V
Las murallas de púrpura

Cuando escuchó el pueblo por segunda vez, de boca de las hierodulas, la confirmación del sacrilegio, se dispersó lentamente a través de los jardines.

Agolpábanse a centenares las cortesanas del templo a lo largo de las calzadas de negros olivos, echándose las unas ceniza en la cabeza, frotándose otras la frente contra el polvo, tirándose de los cabellos o arañándose los senos, en señal de duelo público. Muchas sollozaban, cubriéndose los ojos con un brazo.

La multitud descendía silenciosa a la ciudad por el Dromo y por los malecones. Un duelo general llenaba de consternación las calles. Aterrados, los mercaderes habían guardado a toda prisa sus mercancías puestas en abigarrada exhibición. Las mamparas de tablas fijadas con barrotes se sucedían, a semejanza de una empalizada monótona, en los pisos bajos de las casas cerradas.

La vida del puerto se había paralizado. Los marineros, sentados en los poyos de piedra, permanecían inmóviles, teniéndose con ambas manos los carrillos. Los bajeles próximos a partir desarmaban sus largos remos y recogían sus velas afiladas contra los mástiles balanceados por el viento. Los que querían entrar en rada aguardaban mar adentro las señales, y algunos pasajeros que tenían parientes en el palacio de la reina, temiendo que esta calma fuera indicio de una sangrienta revolución, ofrecían sacrificios a los dioses infernales.

En la esquina formada por el muelle y la lista del Faro, Rhodis, entre la multitud, reconoció a Khrysís no lejos de ella.

—¡Ah, Khrysís, llévame contigo, tengo miedo! Aquí está Myrto; pero la multitud es tan grande, que temo que nos separen. Cógenos de la mano.

—¿Sabes lo que ocurre? —preguntó Myrtokleia—. ¿Se ha descubierto al culpable? ¿Ya le dieron tortura? Desde el tiempo de Herostrato, nada semejante se ha visto. Los Olímpicos nos abandonan. ¿Qué será de nosotros?

Khrysís no respondió.

—Nosotras ofrecimos palomas —agregó la flautista pequeña—. La diosa debe estar irritada. ¿Se acordará de nuestra ofrenda? ¡Y tú, y tú, mi pobre Khrysís, tú que ibas hoy a ser o muy feliz o muy poderosa…!

—Todo lo soy —dijo la cortesana.

—¿Qué dices?

Khrysís retrocedió dos pasos, y levantó la mano derecha junto a su boca, dijo:

—Escucha atentamente, Rhodis mía; escucha, Myrtokleia. Lo que hoy veréis, jamás lo han visto ojos humanos desde el día que la diosa descendió sobre el monte Ida, ni nadie, hasta el fin del mundo, lo volverá nunca a ver sobre la tierra.

Retrocedieron estupefactas las dos amigas, creyéndola loca. Pero ella, absorta en su ensueño, marchó derecha hasta el monstruoso Faro, resplandeciente montaña de mármol de ocho cuerpos hexagonales. Empujó la puerta de bronce, y aprovechándose de la inatención pública, la cerró nuevamente por dentro corriendo las ruidosas barras.

Transcurrieron algunos instantes.

La multitud gruñía sin cesar. La marejada humana añadía su estruendo a los tumbos regulares de las olas.

De súbito se alzó un clamor, repetido por cien mil pechos:

—¡¡Afrodita!!

—¡¡Afrodita!!

Una tempestad de gritos estalló. El gozo, el entusiasmo de todo un pueblo cantaba en indescriptible tumulto de alegría al pie de las murallas del Faro.

La turba que cubría el muelle afluyó violentamente a la isla, invadió las rocas, subió a las casas, a los altos postes, a las torres fortificadas. Llena, henchida estaba ya la isla, y sin embargo, la multitud no cesaba de llegar, cada vez más compacta, con el empuje de un río desbordado que arrojaba hacia el mar grandes masas humanas desde lo alto de la ribera abrupta.

No se veían los límites de esta inundación de gente. Las playas del Puerto Real, del Gran Puerto y del Eunosto, desde el palacio de los Ptolomeos hasta la muralla del Canal, rebosaban de apretado gentío, que se aumentaba indefinidamente con el aporte de las calles inmediatas. Y sobre este océano agitado de reflejos inmensos, espumoso, de brazos y cabezas, flotaba como una barca en peligro la litera de velas amanillas de la reina Berenice. Y aumentándose el clamoreo estentóreo con nuevas bocas, a cada instante era más formidable este ruido.

Ni Helena en las puertas Esceas, ni Friné sobre las olas de Eleusis, ni Thais incendiando a Persépolis, supieron lo que era un triunfo.

Khrysís había aparecido por la puerta occidental sobre la primera terraza del monumento rojo.

Estaba desnuda como la diosa, teniendo con ambas manos las extremidades de su velo escarlata, que el viento arremolinaba sobre el cielo de la tarde, al mismo tiempo que con la mano derecha empuñaba el espejo, que resplandecía a los rayos del sol poniente.

Con lentitud, inclinaba la cabeza y moviéndose con gracia y majestad infinitas, ascendió por la rampa exterior que ceñía en forma de espiral la gran torre bermeja. Parecía arder una llama en sus ojos entornados. El ígneo crepúsculo enrojecía el collar de perlas como una sarta de rubíes. Ella continuaba ascendiendo, y en medio de tanta gloria, su piel resplandeciente irradiaba toda la magnificencia de la carne, la sangre, el fuego, el carmín azulino, el rojo aterciopelado, el rosa vivo. Y girando por el contorno ascendiente de las altas murallas color de púrpura, subía al cielo transfigurada.