1: Un instrumento que aún no ha sido puesto a prueba

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Un instrumento que aún no ha sido puesto a prueba

Y lo había hecho. Manfred se había sentido tan impresionado por la manera poco ortodoxa en que Reiner y sus compañeros habían logrado escapar de los aprietos en que se encontraban, por su capacidad para adaptarse y sobrevivir a cualquier situación, y por la absoluta desconsideración que mostraban hacia lo que los hombres respetables definirían como correcto e incorrecto, que había decidido convertirlos en agentes del Imperio tanto si lo querían como si no. El país, dijo, necesitaba corazones negros que no retrocedieran ante deberes poco honorables. Así pues, había ordenado a su brujo personal que borrara la marca que los señalaba como desertores contra los que podía dispararse sin más y que, por tanto, los inutilizaba como espías, y a cambio los había sometido a su voluntad con un método mucho más sutil.

Les había envenenado la sangre.

Se trataba de un veneno latente que permanecería dormido en su interior a menos que intentaran abandonar el servicio de Manfred o traicionarlo, en cuyo caso se leería un hechizo que lo activaría y los mataría allá donde estuvieran, dentro o fuera del Imperio.

* * *

Mientras acomodaba su compacto cuerpo en el ajimez de la buhardilla y miraba los tejados de Altdorf iluminados por la luna, Reiner pensó que algunos se habrían sentido contentos con el arreglo. Manfred los había instalado en la casa que poseía en la ciudad y les había dado plena libertad de movimientos dentro de ella, cosa que les permitía leer en la biblioteca y practicar con las espadas en el jardín, además de proporcionarles camas confortables, buena comida y criados obsequiosos: una vida cómoda en unos tiempos de penurias y guerra, cuando muchos ciudadanos del Imperio estaban mutilados, morían de inanición y no tenían un techo sobre la cabeza al que poder llamar hogar, pero Reiner la odiaba.

La casa podía ser un compendio de comodidades, pero continuaba siendo una prisión. Manfred quería que la existencia del grupo se mantuviera en secreto, así que no se les permitía salir de sus muros. A Reiner lo torturaba saber que Altdorf estaba justo al otro lado de la puerta y él no podía salir. Los burdeles y salas de juego, los fosos de lucha de perros y los teatros que él llamaba hogar estaban a la distancia de un paseo. Algunas noches oía canciones y risas e incluso el repiqueteo de los dados, pero no podía llegar a ellos. Lo mismo habría dado que estuviesen en Lustria. Aquello era una agonía para él.

Y para los otros el sufrimiento no era menor. Cuando Manfred había reclutado a los Corazones Negros les había prometido acción —misiones secretas, asesinatos, secuestros—, pero durante los últimos dos meses no habían hecho más que permanecer sentados a la espera de unas órdenes que no llegaban, y esto los volvía locos por tener algo de actividad. Reiner no se regodeaba con la idea de arriesgar la vida y la integridad física por el Imperio que lo había acusado falsamente de ser un brujo y un traidor, pero esto de esperar interminablemente a que lo enviaran a la muerte era un sufrimiento, un infinito aburrimiento desquiciante que hacía que él y sus compañeros se lanzaran los unos al cuello de los otros. Las conversaciones intrascendentes estallaban de modo súbito en discusiones a gritos o acababan bruscamente en malhumorados silencios. Aunque todos le caían bien, las peculiaridades y manías de los compañeros que en otra época le habían resultado divertidas, ahora lo irritaban sobremanera: las mordacidades y chanzas de Hals, la costumbre de Pavel de aclararse discretamente la garganta antes de formular una pregunta, las quejumbrosas afirmaciones de Giano respecto a que todo era mejor en Tilea, y por lo que respectaba a Franka…

