I
El sueño de Demetrios

Cuando Demetrios estuvo en su casa con el espejo, la peineta y el collar, un sueño le visitó mientras dormía, y el sueño fue éste:

Se dirige, confundido entre la multitud, hacia el muelle, en una singular noche sin luna, sin estrellas, sin nubes, y luminosa por sí misma.

Ignorando por qué y sin adivinar qué le atraía, siente prisa de llegar, de hallarse allí lo más pronto que pueda, pero avanza con esfuerzo y el aire opone a sus piernas inexplicables resistencias, a semejanza de como estorba los pasos el agua a cierta profundidad.

Tiembla, temiendo no llegar nunca y no saber jamás hacia quién se encamina, anhelante e inquieto, por entre esta brillante oscuridad.

La multitud entera desaparece en ciertos momentos, ya porque realmente se desvanezca, ya porque deje él de sentir lo presente; pero luego se atropella de nuevo, aún más inoportuna, y todos andan, y andan, y andan con paso rápido y sonoro, y avanzan más pronto que él…

Apriétase esta masa humana; Demetrios palidece; uno lo empuja con el hombro; un broche de mujer le desgarra la túnica; una joven, oprimida contra él por la muchedumbre tan estrechamente que siente clavados en su pecho los dos botoncillos de los senos, le repele la cara con sus manos espantadas…

De pronto, se ve solo, antes que nadie, sobre el muelle; y mirando hacia atrás, percibe a lo lejos el hormigueo blanco de toda la multitud, que ha retrocedido de súbito hasta el ágora.

Y comprende que esta turba no avanzará ya.

El muelle se extiende ante él, blanco y recto, como el arranque de un camino sin concluir que hubiera pretendido atravesar el mar.

Desea ir hasta el Faro y se dirige allí. Se le han aligerado súbitamente las piernas. El viento que llega de los desiertos arenales le arrastra con precipitación hacia las soledades ondulantes donde se aventura a penetrar el muelle. Pero a medida que él avanza, el Faro retrocede y el muelle se prolonga interminablemente. La alta torre de mármol, donde flamea una hoguera purpurina, toca en breve el horizonte lívido, palpita, desciende, disminuye y desaparece, semejante a otra luna.

Demetrios sigue caminando.

Días y noches parecen haber pasado desde que dejó muy atrás el gran muelle de Alejandría, y no se atreve a volver la cabeza por temor de no descubrir otra cosa que el camino recorrido; una línea blanca hasta el infinito y el mar por todas partes.

Y mira, a pesar de todo.

Hay detrás una isla cubierta de grandes árboles, de los que se desprenden enormes flores.

¿Acaba él de atravesarla como un ciego, o acaba ella de surgir en este instante, volviéndose misteriosamente visible? Sin pensar un punto en esto, acepta como suceso natural lo imposible…

En la isla hay una mujer. Está en pie frente a la puerta de la única casa, con los ojos entornados e inclinando el rostro sobre la flor de un iris monstruoso que crece hasta la altura de sus labios. Tiene cabellera espesa de color de oro mate, y de una longitud que se puede suponer maravillosa por la masa abultada que se enreda en la nuca languidescente. Negra túnica la cubre, un manto más negro todavía envuelve la túnica, y el iris que huele entornando los párpados es del mismo tinte que la noche.

Sobre tanto luto, sólo ve Demetrios los cabellos cual si fuesen un vaso de oro encima de una columna de ébano, y reconoce a Khrysís.

Recuerda vagamente el espejo, la peineta y el collar; pero no cree en ello. En su extraño sueño, la realidad únicamente le parece ensueño…

—Ven —le dice Khrysís—. Sigue mis pasos y entra.

La sigue. Sube ella con lentitud por una escalera cubierta de blancas pieles. Su brazo pende hacia la rampa; sus talones flotan desnudos bajo la falda.

La casa no tiene más que un piso. Khrysís se detiene en el último peldaño.

