4: Siempre es el general

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Siempre es el general

El viaje había transcurrido sin novedad, un lento trayecto aburrido hacia el sur desde Averheim, a través de tierras de cultivo y pasturas que durante todo el recorrido tenían como telón de fondo las Montañas Negras que se alzaban como una hilera de dientes cariados. A la tercera jornada, justo después de mediodía, llegaron a las estribaciones y sintieron las primeras brisas gélidas que descendían desde las alturas. Al anochecer, cuando se detuvieron para acampar en un espeso bosque de pinos, el verano había quedado completamente atrás y Reiner sacó del equipaje la capa y se la echó sobre los hombros.

—¿Por qué Manfred no podía enviarnos a algún sitio cálido? —le murmuró a Franka cuando, aquella noche, ambos estaban tumbados dentro de la tienda—. Primero, las Montañas Centrales. Ahora, las Negras. ¿Acaso en las llanuras no hay problemas?

* * *

Al día siguiente aún hizo más frío a medida que la larga columna de reclutas se adentraba en la cadena montañosa por el tortuoso sendero. Al menos el cielo continuaba azul y el sol los calentaba cuando no marchaban a la sombra de algún desfiladero.

Aquella tarde, el sendero descendió hasta un pequeño valle despejado y se ensanchó para transformarse en un camino bien cuidado. Algunos feudos pobres aparecían a derecha e izquierda, donde reses esqueléticas se alimentaban de hierba raquítica. Al final del valle la columna atravesó el pueblo minero de Brunn que, aunque pequeño, era capaz de sustentar un gran burdel llamativamente pintado. Reiner sonrió para sí. Eso, por sí solo, demostraba que había una guarnición en las proximidades.

En el camino al otro lado del pueblo comenzaron a encontrarse con grupos de hombres que llevaban picos al hombro. Los que se dirigían al sur iban silbando y charlando. Los que se encaminaban al norte estaban cubiertos de suciedad y caminaban penosamente en silencio. Por todo ello, Reiner no se sorprendió cuando, poco después, Matthais señaló un sendero que se bifurcaba del camino principal, muy desgastado por ruedas de carros, y dijo que era el camino que llegaba hasta la mina de oro.

Menos de un kilómetro y medio después, las empinadas laderas de la hondonada, cubiertas de espeso bosque, se separaron para dejar lentamente a la vista el lugar de destino de la columna. Al aproximarse a él desde el norte, el fuerte tenía un aspecto extraño porque estaba fortificado por un solo frente. Por el lado del Imperio no había casi defensas, salvo una muralla baja y una ancha puerta allende la cual se alzaban barracas, establos y almacenes, con una imponente roqueta situada a la derecha, donde Matthais dijo que se alojaban los oficiales superiores. Al otro lado estaban las enormes fortificaciones del sur: una gruesa muralla de piedra gris casi tan alta como la roqueta, que abarcaba todo el ancho del paso. La parte superior estaba cubierta de almenas con troneras para los arqueros y canales para el aceite hirviendo. Unas catapultas anchas y bajas, todas dirigidas hacia el sur, descansaban sobre cuatro torres cuadradas. En el centro había un ancho túnel que atravesaba el grueso de la muralla, con macizas puertas de madera provistas de bandas de hierro y un rastrillo de acero en cada extremo.

Al aproximarse más, los nuevos reclutas se sobresaltaron al oír una tremenda aclamación que resonaba en el paso. Los ojos de Reiner se vieron atraídos hacia la amplia zona cubierta de hierba del fuerte que abarcaba todo el paso por el lado del Imperio. A la derecha había ordenadas hileras de tiendas de infantería, muchas más de las que eran necesarias para albergar a la guarnición original. La parte izquierda del terreno estaba dedicada a los caballos, con una zona vallada para que pastaran en libertad, un círculo para entrenamiento y una palestra, con calles para las justas y muñecos de paja con los que practicar la carga con lanza. Era de allí de donde procedía la aclamación.

