III
Khrysís, inmortal

Cuando Demetrios se vio solo en su taller rojo, embarazado de mármoles, bosquejos, caballetes y andamiadas, quiso ponerse otra vez al trabajo.

El cincel en la mano izquierda y el mazo en la derecha, prosiguió, pero sin ardimiento, un esbozo interrumpido. Era el cuello de un caballo gigantesco destinado al templo de Poseidón. Bajo la crin cortada en cepillo, la piel del cuello, plegada por un movimiento de la cabeza, formaba curvas geométricas como un onduloso surtidor marino.

Tres días antes, el detalle de esta musculatura regular concentraba en el espíritu de Demetrios todo el interés de la vida cotidiana; pero desde la mañana en que murió Khrysís, el aspecto de las cosas había cambiado para él. Menos tranquilo de lo que hubiera querido estar, no conseguía fijar su pensamiento, que tiraba hacia otra parte. Parecía interponerse entre el mármol y él una especie de resistente velo. Por fin, arrojó el mazo y púsose a dar vueltas a lo largo de los empolvados pedestales.

De repente, atravesó el patio, llamó a una esclava y le dijo:

—Prepara la piscina y los aromas. Me perfumarás cuando salga del baño, me darás vestidos blancos y encenderás las cazoletas redondas.

Cuando acabó de vestirse, llamó a otros dos esclavos:

—Id a la prisión de la reina —les dijo— entregadle al carcelero esa arcilla para que la lleve a la pieza en que está muerta Khrysís la cortesana. Si no han arrojado ya el cadáver en la cloaca, le diréis que se abstenga de ejecutar nada antes de recibir órdenes mías. Id corriendo.

Y sujetándose un buril a su cinturón, abrió la puerta principal que daba a la desierta avenida del Dromo…

Detúvose de golpe en el umbral, estupefacto ante el esplendor de los mediodías de la tierra africana.

La calle debía verse blanca y las casas blancas también, pero la llama perpendicular del sol bañaba las centelleantes superficies con una furia tal de reflejos, que los muros encalados y las losas reverberaban a la vez unas incandescencias prodigiosas de azul de sombra, de rojo y verde, de ocre brutal y de jacinto. Fuertes y temblorosos colores parecían sucederse en el aire, sin cubrir más que por transparencia la ondulación de las fachadas ardientes. Las líneas se deformaban bajo tales destellos; la muralla recta de la calle se redondeaba en la vaga lontananza, flotando como un jirón de tela y desvaneciéndose a trechos. Un perro que dormía al pie de un poste se destacaba como una mancha de fuego carmesí.

Entusiasmado de admiración, Demetrios vio en este espectáculo un símbolo de su nueva existencia. Por largo tiempo había vivido en una solitaria noche, en el silencio y la paz. Por mucho tiempo había tenido por luz la claridad de la luna y por ideal la línea indolente de un movimiento exageradamente delicado. No era viril su obra. Sobre la piel de sus estatuas corría un estremecimiento helado.

Durante la trágica aventura que acababa de sacudir con tan ruda conmoción su inteligencia, había sentido que por primera vez henchía su pecho el soplo poderoso de la vida. Si no afrontaba una segunda prueba; si, una vez victorioso de la lucha, se juraba ante todo no volver a exponerse a doblegar ante nadie la altiva actitud que había adoptado, ganaría por lo menos el haber comprendido que sólo es merecedor de ser imaginado lo que, por medio del mármol, el color o la frase, sorprende una de las profundidades de la emoción humana, y que la belleza formal no es más que una materia indecisa, susceptible de ser siempre transfigurada por la expresión del gozo o del dolor.

Al acabar así la serie de sus pensamientos, llegó frente a la puerta de la prisión criminal.

Sus dos esclavos estaban esperándole.

—Hemos traído la arcilla roja —le dijeron—. El cuerpo se encuentra sobre el lecho y nadie lo ha tocado. El carcelero te saluda y te recomienda a tu buen recuerdo.

El joven entró silenciosamente, transpuso el largo corredor, subió algunos peldaños, penetró en el aposento de la muerta y cerró con cuidado la puerta.