—Hay cuatro habitaciones —le dice— de donde no podrás salir ya cuando las hayas visto. ¿Quieres seguirme? ¿Tienes confianza?

Y como él la seguiría a todas partes, abre la joven la primera puerta y la vuelve a cerrar cuando él ha entrado.

La pieza es estrecha y larga. Le da luz una sola ventana, desde donde se domina todo el mar. A la derecha y a la izquierda hay sobre dos mesitas una docena de volúmenes enrollados.

—Aquí están los libros que tú amas —dice Khrysís— no tengo otros.

Demetrios los abre: son el Oineus, de Kheremón; El regreso, de Alexis; El espejo de Lais de Aristipo; Lo mágico, El cíclope y El Bucólico, de Teócritos; Edipo en Colona, las Odas de Safo y algunas más.

En medio de esta biblioteca ideal, una joven desnuda, acostada sobre cojines, guarda silencio.

—Ahora —murmura Khrysís, sacando de un largo estuche de oro un manuscrito de una sola hoja— ve la página que jamás puedes leer sin derramar llanto.

El joven leyó al acaso:

Se detiene, y dirigiendo a Khrysís una mirada enternecida y atónita, le dice:

—¿Tú? ¿Eres tú quien me enseña esto?

—¡Ah! ¡Si aún no has visto nada! ¡Sígueme presto!

Y abren otra puerta.

La segunda pieza es cuadrada. Le da luz una sola ventana, que encuadra toda la Naturaleza. En el centro, sobre un caballete de escultor, hay arcilla roja, y en un ángulo, sentada en una silla curva, una joven desnuda, guarda silencio.

—Aquí modelarás a Andrómeda, a Zagreus y los Caballos del Sol. Como lo crearás para ti solo, los romperás antes de tu muerte.

—Estoy en la Morada de la Felicidad —dice en voz muy baja Demetrios.

Y deja caer la frente en su mano.

Pero Khrysís abre otra puerta.

La tercera pieza es amplia y redonda. Le da luz una sola ventana, que domina todo el cielo azul. Sus muros están formados por verjas de bronce cruzadas en losanges regulares, a través de los cuales se deslizan los armoniosos sones de flautas y de cítaras tocadas en tono melancólico por invisibles manos. Y contra el muro del fondo, sobre un tronco de mármol verde, una joven desnuda guarda silencio.

—¡Ven! ¡Ven! —repite Khrysís.

Y abre otra puerta.

La cuarta pieza es baja, sombría, está herméticamente cerrada y tiene forma triangular. Pieles y sordos tapices la revisten, desde el suelo hasta el techo, tan mórbidamente, que allí la desnudez no sorprende, pues los amantes pueden imaginarse que han arrojado en todas direcciones sus vestiduras contra las paredes. Una vez cerrada la puerta, no se descubre ya dónde está. No hay ventana alguna. Es como un reducido mundo fuera del mundo. Algunos mechones colgantes de pelo negro gotean lágrimas de perfumes en el aire, y la pieza está alumbrada por siete vidrieras mirrinas que coloran diversamente las luces incomprensibles de siete lámparas subterráneas.

—Como ves —le explica la joven con voz afectuosa y tranquila— hay tres lechos diferentes en los tres ángulos de nuestra alcoba…

Demetrios no responde, pero en su interior se pregunta:

«¿Será éste el último término? ¿Constituye esto en realidad un objeto de existencia humana? ¿Y volveré a salir, podré salir de aquí, si paso una noche entera en la actitud amorosa que es la prolongación de la tumba?».

Pero Khrysís comienza a hablar.

—Amado mío, me llamaste y he venido, mírame bien…

Alza ella ambos brazos a la vez, posa sus manos en los cabellos, y, con los codos hacia delante, sonríe.

—Tuya soy, amado mío… ¡Oh! Pero todavía no. Te he prometido que cantaría, y antes voy a cantarte.

Y no pensando él ya más que en ella, tiéndese a sus pies, calzados con diminutas sandalias negras. Entre sus deditos, que tienen en cada uña una media luna pintada con carmín se entrecruzan cuatro sartas de perlas azulinas.