Reiner y los otros nuevos suboficiales dirigieron miradas interrogativas a Matthais.

Él sonrió.

—Los juegos. ¿Queréis verlos?

—Desde luego —respondió Karel.

Así pues, mientras los veteranos conducían a los soldados de infantería hasta sus nuevos alojamientos y les aseguraban que dentro de poco les darían de comer y les entregarían los pertrechos nuevos, Matthais condujo a los recién incorporados sargentos y cabos hacia una gran multitud de soldados de todos los cuerpos que rodeaban la liza, silbaban y gritaban.

A un lado había una tribuna con palio hacia la cual se dirigieron, y entregaron los caballos a unos escuderos antes de subir a la plataforma de madera. Un puñado de hombres ocupaban los largos bancos —capitanes de infantería, por el uniforme—, pero a diferencia de los reclutas que observaban con tanta avidez bajo el sol, los oficiales hablaban entre sí en voz baja sin apenas mirar a la palestra.

—Os saludo, señores —dijo Matthais, y les hizo una reverencia—. Regreso con sangre nueva.

Los oficiales se volvieron a mirarlo y asintieron con la cabeza, pero no hubo alegres exclamaciones de bienvenida.

—¿Alguno para nosotros? —preguntó uno de ellos.

—Sí, capitán. —Matthais señaló a tres de los nuevos—. Dos sargentos de piqueros y un sargento de artillería.

—Y diez cabos de lanceros —comentó otro capitán con tono seco.

Matthais sonrió con humildad a los nuevos y les indicó que debían sentarse en el primer banco.

Una vez acomodados, Reiner se volvió a mirar hacia la liza y descubrió que el juego de Matthais era el de «la estaca», una vieja práctica de entrenamiento en que los jinetes se turnaban para intentar recoger del suelo una estaca de tienda pintada de colores brillantes con la punta de la lanza al pasar a galope tendido. Se trataba de algo difícil porque las estacas eran cortas y finas como palos de escoba; además, resultaba más peligroso de lo que parecía en un principio, porque si uno bajaba la lanza más de lo necesario, podía clavársele en el suelo y catapultarlo fuera de la silla de montar.

Esto sucedió en el preciso momento en que Reiner lo pensaba. Un caballero salió volando por el aire y cayó en medio de una nube de polvo sobre la tierra compactada. La multitud de soldados estalló en aclamaciones y chanzas, y el caballero se puso rígidamente de pie, saludó a los soldados y condujo su caballo fuera del campo.

Reiner frunció el entrecejo, desconcertado, porque el hombre no era un lancero joven sino un caballero endurecido de mediana edad que ya hacía mucho que había dejado atrás la época de entrenamiento. Miró a los otros hombres que había en el campo. Había muchos jóvenes entre ellos, pero una cantidad similar parecían ser oficiales superiores.

Reiner se volvió a mirar a Matthais.

—¿Quiénes son los participantes en este juego?

—Pues todos los mandos de tropa de cabo para arriba. El general insiste en que todos los hombres estén en forma para luchar. —Se sentó junto a Reiner—. Corremos en rondas de cinco estacas cada una, y los que consiguen la puntuación más baja quedan eliminados para la vuelta siguiente. Cualquier hombre desarzonado también queda fuera. Competimos hasta que sólo queda uno. —Se echó a reír—. Y siempre es el general.

Reiner estuvo a punto de atragantarse.

—¿El general también participa? —Entrecerró los ojos para mirar hacia el campo porque el sol que descendía por el cielo lo deslumbraba.

Matthais señaló con un dedo.

—El de las mangas azul oscuro. ¿Lo veis? ¿El de pelo muy corto y peto abollado?

Reiner se quedó mirándolo fijamente. El hombre que había señalado Matthais no podía ser el general. Apenas parecía mayor que Reiner, un apuesto caballero risueño que llevaba una armadura sencilla, daba palmadas en la espalda de los que habían recogido la estaca y bromeaba con los que habían perdido. ¿Capitán o coronel?, sin duda. Pero ¿general? Carecía de la solemnidad necesaria.

