3
El mejor ejército del Imperio
Llegaron a Averheim sin más incidentes. Tanto si Dag estaba acobardado por la regañina de Reiner, como si su actitud se debía a que por el camino no había surgido nada que lo incitara a la violencia, el caso es que el muchacho se mantuvo tranquilo y alegre y se dedicó a observar las nubes y silbar canciones de taberna.
En el crepúsculo del cuarto día pasaron lo bastante cerca de Nuln para ver el anaranjado resplandor de las grandes fundiciones que iluminaba el humo negro que vomitaban los muchos centenares de forjas. Reiner pensó en que había habido una época en que la ciudad conocida como el yunque de Karl-Franz, la ciudad que fabricaba las armas de fuego, espadas y devastadores cañones que protegían al Imperio y que albergaba el Colegio de Ingenieros y sus maravillosas armas de guerra, lo había llenado de orgullo. Su superioridad en la industria bélica situaba al Imperio por encima de todas las otras naciones. Ahora, sin embargo, aquel lugar sólo le provocaba un escalofrío de pavor. El humo y las llamas le hacían evocar demasiado vívidamente la última ocasión en que había visto hornos y forjas semejantes. Casi podía sentir que el calor y las paredes de aquella terrible caverna roja se cerraban otra vez en torno a él.
Tras otros dos días de caminos polvorientos y cuellos quemados al sol, vieron por fin las grises murallas de piedra de Averheim que se alzaban detrás de glorietas de ramas desnudas y campos de trigo. Las agujas de las torres de los templos de Sigmar y Shallya y las torres del castillo del conde elector sobresalían por encima de las murallas y destellaban al sol de mediodía.
Reiner hizo que los Corazones Negros se detuvieran antes de llegar a la vista de la puerta principal.
—Bien, muchachos —dijo—. Aquí es donde nos separamos. No quiero que los reclutadores se enteren de que nos conocemos. Sería demasiado sospechoso que entráramos en grupo. Enrolaos de acuerdo con vuestros conocimientos. Pavel y Hals como piqueros, Karel como lancero, y así todos los demás. Franz hará las veces de mi ayuda de cámara. Cuando lleguemos al fuerte, hablad con vuestros camaradas, escuchad y, si oís algo interesante: rumores de motín, traición y demás, «trabad amistad» con Franz en el comedor y contadle lo que hayáis oído, y él me lo transmitirá a mí. ¿Está claro?
Le respondió un coro de afirmaciones.
—Entonces, que la suerte sea con vosotros. Y recordad —añadió—, por muy tentador que pueda ser escapar en cuanto no os vea, el veneno de Manfred continúa dentro de nuestras venas. Aún tenemos la traílla alrededor del cuello. Os frenaría en seco si huyerais. Os estrangularía hasta mataros.
Los Corazones Negros asintieron, ceñudos.
Reiner sonrió e hizo todo lo posible por parecer el comandante valiente.
—Ahora, largaos. Cuando vuelva a veros seremos otra vez honrados soldados.
* * *
Una hora más tarde, Reiner y Franka entraron a caballo polla ancha puerta de Averheim y comenzaron a recorrer las serpenteantes calles adoquinadas hacia la plaza Dalken, el gran mercado del centro de la ciudad. Allí, a la sombra de la prisión, se extendía un mar de coloridos tenderetes y tiendas donde se podía comprar fruta, verdura, carne fresca y animales vivos.
Había afiladores de cuchillos, fabricantes de velas, curtidores y vendedores de telas, granjeros, pescaderos, alfareros y hojalateros. Se vendía pan y pastelería, además de confituras, sidra y cerveza. Rotundos halflings del Territorio de la Asamblea llevaban rodando entre la multitud ruedas de queso casi tan altas como ellos, cuya visión hizo que Reiner sintiera hambre.
—Franz —dijo al tiempo que agitaba una mano—. Ve a comprar unas empanadas de carne y una jarra de sidra para los dos.
—¿Qué es esto? —preguntó Franka al tiempo que alzaba los ojos y le lanzaba una mirada penetrante—. ¿Se te están subiendo los humos?
Reiner sonrió con afectación.
—Si vamos a ser señor y sirviente deberíamos practicar un poco, ¿no crees?
Franka alzó los ojos al cielo.
