5
Paradigmas de virtud marcial
El general dejó sitio para Reiner junto a él, a su izquierda, y para ello obligó a desplazarse a un caballero de pelo gris y barba cuadrada.
—Cabo Reiner —dijo mientras éste encajaba la silla en el sitio y trataba de mantener los codos pegados al cuerpo—. Permitidme presentaros al comandante Volk Shaeder, mi mano derecha.
El venerable caballero inclinó la cabeza.
—Bienvenido, cabo. Habéis aguantado nueve rondas, según me han dicho. Todo un logro. —Tenía la voz suave y grave de un erudito y llevaba un ascético ropón gris sobre el uniforme, pero era tan alto y ancho como el resto. Un martillo sigmarita de plata pendía de su cuello mediante una cadena. A Reiner le pareció que pesaba tanto como un ancla.
—Yo estaría perdido sin Volk —dijo Gutzmann—. Se ocupa de los asuntos cotidianos del fuerte, y me deja en libertad para jugar a soldados. —Sonrió—. También es nuestro guía espiritual y nos mantiene siempre dirigidos hacia Sigmar.
Shaeder volvió a inclinar la cabeza.
—Hago, humildemente, todo lo que puedo, general.
—A la izquierda de Volk —continuó Gutzmann—, está el coronel de caballería Halkrug Oppenhauer, o Hallie, como lo llamamos nosotros, Caballero Templario de la Orden de la Rosa Negra.
Un gigante calvo de rostro arrebolado le dedicó a Reiner un saludo cordial y una ancha sonrisa entre las largas barbas doradas al tiempo que los azules ojos destellaban. Reiner recordaba que había sido uno de los últimos eliminados de los juegos. Era un jinete asombrosamente ágil para el tamaño que tenía.
—Un buen espectáculo el de hoy, pistolero —dijo—. Es una verdadera lástima que no tengáis el peso necesario para ser lancero.
Reiner le devolvió el saludo.
—Maldigo mi suerte cada día, coronel.
—Y a mí derecha —prosiguió Gutzmann—, se encuentra el coronel de infantería Ernst Nuemark, campeón de los Espadones de Carrolsburgo y héroe del asedio de Venner.
Un hombre bronceado y completamente afeitado, con el cabello corto tan rubio que parecía blanco, se inclinó hacia adelante y le hizo un solemne gesto de asentimiento a Reiner.
—Es un placer conoceros, pistolero —dijo, aunque no parecía muy complacido.
—El placer es mío, coronel —respondió Reiner formalmente. Era la primera vez que veía al coronel Nuemark, ya que no había asistido a los juegos.
—¿Y dónde está Vortmunder? —preguntó Gutzmann, al tiempo que miraba alrededor.
—Aquí, general —dijo un capitán poniéndose en pie. Era un tipo nervudo y de ojos brillantes, con el pelo oscuro y bigote encerado que formaba dos largas guías que sobresalían a los lados de la cara.
—Éste es vuestro capitán, Meyerling —dijo Gutzmann—. El capitán de pistoleros Daeger Vortmunder. Es un buen hombre. Escuchad lo que os diga.
—Así lo haré, general, gracias. —Reiner se inclinó hacia Vortmunder—. Capitán.
—Bienvenido a bordo, cabo. Si disparáis tan bien como montáis, nos llevaremos bien.
—Me esforzaré por impresionaros, capitán —respondió Reiner.
Se sirvió el primer plato y los oficiales comenzaron a cenar. La comida era excelente.
Gutzmann le sirvió vino a Reiner.
—Matthais me ha dicho que luchasteis en el norte. Con Boecher, ¿verdad? Contadme cómo fue el final.
Algo en la voz de Gutzmann hizo que Reiner vacilara. Aunque la expresión del general era tan amistosa y abierta como siempre, le vio en los ojos una voracidad que lo hizo estremecer.