Se colocaron nuevas estacas y se oyó el toque de salida. Gutzmann y otro caballero ocuparon sus sitios en las calles. Un soldado bajó la bandera y ambos espolearon a los caballos para que se lanzaran al galope y bajaron las lanzas al mismo tiempo. Cuando llegaron al final de la calle se oyó un golpe y Gutzmann alzó en alto la lanza en cuya punta había clavada una estaca pintada de rojo brillante, mientras que el otro hombre la alzó sin nada. La multitud de soldados lanzó un clamor atronador. Resultaba obvio quién era el favorito. Reiner decidió que aquel tipo era un general, después de todo, y al que valía la pena tener en cuenta. Aquellos muchachos lo seguirían al interior de las fauces del Caos sin vacilar. Pobre del estúpido que lo matara y permitiera que los soldados lo descubrieran. Reiner se estremeció y deseó fervientemente que no fuese Gutzmann el que estaba robando el oro.

Cuando Gutzmann giró en redondo para regresar al principio de la calle, vio a los hombres nuevos que estaban en el palco y trotó hacia ellos. Los oficiales de infantería guardaron silencio al aproximarse el general y lo observaron.

—Bien hallado, cabo Bohm —dijo al tiempo que frenaba al caballo—. ¿Así que éstos son nuestros nuevos compañeros?

Matthais le hizo una reverencia.

—Sí, mi señor. Y son todos prometedores, preparados para cualquier cosa.

—Excelente —dijo Gutzmann. Desde el lomo del caballo saludó a los nuevos reclutas, con ojos alegres—. Bienvenidos, caballeros. Nos alegramos de teneros aquí.

Al tenerlo cerca, Reiner vio mejor la edad que tenía el general. Aunque estaba tan en forma como un hombre de la mitad de sus años, con la piel tensa como la de un tambor sobre los marcados músculos, tenía profundas arrugas en torno a los ojos gris pálido e hilos de plata en la bien recortada barba y las sienes.

Un caballero lo llamó desde la liza y él giró la cabeza, pero luego volvió a mirarlos.

—Si alguno de vosotros, muchachos, quiere probar su suerte, será más que bienvenido. Hace poco que hemos comenzado.

Matthais rió y levantó una mano.

—Mi señor, hemos estado cabalgando desde antes del amanecer. Creo que los caballeros están más interesados en descansar y tomar una comida caliente que en recoger la estaca.

—Por supuesto —dijo Gutzmann—. He sido un necio por preguntarlo siquiera.

—No, no —protestó Karel—. A mí, por ejemplo, me encantaría participar.

Reiner y los otros nuevos miembros de la caballería lanzaron al muchacho miradas asesinas. Si no hubiese dicho nada, no habría habido vergüenza ninguna en dejar que la excusa presentada por Matthais hablara por ellos, pero ahora que uno se había ofrecido a participar, los otros parecerían débiles si declinaban la invitación.

—Y yo —dijo Reiner con los dientes apretados.

Los otros también siguieron su ejemplo, y les trajeron caballos frescos y lanzas. Cuando Reiner trotaba hacia las calles de justa, se dio cuenta de que aquello se había convertido en una prueba. Tanto si Gutzmann y Matthais lo habían preparado con antelación como si no, ellos y los otros mandos estarían observando a los nuevos para juzgar su destreza marcial, por supuesto, pero lo más importante, según pensaba Reiner, para ver cuán dispuestos estaban, cuánto entusiasmo y energía podían reunir ante un desafío inesperado e indeseado. Para ver lo bien que «jugaban».