—Debería haber imaginado que te aprovecharías de la situación. —Desmontó y le hizo una extravagante reverencia—. Como vuestra señoría desee. —Luego le sacó la lengua y desapareció en el laberinto de tiendas.
Cuando hubieron acabado con el tentempié buscaron a los reclutadores de Gutzmann, que no resultaron difíciles de encontrar. Habían ocupado una taberna situada en un lateral de la plaza, un edificio de dos plantas con tejado inclinado y ventanas con parteluz. Habían enarbolado altos estandartes a ambos lados de la puerta —el grifo del Imperio y el oso blanco sobre campo azul oscuro que era el distintivo de Gutzmann—, y en el exterior vieron a un jovial hombre barbudo ataviado con un brillante peto y calzones y jubón azules que miraba a los ojos y se dirigía a todos los hombres jóvenes que pasaban.
—Oye, mocetón —les decía—. ¿No te gustaría tensar el arco por el bueno de Karl-Franz?
O bien:
—Tres buenas comidas en el ejército del general Gutzmann y un extra sólo por firmar.
Quedaba una cantidad alarmantemente escasa de gente en la población local, que parecía casi toda compuesta por mujeres ataviadas con el gris del luto, niños y ancianos. A pesar de eso, por la puerta de la taberna entraba una lenta pero constante corriente de voluntarios. Algunos eran jóvenes de verdad —los había que lo eran incluso demasiado—, pero en muchos casos se trataba de curtidos soldados profesionales que vestían los colores de todas las ciudades del Imperio, hombres a los que les faltaba un ojo, una oreja o algunos dedos, hombres de rostro curtido y espadas muy usadas que llevaban la chaqueta de cuero, el abollado casco y los avambrazos como si hubiesen nacido con ellos puestos. Y los había de un tipo aún más duro, villanos de espesa barba ataviados con pieles de carnero y harapos y que no llevaban más armas que arcos y dagas, hombres con las orejas y narices cortadas que distinguían a los delincuentes, y chapuceras quemaduras destinadas a ocultar el hecho de que los habían marcado a fuego por asesinato, deserción o cosas peores.
Cuando Reiner y Franka llegaron a caballo hasta la taberna, el cordial sargento los saludó y les sonrió.
—Bienvenido, mi señor. ¿Venís a echarnos una mano?
—Sí, sargento. A eso he venido.
—¿Sois un oficial, mi señor?
—Suboficial —respondió Reiner mientras Franka desmontaba—. Cabo Reiner Meyerling. Antes, de los Pistoleros de Boecher. En busca de un servicio activo.
—Muy bien, mi señor. Por aquí.
Reiner le entregó a Franka las riendas del caballo.
—Espera aquí, muchacho.
—¿Esperar…? —Franka apretó los puños y luego se relajó al recordar cuál era su papel—. Sí, mi señor.
El sargento lo condujo a través de la puerta de la taberna y apartó con el codo a los reclutas menos importantes que él. Reiner vio a Pavel y a Hals en la cola y les hizo un guiño. Ellos disimularon una sonrisa.
La cola de piqueros llegaba hasta una mesa donde otros sonrientes soldados de pulimentada armadura hablaban con cada recluta por turno y le preguntaban dónde había luchado antes y por qué había abandonado el servicio anterior. Los reclutadores no parecían demasiado quisquillosos. A la mayoría de los hombres les pedían que levantaran la mano derecha y juraran servir al Imperio «hasta la muerte», y luego firmaran con su nombre en un gran libro encuadernado en cuero, o al menos trazaran una X si no sabían escribir. Una vez hecho el juramento y estampada la firma, se les entregaban unas cuantas monedas y una insignia azul y blanca para que se la prendieran en la gorra. Muy pocos hombres eran rechazados. A algunos se los llevaban encadenados mientras maldecían.
El sargento hizo que Reiner rodeara esta escena hasta una mesa que había al fondo de la taberna, donde descansaba un cabo de lanceros con las botas con espuelas encima de la mesa que se daba golpecitos en los dientes con la pluma de escribir. Al acercarse Reiner, se sentó correctamente a toda velocidad y le dedicó una gran sonrisa.
—Cabo Bohm —dijo el sargento—, permitidme que os presente al cabo Reiner Meyerling. Pistolero.
