2: Aquí somos todos villanos

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Aquí somos todos villanos

Reiner inspiró profundamente cuando tomaron el camino hacia el sur a la salida de Altdorf y comenzaron a cabalgar a través de las granjas y feudos francos que rodeaban la ciudad. ¡Qué maravilla volver a estar en el exterior! El simple paisaje que pasaba ante sus ojos le resultaba emocionante. El sencillo acto de moverse le causaba una sensación tan fantástica que por un momento casi se sintió libre.

Tan embelesado estaba por estas nuevas sensaciones que no se dio cuenta de que nadie había hablado hasta que las murallas de Altdorf comenzaron a desvanecerse en la bruma matinal y la oscura línea del Drakwald se alzó ante ellos. Un silencio incómodo flotaba sobre el grupo mientras los Corazones Negros veteranos y los nuevos se miraban con incomodidad unos a otros. Reiner suspiró. Eso no era bueno.

—Decidme, señor —preguntó girándose hacia el nuevo recluta que cabalgaba detrás de él, a la derecha, un tipo menudo con una mata de pelo ratonil de color marrón que parecía un sombrero de seta sobre una cara afeitada y triste—. ¿Cómo habéis llegado a esta lamentable situación?

—¿Eh? —se sobresaltó el hombre—. ¿Por qué os metéis conmigo? ¿Para qué necesitáis saberlo?

Reiner rió entre dientes con todo el buen humor de que fue capaz.

—Bueno, señor, si debo comandaros, parece aconsejable que sepa algo de vos. Y no os preocupéis por la posibilidad de escandalizarnos. Aquí somos todos villanos, ¿no es cierto, muchachos? —Se volvió a mirar por turno a cada uno de los viejos compañeros—. Pavel y Hals mataron a su capitán cuando demostró ser un incompetente.

—Pero no lo hicimos —dijo Pavel.

—Lo mataron los kurgans —intervino Hals.

Ambos rieron con aire siniestro.

—Franz asesinó a su compañero de tienda por hacerle proposiciones deshonestas.

Franka se sonrojó.

—Giano vendió armas a los kossars.

—¿Quién sabe es delito? —preguntó Giano al tiempo que desplegaba las manos con las palmas hacia arriba.

—Y yo —dijo Reiner, que se llevó una mano al pecho—, estoy acusado de brujería y del asesinato de una sacerdotisa. —Le dedicó una ancha sonrisa al hombre, que los miraba a todos y parpadeaba—. Así que, como veis, estáis en buena compañía.

El hombre se encogió de hombros con súbita timidez.

—Yo… me llamo Abel Halstieg. Soy… eh… era el suboficial de suministros de la unidad de cañones del señor Belhem. Dicen que compré pólvora de mala calidad y me quedé con lo que ahorré, cosa que provocó la aniquilación de la unidad.

—¿Cómo fue eso? —preguntó Reiner.

—Eh… los cañones fallaron y tomaron nuestra posición. Pero ese día había llovido. Puede que la pólvora se humedeciera.

—Y puesto que era pólvora mala, para empezar… —comentó Pavel desde el carro, arrastrando las palabras.

—¡No era pólvora mala! —insistió el suboficial de suministros.

—Por supuesto que no lo era —dijo Reiner, conciliador—. ¿Así que podéis apuntar y disparar con una pieza de artillería?

Abel vaciló.

—Con ayuda, en caso necesario. Pero mi talento es más adecuado para la provisión de suministros.

—Así parece —dijo Reiner, y apartó la mirada antes de que Abel pudiera contestar—. ¿Y vos, señor? —le preguntó al otro desconocido que iba a caballo, un corpulento veterano de rostro pétreo, con el largo pelo oscuro recogido en una coleta trenzada.

El hombre le dirigió a Reiner una breve mirada y volvió a posar la vista sobre el cuello de la montura, donde la había mantenido fija desde el comienzo del viaje. Tenía las cejas tan espesas que le sumían los ojos en sombras a pesar de la brillante luz del día.

—Yo acepté dinero para matar a un hombre.

La concisión del soldado pilló a Reiner por sorpresa, y lo hizo reír.

—¿Qué? ¿No alegáis inocencia? ¿Ni circunstancias atenuantes?

—Soy culpable.