—Me temo que ya estaba lejos cuando se libró la última batalla, mi señor —dijo Reiner—. Me hirieron cuando intentábamos contener el avance de Haargroth, y no me recuperé antes del final.
—Pero tenéis que saber más que nosotros al respecto, que estamos inmovilizados en el trasero del Imperio. Contádmelo. —Era una orden.
Reiner tosió.
—Bueno, estoy seguro de que ya conocéis el principio, mi señor: el viejo Huss hacía horrendas predicciones de invasión desde el norte y proclamaba a su niño campesino como reencarnación de Sigmar. Nadie le prestó ninguna atención hasta que llegaron las primeras noticias de Erengrado y Praag. Gracias a Sigmar, o Ulric, supongo, ese Todbringer reaccionó con rapidez, y también Von Raukov de Wolfenburgo. Apostaron ante Archaon los hombres suficientes para retrasarlo durante un tiempo y organizar una defensa. —Suspiró—. Pienso que ésa fue la parte más difícil. Lograr que tantos grupos dispares lucharan codo con codo. Elfos de Loren, enanos de las Montañas Centrales, kossars de Makarev. Todbringer prácticamente tuvo que beber del cáliz y jurar ante la dama para lograr la colaboración de los bretonianos. Y a pesar de todo, casi no bastó.
—Esta vez tenían cañones, los nórdicos —dijo Gutzmann.
—Sí, cosas terribles que casi parecían estar vivas. Sus proyectiles eran bolas de llamas. —Reiner bebió un sorbo de vino y continuó—: Logramos algún éxito, pero aquellos diablos eran demasiados. Era como intentar detener un río con una verja. Y otros enemigos surgieron de las sombras para aprovecharse de nuestra debilidad. Inmundos hombres bestia con cabeza de cabra salieron del Drakwald, y también pieles verdes. Luchaban entre sí tanto como lo hacían contra nosotros, pero eso no contuvo la marea del ataque.
—Y durante todo ese tiempo, Karl-Franz y los condes y barones del sur discuten con agitación sobre quién debe acudir y quién debe quedarse, y no se ponen en marcha —espetó Gutzmann.
Reiner fingió toser, evasivo.
—Tal vez fuera como decís, mi señor. Yo estaba en Denkh, por entonces, donde me preparaba para el ataque que se avecinaba. Las hordas se apoderaron con rapidez de Ostland y luego del oeste de Middenland. Entonces fue cuando tuve mi momento de gloria, aunque breve. En la segunda carga me clavaron una espada en la pierna y quedé fuera de combate, y Haargroth continuó hacia Middenheim con el resto de la horda de Archaon. —Se encogió de hombros—. No me importa deciros que no lamento haberme perdido el asedio.
—¿Fue un baño de sangre, entonces? —preguntó Shaeder.
Reiner asintió.
—Decenas de miles de muertos según todos los testigos, comandante. Archaon y sus satélites atacaron la ciudad de Ulric durante más de dos semanas. Por suerte, los muchachos de Ostland los habían contenido durante el tiempo suficiente para que Todbringer y Von Raukov llevaran sus soldados al interior de la ciudad y reforzaran las defensas. A pesar de todo, estuvo a punto de caer y los nórdicos pasaron por encima de las murallas en algunos puntos, aunque luego tuvimos un poco de suerte con los pieles verdes. Al jefe se le metió en la sesera que tenía que ser el primero que entrara, así que fue tras Archaon. Y con los elfos, bretonianos y kossars acosándolos desde el bosque, los nórdicos se desanimaron y retrocedieron hasta Sokh para reagruparse. —Se inclinó hacia adelante—. Ese día llegó Karl-Franz y atacó de inmediato, pero Archaon lo mantuvo a raya y la batalla duró tres días; al segundo llegaron Vahen y Huss, y se trabaron en combate con Archaon al tercero.
—Fue entonces cuando Vahen sufrió la herida mortal, ¿verdad? —preguntó Shaeder.
—Sí —respondió Reiner—. Huss se lo llevó mientras Archaon luchaba con el jefe orco que también había atacado.
