-Eres amada de los dioses —le dijo el viejo carcelero—. Si yo, pobre esclavo, hubiese cometido la centésima parte de tus crímenes, ya me habrían atado sobre el potro, colgado por los pies, desgarrado a golpes, desollado con tenazas. Me habrían vertido vinagre dentro de la nariz, me habrían cargado de ladrillos hasta ahogarme, y si hubiese muerto de dolor, mi cuerpo estaría ya sirviendo de alimento a los chacales de las llanuras ardientes. Pero a ti que has robado, y matado, y profanado todo, te reservan la dulce cicuta y te dan buena habitación entretanto. ¡Que Zeus descargue uno de sus rayos sobre mí si adivino la causa! A alguien debes conocer en palacio.
—Dame higos —dijo Khrysís—. Tengo seca la boca.
El viejo esclavo le trajo en una cestita verde una docena de higos bien maduros.
Khrysís quedó sola.
Se sentó y se levantó, dio vuelta a su habitación, golpeó las paredes con la palma de la mano sin pensar en nada, se desanudó los cabellos para refrescarlos y casi al punto se los anudó nuevamente.
La habían hecho ponerse un largo vestido de lana blanca. Como la tela era caliente, Khrysís se sintió pronto inundada de sudor. Estiró los brazos, bostezó y púsose de codos en la alta ventana.
Afuera resplandecía deslumbradora la luna en un cielo de líquida pureza, un cielo tan pálido y tan claro que no se veía una estrella.
Fue en una noche semejante, hacía siete años, cuando Khrysís abandonó la tierra de Genezareth.
Lo recordó… Eran cinco los hombres. Vendían marfil. Enjaezaban sus cabellos de larga cola con gualdrapas abigarradas. Abordaron a la niña junto a una cisterna redonda…
Y antes de eso, el lago azulado, el cielo transparente, el aire ligero del país de Galil…
La casa estaba rodeada de linos róseos y de tamariscos. Los espinosos alcaparros picaban los dedos al coger las falenas… Se creía ver el color del viento en las ondulaciones de las finas gramíneas…
Las muchachas se bañaban en un límpido arroyuelo, donde había caracoles rojos bajo laureles en flor; y había flores a flor de agua, flores en toda la pradera y grandes lirios sobre las montañas, y el contorno de las montañas era semejante al de un seno núbil.
Khrysís cerró los ojos con una apacible sonrisa que se extinguió de pronto. La idea de la muerte acababa de invadir su pensamiento. Y comprendió que hasta el fin no cesaría de pensar en lo mismo.
—¡Ah! —se dijo— ¿qué es lo que he hecho? ¿Por qué me he encontrado con ese hombre? ¿Por qué me ha escuchado? ¿Por qué a mi vez me he dejado arrastrar? ¿Por qué, aún ahora, de nada me arrepiento? No amar o no vivir; tal es la elección que Dios me ha impuesto. ¿Qué he hecho yo, entonces, para ser castigada?
Y le vinieron a la memoria fragmentos de versículos sagrados que había oído recitar siendo niña. Siete años hacía que no pensaba en ellos. Pero le llegaban, uno tras otro, con implacable precisión, aplicándose a su vida y prediciéndole su pena.
La joven murmuró:
—Está escrito:
Yo me acuerdo de tu amor cuando eras joven…
Desde hace mucho tiempo quebrantaste tu yugo,
rompiste tus lazos,
y dijiste: «No quiero más ser esclava».
Pero al pie de toda colina alta
y debajo de todo árbol frondoso
te has conservado como una prostituta[9].
—Está escrito:
Iré en pos de mis amantes,
que me dan mi pan y mi agua,
y mi lana y mi lino,
y mi aceite y mi vino[10].
—Está escrito:
Cómo dirás: «Yo no estoy contaminada».
