II
La turba

La mañana en que tuvo término la bacanal de Bakkhis hubo un gran acontecimiento en Alejandría: llovió.

Al contrario de lo que sucede ordinariamente en los países menos africanos, todo el mundo salió de su casa para recibir el chaparrón.

La lluvia no fue torrencial ni tempestuosa. Gruesas gotas tibias atravesaron el aire desde lo alto de una nube color violeta. Las mujeres las sentían humedecerles el pecho y los cabellos, anudados de prisa. Los hombres miraban al cielo. Los niños reían a carcajadas, arrastrando los pies descalzos en el lodo de las calles.

Se desvaneció a poco la nube en la claridad, quedó el cielo impecablemente puro, y a la mitad del día el lodo era polvo otra vez bajo el calor del sol.

Pero había sido suficiente este rápido aguacero para alegrar la ciudad, y los hombres permanecieron de pie sobre las baldosas del ágora, en tanto que se entremezclaban en grupos las mujeres, cuyas voces se cruzaban ruidosamente. Sólo quedaron allí las cortesanas, pues el tercer día de las Afrodisias estaba reservado a la devoción exclusiva de las mujeres casadas, las cuales acabaron por dirigirse en numerosa teoría a la ruta del Astarteion. En la plaza no se veía ya más que túnicas a flores y ojos oscurecidos de pintura.

Al pasar Myrtokleia, una joven llamada Filotis, que conversaba con otras muchas, la detuvo por el lazo de una manga.

—¡Hola, pequeña!, ¿tocaste ayer en casa de Bakkhis? ¿Qué ocurrió?, ¿qué hicieron? ¿No se ha puesto Bakkhis otro collar de medallas para ocultar los surcos de su cuello? ¿Usa pechos de madera o de cobre? ¿Se le olvidó teñirse las canas de las sienes antes de ponerse la peluca? ¡Vamos, habla, pescado frito!

—¡Te figuras que la he mirado! Llegué allá después de la comida, desempeñé mi escena, recibí mi paga y salí corriendo.

—Sí, bien sé que no eres una libertina.

—Para manchar mi túnica y recibir golpes, no, Filotis. Sólo las ricas pueden entregarse a la orgía. Las pobres flautistas no logramos con ello más que derramar lágrimas.

—Cuando no quiere una mancharse la túnica, la deja en la antesala, y cuando recibe puñetazos, se hace pagar doble: la cosa es clara… ¿De suerte que no tienes nada que contarnos?, ¿ninguna aventura, ninguna broma, ningún escándalo? Estamos bostezando como unos ibis. Vamos, inventa algo si no sabes nada.

—Mi amiga Teano se quedó allá. Hace un momento me desperté: aún no había vuelto. Tal vez no haya terminado aún la fiesta.

—Ya terminó —dijo otra mujer—. Teano está allá, junto al muro Cerámico.

Corrieron las cortesanas al lugar indicado, pero se detuvieron luego sonriendo con lástima.

Teano, en el vértigo de la más ingenua embriaguez, tiraba con obstinación de una rosa casi deshojada, cuyas espinas no la permitían desprenderse de entre sus cabellos.

Su túnica amarilla estaba manchada de blanco y de rojo, como si toda la orgía hubiese pasado encima de ella. El broche que debía retener sobre el hombro izquierdo los pliegues convergentes de la tela colgada más abajo de la cintura, descubriendo el globo movedizo de un pecho joven pero ya maduro en demasía, que conservaba dos señales purpúreas.

Así que percibió a Myrtokleia, estalló bruscamente en una risa singular que todo el mundo conocía en Alejandría y le había valido el apodo de «la Gallina», pues era un interminable cloqueo, una cascada de hilaridad, que iba descendiendo hasta cortar la respiración, renacía luego con un grito sobreagudo, y proseguía de este modo, rítmicamente, con una algazara de volátil triunfante.

—¡Un huevo!, ¡un huevo! —dijo Filotis.