Gutzmann bufó al oír esto.
—Al cuarto día —continuó Reiner—, los ejércitos volvieron a enfrentarse, y las cosas pintaban mal porque los hombres bestia atacaron los cañones de Karl-Franz por la retaguardia, pero antes de que cualquiera de los bandos lograra una ventaja real apareció una tercera fuerza.
—Von Carstein —dijo Gutzmann.
—Así que mi señor se ha enterado —dijo Reiner.
—Sólo rumores. Proseguid.
—Levantó a los muertos, mi señor. Los hombres del Imperio y del norte por igual se levantaron de allí donde habían caído y atacaron a ambos bandos de forma indiscriminada. Las fuerzas de Archaon huyeron hacia el norte mientras que Karl-Franz retiró a su ejército al interior de Middenheim. Los de Sylvania los siguieron y Von Carstein exigió la rendición del Emperador y de la ciudad, pero Volkmar salió y le dijo que se marchara y, aunque apenas puedo creerlo, lo hizo. Dio media vuelta y se largó de regreso a Sylvania sin decir una sola palabra más.
—Y eso fue todo —dijo Gutzmann, con tono seco.
—Sí, mi señor. Middenheim resistió y el ejército de Archaon fue dispersado.
Gutzmann volvió a bufar.
—Y Altdorf llama a eso una gran victoria.
—¿Cómo decís, mi señor?
—El Imperio fue salvado, pero no por la reencarnación de Sigmar ni por el poder de los caballeros de Karl-Franz, ni por la muy cacareada Compañía de la Luz, sino por un jefe orco y un brujo no muerto.
Reiner tosió.
—Eh… puede que hayan intervenido al final, mi señor, pero no pueden dejar de tenerse en cuenta las valientes acciones defensivas de los hombres de Ostland y Middenheim que mantuvieron a las hordas a raya. Sin ellos, Middenheim habría caído con total seguridad.
—¡Y si los hubieran comandado bien —gritó Gutzmann—, las hordas jamás habrían logrado llegar hasta Middenheim! ¡Cuántos hombres murieron innecesariamente porque nuestros obstinados condes continúan pensando que la única manera de derrotar a un enemigo es el enfrentamiento directo con independencia de las circunstancias! Si no hubieran insistido en blandir el martillo de Sigmar contra objetivos que era mejor eliminar con un estilete, el conflicto podría haber acabado en semanas, en lugar de meses.
—Mi señor —dijo Reiner, irritado a pesar de sí mismo. Era probable que Gutzmann fuese el estratega que creía ser, pero no se había enfrentado con las hordas. No había luchado cuerpo a cuerpo con los guerreros kurgans. Reiner sí—. Mi señor, eran una fuerza de cien mil. Y el más pequeño era tan grande como dos hombres normales.
—¡Exactamente! —asintió Gutzmann—. Cien mil hombres titánicos que debían alimentarse con kilos de comida cada día para conservar las fuerzas. —El general se inclinó hacia él con los ojos destellando—. Decidme, pues habéis luchado contra ellos, ¿reparasteis en sus líneas de suministros? ¿Los avituallaban desde alguna reserva situada en el norte?
Reiner se echó a reír.
—No, mi señor. Eran bárbaros. No tenían líneas de suministros. Apenas si tenían orden de marcha. Rapiñaban en las tierras por las que pasaban para alimentarse.
Gutzmann señaló a Reiner con un dedo.