Se trataba de un juego que Reiner necesitaba ganar. Si deseaba enterarse de las intrigas del fuerte tendría que formar parte del círculo más íntimo, y con una guarnición tan aficionada a las justas, ganar parecía el mejor modo de conseguirlo. Por fortuna, aunque Reiner era sólo un espadachín correcto, cabalgar siempre se le había dado bien de modo natural y había sido aún más diestro con la lanza que con la espada. Únicamente su constitución menuda le había impedido convertirse en lancero en lugar de ser pistolero. Esperaba superar al menos a Karel. El muchacho necesitaba una lección.

Mientras el general asignaba calles a los recién llegados, los oficiales de Gutzmann los observaban. Eran hombres impresionantes, todos altos y anchos de hombros, con rostros orgullosos y porte regio. Aunque Reiner era de la misma edad que muchos de ellos, se sentía como un jovencito a su lado. Y aunque les dieron la bienvenida con cordialidad, la expresión de sus rostros era reservada.

Reiner erró a la primera estaca, cosa que no era de sorprender puesto que ni el caballo ni la lanza eran suyos y desconocía el terreno, pero acertó la segunda y el impacto le produjo una placentera sacudida en el brazo y el hombro. Luego, tras errar en las carreras tercera y cuarta, clavó la quinta en el mismísimo centro. Resultaba satisfactorio ver cómo las antiguas habilidades volvían a manifestarse. No se había entrenado con la lanza desde antes de la guerra, pero lo que la mente había olvidado lo recordaba el cuerpo, y al cabo de poco ya cabalgaba como le había enseñado el viejo maestro Hoffstetter: se alzaba de la silla de montar antes del impacto y hacía que la lanza se deslizara sobre el suelo a la altura adecuada de modo que, en lugar de clavarla con desesperación en el último segundo, la guiaba con facilidad hasta la posición correcta.

Muchos de los nuevos oficiales recogieron una sola estaca, y algunos erraron todos los intentos. Así pues, Reiner y Karel, con dos cada uno, entraron en la segunda ronda con varios de los otros. Sin embargo, tendrían que mejorar si querían permanecer dentro del juego durante mucho rato. Los caballeros de Gutzmann cogían tres o cuatro estacas. Gutzmann recogía las cinco.

Después de otras tres carreras, Reiner y Karel eran los únicos que quedaban de los recién llegados. Y tras dos más, Karel también fue eliminado cuando recogió del suelo una estaca que lo habría hecho empatar con Reiner pero no logró que permaneciera clavada en la punta de la lanza.

Gutzmann le dedicó a Reiner un asentimiento de aprobación al comienzo de la siguiente ronda, y los demás oficiales comenzaron a fijarse en él con ojos calculadores. Un caballero corpulento como un oso, con negra barba erizada, se detuvo a su lado. Reiner había reparado antes en él. Era un tipo cordial y vocinglero, con una risa atronadora y un constante torrente de bromas, el tipo de hombre que habría hecho que Reiner se marchara de una taberna para evitarlo.

—Lo hacéis bien, señor —dijo el caballero al tiempo que le tendía una mano de dedos gruesos—. Capitán de lanceros Halmer, tercera compañía.

Reiner reconoció el nombre.

—Es un placer, señor. Sois el capitán de la compañía de Matthais. Me ha hablado muy bien de vos. —Reiner estrechó la mano del hombre e hizo una mueca cuando el otro se la apretó con fuerza demoledora—. Meyer… ling. Pistolero.

—Bienvenido, cabo. No es frecuente que alguien nuevo llegue tan lejos en este juego. Suerte.

—Lo mismo digo.

«Habrá que vigilar a ése», pensó Reiner, mientras movía la mano para librarse del dolor.

* * *

Reiner permaneció en el torneo durante dos rondas más, al recoger tres estacas por vez mientras otros obtenían dos o menos. Pero en la ronda siguiente ensartó una sola estaca en las primeras cuatro carreras. Mientras observaba a los caballeros que hacían la cuarta carrera y lograban tres o cuatro aciertos, supo que sería eliminado. Halmer sólo tenía dos, pero aún no había recogido menos de tres y siempre parecía lograrlo en el último momento.