—¡Bienvenido, cabo! —declaró Bohm, al tiempo que le tendía la mano—. Matthais Bohm, trompeta del tercero de lanceros del general Gutzmann. —Era un joven apuesto con una mata de pelo castaño sobre brillantes ojos vivaces. Tenía la estatura y la musculatura de un caballero, pero carecía de la dureza y gravedad que llega con la experiencia.
—Bien hallado, señor —respondió Reiner al estrecharle la mano.
Bohm le señaló una silla a Reiner, y se sentaron a lados opuestos de la mesa.
—Bien —dijo el joven mientras abría un pequeño libro encuadernado en cuero—. ¿Queréis alistaros con nosotros?
—Así es —replicó Reiner—. No puedo permitir que mis pistolas dejen de ladrar y se oxiden, ¿verdad?
Bohm rió para manifestar su conformidad.
—Bueno, me parece que en eso podemos ayudaros. Pero si no os importara hablarme de vuestro servicio anterior y… eh… de las razones que os han traído hasta aquí.
—Desde luego —replicó Reiner, al tiempo que se relajaba y recostaba en el respaldo de la silla. Manfred le había ordenado que asumiera una identidad falsa para la misión, y Reiner había dedicado la mayor parte del viaje a pensar en la historia que resultaría más agradable a los oídos de Gutzmann—. Antes de la invasión de Archaon estaba acuartelado con los Pistoleros de Boecher en Fuerte Denkh, y cuando ese monstruo de Haargroth atravesó corriendo el Drakwald camino de Middenheim, nos unimos al ejército de Leudenhof para detenerlo. Fue todo un combate, como podéis imaginar.
—Hemos oído historias —reconoció Bohm con envidia.
Reiner suspiró.
—Pero aunque cumplí con mi parte —Reiner tosió—, y modestamente puedo decir que hice más de lo que me tocaba, continuaron sin ascenderme.
—¿Por qué?
Reiner se encogió de hombros.
—Detesto hacer acusaciones de nepotismo contra un nombre tan augusto como el del señor Boecher, pero parece que su hijo y el círculo de su hijo se llevaron la parte del león de los honores y ascensos. Y cuando fui lo bastante estúpido para presentar una queja, la cosa no hizo más que empeorar. —Abrió las manos ante sí—. Los Meyerling somos una pequeña familia rural. No tenemos influencia en la corte, ni dinero suficiente para comprar lo que no puede obtenerse de modo honorable, así que cuando me di cuenta de que no ascendería mientras continuara a las órdenes de Boecher, me licencié.
Bohm negó con la cabeza.
—No creeríais con cuánta frecuencia oigo esa misma historia. Hombres buenos a los que se deja de lado para favorecer a otros malos. Bueno, habéis acudido al lugar adecuado. El general Gutzmann conoce muy bien los peligros de la política y los tratos de favor, y ha jurado que el mérito será el único camino para ascender dentro de su ejército. Recibimos con los brazos abiertos a todos los que se han sentido menospreciados en otros regimientos y compañías. Somos el hogar de los desposeídos.
—Por eso os he buscado —asintió Reiner—. Se habla por todo el Imperio de la justicia del general Gutzmann.
Bohm sonrió.
—Es gratificante saberlo.
Giró el pequeño libro y lo situó delante de Reiner.
—Si tenéis la amabilidad de escribir en esta línea vuestro nombre y rango, y juráis servir al general Gutzmann, a Sigmar y al Imperio lo mejor que podáis hasta la muerte, entraréis a formar parte del ejército de Gutzmann con vuestro rango, privilegios y paga.
—Excelente. —Reiner levantó la mano derecha e hizo el juramento mientras sonreía para sí al reparar en que el general Gutzmann precedía a Sigmar y al Imperio.
Después de que firmara el libro, el joven cabo le estrechó la mano, sonriente.
—Bienvenido al mejor ejército del Imperio, cabo Meyerling. Es un placer teneros con nosotros. Saldremos mañana por la mañana desde la puerta sur. Debéis estar allí al amanecer.
Reiner saludó.
—Es un placer encontrar un hogar, cabo. Allí estaré sin falta.
Cuando salía, Reiner se dio de bruces con Karel, que a su vez entraba. El atontado muchacho le sonrió y estuvo a punto de hablar, pero Reiner le pateó una espinilla y el joven gritó de dolor. «Un espía nato», pensó Reiner.