El cadáver estaba extendido, baja la cabeza y cubierto con un velo, los brazos rígidos y los pies juntos. Tenía los dedos cargados de sortijas. Dos periscelis de plata se le enrollaban en los pálidos tobillos y aún tenía las uñas de los pies rojas de polvo.

Demetrios tendió la mano hacia el velo, a fin de levantarlo; pero apenas lo hubo tocado, cuando una docena de moscas se escaparon con rapidez de la abertura.

El joven se estremeció hasta los pies… Sin embargo, alzó la tela de lana blanca y la plegó alrededor de los cabellos.

El rostro de Khrysís se había sosegado poco a poco con esa expresión de eternidad que suele otorgar la muerte a los párpados y las cabelleras de los cadáveres.

En la blancura azulosa de las mejillas, algunas venas finísimas y azuleantes prestaban a la cabeza inmóvil la apariencia del helado mármol. Sobre los labios finos se abrían diáfanamente las narices. La fragilidad de las orejas tenía algo de inmaterial. Jamás bajo luz alguna, ni aun en la de su ensueño, había visto Demetrios tan sobrehumana belleza, ni aquella irradiación del cutis próxima a extinguirse.

Y entonces recordó las palabras de Khrysís durante su primera entrevista: «Tú no conoces más que mi rostro. ¡Tú no sabes cuán hermosa soy!». Una intensa emoción lo sofocaba de pronto. Quiere conocer por fin, y puede hacerlo.

De sus tres días de pasión, quiere conservar un recuerdo que dure más que su propia vida: desnudar este cuerpo admirable, ponerlo de modelo en la actitud violenta en que la ha visto en sueños, y crear con este cadáver la estatua de la Vida Inmortal.

Suelta el broche y el nudo, abre la tela; el cuerpo pesa; él lo levanta. Cae la cabeza doblándose hacia atrás; tiemblan los senos; aflójanse los brazos. Arranca él la tela toda entera y la arroja en medio de la pieza. El cuerpo vuelve a caer pesadamente.

Tirando con entrambas manos de las frescas axilas, hace Demetrios que la muerta se deslice hasta lo alto de la cama. Le vuelve la cabeza sobre la mejilla izquierda, junta y esparce luego espléndidamente la cabellera bajo la acostada espalda. Le alza el brazo derecho, le dobla el antebrazo sobre la frente, le crispa los dedos, blandos todavía, contra la tela de un cojín. Dos admirables líneas musculares, descendiendo de las orejas y del codo, se juntan bajo el seno derecho, como dos tallos que sostuvieran un fruto.

Dispone las piernas en seguida, extendiendo la una rígidamente al lado, la otra con la rodilla erguida y casi tocando el talón al muslo. Rectifica algunos detalles, dobla la cintura hacia la izquierda, alarga el pie derecho y quita los brazaletes, collares y sortijas, para que ninguna disonancia turbe la armonía pura y completa de la femenina desnudez.

El modelo ha tomado la postura deseada.

Demetrios arroja sobre la mesa la arcilla húmeda que ha mandado traer. La aplasta, la oprime, la estira a semejanza de la forma humana. Una especie de monstruo bárbaro nace de sus dedos febriles. Se detiene y mira.

El inmóvil cadáver conserva su posición apasionada.

Pero un delgado hilo de sangre le brota por la nariz de la fosa derecha, sobre el labio y cae gota a gota en la boca entreabierta.

Demetrios continúa. El esbozo se anima, se precisa, cobra vida. Un prodigioso brazo izquierdo se contornea por encima del cuerpo; como abrazando a alguien. Los músculos del muslo se acusan vigorosamente. Se contraen los dedos de los pies.

… Cuando la noche ascendió de la tierra y oscureció la habitación, Demetrios había terminado su estatua.

Hizo que entre cuatro esclavos condujeran el esbozo a su taller, y aquella misma noche mandó que a la luz de las lámparas desbastaran un gran bloque de Paros. Un año después, aún trabajaba en este mármol.