Pero esta vez no fue así. En la quinta carrera, el caballo de Halmer tropezó ligeramente y la punta de la lanza se desvió. Sólo había recogido dos estacas. A Reiner le latía con fuerza el corazón. Ahora le tocaba el turno a él. Si ensartaba la última estaca que le quedaba, dejaría a Halmer en último lugar y ambos serían eliminados —una venganza mezquina por el apretón de manos de Halmer—, pero Reiner nunca había afirmado estar por encima de las venganzas mezquinas. Sintió los ojos del capitán de lanceros sobre él al dar media vuelta para regresar al principio de la calle. Conocía la situación tan bien como Reiner y su enojo era palpable.

Reiner apenas logró reprimir una sonrisa. De repente, supo que podía recoger la estaca. Nunca se había sentido tan vivo y dueño de sus capacidades como en ese momento. Entonces se contuvo. Le habían ordenado que se escabullera dentro del fuerte y averiguara los secretos que allí había. Ganarse enemigos entre los oficiales no sería bueno para ese propósito. Tendría que fallar y dejar que Halmer ganara. La tentación de hacer la última carrera con la lanza en posición de desfile también tuvo que ser reprimida. Halmer no quedaría encantado con él por dejarlo ganar, y Gutzmann tampoco. El general no era el tipo de hombre que toleraría que un soldado no intentara hacer lo mejor que pudiera. Así pues, Reiner tenía que hacer que pareciese un fallo auténtico.

Cuando el soldado bajó la bandera, Reiner espoleó al caballo y bajó la lanza, que susurró entre las escasas hierbas de la pista como un tiburón a través de un mar somero dirigida hacia la estaca. Sabía que acertaría. Sabía que podía ensartar la estaca justo en el centro. Necesitó hasta la última pizca de control de sí mismo para desviar la lanza un poco hacia el interior, y de todos modos estuvo a punto de pinchar la estaca, que saltó del suelo al recibir el golpe justo en el borde.

Reiner frenó al caballo mientras reía y maldecía, y luego regresó con tristeza al principio de la pista.

—La tenía, mi señor —dijo—. La tenía de verdad. Fue el aliento de mi caballo lo que la desvió a un lado.

Gutzmann y los caballeros se echaron a reír y Halmer se unió a ellos, pero Reiner sintió que el capitán lo observaba con ojos fríos y suspicaces cuando entregó la lanza y salió del campo.

Franka lanzó una mirada feroz hacia la liza cuando cogió las riendas que él le entregaba y lo ayudó a desmontar.

—Ojalá lo hubieses derrotado. Matón jactancioso.

—Ojalá hubiese podido permitirme ese placer.

Franka lo miró con los ojos muy abiertos.

—¿Lo dejaste ganar?

—Dejé ganar a Manfred —replicó Reiner con acritud—. Incluso desde Altdorf me hace bailar al son de su música.

Después de que Gutzmann ganara entre las aclamaciones de los soldados, los oficiales se retiraron a la roqueta del fuerte para cenar en el gran comedor. Los sargentos y cabos recién llegados fueron invitados a comer con sus nuevos camaradas, y Reiner, puesto que había aguantado más tiempo que los otros en el juego, fue escogido por Gutzmann para que se sentara con él y los oficiales superiores en torno a una mesa situada sobre una plataforma que había en un extremo del comedor. La mesa era larga pero, a pesar de eso, apenas si bastaba para dar cabida a todos los oficiales presentes. Daba la impresión de que Gutzmann casi había doblado la guarnición original de hombres, muchos más de los que eran necesarios para guardar el paso. Tanto los capitanes de caballería como los de infantería se encontraban entre ellos, pero Reiner reparó en que los de caballería ocupaban los asientos centrales, más cerca de Gutzmann, mientras que los de infantería quedaban relegados a los extremos.