Bueno, sin duda Franka era el auténtico problema. Reiner había cometido un terrible error al enamorarse de la muchacha. No había pensado que eso sucedería. Tras rehacerse de la conmoción sufrida al enterarse de su verdadero sexo, no le había prestado más atención. La verdad es que no era su tipo —una alborotadora moza flaca que llevaba el pelo más corto que él—. No se parecía en nada a las risueñas rameras lozanas que solía preferir, con labios pintados y caderas voluptuosas. Pero aquel día, sobre el risco que dominaba Nordbergbruche, cuando habían matado a Albrecht entre los dos, la mirada que intercambiaron había despertado en Reiner una llama que sabía que sólo podría apagar entre los brazos de ella. El problema era que, aunque la muchacha le había reconocido que compartía la misma pasión y de hecho lo había besado una vez con tal fervor que había estado a punto de arrastrarlos a ambos, se negaba a consumar su deseo. Ella…

El picaporte de la puerta que tenía detrás chasqueó. Reiner apartó los ojos de la ventana en el momento en que entraba Franka con una vela en la mano. Contuvo el aliento. Ella cerró la puerta, dejó la vela sobre una cómoda y comenzó a desabrocharse el justillo.

—Despacio, amada mía —dijo Reiner, mientras se retorcía el bigote como un villano de teatro—. Es demasiado bonito para hacerlo con prisas.

Franka lanzó una exclamación ahogada y se cubrió, para luego suspirar con irritación cuando se dio cuenta de quién estaba sentado en el banco del ajimez.

—Reiner. ¿Cómo has entrado aquí?

—Klaus estaba dormido otra vez, como de costumbre.

—Y también deberías estarlo tú.

Reiner le dedicó una ancha sonrisa.

—Es una idea excelente. Retira las mantas y metámonos en la cama.

Franka suspiró y se sentó en un diván.

—¿Tienes que continuar insistiendo?

—¿Tienes que continuar resistiéndote?

—El año de mi juramento aún no ha terminado. Aún estoy de duelo por Yarl.

Reiner gimió.

—¿Aún faltan dos meses?

—Tres.

—¡Tres!

—Sólo han pasado dos días desde que me lo preguntaste por última vez.

—Me parece que han sido dos años. —Se levantó y empezó a pasearse—. ¡Amada mía, podríamos estar muertos dentro de tres meses! Sólo Sigmar sabe qué nos tiene reservado Manfred. Por lo que sabemos, podría enviarnos a Ulthuan.

—Un hombre de honor no insistiría en esto —contestó Franka con los labios tensos.

—¿He dicho alguna vez que fuese un hombre de honor? —Se sentó en el diván, junto a ella—. Franka, existe una razón para que los soldados tengan una moral tan relajada. Saben que pueden morir al día siguiente, y por tanto viven cada noche como si fuese la última. Ahora tú eres un soldado, y sabes que es así. Debes aprovechar lo que tienes a tu alcance antes de que Morr te lo arrebate para siempre.

Franka puso los ojos en blanco cuando él abrió los brazos con gesto invitante.

—Tus argumentos son muy convincentes, capitán, pero por desgracia tengo un honor, o al menos un testarudo orgullo, que basta para los dos, y por tanto…

Reiner dejó caer los brazos.

—Muy bien, muy bien. Me retiraré. Pero ¿no puedes al menos concederme un beso que me haga soñar?

Franka rió entre dientes.

—¿Y dejar que te aproveches, como siempre?

—Por mi honor, amada mía…

—¿No acabas de decir que no tienes honor?

—Eh… sí, supongo que lo he dicho. —Reiner suspiró y se puso de pie—. Una vez más, me habéis derrotado, señora. Pero un día… —Se encogió de hombros y se encaminó hacia la puerta.

—Reiner.

Al volverse, vio que Franka se encontraba junto a él. Se puso de puntillas, se estiró y lo besó levemente en los labios.

—Ahora, vete a la cama.

—Torturadora —dijo él, giró el picaporte y se marchó.