—¡Exacto! Así que, si uno de nuestros nobles caballeros, nuestros paradigmas de virtud marcial, hubiese tenido la previsión de recoger todas las cosechas y matar toda la caza que hubiera en el camino de Archaon, y luego quemar todas las granjas y bosques antes de que llegara la horda, ¿qué habría sucedido? —Golpeó la mesa con la palma de una mano—. Los nórdicos habrían muerto de hambre durante la marcha antes de haber recorrido la mitad de la distancia desde Kislev, o más probablemente se habrían devorado unos a otros como salvajes. De uno u otro modo, eso habría reducido considerablemente el número de enemigos sin causar casi ninguna baja en nuestros ejércitos. En lugar de eso, Todbringer y Raukov enviaron contra ellos fuerzas equipadas con precipitación y sin preparar que, aunque puede que los hayan retrasado, también les llenaron la olla y los mantuvieron fuertes. —Rió con amargura—. Los caballeros del Imperio adoran tanto sus pruebas de armas que a veces piensan que es mejor luchar sin ganar que ganar sin luchar.
Reiner no era un estudioso de la ciencia militar. No sabía si las teorías de Gutzmann serían aceptadas por otros generales, pero a él le parecían sensatas.
Gutzmann negó con la cabeza.
—Es una locura que a mí me enviaran aquí mientras Boecher, Leudenhof y estúpidos de ese calibre eran enviados a defender el Imperio en su hora más oscura.
El comandante Shaeder se inclinó hacia adelante con ojos ansiosos.
—Pero, claro está, debemos hacer lo que nos mande el Emperador, mi señor. Sin duda, sabe mejor que nosotros cómo defender nuestra tierra natal.
—¡No fue Karl-Franz quien me desterró! —le espetó Gutzmann—. Fue el gallinero de cobardes de Altdorf, que temían tanto mis victorias de Ostermark que imaginaron que separaría ese territorio del Imperio y me coronaría rey. Como si yo fuese capaz de hacer algo que perjudicara a la tierra que amo.
—Y entonces —dijo un capitán de piqueros desde un extremo de la mesa—, ¿por qué le volvéis la espalda a esa tierra?
—¡No ha hecho nada de eso! —le gritó Shaeder al tiempo que lo miraba con ferocidad—. Habéis olvidado quién sois, señor. —Unos pocos oficiales de caballería dirigieron miradas nerviosas a Reiner, cuyo corazón latió con más fuerza. ¿Qué era eso? Parecía exactamente el tipo de cosas que Manfred le había pedido que buscara.
—No le he vuelto la espalda al Imperio —respondió Gutzmann con voz queda—. Es el Imperio quien me ha vuelto la espalda a mí. —Torció la boca con una mueca de asco—. A veces me pregunto si se percatarían en caso de que desapareciera.
Se hizo el silencio en la mesa. Gutzmann miró en torno a él como si acabara de recordar dónde estaba.
De repente, rió y agitó una mano.
—Pero basta de hipótesis. Ésta debería ser una ocasión alegre. —Se volvió a mirar a Reiner—. Veamos, señor, ¿cuáles son las nuevas canciones en Altdorf y Talabheim? ¿Qué obras se representan en los teatros? Aquí, en el interior, estamos hambrientos de cultura. ¿Cantaréis para nosotros?
Reiner casi se atragantó con el vino.
—Me temo que no soy cantante, señor. Si cantara, cuando acabase estaríais más hambriento de cultura que antes.
Gutzmann se encogió de hombros.
—Muy bien. —Miró hacia el resto del comedor—. ¿Alguien más? ¿Alguno de los nuevos nos cantaría una canción?
Se produjo una larga pausa mientras los reclutas se removían en las sillas con incomodidad, pero al fin Karel se puso de pie, con las rodillas temblorosas.
—Eh… —Tragó y volvió a empezar—. En…, si mis señores desean oír una balada, hay una que a las damas les gusta mucho ahora.
—Por supuesto que sí, muchacho —dijo Gutzmann—. Somos todo oídos.
Karel tosió.
—Muy bien, mi señor. Eh… se titula: ¿Cuándo volverá, mi Yan a casa?