Reiner parpadeó.

—Ah. Eh… bueno. ¿Me diréis vuestro nombre y en calidad de qué servíais al Imperio?

Se produjo una larga pausa, pero al final el hombre habló.

—Jergen Rohmner. Maestro de armas.

—¿Instructor de esgrima? —preguntó Reiner—. Tenéis que ser todo un espadachín.

Rohmner no respondió.

Reiner se encogió de hombros.

—Bueno, sed bienvenido a nuestra compañía, capitán. —Se volvió hacia el carro, donde los otros dos nuevos reclutas iban sentados entre los pertrechos—. Y tú, muchacho —le dijo a un sonriente arquero desgarbado que tenía una mata de pelo rojo y orejas enormes que parecían dos banderas a los lados de la cabeza—, ¿cómo has llegado hasta aquí?

El muchacho lo miró.

—Yo también maté a un hombre —respondió—. Pero nadie tuvo que pagarme para que lo hiciera. —Lanzó un guijarro contra el poste de una cerca ante la que pasaban, y asustó a dos vacas—. Yo y mis compañeros estábamos destinados en una fangosa colina de Kislev, bebiendo ese meado de vaca que ellos llaman licor, cuando ese estúpido piquero de Ostland va y me da con el codo y me tira la bebida. Así que yo…

Reiner alzó los ojos al cielo. Era una historia muy vieja.

—Así que tú y tus compañeros le pegasteis un poco demasiado fuerte y él tuvo la mala educación de morirse.

—Nah, nah —dijo el muchacho, con una ancha sonrisa—. Mejor que eso. Lo seguí hasta su alojamiento, lo empaqueté en las mantas y le pegué fuego a la tienda —rio con deleite—. Berreó como un cerdo desollado antes de morirse.

Se hizo el silencio mientras el resto de la compañía miraba fijamente al joven que, sin darse cuenta, continuaba lanzando guijarros hacia el campo de trigo que tenían a la izquierda.

Al final, Reiner carraspeó para aclararse la garganta.

—Eh… ¿cómo te llamas, muchacho?

—Dag —respondió el joven—. Dag Mueller.

—Bueno, Dag, gracias por esa instructiva historia.

—Sí, capitán. Ha sido un placer.

Reiner se estremeció y luego se volvió a mirar al último de los reclutas, un viejo veterano con una barriga redonda, mejillas de manzana y bigote extravagante que había encanecido un poco.

—¿Qué me decís de vos, señor? ¿Cuál es vuestra historia?

—No puede compararse ni de lejos con la última, os lo aseguro, capitán —dijo el hombre al tiempo que le echaba una mirada de reojo a Dag—. Me llamo Helgertkrug Steingesser, pero podéis llamarme Gert. La oficialidad me llamó desertor e instigador, y supongo que la acusación es bastante ajustada a la realidad. —Suspiró, pero los ojos le destellaban—. Veréis, había una muchacha, una muchacha corpulenta y hermosota. Vivía en una granja cercana al lugar donde yo me alojaba en Kislev, con los ballesteros de la ciudad de Talabheim. Su hombre había muerto en la guerra. De hecho, habían muerto todos los hombres de su pueblo. Era un pueblo de mujeres. Mujeres que se sentían solas. Mujeres corpulentas y hermosotas. A un hombre podían pasarle cosas peores, me dije, que echar raíces allí y criar hijos grandotes y hermosotes. —Se recostó contra el equipaje mientras reía entre dientes—. Y tal vez se lo dije a alguien más que a mí mismo porque, cuando decidí marcharme, una veintena de mis muchachos se marchó conmigo para reemplazar, por decirlo de alguna manera, a los difuntos maridos de esas mujeres. Por desgracia, el Imperio no parecía estar de acuerdo con nosotros. Cuando los oficiales nos dieron alcance, nos acusaron de huir porque estábamos asustados. Debo objetar eso último. No estábamos asustados. Estábamos… eh… ansiosos por tener compañía.

Los Corazones Negros soltaron una carcajada, en parte porque era una historia graciosa, pero sobre todo de alivio porque no se tratara de otro hecho horrible.

Reiner le dedicó una ancha sonrisa.

—Bienvenido, Gert. Y si encontráis otro pueblo de mujeres solitarias por el camino, no lo guardéis en secreto, ¿eh?

