IV
El jardín de Hermes Anubis

El primer movimiento de Khrysís fue encogerse de hombros. ¡No tendría la candidez de cumplir su juramento!

Su segundo impulso fue de ir a ver.

La empujó una invencible curiosidad hacia el misterioso escondrijo en donde había depositado Demetrios los tres despojos de sus crímenes. Quería tomarlos, palparlos con sus propias manos, hacerlos resplandecer al sol, poseerlos por un instante. Le pareció que su victoria no sería completa en tanto que no tuviera en su poder el botín que ambicionaba.

En cuanto a Demetrios, ya sabría ella atraérselo con cualquier ardid ingenioso. ¿Era creíble que se desligara de ella para siempre? La pasión que ella suponía en él no era de las que se extinguen para no volver a encenderse en el corazón del hombre.

Las mujeres que han sido muy amadas forman dentro de nuestra memoria una familia predilecta, y el encuentro con una mujer que fue en otro tiempo muy querida, aunque la odiemos ya o aunque la hayamos olvidado, causa una turbación inesperada, de la que puede muy bien renacer un amor nuevo. Khrysís no ignoraba esto. Por apasionada que estuviera, por mucho que le urgiese reconquistar al primer hombre que había amado, no llegaba a tal punto su locura que lo comprase a costa de su existencia, cuando tantos otros medios veía de seducirle de un modo más sencillo.

Y sin embargo… ¡Qué incomparable muerte le había propuesto él…!

¡Ostentar a la vista de una multitud innumerable el espejo antiguo en que se había mirado Safo, la peineta que había reunido los reales cabellos de Nitaukrit, el collar de las perlas marinas que habían rodado en la concha de la diosa Anadyomena…! Luego, desde esa noche hasta la mañana siguiente, conocer delirantemente todo lo que el amor más desbordado puede hacer experimentar a una mujer… y al aproximarse el mediodía, morir sin el menor esfuerzo… ¡Oh destino bienaventurado!

Khrysís cerró los ojos…

Pero no; no cedería a la tentación.

Subió en línea recta, a través de Rhakotis, la calle que conducía al Gran Serapeion. Esta avenida, abierta por los griegos, tenía algo de exótico dentro de aquel barrio de callejuelas angulares.

Mezclábanse allí ambas poblaciones bizarramente, en una promiscuidad todavía hostil. Entre los egipcios, vestidos de camisas azules, las túnicas crudas de los helenos formaban líneas de blancura.

Khrysís marchaba con paso rápido, sin escuchar las conversaciones con que comentaba el pueblo los crímenes cometidos por causa de ella.

Frente a la escalinata del monumento, la joven torció a la derecha, echó por una calle oscura y en seguida por otra cuyas casas aproximaban sus terrazas casi hasta juntarse. Luego atravesó una plazoleta en forma de estrella, en donde, junto a un manchón de sol, tres jovencitas muy morenas jugaban en una fuente, y por último se detuvo.

El jardín de Hermes Anubis era una necrópolis pequeña, abandonada hacía largo tiempo, una especie de solar donde ya no acudían las familias a llevar libaciones a los muertos y del que procuraban alejarse los transeúntes. Khrysís avanzó en el mayor silencio entre aquellas tumbas ruinosas, sobresaltándose a cada guijarro que resbalaba bajo sus pies. El aire, cargado todavía de impalpable arena, le agitaba los cabellos sobre las sienes y hacía ondular su velo de seda escarlata hacia las hojas blanquecinas de los sicomoros.

Descubrió la estatua en medio de tres monumentos fúnebres que de todos lados la ocultaban encerrándola dentro de un triángulo. Bien escogido era el tal sitio para dejar enterrado un secreto mortal.

Como pudo, se deslizó Khrysís por el pedregoso y estrecho paso, y al ver la estatua, palideció ligeramente. Erguíase el dios de cabeza de chacal, con la pierna derecha hacia adelante, y del peinado que le descendía sobre los hombros sacaba los brazos por dos agujeros. Tenía inclinada la cabeza en lo alto de su cuerpo rígido, siguiendo el movimiento de las manos, que hacían el ademán del embalsamador. El pie izquierdo está despegado.

Con lenta y recelosa mirada se aseguró Khrysís de que estaba sola. Hízola estremecer un ruido; pero no era más que una lagartija verde que huía hacia una grieta del mármol.

Atrevióse, por fin, a levantar el talón roto del dios, oblicuamente y con algún esfuerzo, pues arrastraba parte del zócalo hueco que descansaba sobre el pedestal.

Y bajo la piedra vio brillar repentinamente las enormes perlas.

Sacó el collar entero. ¡Cómo pesaba! No hubiera ella pensado que unas perlas sin montura casi pudieran pesar de este modo en la mano. Todos los globitos de nácar eran maravillosamente redondos y de un oriente casi lunar. Las siete hileras se sucedían una tras otra, y brillaban como cambiantes circulares de muaré sobre un agua salpicada de estrellas.

Se lo puso al cuello.

Con una sola mano se lo arregló, cerrando los ojos para sentir mejor el frío de las perlas sobre la piel. Dispuso los siete hilos con regularidad a lo largo de su pecho desnudo, e hizo descender el último hasta el intersticio ardoroso de sus senos.

Tomó en seguida la peineta de marfil, la contempló algún tiempo, acarició la figurita blanca esculpida en la coronilla, y hundió varias veces la joya en sus cabellos antes de fijarla donde quería.

Sacó luego el espejo de plata, miróse en él, vio su triunfo, sus ojos deslumbrantes de orgullo, sus hombros adornados con despojos de dioses…

Y esbozándose hasta los cabellos con su amplia kyklas escarlata, salió de la necrópolis sin quitarse las terribles joyas.