* * *

Como era de prever, a Reiner le costó dormirse, hecho desafortunado porque lo despertaron muy temprano a la mañana siguiente. Había estado soñando que Franka se desabrochaba el justillo y se quitaba la camisa, y fue una conmoción abrir los ojos y ver que la fea cara del querido viejo Klaus, el guardia encargado de vigilarlos a él y a sus compañeros, se inclinaba sobre él con expresión feroz.

—Ponte las botas, holgazán perezoso —ladró Klaus, al tiempo que daba una patada a la cama de estilo imperial de Reiner.

—Vete a la porra. —Reiner se tapó la cabeza con la ropa de cama—. Estaba con una dama.

—¡Basta de impertinencias! —Klaus volvió a patear la cama—. Su señoría exige que te presentes en el patio, a paso ligero.

Reiner asomó un ojo por encima de la manta.

—¿Manfred ha regresado? —Bostezó y se sentó al tiempo que se frotaba los ojos—. Pensaba que se había olvidado de nosotros.

—Manfred jamás olvida nada —replicó Klaus—. Harás bien en recordarlo.

* * *

—¿Qué sucede? —preguntó Giano mientras los Corazones Negros bajaban por la curva de escalera de caoba, arrastrando los pies detrás de Reiner y Klaus, hacia el vestíbulo de suelo de mármol. El tileano de ensortijado cabello aún se estaba abrochando los calzones.

—No tengo ni idea —replicó Reiner. Klaus les indicó que atravesaran una puerta de servicio, y entraron en la cocina.

—De todas formas, es algo diferente —dijo Pavel, que robó una pasta de una bandeja y se la metió en la boca—. Un cambio —añadió, escupiendo migajas.

Reiner rió entre dientes al verlo. El piquero era tan feo como una rata mojada, y le importaba un comino: largo cuello flaco, con un parche sobre el perdido ojo izquierdo y una boca maltrecha que había perdido tres dientes delanteros.

—Probablemente no sea más que otro entrenamiento de espada —dijo Hals, el calvo y corpulento hermano de armas de Pavel, con barba pelirroja—. O peor, de equitación.

Klaus abrió la puerta de la cocina y salieron al patio cubierto de grava de los establos.

—Tal vez no —dijo Franka—. Mirad eso.

Reiner y los demás miraron hacia adelante. Justo detrás de la verja trasera aguardaba un carruaje con celosías en las ventanillas, y había dos guardias de pie ante él. Los Corazones Negros se lamentaron.

—Otra vez el carruaje, no —dijo Hals.

—Nos mataríamos unos a otros antes de llegar a destino —asintió Pavel.

* * *

Klaus se detuvo en el centro del patio y les dio la orden de cuadrarse. Ellos se irguieron con desgana. Los meses de forzosa familiaridad con el hombre habían engendrado desprecio hacia su autoridad. Esperaron. La niebla matutina ocultaba el mundo del otro lado de las murallas de piedra en su abrazo perlado y, aunque era verano, el sol aún no había ascendido lo bastante para desterrar el helor de la noche. Reiner temblaba y maldijo por no haber pensado en ponerse la capa. El estómago le gruñía. Se había acostumbrado a desayunar con regularidad.

Pasado un cuarto de hora, se abrió la verja que daba al jardín y el conde Manfred entró en el patio. Alto y corpulento, con hilos de plata en el cabello y la barba, el conde parecía encarnar a un amable rey sabio de leyenda, pero Reiner lo conocía mejor. Manfred podía ser sabio, pero era tan duro como el pedernal. Un joven cabo de ojos brillantes que llevaba uniforme de lancero lo seguía de cerca.

Manfred dedicó un breve asentimiento de cabeza a los Corazones Negros.

—Klaus, abre el carruaje y retírate a la verja con Moegen y Valch.

—¿Mi señor? —dijo Klaus—. Yo no confiaría en estos villanos si vuestra señoría está cerca…

—Obedece mis órdenes, Klaus. Estoy perfectamente a salvo.