Franka lanzó a Reiner una mirada penetrante, pero los demás rieron. Por último, Reiner se volvió a mirar al cabo rubio de rostro juvenil, Karelinus, que cabalgaba junto a él.

—Y vos, cabo, ¿cómo habéis acabado haciendo de niñera de semejante hatajo de malvados? ¿Estáis en la lista negra de Manfred?

—¿Eh? —dijo Karel. Había estado mirando fijamente a Dag y pareció costarle bastante apartar los ojos de él—. Eh… en realidad, no. Yo… eh… me ofrecí voluntariamente.

Reiner estuvo a punto de atragantarse.

—¿Que vos…?

—Sí —le aseguró al tiempo que se volvía sobre el caballo para mirar a los otros—. Veréis, estoy comprometido, o al menos lo estaría si fuese posible, con la hija del conde Manfred, Rowena. Pero la hija de un conde no puede casarse con un modesto cabo de lanceros. Debo convertirme en caballero como mínimo, ¿sabéis? Por desgracia, mi padre ha sufrido algunos reveses últimamente, y no podía pagar el diezmo necesario para conseguir una plaza en una de las órdenes de caballería. —Hizo una mueca—. Me temo que perdí la cabeza cuando descubrí que no podía ingresar; maldije mi suerte y le juré a Rowena que ganaría los galones en el campo de batalla o moriría en el intento. —Se animó—. Pero luego, mi señor Manfred, para facilitarme las cosas, sugirió que aceptara esta misión. Me prometió que tendría abundantes oportunidades de lograr mi objetivo antes de que regresáramos, que era la misión perfecta. Es un verdadero caballero, el conde Manfred. No todos los padres harían tanto por el prometido de su hija.

Reiner tosió convulsivamente y oyó que Pavel y Hals apenas lograban contener la risa. Incluso a Franka, que sabía ocultar muy bien sus pensamientos, le costaba reprimir una sonrisa.

—Os pido disculpas, cabo —dijo Reiner cuando se recobró—. Un poco de congestión. Ha sido realmente muy considerado por parte del conde daros una misión tan venturosa.

Continuaron cabalgando por las onduladas tierras de cultivo y, al haberse roto el hielo, la conversación comenzó a fluir por fin. Hals, Pavel y Giano intercambiaban historias de guerra con el ballestero Gert, mientras Reiner y Franka escuchaban con divertido asombro al joven Karel, que continuaba parloteando sobre su íntima relación con el conde Manfred y sobre lo bueno que era todo el mundo en Altdorf. Abel, el suboficial de suministros de artillería, permanecía al margen de la conversación aunque intentaba desviarla con preguntas sobre el acuerdo que tenían con Manfred y qué se esperaba de ellos. El espadachín Jergen cabalgaba en silencio sin apartar los ojos del arzón mientras que, sobre el carro, Dag, el desgarbado arquero a quien se le habían acabado los guijarros, se había tumbado de espaldas y contemplaba las nubes que pasaban como si no tuviera una sola preocupación en el mundo.

Esa noche acamparon en el bosque, aunque había abundantes posadas a lo largo del camino, pues Manfred les había prohibido dormir bajo techo durante el viaje. Quería que pareciesen hambrientos perros de guerra cuando llegaran a Averheim, desesperados por enrolarse en un lugar tan alejado del centro del Imperio como fuese posible, y los perros hambrientos no tenían dinero para pagar una cama junto al fuego.

El día siguiente pasó de modo muy similar al primero, cabalgando a paso rápido aunque no extenuante por leguas y más leguas de espesos bosques de robles cuya penumbra los oprimía y hacía que la conversación careciese de fluidez. Allí se cruzaron con menos viajeros: una caravana de comerciantes acompañados por un elevado número de guardias que viajaban juntos para contar con una mayor protección; una compañía de caballeros que iban al trote, en doble fila, con los pendones ondeando en el extremo de las lanzas; un grupo de fanáticos sigmaritas que peregrinaban de Nuln a Altdorf y recorrían de rodillas todo el camino. El hecho de que aquellos santos locos aún no hubiesen sido atacados por los horrores que acechaban entre los árboles era para Reiner una prueba de que contaban con la gracia de Sigmar.