* * *
A la mañana siguiente, miserablemente encorvado sobre el lomo del caballo, Reiner recorrió las serpenteantes calles adoquinadas hasta la puerta sur de Averheim, con Franka junto a él. La húmeda bruma previa al amanecer hacía que parecieran enormes los entrevistos monstruos de ladrillo y casas de viviendas hechas de madera cuyos pisos superiores se inclinaban sobre las calles. La bruma del exterior era un reflejo de la bruma del interior de Reiner. Había esperado que, dado que él y Franka se habían separado de los demás, podrían por fin tener una habitación para ellos solos, pero no habían encontrado habitaciones vacantes y eso lo enloquecía. Con todos los reclutas que había en la ciudad, y al ser día de mercado, Averheim estaba abarrotada. A pesar de todos los marcos de Manfred, Reiner y Franka habían tenido que conformarse con compartir una habitación con cuatro espadachines de Talabheim que pasaron la noche cantando marchas militares. Reiner había ahogado la frustración en demasiadas jarras de vino, y ahora tenía la cabeza espesa como las gachas del ejército y le latía de dolor.
No era el único. El bono de reclutamiento de Gutzmann estaba bien calculado; bastaba para emborracharse pero no era suficiente para despertar la tentación de abandonar la ciudad. Así pues, los hombres que formaron ante la alta puerta blanca bajo los estandartes de Gutzmann y entre carretas de provisiones cargadas de sacos de trigo, barriles de carne curada, manzanas, aceite de cocina, sacos de avena y balas de heno, constituían un lamentable grupo silencioso de reclutas que se agarraban la cabeza y vomitaban detrás de barriles de agua de lluvia. Los sargentos, tan amistosos y alegres la tarde anterior, mostraban ahora otra cara; sacaban a los reclutas apenas conscientes de casas de huéspedes baratas y tabernas y los empujaban y pateaban para que formaran. Otros soldados conducían a reacios grupos de hombres que, tras haber cambiado de opinión respecto a enrolarse, habían intentado escabullirse a través de otras puertas pero no habían sido lo bastante listos para quitarse la insignia azul y blanca de la gorra.
Cuando atravesaban la concurrida plaza, Reiner vio a algunos de los otros Corazones Negros. Giano le dedicó un guiño y Abel movió apenas la cabeza. Pavel y Hals se aferraban a las picas como si fueran lo único que los mantuviera de pie. Hals tenía un ojo amoratado.
En la vanguardia de la formación, Reiner se reunió con Matthais, Karel y los demás suboficiales.
—¡Buenos días, Meyerling! —lo saludó Matthais alegremente.
—Lo único que tiene de bueno —respondió Reiner mientras se frotaba las sienes—, es que acabará en algún momento.
—¿Os sentís indispuesto, señor? —preguntó Karel, preocupado.
Reiner le dedicó una mirada feroz.
—Reiner Meyerling —dijo Matthais—, os presento al capitán Karel Ziegler, de Altdorf.
—Es un placer conoceros por primera vez, señor —canturreó Karel.
Reiner cerró los ojos con desespero.
Pasado un cuarto de hora durante el cual Reiner permaneció con los ojos fijos en la nada, los sargentos lograron por fin que las carretas de provisiones y los nuevos reclutas formaran más o menos en orden de marcha.
—¡Adelante! —bramó Matthais junto al oído de Reiner, y la columna salió a trompicones por la puerta a la niebla exterior. Reiner deseó estar muerto.
* * *
Reiner se recuperó considerablemente después de la primera parada que hicieron para comer. Tanto si era cierta como si no la afirmación de Matthais respecto a que el ejército de Gutzmann era el mejor del Imperio, lo cierto es que el general se ocupaba bien de sus hombres por lo que al rancho respectaba. Reiner no sabía qué les estaban dando de comer a los soldados de infantería, pero Franka le sirvió jamón frío, queso y pan negro con mantequilla, además de cerveza para remojarlo, todo de mejor calidad que lo que había comido y bebido en otros regimientos. La belleza del día también tenía efectos curativos. Cabalgaron por onduladas tierras de cultivo con el zumbido de los insectos en torno y el trigo joven agitado por la brisa. En lo alto se extendía un cielo azul por el que navegaban blancas nubes algodonosas.