Inclinando la cabeza sobre un hombro, se da golpes con los dedos de la mano derecha contra la palma de la otra mano, ondulando al mismo tiempo ligeramente las caderas.

En mi lecho, por las noches,

busqué al que mi corazón ama;

lo busqué y no le hallé

Yo os conjuro, hijas de Ierushalaim,

que, si encontráis a mi amado,

le digáis

que languidezco de amor.

—¡Ah, es el Cantar de los cantares, Demetrios! Es el canto nupcial de las hijas de mi país.

Yo duermo y mi corazón vela;

es la voz de mi amado

Ha llamado a mi puerta.

Vedle, ya viene

saltando por los montes,

semejante al gamo

o al hermoso cervatillo.

Mi amado habla y me dice:

Ábreme, hermana mía, paloma mía,

porque mi cabeza está llena de rocío

y mis cabellos de gotas de la noche.

Levántate, amiga mía;

hermosa mía, ven.

He aquí que pasó el invierno,

y la lluvia se fue.

Ya en el campo florecen los capullos,

ha llegado el tiempo de cantar,

y la voz de la tortolilla se escucha.

Levántate, amiga mía;

hermosa mía, ven.

Arroja el velo lejos de sí y permanece en pie, envuelta en una estrecha tela que le oprime las piernas y las caderas.

Me he quitado mi camisa;

¿cómo me la volveré a poner?

He lavado mis pies;

¿cómo me los ensuciaré?

Mi amado metió la mano por el resquicio de la puerta

y mi vientre se ha estremecido.

Me levanto para abrir a mi amado.

Mis manos destilaban mirra,

y la mirra de mis dedos cayó

sobre el puño del cerrojo.

¡Ah!, ¡bésame él con los ósculos de su boca!

Inclina la cabeza hacia atrás, entornando los párpados.

Sostenedme, confortadme,

porque estoy enferma de amor.

Ponga él su mano izquierda bajo mi nuca

y con su diestra oprímame

Robaste mi corazón, hermana mía, con uno de tus ojos

y con un sartal de tu cuello.

¡Cuán bueno es tu amor!

¡Cuán buenas son tus caricias!

Son mejores que el vino.

Más que todos los aromas me deleita tu olor.

Húmedos están siempre tus labios

miel y leche tienes bajo tu lengua,

el olor de tus vestidos es el del Líbano.

Eres un jardín secreto, hermana mía,

cerrado manantial, fuente sellada.

¡Alzate, viento del Norte!

¡Acude, viento del Sur!

Soplad sobre mi jardín

y que se esparzan sus perfumes.

Enarca los brazos y tiende la boca.

Que mi amado venga a su huerto

y coma de sus frutas delicadas.

Sí, entro en mi huerto,

¡oh hermana mía y mi amada!

cojo mi mirra y mis aromas,

como mi miel con su panal,

bebo mi vino con mi leche.

Ponme como un sello sobre tu corazón

como un sello sobre tu brazo,

porque el amor es fuerte como la muerte[7].

Sin mover los pies, sin doblar ni separar las rodillas, hace girar su torso lentamente sobre las inmóviles caderas. Su rostro y sus dos pechos, por encima de la envoltura de las piernas, semejan tres flores bastante grandes, casi tres rosas, sobre un portarramilletes de lienzo.

Danza con gravedad, balanceando los hombros, la cabeza y los hermosos brazos. Le estorba la especie de funda que hace resaltar más y más la blancura de su cuerpo a medias descubierto. La respiración le dilata el pecho, ya no puede cerrar la boca ni abrir los párpados, y a cada instante se le encienden más las mejillas.

Se cruza a veces los diez dedos sobre la cara; a veces levanta los brazos y se estira deliciosamente. Un largo surco fugitivo le separa los hombros al alzarlos. Por último, haciendo con una vuelta rápida que la cabellera le envuelva la faz, jadeante a modo de velo nupcial, desprende temblorosa el broche esculpido que retiene la tela contra los muslos y revela hasta los talones todo el misterio de sus gracias.