Pero Myrtokleia hizo un gesto:

—Ven, Teano; ven a acostarte. No estás buena. Ven conmigo.

—¡Ja, ja, ja, ja…! —reía la joven.

Y cogiéndose el seno con una manecita, gritó con voz alterada:

—¡Ja, ja, ja…! El espejo…

—¡Ven! —repetía Myrto, impaciente.

—¡El espejo…!, ¡ha sido robado, robado, robado! ¡Ja, ja, ja, ja…! Nunca me reiré tanto, aunque viviera más tiempo que Kronos… ¡Han robado, han robado el espejo de plata!

La cantora se esforzaba en llevársela, pero Flotis había comprendido.

—¡Eh! —gritó a las demás, alzando los brazos al aire—. ¡Acudid acá pronto, que hay nuevas! ¡El espejo de Bakkhis ha sido robado!

Y todas exclamaron a la vez:

—¡Papay…![8] ¡El espejo de Bakkhis!

En un instante agrupáronse treinta mujeres en torno de la flautista.

—¿Qué decís? ¿Cómo?

—Ha sido robado el espejo de Bakkhis; Teano acaba de decirlo.

—Pero ¿cuándo ha sucedido eso?

—¿Quién lo ha robado?

La joven repuso, alzando los hombros:

—¿Acaso lo sé?

—Tú, que pasaste allá la noche, debes saberlo. ¡Es imposible! ¿Quién ha entrado en su casa? Te lo habrán dicho, sin duda. Acuérdate, Teano.

—¿Lo sé yo, acaso…? Había más de veinte en la sala… Me habían elogiado como flautista, pero me impidieron continuar, porque a ellos no les gusta la música. Me hicieron representar la figura de Dánae y arrojaron sobre mí monedas de oro, que Bakkhis recogía… Y ¿qué más? ¡Eran unos locos! Me han obligado a beber cabeza abajo en una crátera demasiado llena, en donde habían vaciado siete copas, porque de siete vinos había en la mesa. Me mojé toda la cara; hasta los cabellos, hasta las rosas se me empaparon.

—Sí —interrumpió Myrto— eres una pervertida. Pero ¿y el espejo? ¿Quién lo ha robado?

—¡A eso voy! Cuando volvieron a ponerme en pie, toda la sangre se me había aglomerado en la cabeza y tenía vino hasta en las orejas. ¡Ja, ja, ja! Y todos ellos se echaron a reír… Bakkhis mandó que buscasen el espejo… ¡ja, ja, ja!, y ya no estaba. Alguien lo había robado.

—¿Quién? Te preguntamos: ¿quién?

—Sólo sé que no he sido yo. No podían registrarme, puesto que estaba desnuda. No iba a esconderme un espejo, como un dracma, debajo de un párpado. Que no he sido yo es lo único que sé. Ella hizo crucificar a una esclava, tal vez por eso… Cuando noté que no me veían recogí algunas monedas de Dánae. Tómalas, Myrto: son cinco. Nos compraremos mantos para las tres.

La noticia del robo se había propagado poco a poco por toda la plaza. Las cortesanas no disimulaban su satisfacción envidiosa. Una estrepitosa curiosidad animaba a los grupos en movimiento.

—Una mujer —decía Filitis— una mujer tiene que haber dado ese golpe.

—Sí; el espejo estaba bien guardado. Un ladrón no hubiera podido encontrar la piedra por más que hubiese revuelto y trastornado todo en la pieza.

—Bakkhis tenía enemigas, sobre todo entre sus antiguas amigas. Estas conocen todos sus secretos. Alguna la llamaría a cualquier parte, y habrá entrado en la casa a la hora en que el sol quema y las calles están casi desiertas.

—¡Bah! ¡Tal vez ha vendido su espejo para pagar sus deudas!

—Quizá sea alguno de sus amantes… Dice que recibe ahora hasta mozos de cordel.

—No; ha sido una mujer, estoy segura.

—¡Por las dos diosas! ¡Bien hecho está todo!