Cuando por fin se sintió lo bastante humano para hablar con frases completas, Reiner hizo avanzar el caballo hasta la vanguardia de la columna, donde Matthais les cantaba las alabanzas de Gutzmann a los nuevos suboficiales con el fervor de un fanático.
—El Imperio aún no lo ha aprovechado en todo su potencial —decía Matthais—, pero podéis tener la seguridad de que el general Gutzmann es el mejor de los comandantes en el campo de batalla. Sus victorias sobre los orcos de Ostermark y sobre el conde Durthwald de Sylvania son tenidas como modelos de estrategia entre las órdenes de caballería, y la toma de la fortaleza de Maasenberg, en las Montañas Grises, llevada a cabo por él cuando el traidor Brighalter se rebeló, nunca ha sido igualada en rapidez e inteligencia.
—En efecto —comentó Karel—. Yo mismo la he estudiado. El modo en que hizo salir al descubierto a Brighalter fue magistral.
Matthais sonrió.
—Consecuentemente, se ha ganado la imperecedera lealtad de sus hombres, porque su brillante inteligencia hace que las bajas sean mínimas. Nadie muere innecesariamente en las batallas del general Gutzmann, y los hombres lo adoran por eso. Además, comparte magnánimamente el botín. Sus hombres están mejor pagados y cuidados que cualesquiera otros del Imperio.
—¿Hay algo en lo que no destaque ese hombre? —preguntó Reiner secamente mientras le daba un manotazo a un mosquito que tenía en la muñeca.
Matthais no percibió la ironía.
—Bueno, el general no es bueno con el arco ni la pistola, pero con la espada y la lanza es prácticamente invencible. Sus proezas de valor marcial dentro y fuera del campo de batalla son legendarias. Derrotó al jefe orco Gorslag en combate singular, y encabezó la carga que desbarató el frente de Stossen en Zhufbar.
Reiner gimió para sí. ¿Y ése era el hombre que tendría que matar si se demostraba que tenía intención de traicionar al Imperio? Para detener la marea de elogios, decidió cambiar de tema.
—¿Y cuáles serán nuestros cometidos cuando lleguemos? ¿Cuál es la situación en el paso?
Matthais bebió un sorbo del pellejo de agua.
—Me temo que de momento hay pocas oportunidades para alcanzar la gloria, aunque eso podría cambiar. Un pequeño paso no tiene la misma importancia estratégica que el paso del Fuego Negro. Es mucho más pequeño y permanece cerrado durante la mayor parte del año por la nieve y el hielo. Y de las tierras yermas del otro lado lo protege el pequeño principado de Aulschweig, que ha sido un buen vecino del Imperio durante quinientos años y queda completamente encerrado dentro de un valle. También protegemos la mina de oro que está situada en el extremo norte del paso.
—¿Hay oro en la mina? —preguntó Reiner, que se fingió sorprendido.
Matthais frunció los labios.
—Eh… sí. La mina es una importante fuente de ingresos para el tesoro del Imperio.
Reiner se echó a reír.
—¡Y el fondo de jubilación de los oficiales, sin duda!
—Señor —dijo Matthais, ahora rígido—. Nosotros no bromeamos con ese tipo de cosas. El oro pertenece a Karl-Franz.
Reiner se puso serio. ¿El muchacho estaba fingiendo o lo decía de verdad?
—No, no, por supuesto que no. Os pido disculpas. Ha sido una broma de mal gusto. Pero si es lo único que tenemos que hacer, parece un poco aburrido. Cuando me enrolé, me prometisteis que podría darles algún uso a mis pistolas.
—Y así será —asintió Matthais, cuyo rostro se animó—. No perderéis los callos de jinete bajo el mando del general Gutzmann, no temáis. En las montañas hay bandidos que perseguir, caravanas comerciales que escoltar hasta el otro lado de la frontera, y disputas entre los gobernantes de Aulschweig que deben vigilarse. Y —sonrió—, cuando no queda nada más que hacer, hay juegos.
Reiner alzó una ceja.
—¿Juegos?
Cuatro días más tarde, cuando por fin llegaron al paso del fuerte, Reiner supo a qué se refería Matthais al hablar de juegos.