Klaus saludó a regañadientes y se encaminó hacia el carruaje. Cogió la llave que le entregó uno de los guardias y abrió la portezuela. Reiner esperaba que Manfred les ordenara que subieran al vehículo pero, al abrirlo Klaus, del interior bajaron cuatro hombres. Los Corazones Negros intercambiaron miradas inquietas. Los hombres estaban mugrientos, sin afeitar y medio muertos de hambre, y llevaban restos de uniformes militares.

—A la formación —dijo Manfred.

Los cuatro avanzaron arrastrando los pies y formaron junto a los Corazones Negros al tiempo que cuadraban los hombros por reflejo.

Manfred se encaró con los Corazones Negros.

—Al fin tenemos trabajo para vosotros —dijo, y luego suspiró—. En realidad ha habido numerosos trabajos en los que nos habría gustado emplearos. Hay muchos disturbios en Altdorf, en estos momentos. Demasiados dedos se empeñan en señalar las bajas que sufrimos durante el conflicto reciente, y muchas voces se alzan para pedir cambios en las altas esferas, en particular entre los barones más jóvenes. Habría sido bueno contar con vosotros para «calmar» algunas de las voces más enérgicas, pero dudábamos en usar un instrumento que aún no ha sido puesto a prueba en un lugar tan cercano que podría explotarnos en la cara. —Se cogió las manos a la espalda—. Ahora se ha presentado una prueba perfecta. De la máxima importancia para el bienestar del Imperio, pero lo bastante alejada de aquí para que no nos metáis en problemas si fracasáis.

—La confianza que nos tenéis es una fuente de inspiración, mi señor —dijo Reiner con una mueca.

—Agradeced que os tenga alguna tras la insubordinación de Groffholt.

—¿Acaso no nos reclutasteis por nuestra tendencia a la insubordinación, mi señor? —preguntó Reiner.

—Basta —respondió Manfred y, aunque no alzó la voz, Reiner se sintió inclinado a no continuar con las insolencias.

«Escuchad bien —continuó—, porque no repetiré las órdenes y no serán escritas. —Se aclaró la garganta y los miró a todos a los ojos antes de comenzar—. En las profundidades de las Montañas Negras hay un fuerte imperial que guarda un paso aislado y protege una mina de oro cercana. Esa mina ayuda al Imperio a pagar la reconstrucción y la defensa en estos tiempos desapacibles, pero en los últimos meses la producción de la mina ha descendido mucho y no hemos recibido del fuerte respuestas satisfactorias a nuestras preguntas. Hace dos meses envié un correo que no ha regresado. No sé qué le ha sucedido. —Manfred frunció el entrecejo—. Lo único que sabemos con seguridad es que el fuerte continúa en manos imperiales, porque hace menos de una semana que uno de mis agentes vio en Averheim carteles de reclutamiento para el regimiento del fuerte. —Miró a Reiner—. Ese reclutamiento es vuestra oportunidad. Vais a alistaros, instalaros en el fuerte, descubrir qué sucede y, en caso de ser traición, ponerle fin.

—¿Tenéis razones para sospechar que se trata de una traición?

—Es posible —replicó Manfred—. Se rumorea que el comandante del fuerte, el general Broder Gutzmann, está enfadado porque se le dejó en el sur cuando el destino del Imperio se estaba decidiendo en el norte. Podría haberse enfadado lo bastante como para hacer algo irreflexivo.

—¿Y si lo ha hecho?

Manfred vaciló, pero luego habló.

—Si hay un traidor en el fuerte, debe ser «retirado» de allí con independencia de quien sea. Pero debéis saber que Gutzmann es un general excelente y muy querido por sus hombres, que le son ferozmente leales. Si él es la persona que tenéis que eliminar, debe parecer un accidente. Si los soldados descubren que ha sido víctima de un juego sucio, se rebelarán, y en estos momentos el Imperio está demasiado necesitado para perder a toda una guarnición.