Una multitud más agitada se agolpó de repente hacia un punto del ágora, acompañada de un rumor creciente que atrajo a cuantos transitaban.

—¿Qué pasa?, ¿qué pasa?

Y una voz aguda, dominando el tumulto, gritó por sobre las cabezas ansiosas:

—¡Han matado a la mujer del gran sacerdote!

Una violenta emoción se apoderó de la muchedumbre entera. No lo querían creer, no querían convenir en que durante las Afrodisias llegara semejante crimen a desatar sobre la ciudad la cólera de los dioses. Pero por todas partes iba la misma frase repitiéndose de boca en boca:

—¡Han matado a la mujer del gran sacerdote! ¡La fiesta del templo se ha suspendido!

Rápidamente llegaban las noticias. Habíase encontrado el cuerpo tendido sobre un banco de mármol rosa, en un apartado lugar de la cumbre de los jardines.

Un largo alfiler de oro le atravesaba el seno izquierdo. La herida no había sangrado. Pero el asesino había cortado los cabellos de la joven, llevándose la peineta antigua de la reina Nitaukrit.

Pasados los primeros gritos de angustia, el estupor fue general y profundo. La multitud crecía por instantes. Allí estaba la ciudad entera, mar de cabezas descubiertas y de sombreros de mujer, tropel inmenso que desembocaba a la vez de todas las calles llenas de sombra azul en la deslumbrante luz del ágora de Alejandría. No se había visto afluencia semejante desde el día en que Ptolomeo Auleto fue destronado por los partidarios de Berenice: Ni las revoluciones políticas parecían tan terribles como este crimen de lesa religión, de que podía depender la salvación de la ciudad. Los hombres se arremolinaban alrededor de los testigos. Se pedían más detalles. Se emitían conjeturas. Las mujeres comunicaban a los que iban llegando el robo del célebre espejo. Los más avisados afirmaban que los dos crímenes simultáneos se debían a la misma mano. Pero ¿cuál? Las doncellas que la víspera habían depositado su ofrenda para el año siguiente temían que la diosa no la tomara en cuenta, y sollozaban sentadas, cubriéndose la cabeza bajo el manto.

Una antigua superstición exigía que dos acontecimientos de esta importancia fueran seguidos de otro más grave, y la multitud lo esperaba. Después del espejo y la peineta, ¿qué más habría robado el misterioso ladrón? Una atmósfera sofocante, inflamada por el viento del sur y saturada de polvillo de arena, pasó sobre la muchedumbre inmóvil.

Insensiblemente, como si esta masa humana formase un solo ser, la invadió un raro estremecimiento, que fue ascendiendo por grados hasta convertirse en terror pánico y todos los ojos se volvieron hacia un mismo punto del horizonte.

Era este punto la lejana extremidad de la gran avenida rectilínea que de la puerta de Canope atravesaba la ciudad, conduciendo del Templo al ágora. Allá en lo más alto de la suave pendiente, donde se abría la ruta sobre el cielo, acababa de aparecer otra multitud espantada que bajaba corriendo hacia la primera.

—¡Las cortesanas! ¡Las cortesanas sagradas!

Nadie se movió. Nadie osaba ir a encontrarlas, por miedo a escuchar un nuevo desastre. Llegaban como una inundación humana, precedidas por el sordo estrépito de su carrera. Alzaban los brazos, se atropellaban, parecían huir de un ejército que las persiguiese. Ya se podía reconocerlas. Distinguíanse sus túnicas, sus cinturones, sus cabellos. Los rayos del sol hacían brillar sus joyas de oro. Ya estaban próximas y abrían la boca… Reinó el silencio.

—¡Ha sido robado el collar de la diosa, las verdaderas perlas de la Anadyomena!

Un desesperado clamor acogió este fatídico aviso. Retiróse la multitud al principio como una oleada enorme. Luego se precipitó hacia adelante, azotando los muros, llenando la calle, arrollando a las mujeres aterradas, por la ancha avenida del Dromo, hacia la santa Inmortal desamparada.