Mira tus pasos en la llanura,
reconoce lo que has hecho,
camella vagabunda, asna silvestre,
sin aliento y siempre en celo
¿quién te hubiera impedido satisfacer tu deseo?[11]
—Está escrito:
Ella ha sido cortesana en Egipto,
ella se ha inflamado de amor por los impúdicos,
cuyo miembro es como el de los asnos
y cuyo semen es como el de los caballos.
Te acuerdas de los crímenes de tu juventud en Egipto, cuando te apretaban los senos porque eran tiernos[12].
—¡Oh! —gritó ella—. ¡Soy yo!, ¡soy yo misma! Y también está escrito:
Te has prostituido a numerosos amantes,
y tornarás a mí —dijo el Eterno[13].
—Pero mi castigo ¡ay!, también está escrito:
Escucha: yo excito contra ti a tus amantes.
Ellos te juzgarán según sus leyes,
ellos te cortarán la nariz y las orejas,
y lo que de ti quede caerá al filo de la espada[14].
Y también:
Hecho está: la han desnudado, se la han llevado.
Sus sirvientes gimen como palomas
y se golpean el pecho[15].
—Pero ¿puede entender uno lo que dice la Escritura? —añadió para consolarse—. ¿No está igualmente escrito?:
Yo no castigaré a vuestras hijas porque se prostituyen[16].
—¿Y no aconseja también en otro lugar la Escritura?:
«Ve a comer y beber, pues Dios te hace prosperar. Que en todo tiempo tus vestidos sean blancos y que el aceite perfumado no falte sobre tu cabeza. Goza de la vida con la mujer que amas, durante todos los días de tu vida de vanidad que Dios te ha dado bajo el sol, pues no hay obra, ni pensamiento, ni ciencia, ni sabiduría, en la morada de los muertos, adonde tú vas[17]».
Estremeciéndose, se repitió en voz baja:
«… Pues no hay obra, ni pensamiento, ni ciencia, ni sabiduría, en la morada de los muertos, adonde tú vas».
La luz es dulce. ¡Ah!, ¡cuán agradable es ver el sol![18]
Joven, goza en tu juventud, entrega tu corazón a la alegría, sigue las sendas de tu corazón y las visiones de tus ojos, antes que te vayas a la morada eterna y que recorran la calle los gemidores, antes que la cuerda de plata se rompa, que la lámpara de oro se quiebre, que el cántaro se estrelle en la fuente y que la polea se destroce en el pozo, antes que el polvo vuelva a la tierra, de donde ha salido[19].
Estremeciéndose de nuevo, se repitió más lentamente:
«… Antes que el polvo vuelva a la tierra, de donde ha salido».
Y como se apretaba la cabeza con las manos, a fin de reprimir su pensamiento, sintió de pronto, sin haberlo previsto, la forma mortuoria de su cráneo al través de la piel llena de vida: las sienes vacías, las órbitas enormes, la nariz chata bajo el cartílago y los maxilares salientes.
¡Horror! ¡En eso iba ella a convertirse! Con espantosa lucidez, le asaltó la visión de su cadáver, y se pasó las manos por todo el cuerpo para llegar hasta el fondo de esta idea tan sencilla que no se le había ocurrido hasta entonces: que ella llevaba su esqueleto consigo misma, que no era éste ningún resultado de la muerte, ninguna metamorfosis, ningún término, sino una cosa que paseamos, un espectro inseparable de la forma humana, y que la armazón de la vida constituye de por sí el símbolo de la tumba.
Un deseo furioso de vivir, de tornar a verlo todo, de recomenzarlo todo, de repetirlo todo, la sacudió súbitamente. Era la rebelión ante la muerte: la imposibilidad de admitir que ya no vería la tarde aquella mañana naciente; la imposibilidad de comprender cómo su belleza, su cuerpo, su activo pensamiento, la vida lujuriosa de su carne, iban en pleno ardor, a cesar de ser y a pudrirse.
La puerta se abrió silenciosamente.
Entró Demetrios.