Reiner se preparó para lo peor. Sin embargo, tras algunas vacilaciones más, Karel se irguió y comenzó a cantar con la voz de un niño del coro de Shallya, aguda y pura. Los comensales permanecieron sentados y embelesados mientras él cantaba la historia de una joven granjera que esperaba que su amante regresara de la guerra del norte, pero se lo devolvían transportado sobre los hombros de seis de sus amigos, muerto por una flecha envenenada. Era una canción que partía el corazón, cantada con desgarradora dulzura, y cuando al final la joven granjera decidía desposarse en la muerte con el amante y se arañaba con la flecha que lo había matado, Reiner vio que muchos de los caballeros se enjugaban los ojos.
La canción pareció enfadar sólo a Gutzmann, aunque lo disimuló bien.
—Hermosa canción, muchacho. Pero ¿qué tal algo alegre, ahora? Algo que nos aligere el corazón.
Tras pensarlo durante un momento, Karel cantó una canción sobre un bribón al que una falsa sacerdotisa había llevado a la ruina, y que hizo que todo el comedor estuviera cantando con él al llegar al segundo estribillo, después de lo cual la atmósfera se relajó y la conversación se centró en temas ligeros y bromas soeces.
Hacia el final de la cena, cuando se había servido el pudín con brandy y Gutzmann y unos caballeros que estaban a su derecha habían entablado una animada conversación sobre competiciones de estacas de antaño y sobre quién había caído y quién se había roto un brazo o una pierna, el capitán Shaeder se inclinó hacia Reiner.
—Debéis disculpar al general Gutzmann —murmuró—. Es un hombre apasionado y la inactividad de este puesto le causa frustración. Pero aquí somos todos hombres leales. —Rió, tenso—. Si el general tuviera algunos años más, comprendería que ningún puesto es más importante que otro. Y hay muchos que se contentarían con tener el puesto que fuera.
—Muy cierto, comandante —dijo Reiner—. Y no me he sentido ofendido, no temáis.
Shaeder inclinó la cabeza hasta casi meterle la barba en el pudín.
—Me tranquilizáis, señor.
Cuando la cena concluyó, Matthais se ofreció a llevar a Reiner a su alojamiento y se disculpó porque tendría que dormir en una tienda situada en el exterior de la muralla norte en lugar de alojarse en las barracas de los pistoleros, dentro del fuerte.
—Está todo demasiado lleno, de momento —dijo.
—Sí —asintió Reiner—. Ya me he dado cuenta, aunque no entiendo muy bien por qué. Por la forma en que describisteis la situación, no parece haber necesidad de tantos hombres.
—Eh… sí, bueno… —Matthais tosió, repentinamente incómodo—. Creo que os mencioné que había algunos problemas en Aulschweig.
—Sí. Luchas internas entre los gobernantes o algo así.
Matthais asintió con la cabeza.
—Exacto. El hermano menor quiere el trono del mayor. Las habituales necedades de los Reinos Fronterizos. Pero en este momento existe el peligro de que estallen las hostilidades. El hermano menor es el barón Caspar Tzetchka-Koloman, un bastardo que tiene un castillo justo al otro lado de la frontera. El mayor es el príncipe Leopold Aulslander. Altdorf quiere que Leopold continúe en el gobierno, pues es el más estable y sensato de los dos, así que podríamos tener que intervenir si Caspar decide actuar. Por eso necesitamos más soldados.
—Ah, todo queda aclarado —dijo Rainer, en absoluto convencido. La explicación de Matthais tenía sentido, pero el colérico estallido del capitán de piqueros a la hora de la cena aún resonaba en los oídos de Reiner.
—Al menos tendréis una tienda para vos solo —dijo Matthais—, si os sirve de consuelo.
El corazón de Reiner dio un salto y olvidó todo pensamiento de intriga. ¿A solas con Franka?
—Bueno, creo que me las arreglaré bien.
Matthais reía y estaba alegre cuando salieron del comedor, pero ahora, mientras atravesaban el fuerte en el frío aire de la noche, bajó la voz.
—Eh… espero que no hayáis interpretado como traición las palabras del general Gutzmann, cabo.
—En absoluto, Matthais —respondió Reiner—. Me pareció una queja bastante razonable, considerando las circunstancias.