* * *

Al tercer día, justo cuando el sol comenzaba a evaporar la bruma matinal, salieron por fin del Drakwald y entraron en Reildand, territorio que conformaba el corazón del Imperio, una planicie interminable cuadriculada por campos de cultivo y huertas. Después de pasar tanto tiempo en el bosque, constituía una hermosa vista de verdor. Pero la impresión inicial de fértil abundancia resultó ser una ilusión cuando se acercaron más. Los campos eran verdes, sí, pero había tantas malas hierbas como cultivos. El Imperio había tenido que alimentar un ejército muy numeroso durante los últimos años, y los campos que en tiempos felices podían dejarse en barbecho para que recuperaran nutrientes, ahora habían quedado agotados al intentar los campesinos satisfacer las demandas de forraje. Las plantaciones que crecían eran m agras y raquíticas, y las porqueras y pasturas para vacas ante las que pasaron los Corazones Negros estaban casi despobladas.

Era todo tan frágil…, pensó Reiner. ¡Y tan valioso! Porque si esto moría, si los campos se agostaban y el ganado se convertía en piel y huesos, el Imperio moriría. Las órdenes de caballeros podrían parlotear sobre sangre y acero y afirmar que el Drakwald era la dura alma de roble del Imperio, pero los caballeros comían carne de vaca, pan y coles, no bellotas y ardillas, y para defender un bosque nadie luchaba jamás con la misma ferocidad con que un granjero defendía sus tierras.

A última hora de aquella tarde pasaron por un tramo de camino flanqueado por huertos de perales. Las peras no estaban del todo maduras ya que sólo se hallaban a mitad del verano, pero bajo los rayos del sol poniente su tonalidad rosada resultaba apetitosa. Reiner sintió que el estómago le gruñía.

En el carro, Dag se sentó y olfateó el aire.

—Peras —dijo. Y sin pronunciar una sola palabra más, bajó de un salto y echó a correr hacia los árboles.

Reiner gruñó con irritación.

—Tenemos provisiones en abundancia —dijo—. No hay necesidad de coger nada.

—Sólo quiero una o dos —replicó Dag mientras atravesaba la primera hilera de árboles.

Reiner suspiró.

—No es muy proclive a obedecer órdenes —comentó Hals.

—Bueno, está loco, ¿no? —observó Pavel.

Gert se aclaró ostentosamente la garganta.

—Eso no es excusa.

Un momento después se oyeron ladridos en el huerto. La compañía alzó la mirada y vio a Dag riendo y corriendo entre los árboles con los brazos cargados de peras y un gran perro guardián tras él. Tropezó con una raíz y el perro lo atrapó y le clavó los dientes en una pantorrilla.

Dag cayó dando un grito y soltó las peras. Rodó sobre la espalda y, antes de que Reiner supiera qué tenía intención de hacer, sacó una daga y apuñaló al perro en el vientre. El animal aulló y retrocedió, pero Dag lo sujetó contra el suelo para apuñalarlo repetidas veces en los ojos y el cuello.

—¡Sigmar! —dijo Karel con voz ahogada—. ¿Qué está haciendo?

—¡Mueller! —bramó Reiner—. ¡Basta!

Los otros también le gritaron, pero antes de que pudieran desmontar se oyó otra voz.

—¡Eh, ladrón! —se oyó que gritaba alguien—. ¿Qué le estás haciendo a mi perro?

Seis trabajadores de la granja salieron de entre los árboles, armados con horcas y garrotes, y rodearon al arquero. Entre ellos había un muchacho que miraba con perplejidad al perro muerto. Uno de los trabajadores le dio a Dag un garrotazo en la espalda.

Reiner maldijo.

—Vamos allá. —Desmontó y entró a paso ligero en el huerto con los otros detrás—. ¡Eh! —gritó.

Los campesinos no le hicieron caso. Dag se había levantado y sonreía como un demente mientras avanzaba amenazadoramente hacia el que lo había golpeado.

—¿Por qué has hecho eso, patán? —Sujetaba la ensangrentada daga sin apretarla.

—¿Por qué? ¡Pues porque has matado a mi perro, pedazo de loco!

