IV
La compasión

-Carcelero, ábrenos. ¡Ábrenos, carcelero!

Rhodis y Myrtokleia daban golpes en la puerta cerrada.

La puerta se entreabrió.

—¿Qué queréis?

—Ver a nuestra amiga —dijo Myrto—. Vera Khrysís, a la pobre Khrysís, que ha muerto esta mañana.

—¡No es permitido! ¡Marchaos!

—¡Oh! Déjanos, déjanos entrar. Nadie lo sabrá. A nadie lo diremos. Era nuestra amiga, déjanos que la veamos. Saldremos al momento. No haremos ruido.

—¿Y si me sorprenden, chiquillas? ¿Si por vuestra causa me castigan? Vosotras me pagaréis la multa.

—No te sorprenderán. Estás solo aquí. No hay otros presos. Has alejado a los soldados. Todo esto lo sabemos. Déjanos entrar.

—¡Acabemos…! Pero no estéis mucho tiempo. Tomad la llave. Es la tercera puerta. Avisadme cuando salgáis. Es tarde y deseo acostarme.

El buen viejo les entregó una llave de hierro batido a martillo que le pendía de la cintura, y las dos jóvenes corrieron al punto, con sus sandalias silenciosas, a través de los oscuros pasadizos.

Volvió a meterse en su cuarto el carcelero, sin preocuparse más de una vigilancia inútil. No se aplicaba en el Egipto griego la pena de prisión, y la casita blanca que el apacible viejo tenía el encargo de guardar, sólo alojaba a los condenados a muerte, quedando casi abandonada en los intervalos de ejecución a ejecución.

En el momento en que penetró la llave en la cerradura, detuvo Rhodis la mano de su amiga, diciéndole:

—No sé si me atreveré a verla. La amaba mucho, Myrto… Tengo miedo… Entra tú primero, ¿quieres?

Myrtokleia empujó la puerta; pero así que hubo escudriñado con la vista la estancia, exclamó:

—¡No entres, Rhodis! Espérame.

—¡Oh!, ¿qué hay? ¿Tú también tienes miedo…? ¿Qué hay sobre el lecho? Quizá no esté muerta.

—Sí. Aguarda… Yo te diré… Quédate en el corredor y no mires.

El cuerpo había permanecido en la actitud delirante dispuesta por Demetrios para crear la estatua de la Vida Inmortal, pero los transportes del extremo gozo se parecen a las convulsiones del extremo dolor, y Myrtokleia se preguntaba qué atroces sufrimientos, qué martirio, qué desgarramientos de agonía habrían contorsionado de tal modo este cadáver.

Se aproximó al lecho de puntillas.

El hilo de sangre continuaba corriendo de la nariz diáfana. La piel del cuerpo aparecía perfectamente blanca. Los pálidos botones de los senos se habían hundido como delicados ombligos. Ni un solo reflejo rosado avivaba a esta efímera estatua reclinada, pero algunas manchas color de esmeralda que teñían suavemente el vientre liso significaban que millones de vidas nuevas iban germinando en esta carne que apenas se había enfriado y cuya herencia reclamaban.

Myrtokleia tomó el inerte brazo de la muerta y lo extendió a lo largo de las caderas. Intentó asimismo alargarle la pierna izquierda; pero la rodilla estaba casi petrificada y no logró extenderla completamente.

—Rhodis —dijo con voz turbada— ven; ya puedes entrar.

La niña penetró temblorosa en la estancia, y se le dilataron las facciones, y abrió desmesuradamente los ojos…

Tan pronto como estuvieron juntas, estallaron en sollozos, la una en brazos de la otra, indefinidamente.

—¡Pobre Khrysís!, ¡pobre Khrysís! —repetía la pequeña.

Besábanse las mejillas con una desesperada ternura, en la que no había ninguna sensualidad, y el sabor de las lágrimas les transmitía a los labios toda la amargura de sus pequeñas almas transidas de pena.

Lloraban y lloraban, mirándose dolorosamente, y hablaban a veces las dos con voz ronca y desgarradora, en la que las palabras acababan en sollozos.

—¡La amábamos tanto! No era una amiga para nosotras, sino una madre muy joven, una madrecita entre nosotras dos…

Rhodis repitió:

—Como una madrecita…

Y Myrto, atrayéndola junto a la muerta, le dijo en voz queda:

—Bésala.

Inclináronse ambas, apoyaron las manos en el lecho, y prorrumpiendo en nuevos sollozos, tocaron con sus labios aquella frente helada.

Y Myrto asió la cabeza con ambas manos, que se hundían en la profusa cabellera, y habló así:

—Khrysís, Khrysís mía, tú que eras la más bella, y adorada de las mujeres, tú que eras tan semejante a la diosa que hasta el pueblo te ha confundido con ella, ¿en dónde estás ahora?, ¿qué ha sido de ti? Tú vivías para derramar la alegría bienhechora. Jamás ha habido más dulce fruta que tu boca, ni luz más clara que tus ojos. Tu piel era una gloriosa vestidura que no querías velar, y sobre la cual flotaba la voluptuosidad como un olor perpetuo. Cuando desatabas tu cabellera, todos los deseos salían de ella volando, y cuando nos oprimías con tus desnudos brazos, impetrábamos de los dioses la muerte.

Acurrucada en el suelo, Rhodis seguía sollozando.

—Khrysís, Khrysís mía —prosiguió Mirtokleia— todavía ayer estabas viva, gozando de la juventud y en espera de largos días, y ahora te hallas muerta, sin que nada en el mundo pueda hacer ya que nos digas una sola palabra. Has cerrado los ojos sin que nosotras estuviésemos presentes. Has sufrido sin saber que estábamos llorando por ti detrás de las murallas. Moribunda, buscarías con la mirada a alguien, y tus ojos no se han encontrado con nuestros ojos preñados de compasión y de duelo.

No cesaba de llorar la flautista. La cantora la cogió de la mano.

—Khrysís, Khrysís mía, nos dijiste que alguna vez, gracias a ti, nos casaríamos las dos. Ahora, al efectuarse tal unión en nuestras lágrimas, ¡cuán tristes son las nupcias de Rhodis y Myrtokleia! Pero el dolor junta más que el amor las manos que se estrechan. Nunca se podrán separar las de los seres que, como nosotras, han llorado una vez juntos. Entregaremos a la tierra tus queridos despojos, Khrysidión, y nos cortaremos nuestras cabelleras una a otra para sepultarlas con tu cuerpo.

Con un cobertor de la cama envolvió el hermoso cadáver, y dijo en seguida a Rhodis:

—Ayúdame.

Levantaron cuidadosamente a la muerta; pero el fardo era en extremo pesado para ellas y lo pusieron por primera vez en el suelo.

—Quitémonos las sandalias —dijo Myrto—. Iremos descalzas por los corredores. El carcelero debe estar ya dormido… Si no lo despertamos, podremos pasar; pero si llega a vernos, nos cerrará el paso… Mañana, ya nada le importará. Cuando encuentre el lecho vacío, dirá a los soldados de la reina que arrojó el cuerpo a las letrinas, como la ley lo exige. Nada temamos, Rhodis… Ponte, como yo, tus sandalias en la cintura, y ven. Toma el cuerpo por bajo de las rodillas. Deja que cuelguen los pies. Camina sin hacer ruido, lentamente, lentamente…