Matthais asintió con seriedad.
—¿Así que comprendéis su frustración?
—Por supuesto —replicó Reiner, que intentaba fingir el tipo de valentía fanfarrona que sabía que valoraban los lanceros del temperamento de Matthais—. Cualquier hombre se sentiría decepcionado si lo mantuvieran tan alejado del frente.
—Pero vos os dais cuenta de lo injusto que es eso —insistió el muchacho cuando salían por la puerta norte—. El menosprecio deliberado. El peligro en que se puso al Imperio debido al miedo y el favoritismo.
Reiner vaciló. Los ojos de Matthais brillaban con un fervor casi religioso.
—Sí —respondió al fin—. Es una gran vergüenza. Sin duda.
El joven cabo le dedicó una ancha sonrisa.
—Sabía que lo veríais así. Sois un hombre inteligente, Reiner. No un testarudo viejo tonto. —Alzó la mirada—. Ah, ya hemos llegado a vuestro castillo de lona.
Tendió una mano hacia la puerta de la tienda, pero ésta se abrió desde el interior.
Franka hizo una reverencia desde la abertura.
—He deshecho vuestro equipaje, mi señor.
Matthais asintió con aprobación.
—Es una medida sabia haberos traído un ayuda de cámara con vos. Yo he tenido que conformarme con un muchacho de la localidad. Un desastre. Me roba los pañuelos. —Ejecutó una breve reverencia—. Buenas noches, cabo. Buena suerte con vuestros nuevos deberes, mañana. Os gustará Vortmunder. Es un poco kossar, pero eso es pura fachada.
—Gracias, cabo. Buenas noches —dijo Reiner al tiempo que le devolvía la reverencia. Luego dejó caer la puerta de la tienda.
Aguardó hasta que los pasos de Matthais se apagaron y se volvió a mirar a Franka con una ancha sonrisa.
—¡Ah! Al fin solos. He estado esperando este momento durante los últimos cuatro meses.
—Y esperaréis aún otros tres, mi señor —replicó ella, mordaz—. Porque mi juramento es tan fuerte aquí como lo era en Altdorf.
Reiner suspiró.
—¡Pero ahora tenemos la oportunidad! Dentro de tres meses podríamos estar en marcha, o atrapados otra vez en la casa que Manfred tiene en la ciudad, sin ningún momento de intimidad.
—Eso sólo hará que sea más dulce cuando llegue el momento.
—¡Bah! —Reiner comenzó a desatarse los cordones del justillo, pero luego se detuvo, miró otra vez a Franka y le dedicó una sonrisa afectada—. Desátamelo.
—¿Qué?
—Eres mi ayuda de cámara, ¿no es cierto? Desátamelo.
Franka puso los ojos en blanco.
—¿Quieres continuar con la charada cuando no estemos en público?
—¿Y por qué no? Eso evitará que cometamos deslices cuando estemos acompañados.
Franca frunció el entrecejo.
—Mi señor, intentáis engañarme.
—En absoluto. No te pido que me dejes desatarte el tuyo, ¿verdad?
Franka bufó.
—Muy bien, mi señor. Como mi señor desee. —Avanzó hacia él y comenzó a tironear bruscamente de los cordones.
—Suave, muchacha. —Reiner reía mientras luchaba para permanecer de pie—. Vas a tirarme al suelo.
—¿«Muchacha», mi señor? —preguntó Franka mientras abría a tirones los últimos lazos—. ¿Llamáis «muchacha» a vuestro ayuda de cámara? Tal vez a mi señor le falla la vista. —Aferró el cuello de la prenda y comenzó a tironear de ella desde los hombros.
—Franka… Franz… tú… —Con los brazos atrapados dentro de las mangas, Reiner no pudo mantener el equilibrio, se tambaleó y cayó. Franka intentó sujetarlo pero cayó junto con él y derribó el camastro. Acabaron en un enredo de mantas, con la ligera estructura de madera encima.