—En ese caso, tú también necesitas que te maten por dejarlo morder. —Y antes de que el hombre pudiese responder, Dag le salpicó de sangre los ojos. El trabajador dio un respingo y Dag lo atacó con la daga.

—¡Quieto, Mueller! —gritó Reiner—. ¡Quieto!

El hombre retrocedió con paso tambaleante mientras se aferraba un hombro que le sangraba, pero los demás trabajadores se lanzaron al ataque blandiendo los garrotes. Reiner echó a correr. ¡Maldito muchacho! La cosa acabaría en asesinato y el trabajo que tenían que hacer para Manfred se estropearía antes de empezar.

Oyó el chirrido del acero a su lado, y Jergen lo adelantó a toda velocidad. De un tirón sacó a Dag del cerco de granjeros con una mano mientras blandía la espada en círculo con la otra. Pinchos de horca y puntas de bastones cayeron al suelo, cortados como flores de diente de león. Acabó deteniéndose en posición en guardia. Dag lanzó un grito detrás de él y la punta de la espada tocó el cuello del trabajador herido. El hombre quedó petrificado, al igual que sus compañeros, que miraban fijamente las truncadas armas.

Reiner y los demás también tenían los ojos fijos en la escena, pasmados ante la velocidad, fuerza y aterrorizadora precisión de Jergen.

—Bien… Bien hecho, Rohmner —dijo Reiner, que tragó con dificultad—. Ahora, quietos todos. No quiero más conflictos, si tenéis la gentileza. Yo…

—¿Quién me ha puesto las manos encima? —gritó Dag, al tiempo que se levantaba de un salto—. ¡Ningún hombre me pone las manos encima y vive para contarlo!

—¡Basta, Mueller! —gritó Reiner mientras se volvía hacia él con aire amenazador—. ¡Cierra la estúpida boca!

Dag le lanzó una mirada feroz con los ojos encendidos, pero Reiner, más por instinto que por voluntad, le devolvió la mirada y se obligó a no parpadear ni apartar los ojos. La furia de Dag pareció aumentar. Gruñó y alzó la daga pero, pasado un momento, se encogió de hombros y soltó una carcajada.

—Lo siento, capitán —dijo—. No estoy furioso con vos. —Dedicó una mueca burlona a los trabajadores por encima del hombro—. Son estos patanes atontados que no saben tener controlados a sus chuchos…

—¡Estabas robándonos peras, ladrón asesino! —gritó el hombre al que Dag había herido, aunque no se movió porque aún tenía la espada de Jergen contra el cuello—. ¿No es ya bastante malo que tengamos que enviar toda nuestra cosecha al norte para alimentar al ejército de Karl-Franz por un precio de miseria, que ahora los bandidos uniformados venís al sur a quitarnos la comida de la boca?

—¿Y matar a nuestros perros? —dijo otro.

—¿Quitaros la comida de la boca? —intervino Hals—. Mirad toda la abundancia que tenéis alrededor. Vivís en el lujo mientras nuestros traseros han estado congelándose en un banco de nieve de Kislev para proteger vuestro indigno pellejo. ¿Eso es gratitud para vosotros?

Los hombres de Reiner, que hasta ese momento habían estado de parte de los campesinos y en contra de Dag, comenzaban ahora a ponerse a favor de Hals.

—¿Y por qué no cogisteis una pica? —preguntó Pavel.

—Eso —dijo Abel desde detrás de él—. Cobardes.

—¡Porque alguien tenía que quedarse atrás para alimentaros, capullo!

Los dos bandos comenzaron a avanzar lentamente al tiempo que desenvainaban dagas y alzaban garrotes.

—¡Alto, maldición! ¡Alto! ¡Todos! —gritó Reiner—. No nos volvamos todos locos. Ya se ha vertido bastante sangre. Aumentar el derramamiento no solucionará nada.

—Pero él ha matado a mi perro —dijo el campesino—. ¡Me ha herido!

—Sí —gruñó Hals—. Entonces, empréndela con él. No tiene nada que ver con el capitán Reiner y…

—Tiene que ver conmigo —lo interrumpió Reiner—, porque, por mucho que preferiría lo contrario, soy vuestro capitán, y si no puedo controlaros debo hacerme responsable.

—Igual que él con su perro —declaró Dag, triunfante—. Si lo hubiese mantenido bajo control…

Reiner se volvió hacia Dag.

