III
La respuesta

El ágora quedó limpia, como una playa después de la marea.

Pero no vacía del todo. Un hombre y una mujer permanecieron allí, los únicos que sabían el secreto de la gran emoción pública y que la habían causado: Khrysís y Demetrios.

El joven estaba sentado sobre un bloque de mármol junto al puerto. La joven se hallaba en pie a la otra extremidad de la plaza. No podían reconocerse, pero se adivinaron mutuamente; y Khrysís corrió bajo la luz del sol, ebria de orgullo y ebria, al fin, también de deseo.

—¡Lo has hecho! —exclamó—. ¡Lo has hecho al fin!

—Sí —dijo con serenidad el joven—. Estás obedecida.

Ella se dejó caer en sus rodillas y, delirante, le ciñó con sus brazos.

—¡Te amo! ¡Te amo! Jamás he sentido lo que siento ahora. ¡Oh dioses!, ¡yo no sabía antes lo que es estar enamorada! Tú lo ves, amado mío, cómo te doy más de lo que anteayer te prometí. Yo, que jamás he deseado a nadie, no podía pensar que cambiaría tan presto. Yo no te había vendido más que mi cuerpo para tu cama, y ahora te entrego todo cuanto tengo de bueno, todo cuanto tengo de puro, de sincero y de apasionado, mi alma entera que es virgen, ¡óyelo bien, Demetrios! Ven conmigo, abandonemos esta ciudad por algún tiempo, vámonos a un lugar oculto, en donde sólo estemos tú y yo. Allí tendremos días como nadie los tuvo antes de nosotros sobre la tierra. Jamás hizo amante alguno lo que tú acabas de hacer por mí. Jamás mujer alguna amó como yo te amo; ¡es imposible!, ¡es imposible! Casi no puedo hablar, de sofocada que tengo la garganta. Mírame llorar, porque también ahora sé lo que es llorar. Es ser extremadamente dichosa… ¡Pero no me respondes, nada me dices! Bésame…

Demetrios alargó la pierna derecha, a fin de bajar la rodilla, que se fatigaba un poco bajo el peso de ella. Hizo luego que la joven se levantase, púsose en pie a su vez, sacudióse el vestido para aflojar los pliegues, y dijo suavemente, con una sonrisa enigmática:

—No… Adiós…

Y se puso en marcha con paso reposado.

Khrysís, en el colmo del estupor, permanecía con la boca entreabierta y las manos caídas.

—¡Cómo!… ¿Qué… qué dices?

—Te digo adiós —articuló él, sin esforzar el tono.

—Pero… quizá no has sido tú quien…

—Sí. Te lo había prometido.

—Entonces… no comprendo.

—Que comprendas o no, querida, me es indiferente. Dejo este pequeño misterio a tus meditaciones. Si lo que me has dicho es cierto van estas meditaciones a prolongarse mucho. Muy a tiempo viene esto, para que puedas ocuparlas. Adiós.

—¡Demetrios! ¿Qué es lo que oigo…? ¿De dónde te ha venido ese tono? ¿Eres tú quien habla?, ¡te conjuro a que me lo expliques! ¿Qué ha sucedido entre nosotros? Es para estrellarse uno la cabeza contra las murallas…

—¡Habré de repetirte cien veces lo mismo! Sí, yo robé el espejo; sí, yo maté a la sacerdotisa Touni para quitarle la peineta antigua; sí, yo he arrebatado del cuello de la diosa el precioso collar de perlas. Debía entregarte los tres regalos a cambio de un solo sacrificio de tu parte. En mucho lo he estimado, ¿no es verdad? Pero como he cesado de atribuirle un valor tan considerable, ya no te pido nada. Haz lo mismo por tu parte y separémonos. Me admira que no comprendas una situación de una sencillez tan clara.

—¡Guarda para ti tus regalos! ¿Pienso en ellos, acaso? A ti es a quien deseo, sólo a ti…

—Sí, bien lo sé. Pero te repito que yo, por mi parte, ya no quiero. Y como para que haya una cita es indispensable obtener a la vez el consentimiento de los dos amantes, mucho riesgo hay de que no se realice nuestra unión si persisto en mi modo de ver. Esto es lo que procuro hacerte comprender con toda la claridad de lenguaje de que soy capaz. Mas como veo que no basta, y me corresponde ser más explícito, te ruego que aceptes voluntariamente el hecho consumado, sin empeñarte en penetrar lo que tenga para ti de oscuro, puesto que no admites su verosimilitud. Deseo vivamente terminar esta conversación, que a ningún resultado puede conducirnos y que quizá me arrancase palabras descorteses.