Franka le dio una palmada mientras reía.
—¡Lo has hecho a propósito!
—¡No es verdad! —gritó Reiner—. ¡Vos habéis sido demasiado brusco, señor!
Le atrapó la muñeca para impedir que le diera otra palmada, y de pronto se encontraron el uno en brazos del otro, abrazándose desesperadamente y besándose con toda el alma. Gemían de deseo mientras las manos de ambos se movían con ardor. Reiner rodó para que ella quedara sobre él, pero Franka se separó con un sollozo.
Reiner se sentó.
—¿Qué sucede?
—Lo siento —dijo ella, y escondió el rostro—. No tengo intención de provocarte, pero no soy tan fuerte como pretendo. Por eso te he implorado tanto que no insistas. Porque haría falta muy poco para lograr que cediera, y entonces jamás podría perdonármelo.
Reiner suspiró y la atrajo hacia su pecho.
—Ah, Franka… Yo…
Unos pasos se aproximaban a la tienda.
—¡Cabo Meyerling! —llamó una voz—. ¿Estáis ahí dentro? —Era Karel.
Reiner y Franka se incorporaron como dos escolares culpables. Reiner se quitó el justillo de un tirón y se lo lanzó a Franka.
—Toma, coge esto y guárdalo. Y sécate los ojos. De prisa.
Franka se volvió hacia el baúl de viaje de Reiner mientras él recogía el camastro y apilaba las mantas encima.
—Adelante —dijo. Karel entró en la tienda, inclinado, con las alforjas y la armadura echadas sobre los hombros.
—¿Cabo Ziegler? —dijo Reiner.
—Tienen escasez de alojamientos, cabo —dijo Karel, con una sonrisa—. Pensaban que disponían de más tiendas, pero no es así. Les dije que no os importaría compartir la vuestra conmigo.
Detrás de él, Franka hizo un sonido compulsivo que podría haber sido un bufido, pero probablemente no lo era.
Reiner apretó los dientes.
—En absoluto, señor, en absoluto. Entrad. Ocupad el otro camastro. —Le lanzó una mirada feroz a Franka—. Franz dormirá en el suelo.
Por razones obvias, a Reiner le costó dormirse esa noche, así que, mientras Karel roncaba, feliz, en su camastro y Franka se acurrucaba bajo las mantas de viaje, Reiner permaneció sentado en el exterior de la tienda, envuelto en sus mantas, y se dedicó a mirar las estrellas.
Una parte de él maldecía la inoportuna interrupción de Karel, pero otra parte la agradecía. Reiner no deseaba herir a Franka, pero siempre que la tenía delante el impulso de abrazarla era abrumador y olvidaba todas las promesas y el honor. ¡Tres meses! ¡Por la sangre de Sigmar, podría explotar para entonces!
Un movimiento a su izquierda le llamó la atención. Estiró el cuello. Entre las tiendas se deslizaban tres figuras en dirección al camino norte. Todas llevaban largas capas con la capucha bien echada para ocultarles el rostro.
Reiner frunció el entrecejo. Era posible que tuvieran una razón perfectamente inocente para andar por el exterior a esa hora. Una patrulla, tal vez. Y hacía frío. Puede que llevaran las capas para abrigarse, pero algo furtivo en sus movimientos delataba un propósito oscuro.
«Hay demasiada alegría aparente en este lugar», pensó Reiner al tiempo que se recostaba. Los juegos, las canciones, el cariño que los soldados le tenían a su comandante. Sin embargo, otras cosas se agitaban en las profundidades. Tanto Matthais como Shaeder habían intentado sutilmente descubrir qué pensaba Reiner de Gutzmann. ¿Simpatizaba con las frustraciones del general o creía que el Imperio tenía razón en todo? Resultaba extraño, o tal vez no tanto, que Reiner se sintiera más atraído hacia el bando de Gutzmann. El general quería escapar del sofocante abrazo de la autoridad, y él también.