—El perro estaba haciendo su trabajo. Tú, cabeza de chorlito, estabas desobedeciendo órdenes. Eres tú quien hacía lo que no debía, ¿me entiendes?

Dag frunció el entrecejo durante un momento mientras desplazaba la mirada desde Reiner a los trabajadores de la granja y la devolvía al capitán, y entonces pareció entender. Sonrió y le dedicó a Reiner un guiño ostentoso.

—Ah, sí, capitán. Os entiendo perfectamente. He sido malo, muy malo, y no volveré a hacerlo.

Reiner gimió. Era como hablar con una pared.

—Me aseguraré de que así sea. —Se volvió a mirar a los campesinos—. Así pues, dado que asumo la responsabilidad, seré yo quien os compense. Sé que nadie puede ponerle precio a la lealtad de un perro ni al dolor de una herida, pero oro es lo único que tengo, y no demasiado, me temo. Así pues, ¿cuánto pedís como indemnización?

* * *

Reiner estaba preocupado por la posibilidad de que surgieran dificultades respecto a quién compartiría la tienda con quién, ya que estaba seguro de que nadie querría dormir junto a Dag, pero, cosa sorprendente, Jergen se ofreció voluntariamente con un gruñido monosilábico, y el resto de la compañía suspiro de alivio.

Reiner y Franka compartieron la tienda; una bendición para Franka porque así no tendría que guardar día y noche el secreto de su sexo, pero una tortura para Reiner porque tendría que soportar la proximidad de la muchacha sin poder tocarla ni besarla.

Cuando se acurrucaron en lechos separados, Franka se incorporó y se apoyó en un codo.

—Reiner.

Él alzó la mirada cuando la joven no continuó.

—¿Sí?

Ella suspiró.

—Ya sabes que no soy de los que abogan por el asesinato a sangre fría…, pero ese muchacho es peligroso.

—Sí —consintió Reiner—. Pero no puedo.

—Pero ¿por qué no? Está loco. Matará a alguien.

—¿Está loco? —preguntó Reiner.

Franka alzó una ceja.

—¿Qué quieres decir?

Reiner se inclinó hacia ella y bajó la voz.

—¿Crees que Manfred es estúpido?

—¿Qué tiene que ver eso?

—Cuando partimos, Manfred admitió que este trabajo era una prueba, ¿verdad?

—Sí.

—Así pues, si tú fueras Manfred y quisieras saber qué hacemos, qué tal capitán soy yo, si te traicionamos a ti o al Imperio, ¿sería Karelinus Eberhart el hombre al que le pedirías que te hiciera un informe?

Franka frunció el entrecejo durante un momento y la comprensión afloró a su cara.

—¿Piensas que hay un espía?

—Tiene que haberlo. Karel no puede ser más que un cebo. Es un cordero entre lobos. Uno de los otros tiene que trabajar también para Manfred.

—¿Y tú crees que es Dag? ¿Piensas que sólo finge estar loco?

—No, pero no estoy seguro. Podría ser cualquiera de ellos, y si es él y llega a oídos de Manfred que yo lo maté…

—Pensará que descubriste que era un espía y lo mataste por eso —acabó Franka, y luego inspiró profundamente—. ¿Cualquiera de ellos? Tendremos que tener cuidado con lo que decimos.

—Sí —asintió Reiner—. Nada de hablar de huir, de matar a Manfred ni de quitarnos el veneno de las venas.

Franka suspiró.

—Tienes que averiguar quién es, y pronto.

Reiner asintió con la cabeza.

—Sí.

Se quedaron con los ojos clavados en los rincones oscuros de la tienda durante un momento, pensando, y entonces Reiner reparó en que los hombros de ambos se tocaban. Se volvió y sus labios rozaron el pelo de Franka. Le acarició el cuello con la nariz.

—Bésame.

Franka se apartó de él y le dio un puñetazo en el hombro.

—No seas tonto. ¿Quieres que nos pillen? —Rodó hacia un lado y se subió la manta por encima de los hombros—. Duérmete.

Reiner suspiró y se dejó caer de espaldas. Ella tenía razón, por supuesto, pero eso no hacía que le resultara más fácil controlarse. Iba a ser un viaje muy largo.