—¡Te han hablado contra mí!

—No.

—¡Oh!, ¡lo adivino! ¡Te han hablado contra mí, no lo niegues! ¡Te han hablado mal de mí! ¡Tengo terribles enemigas, Demetrios! No les des crédito. ¡Por los dioses, te juro que mienten!

—Ni las conozco siquiera.

—¡Créeme, créeme, bien mío…! ¿Qué interés puedo tener en engañarte, puesto que no espero de ti otra cosa que a ti mismo? Tú eres el primero a quien le hablo así…

Demetrios la miró fijamente.

—Es demasiado tarde —le dijo—. Te he poseído ya.

—Tú deliras… ¿Cuándo? ¿En dónde? ¿Cómo?

—Te digo la verdad. Te he poseído a pesar tuyo. Lo que yo esperaba de tus complacencias me lo has dado sin sospecharlo siquiera. Anoche me llevaste en sueños al país donde querías ir, y estabas muy hermosa, Khrysís… ¡ah!, ¡muy hermosa! De ese país estoy ya de regreso, y ningún poder humano me obligará a volver. Jamás se encuentra dos veces la dicha en un mismo rincón de la tierra, y no soy tan insensato que consienta en destruir un recuerdo de felicidad. Dirás que lo debo a ti; pero como no he amado más que tu sombra, confío en que me perdonarás, querida mía, que hoy que me ofreces tu realidad no la acepte.

Khrysís, apretándose las sienes, prorrumpió:

—¡Esto es abominable… abominable! ¡Y se atreve a decirlo! ¡Y se contenta con eso!

—Precisas con demasiada prontitud. Te he dicho que soñé; ¿pero tienes la certeza de que estuviera yo dormido? Te he dicho que fui dichoso; ¿acaso la felicidad consiste para ti exclusivamente en el grosero estremecimiento físico que tú sabes, según me has dicho, provocar tan bien, pero que no puedes diversificar, puesto que es sensiblemente el mismo en todas las mujeres que se entregan? No; tú eres quien a ti misma te degradas asumiendo esa actitud a todas luces inconveniente. Veo que no te son bien acogidas todas las delicias que nacen de tus pasos. Las queridas difieren entre sí en que cada una tiene sus procedimientos personales para preparar, desarrollar y concluir un acto que es monótono a más no poder, y que si fuera lo único que buscamos, no valdría toda la pena que nos tomamos para encontrar una querida perfecta. En esta preparación y en esta conclusión excedes a todas las mujeres del mundo. Así, por lo menos, me he complacido en imaginármelo, y puede ser que me concedas que, puesto que he creado la Afrodita del Templo, no debe haber trabajado con exceso mi pensamiento para representarse la mujer que tú eres. Y repito que no te diré si ha sido mi ensueño un ensueño nocturno o un error de alucinado; basta que sepas que tu imagen, entrevista o soñada, se me apareció dentro de un cuadro extraordinario. Era una ilusión; pero por encima de todo, yo te impediré, Khrysís, que me desilusiones.

—¿Y qué me dejas a mí, en todo esto, qué me dejas a mí, que te amo a pesar de los horrores que estoy escuchando de tu boca? ¿He tenido conciencia de tu odioso ensueño? ¿He sentido a medias esa felicidad de que me hablas, y que tú me has robado? ¿No es inaudito que exista un amante de tan espantoso egoísmo que satisfaga su placer en la mujer que ama sin dejarla que ella lo comparta…? Esto me confunde, me vuelve loca.

Entonces, Demetrios, dejando su tono burlón, dijo con voz ligeramente trémula:

—¿Te inquietabas de mí cuando, aprovechándote de mi súbita pasión, me exigiste, en un momento de extravío, tres actos que hubieran podido romper mi existencia y que para siempre me dejarán el recuerdo de una triple vergüenza?

—Si lo hice, fue para cautivarte. No habrías sido verdaderamente mío si me hubiese entregado sin condiciones.

—Pues ya estás satisfecha. Me tuviste, no por largo tiempo, pero me tuviste, al cabo, en la esclavitud que querías. ¡Sufre ahora que me liberté…!

