, comerciantes y carreteros, y se pusieron a improvisar rimas cada vez más indecentes mientras avanzaban.
Pero justo cuando llegaban a la sexta repetición del estribillo, una flecha se clavó en el pecho de un ballestero y lo hizo caer del carro cargado de material de minería. Antes de que Reiner pudiera entender qué sucedía, un enjambre de flechas salió del bosque en dirección a los otros ballesteros. Dos más cayeron.
—¡Bandidos! —gritó Matthais.
—¡Una emboscada! —tronó Oppenhauer.
En torno a Reiner, los caballos se alzaban de manos y los hombres gritaban. Los ballesteros supervivientes estaban devolviendo los disparos a los atacantes invisibles. Los pistoleros de Reiner desenfundaron las armas.
—¡Alto! —gritó Reiner—. ¡Esperad a ver los objetivos!
Un lancero cayó aferrándose el cuello.
Oppenhauer se puso de pie en los estribos y una flecha le rebotó sobre el peto.
—¡Adelante! ¡Cabalgad! ¡No os detengáis a luchar!
Los ballesteros echaron a los heridos sobre los carros y los carreteros y comerciantes azotaron a los caballos de tiro para que marcharan al trote. Los destacamentos de Reiner y Matthais los flanquearon. Cuando la caravana comenzó a avanzar, unos hombres harapientos ataviados con andrajosos calzones de piel y varias capas de prendas mugrientas salieron del bosque en su persecución armados con lanzas y espadas.
—¡Ahora, muchachos! —gritó Reiner. Él y su destacamento desenfundaron las pistolas y dispararon a diestro y siniestro. Los bandidos caían retorciéndose y gritando. El constante entrenamiento a que los sometía Vortmunder se notó en la estabilidad de los pistoleros, que se valían sólo de las rodillas para guiar a los caballos mientras volvían a cargar y disparaban hacia atrás.
—¡Meyerling! —gritó Oppenhauer—. ¡Cerrad la retaguardia! ¡Cuidado, tienen caballos!
—¡Sí, señor! ¡Frenad, muchachos! ¡Doble fila detrás de la última carreta! ¡Disparad a discreción!
Reiner miró hacia atrás mientras él y sus hombres dejaban que las carretas los adelantaran. Del bosque salían más bandidos, pero éstos iban montados en nervudos ponis de montaña que eran la mitad de grandes que el caballo de guerra de Reiner. Galopaban tras la caravana. Los pistoleros podrían haberlos dejado atrás con facilidad, pero los carros cargados eran demasiado lentos. Los bandidos estaban acortando distancias.
Reiner volvió a cargar y disparó para sumarse a las andanadas de sus hombres. Pocas eran las balas que hacían blanco, pero hubo un disparo muy afortunado que hirió en una rodilla al pony que iba en cabeza. El animal relinchó, se le dobló la pata y, al caer hacia adelante, desarzonó al jinete. Otros dos ponis que venían detrás se estrellaron contra él y cayeron. El resto saltó por encima y continuó adelante. Se acercaban cada vez más.
El camino describía un giro cerrado en torno a un afloramiento rocoso. Los ballesteros y comerciantes se sujetaban desesperadamente mientras los carros daban saltos y se sacudían hacia los lados. Reiner se abrazó al cuello del caballo al inclinarse para tomar la curva. El carro cargado de material de minería chocó con una piedra, dio un salto y volvió a caer con un golpe sonoro. Una de las cajas más pequeñas se soltó y se deslizó. Un ballestero intentó cogerla, pero era demasiado pesada. Cayó por la parte trasera del carro y rebotó unas cuantas veces antes de detenerse de lado. El resto de los carros la esquivaron y pasaron por su lado.
—¡Coronel! —gritó Matthais mientras la caja se alejaba rápidamente tras ellos—. ¡Hemos perdido una caja!
—¡Maldito sea! —gruñó Oppenhauer—. ¡Media vuelta! ¡Media vuelta! ¡Defended la caja!
—¡Media vuelta, muchachos! —gritó Reiner. Él y Matthais frenaron las monturas y giraron en círculo cerrado con los hombres detrás mientras los carros de los comerciantes comenzaban a dar media vuelta lentamente. Oppenhauer retrocedió para ocupar la vanguardia. Reiner estaba desconcertado. ¿Tanto le preocupaban los picos y las palas al coronel como para poner en peligro las vidas de sus hombres y la suya propia para recuperarlos? ¿Qué había dentro de aquella caja?
Cuando los destacamentos de Reiner y Matthais volvieron a tomar la curva por delante de los carros, Reiner vio que algunos de los bandidos se habían detenido. Cuatro de ellos intentaban llevarse hacia los árboles la caja que apenas podían levantar. Los otros permanecían apostados para protegerlos.
Oppenhauer volvió la cabeza para gritarles a los carreteros por encima del estruendo de los caballos.
—¡Detened los carros a la derecha y la izquierda de la caja! Necesitaremos que nos cubran mientras la cargamos. —Señaló a Reiner y Matthais—. Acabad con los hombres que tienen la caja y luego poneos a cubierto detrás de los carros.
