Pasada la esquina de la segunda calle, soltaron otra vez el cadáver para volverse a calzar las sandalias. Los pies de Rhodis, en extremo delicados para caminar desnudos, sangraban por varias desolladuras.
La noche estaba llena de claridad. La ciudad, llena de silencio. Las sombras de color de hierro se recortaban limpias en medio de las calles, delineando el perfil de las casas.
Las jovencitas cargaron otra vez con su fardo.
—¿Adónde vamos? —dijo la más pequeña— ¿en dónde la enterraremos?
—En el cementerio de Hermes Anubis, que está siempre desierto. Allí descansará en paz.
—¡Pobre Khrysís! Nunca me hubiera imaginado que el día de su muerte llevaría yo su cuerpo sin antorchas ni carro fúnebre, secretamente, como cosa robada.
Luego se pusieron a hablar ambas con volubilidad como si al lado de este cadáver les infundiera miedo el silencio. El último día de la vida de Khrysís las colmaba de asombro. ¿De dónde había obtenido el espejo, la peineta y el collar? Imposible que personalmente hubiese podido apoderarse ella de las perlas de Afrodita. Demasiado bien guardado estaba el templo para que lograra penetrar en él una cortesana. Alguien entonces, lo había hecho por ella. Pero ¿quién? No se le conocía amante alguno entre los estolistas que tenían a su cargo la conservación de la divina estatua. Y si otro, en todo caso, había obrado en su lugar, ¿por qué no lo había denunciado ella? ¿Y para qué aquellos tres crímenes? ¿De qué le habían servido, sino para entregarla al suplicio? Jamás una mujer comete sin objeto tales locuras, a no ser que se halle enamorada. Khrysís debía, pues, de estarlo; pero ¿de quién?
—Nunca lo sabremos —concluyó la flautista—. Se ha llevado su secreto consigo, y de haber un cómplice, no será él quien nos lo comunique.
En este punto, Rhodis, que desde hacía algunos instantes se tambaleaba, exclamó suspirando:
—No puedo más, Myrto, no puedo ya con la carga. Se me doblan las rodillas. Estoy rendida de fatiga y de pena.
Myrtokleia repuso, echándole un brazo al cuello:
—Haz un esfuerzo, querida mía. Es preciso que la llevemos. Se trata de su vida subterránea. Si no recibe sepultura y un óbolo en la mano, estará errando eternamente a la orilla del río de los Infiernos, y cuando bajemos a nuestra vez entre los muertos, nos reprochará nuestra impiedad, Rhodis, y nada podremos responderle.
Pero la niña, debilitada hasta la impotencia, se deshizo en lágrimas sobre el brazo de su compañera.
—¡Pronto, pronto! —prorrumpió Myrtokleia—. Viene gente por el otro extremo de la calle. Ponte a mi lado cubriendo el cuerpo. Ocultémoslo con nuestras túnicas. Si lo ven, todo está perdido…
Y después de una breve pausa, añadió:
—Es Timón. Le reconozco. Timón con cuatro mujeres… ¡Ah, dioses!, ¿qué irá a sucedemos? Él, que se burla de todo, nos va a decir… Pero no; quédate aquí, Rhodis, voy a hablarle.
Y presa de una idea súbita, corrió por la calle al encuentro del pequeño grupo.
—Timón —le dijo (y su voz era suplicante hasta la plegaria)— Timón, deténte. Te ruego que me escuches, porque tengo graves palabras en la boca, y es fuerza decirlas a ti solo.
—¡Cuán conmovida estás, pobre chiquilla! —le contestó el calavera—. ¿Se te ha perdido algún lazo de los hombres o le has quebrado la nariz a tu muñeca? ¡Sería una desgracia irreparable!
La joven le dirigió una dolorosa mirada; pero ya las cuatro mujeres, Filotis, Seso de Knidos, Kalistión y Tryfera, se impacientaban alrededor de ella.
—¡Vamos, tontuela —dijo Tryfera— si has agotado los pechos de tu nodriza, nosotras no lo hemos de remediar ni tenemos leche! Ya va a amanecer, deberías estar acostada. ¿Desde cuándo vagabundean las niñas a la luz de la luna?
—¿Su nodriza? —añadió Filotis—. A Timón es a quien quiere quitarnos.
—¡Azotes! ¡Merece azotes!
Y Kalistión, tendiendo un brazo en torno de la cintura de Myrto la levantó en peso, alzándose la tuniquilla azul. Pero Seso intervino.
—¡Qué locura! —exclamó—. Myrto jamás ha conocido hombre. Si llama a Timón, no es para acostarse. Dejadla tranquila y que termine.
—Veamos —dijo Timón— ¿qué me quieres? Ven por aquí. Háblame al oído. ¿Es cosa verdaderamente seria?