—¡Oh, Demetrios! Si la esclava soy yo…

—Tú o yo, sí; cualquiera de los dos es esclavo si ama al otro. ¡Esclavitud!, ¡esclavitud! Tal es el verdadero nombre de la pasión. ¡Todas no tenéis más ilusión ni más idea en el cerebro que sujetar la fuerza del hombre con vuestra flaqueza y gobernar con vuestra futilidad su inteligencia! Desde que os brotan los senos, lo que pretendéis no es amar ni ser amadas, sino atar un hombre a vuestros tobillos, humillarlo, hacerle que doble la cabeza para sobre ella apoyar vuestras sandalias. Entonces podéis, a capricho de vuestra ambición, arrancarnos la espada, el compás o el cincel, rebajar todo cuanto os supera, ensuciar todo cuanto os infunde respeto, retener de las narices a Hércules y ponerlo a hilar. Pero cuando no lográis doblegar su frente ni su carácter, adoráis el puño que os pega, la rodilla que os derriba y hasta la boca que os injuria. El hombre que se ha negado a besaros los pies descalzos, colma vuestros deseos si os viola. El que no ha llorado cuando os vais de su casa, puede llevaros arrastrando de los cabellos. Vuestro amor renace de vuestras lágrimas, pues lo que únicamente os consuela de no imponer la esclavitud, amorosas mujeres, es sufrirla.

—¡Ah! ¡Pégame, si quieres, pero ámame después!

Y lo apretó tan bruscamente, que no le dio tiempo a apartar los labios. Desprendióse el joven con entrambos brazos, diciéndole:

—Adiós. Te detesto.

Pero Khrysís se le colgó del manto, exclamando:

—No mientas. Tú me adoras. Tienes el alma llena toda de mí; pero te da vergüenza haber cedido. ¡Escucha, escucha, amado mío! Si es que lo reclama tu orgullo para consolarse, dispuesta estoy, para que no te vayas, a otorgar más de lo que te he pedido. Por grande que sea el sacrificio, después que nos unamos no me lamentaré.

Demetrios la miró con curiosidad, y lo mismo que ella había hecho la antevíspera en la escena del muelle, le dijo:

—¿Qué juramento haces?

—También por la Afrodita.

—Tú no crees en Afrodita; jura por Jehovah Sabaoth.

La galilea palideció.

—No sé jurar por Jehovah.

—¿Te niegas?

—Es un juramento terrible.

—Es el que necesito.

Después de vacilar algún tiempo, murmuró en voz baja:

—Te lo juro por Jehovah. ¿Qué exiges de mí, Demetrios?

El joven guardó silencio.

—¡Habla, amado mío! —prosiguió Khrysís—. Dilo pronto. Me das miedo.

—¡Oh! Es poca cosa.

—Pero ¿qué, en fin?

—No quiero que a tu vez me ofrezcas tres presentes, aunque fuesen tan insignificantes como raros eran los primeros. Sería contra las conveniencias. Pero sí puedo pedirte que los aceptes, ¿no es verdad?

—Sí, seguro —dijo Khrysís, risueña.

—Ese espejo, esa peineta y ese collar que para ti me has hecho robar no intentarás usarlos, ¿no es cierto? Un espejo robado, la peineta de una víctima y el collar de la diosa no son joyas que puedan ostentarse.

—¡No!, ¡qué idea!

—Ya lo sabía yo. ¿Fue por pura crueldad, entonces, por lo que me has inducido a robar esas tres cosas, a costa de tres crímenes que tienen llena de pavor a la ciudad entera? Pues bien; vas a ponértelas.

—¡Qué!

—Vas a ir al pequeño jardín cerrado donde se encuentra la estatua de Hermes Estigio. Ese lugar está siempre desierto y no hay riesgo de que te molesten. Levantarás el talón izquierdo del dios, pues la piedra está rota. Dentro del pedestal encontrarás el espejo de Bakkhis, que empuñarás con tu diestra; encontrarás la gran peineta de la reina Nitaukrit, que hundirás en tus cabellos, y encontrarás los siete collares de perlas de la diosa Afrodita, que te pondrás al cuello. Alhajada así, bella Khrysís, marcharás por la ciudad. La multitud te pondrá en manos de los soldados de la reina; pero alcanzarás lo que deseabas, pues yo iré a verte en la prisión antes de que salga el sol.