—Permitidme, mi señor —dijo Reiner—, pero no lo entiendo. Si Gutzmann es un general tan excelente como decís, ¿por qué no traerlo al norte y dejar que se dedique a cazar a los kurgans, como él quiere? ¿No acabaría eso con sus protestas?

Manfred suspiró.

—No puedo hacerlo. En Altdorf hay algunos que creen que Gutzmann es un general demasiado bueno, que si lograra grandes victorias en el norte podría empezar a tener ambiciones…, que… podría intentar ser algo más que un caudillo de soldados.

—Ah —dijo Reiner—. De modo que lo dejan en el sur a propósito. Tiene motivos para estar enfadado.

Manfred frunció el entrecejo.

—Ninguna «razón» puede excusar que se le robe al Emperador. Si es culpable, hay que detenerlo. ¿Todos entendéis las órdenes?

Los Corazones Negros asintieron con la cabeza, al igual que los recién llegados.

Manfred miró a los desconocidos y luego volvió los ojos hacia los Corazones Negros.

—Esta será una misión difícil, y se pensó que deberíais contar otra vez con todos los efectivos. Por lo tanto, os he conseguido cuatro reclutas nuevos. Estos cuatro hombres estarán bajo vuestro mando, Hetzau. El cabo Karelinus Eberhart —señaló al joven suboficial que tenía a la izquierda— también obedecerá vuestras órdenes, pero sólo responderá ante mí. Será mis ojos y mis oídos, y al final de esta aventura me informará sobre… —Hizo una pausa y luego sonrió con afectación—. Sobre los efectivos y útiles que vos y vuestros Corazones Negros sois como instrumento. Su informe determinará si podremos emplearos en el futuro y, consecuentemente, si toleraremos que continuéis con vida a partir de entonces. ¿Me entendéis?

Reiner asintió con la cabeza.

—Sí, mi señor. Perfectamente. —Le echó una mirada al cabo Eberhart, que estaba boquiabierto mirando a Manfred con grandes ojos azules. Reiner rió entre dientes. El pobre muchacho no esperaba que Manfred fuera tan sincero respecto al papel que iba a desempeñar. No estaba habituado a la brutal franqueza del conde. Reiner sí lo estaba. Manfred no tenía por costumbre ocultar el cañón detrás de las rosas.

—¿Estos hombres están sujetos por las mismas ataduras que nosotros, mi señor? —preguntó Reiner al tiempo que señalaba a los cuatro reclutas nuevos—. ¿Se les ha…?

—Sí, capitán —replicó Manfred—. Han accedido a las mismas condiciones. Su sangre contiene lo mismo que la vuestra. —Se echó a reír—. Ahora son vuestros hermanos. ¡Corazones Negros hasta el último!

* * *

Aún no habían pasado dos horas desde que Manfred les dio las órdenes cuando los Corazones Negros salieron de Altdorf hacia Averheim, la ciudad más grande de la provincia de Averland, situada al suroeste y la más cercana a las Montañas Negras y al paso que guardaba el fuerte del general Gutzmann. El conde, con la minuciosidad habitual, lo había dispuesto todo: ropa limpia y armas para los nuevos reclutas, caballos para los que montaban bien y un carro para los demás. El carro también llevaba los pertrechos del grupo: armas, armaduras, utensilios de cocina, tiendas, mantas y demás. Daba la impresión de que sería un viaje mucho más cómodo que el que habían hecho la vez anterior que los reclutaron, pensó Reiner. Entonces se habían escabullido dentro del territorio enemigo durante la gélida primavera de Ostland, pertrechados sólo con lo que podían llevar a la espalda. Ahora viajaban abiertamente por el corazón del Imperio, con posadas y poblaciones en cada etapa. Tal vez eso fuera un buen augurio. Quizá presagiaba una misión fácil. Este trabajo, ciertamente, no parecía tan difícil como el anterior.