—El cadáver de Khrysís está allí, en la calle —dijo la joven todavía trémula—. Lo llevamos al cementerio mi amiguita y yo, pero pesa mucho y vengo a rogarte que nos ayudes. No será largo… Inmediatamente después, te reunirás con tus mujeres…
Timón tuvo una mirada excelente:
—¡Pobrecillas! ¡Y yo burlándome! Sois mejores que nosotros… Sí que os ayudaré. Vuelve con tu amiga y espérame. Allá voy.
Y volviéndose hacia las cuatro mujeres:
—Idos a mi casa —les dijo— por la calle de los Alfareros. Allí estaré pronto. No me sigáis.
Rhodis continuaba sentada junto a la cabeza del cadáver. Cuando vio llegar a Timón, exclamó con tono de súplica:
—¡No lo digas a nadie! La hemos robado para salvar su sombra. Guarda nuestro secreto y te amaremos mucho, Timón.
—Nada temáis —repuso el joven.
Tomó por bajo de los hombros el cadáver y Myrto por bajo de las rodillas, y caminaron silenciosamente, seguidos de Rhodis, que avanzaba con pasitos inseguros.
Timón guardaba silencio. Por segunda vez en dos días le arrebataba la pasión humana a una de las que habían pasado por su lecho, y se preguntaba interiormente qué extravagancia inexplicable arrastraba de ese modo a los espíritus fuera de la ruta encantada que conduce a la felicidad sin sombras.
«¡Ataraxia! —pensaba—. Indiferencia, quietud, ¡oh serenidad voluptuosa!, ¿quién de los hombres os apreciará? Nos agitamos, luchamos, esperamos, cuando únicamente hay una cosa preciosa: saber sacar del instante fugitivo todos los goces que pueda proporcionarnos y salir lo menos posible de nuestro lecho».
Llegaron a la puerta de la ruinosa necrópolis.
—¿En dónde la depositaremos? —preguntó Myrto.
—Cerca del dios.
—¿En dónde está la estatua? Jamás he entrado aquí. Me dan miedo las tumbas y las estelas. No conozco el Hermes Anubis.
—Debe estar en el centro del jardín pequeño. Busquémoslo. Hace tiempo, siendo niño, vine una vez, persiguiendo a una gacela perdida. Tomemos por la calle de los sicomoros blancos. No dejaremos de encontrarlo.
Y lo encontraron, en efecto.
Sobre los mármoles, la claridad del alba unía a la de la luna sus suaves tonos violados. Una vaga y lejana armonía flotaba sobre las ramas de los cipreses. El murmullo regular de las palmeras, semejante a las gotas de lluvia, esparcía una ilusoria frescura.
Timón levantó con esfuerzo una lápida de mármol rosado hundida en tierra. La sepultura estaba cavada precisamente debajo del funerario dios, que hacía el ademán de un embalsamador. Sin duda, había contenido algún cadáver en otros tiempos, pero no había ahora en esta fosa más que un montoncillo de polvo negruzco.
El joven entró en ella hasta la cintura, y tendiendo los brazos:
—Dámela —dijo a Myrto—. Voy a recostarla en el fondo y volveremos a cerrar la tumba…
Pero Rhodis se arrojó encima del cuerpo:
—¡No, no la enterréis tan pronto! ¡Quiero volver a verla! ¡Por última vez!, ¡por última vez! ¡Khrysís, pobre Khrysís mía! ¡Ah, qué horror…! ¡Cómo se ha puesto…!
Myrtokleia acababa de separar la tela enrollada alrededor de la muerta, y había aparecido el rostro tan rápidamente alterado, que las dos jóvenes retrocedieron.
Las mejillas se habían vuelto cuadradas. Los párpados y los labios se habían hinchado. Eran como seis cojincillos blancos. Nada quedaba ya de aquella sobrehumana belleza.
Tornaron a envolverla en el grueso sudario; pero Myrto deslizó antes la mano por debajo para colocar en los dedos de Khrysís el óbolo destinado a Kharón.
Entonces, sacudidas por interminables sollozos, pusieron entre ambas en brazos de Timón el inerte cuerpo, que se doblaba.
Y cuando Khrysís quedó tendida en el fondo de la arenosa tumba, Timón entreabrió a su vez el sudario. Aseguró el óbolo de plata entre las falanges flácidas, apoyó la cabeza del cadáver en una piedra plana, y le esparció desde la frente hasta las rodillas la larga cabellera sombría y dorada.
Salió en seguida de la fosa, y las flautistas, arrodilladas ante la hueca abertura, se cortaron una a una sus finas cabelleras para trenzarlas en un solo haz que sepultaron con la muerta.
Julio 1892, diciembre 1893.