Reiner y Matthais saludaron y alzaron las armas.
—Pistoleros, preparados —ordenó Reiner.
—Lanceros, preparados —dijo Matthais.
Los pistoleros se llevaron las armas a la mejilla y los lanceros apuntaron al cielo con las lanzas.
—¡Fuego! —gritó Reiner.
Los hombres apuntaron con las pistolas y dispararon hacia el grupo de bandidos. Unos cuantos cayeron y otros respondieron a los disparos. El resto corrió hacia los ponis para intentar montar.
—¡Cargad! —gritó Matthais.
Los lanceros bajaron las lanzas y espolearon a los caballos para lanzarlos al galope. Oppenhauer cargó con ellos.
—¡Sables! —gritó Reiner.
Los pistoleros desenvainaron y siguieron a los lanceros y a Oppenhauer, que acometían a los bandidos a los que ensartaban y atropellaban con los caballos. El resto se dispersaron, a pie o montados, y corrieron hacia el bosque en el momento en que los carros se detenían junto a la caja. Otros bandidos llegaron corriendo por el camino, los rezagados de la emboscada inicial, pero al ver la situación también desaparecieron en el bosque.
Reiner y Matthais regresaron rápidamente con sus destacamentos y desmontaron a cubierto de los carros mientras los ballesteros comenzaban a disparar saetas hacia los árboles. Les respondió una lluvia de flechas que acribillaron las carretas y el cargamento.
—¡Lanceros! —bramó Oppenhauer al tiempo que saltaba del caballo—. ¡Ayudadme con la caja!
Matthais y tres de sus hombres avanzaron hasta la caja y la cogieron por los bordes. Incluso con la colaboración de Oppenhauer, tuvieron que esforzarse mucho para levantarla. Las preguntas de Reiner estaban transformándose en sospechas. Vio que la tapa se había levantado por una esquina, y se acercó.
—Permitidme que os eche una mano.
—Ya la tenemos, Meyerling —gruñó Oppenhauer, pero Reiner no le hizo caso y se puso a ayudar. Cuando la levantaban lentamente para colocarla sobre el carro junto a otra de las mismas características, Reiner logró echar un vistazo por debajo de la tapa. Estaba llena de pequeños rectángulos de metal amarillo que brillaba como el… oro.
Antes de que pudiera estar seguro de lo que había visto, Oppenhauer dio un golpe a la tapa con la mano y la cerró.
—¡Ahora, adelante! ¡Cabalgad! —gritó.
Reiner miró al coronel que corría de vuelta al caballo, pero su expresión era hermética. ¿Sabía que Reiner había visto el oro? ¿Había tenido la intención de ocultarlo o sólo pretendía cerrar la tapa?
Los carros giraron desmañadamente mientras las flechas silbaban en torno a ellos. Los ballesteros respondieron disparando al azar hacia los árboles hasta que volvieron a ponerse en marcha. Oppenhauer, con Matthais, Reiner y sus destacamentos, cerraron la retaguardia, pero los bandidos no los persiguieron, sino que cuando quedaron fuera del alcance de los ballesteros, fueran a recoger flechas y atender a los caídos.
La caravana continuó hacia Aulschweig con cuatro muertos y diez heridos. Reiner cabalgaba en silencio, sin prestar atención a la nerviosa charla de los hombres. Había descubierto adónde iba el oro perdido de Manfred, aunque no tenía ni idea de por qué atravesaban la frontera. Lo más importante era la mera existencia del oro. La caja que había visto contenía lo suficiente para convertir a un hombre en el más rico del Imperio. Y había dos cajas iguales metidas entre el cargamento. Dos fortunas. Más de lo que incluso Karl-Franz podría gastar en toda la vida.
Reiner sonrió. No era codicioso. No quería las dos. Necesitaba sólo una. Con una sería más que suficiente para pagar a un brujo con el fin de que quitara el veneno de las venas a los Corazones Negros, para comprar la libertad de todos ellos.
Ahora, la única pregunta era cómo conseguirlo.
* * *
El castillo del barón Caspar Tzetchka-Koloman parecía estar agazapado por encima del fértil valle de Aulschweig como un lobo que contemplara un gallinero desde lo alto. Lo habían construido para guardar la entrada del paso contra el Imperio cuando, en los salvajes tiempos antiguos, había existido peligro de invasión por ese lado. Era un pequeño pero robusto alcázar que parecía brotar de los riscos que lo rodeaban. El valle de abajo parecía un sueño de cómo podría haber sido el Imperio si no hubiese estado sometido a tantos años de guerra: una maravilla verde de campos de trigo que aún no había madurado y huertos de manzanos, perales y nogales. Diminutas aldeas de piedra y madera anidaban en las suaves ondulaciones del terreno, y las agujas de las torres de sus santuarios rurales asomaban por encima de los pinos.
El barón Caspar era un joven inquieto, unos años mayor que Reiner, pero de temperamento infantil. Tenía un semblante pálido, de rasgos afilados, con el pelo negro como el azabache y ojos oscuros, y no paró de moverse y removerse en el asiento durante la generosa cena que dispuso para sus huéspedes en el alto salón lleno de estandartes de su gélido alcázar.