Demetrios y Khrysís…

Su primer abrazo antes del acto supremo del amor es tan rápido, perfecto y armonioso, que, inmóviles, lo prolongan para saborear plenamente su múltiple voluptuosidad. Uno de los pechos de Khrysís se adapta como en un molde bajo el brazo que la ciñe con fuerza. Arde uno de sus muslos entre dos piernas que lo comprimen, y el otro, echado por encima de él, se abandona y descarga todo su peso. Sin movimiento quedan así, estrechamente unidos, pero sin penetrarse, dominados por la creciente exaltación de un deseo inflexible que no quieren satisfacer. Sus bocas solamente se han poseído. Y se embriagan el uno con el otro, afrontando, sin aplacarlas, sus virginidades inflamadas.

Nada se contempla tan de cerca como el semblante de la mujer amada. Vistos a la excesiva proximidad del beso, los ojos de Khrysís aparecen enormes. Cuando los cierra, subsisten dos pliegues paralelos sobre cada párpado y desde las brillantes pestañas hasta el nacimiento de las mejillas se extiende un tinte opaco y uniforme. Cuando los abre, un anillo verdoso, delgado como una hebra de seda, circunda de una aureola de color la insondable pupila negra, que se ensancha extraordinariamente bajo las rizadas y largas pestañas, y la pequeña carne roja de la que brotan las lágrimas se estremece con repentinas palpitaciones.

Y el beso no acaba nunca… Parece que bajo la lengua de Khrysís hay, no miel y leche, como se dice en la Escritura, sino agua viva, movible y encantada. A esta misma lengua, que, multiforme, se ahueca y se enrolla, se retira y se alarga, más acariciadora que la mano, más expresiva que los ojos, flor que se retuerce en forma de pistilo o se adelgaza como pétalo, carne que se hace rígida para vibrar o se ablanda para lamer, le infunde Khrysís toda su ternura y su apasionada fantasía… Síguense las caricias, que ella prolonga y que se repiten. Le basta con la extremidad de sus dedos para tender una red de contracciones espasmódicas que se propagan por los costados sin desvanecerse del todo. Ha dicho que no es feliz sino sacudida por el deseo o enervada por el agotamiento. Le espanta la transición como un dolor. Cuando su amante la invita a ello, le aparta con los brazos tendidos, junta apretadamente las rodillas y pone suplicantes los labios. Demetrios la obliga por la fuerza.

… Ningún espectáculo de la Naturaleza, ni las llamas occidentales, ni la tempestad en las palmeras, ni el rayo, ni el espejismo, ni las grandes tombas, parece digno de admiración a los que entre sus brazos han visto transfigurarse a una mujer. Khrysís se manifiesta prodigiosa. Se alza enarcándose y cae alternativamente, con un codo en alto, sobre los cojines. Asiéndose de la esquina de una almohada, echa atrás la cabeza y se retuerce sofocada como una moribunda. Sus ojos, luminosos de reconocimiento, concentran en las ebrias pupilas el vértigo de la mirada. Le resplandecen las mejillas. La ondulación de su cabellera toma un movimiento que desconcierta. Dos admirables líneas musculares, descendiendo de las orejas y de los hombros, se juntan bajo el seno derecho como dos tallos que sostuvieran un fruto.

Demetrios contempla con cierta especie de religioso temor este frenesí de la diosa dentro de un cuerpo femenino, este transporte de todo un ser, convulsión sobrehumana de que él es causa directa, que exalta o reprime a su arbitrio, y que, por milésima vez, le confunde.

Bajo su vista, todas las potencias de la vida se esfuerzan y magnifican para la fecundación. Las mamillas han alcanzado hasta el crecimiento de sus pezones la majestad maternal. El vientre sagrado de la mujer realiza la concepción…

Y sus gemidos lamentan anticipadamente los dolores del alumbramiento…