Hecha estaba la cosa. Khrysís tenía la prueba.
Si Demetrios se había resuelto a cometer el primer crimen, sin dilación debían haber seguido los otros dos; porque un hombre de su clase tenía que considerar el asesinato, y aun el sacrilegio menos ignominioso que el robo.
Había obedecido, luego estaba cautivo. Ese hombre libre, impasible, frío, también sufría la esclavitud, y su dueña, su dominadora, era ella, Khrysís, la Sara del país de Genezareth.
¡Ah, pensar en eso, repetirlo, decirlo en voz muy alta, hallarse sola…! Khrysís se precipitó fuera de la estruendosa casa y corrió arrebatada, en línea recta hacia adelante, sintiendo que la fresca brisa de la mañana le hería en pleno rostro, refrescándola.
Siguió, hasta el ágora, la calle que conducía al mar, a cuyo extremo se apiñaban como espigas gigantescas los mástiles de ochocientos navíos. Torció luego a la derecha, ante la inmensa avenida del Dromo, donde se encontraba la casa de Demetrios. Un estremecimiento de orgullo la envolvió al pasar frente a las ventanas de su futuro amante; pero no cometió la torpeza de ser la primera en tratar de verle. Recorrió la larga vía hasta la puerta de Canope y se tendió en tierra entre dos áloes.
Él había hecho eso; lo había hecho todo por ella, más que ningún amante había hecho sin duda por mujer alguna. No cesaba de repetírselo y de afirmarse en su triunfo. Demetrios, el predilecto, el sueño imposible y sin esperanza de tantos corazones femeninos, acababa de exponerse por ella a todos los peligros, a todas las vergüenzas, a todos los remordimientos, por su voluntad propia. Había consentido hasta en renegar del ideal de su pensamiento, despojando a su obra del collar milagroso, y la luz de ese día que estaba comenzando a alborear vería al amante de la diosa rendido a los pies de su nuevo ídolo.
«¡Tómame!, ¡tómame!», prorrumpió ella. Y lo adoraba ya entonces, lo llamaba, lo deseaba. En su imaginación se metamorfoseaban los tres crímenes en acciones heroicas, que jamás podría compensar ella ni con todo el raudal de su ternura, ni con el mayor fuego de su pasión. ¡Con qué llama incomparable ardería este amor único de los seres por igual jóvenes, por igual bellos, amados igualmente el uno por el otro y reunidos para siempre después de vencer tantos obstáculos!
Ambos se marcharían, abandonando la ciudad de la reina, navegarían con rumbo a países misteriosos, a Amatonta, a Epidauro o a esa Roma desconocida, la segunda ciudad del mundo después de la inmensa Alejandría, y que tanto se esforzaba en conquistar la Tierra. ¡Qué de cosas no harían allá donde fuesen! ¡Qué placeres conocerían, qué felicidad humana habría de envidiarlos, palideciendo ante el encanto que esparcieran a su paso!
Khrysís se puso en pie llena de arrobamiento. Extendió los brazos, apretó los hombros, tendió el busto hacia adelante. Una sensación de languidez y creciente alegría inundaba su pecho endurecido. Tornó a ponerse en marcha para regresar a su casa…
Cuando abrió la puerta de su cámara hizo un movimiento de sorpresa al ver que nada, desde la víspera, había cambiado bajo su techo. Las chucherías de su tocador, de su mesa, de sus estantes, le parecieron insuficientes para su nueva existencia. Rompió algunas que le recordaban muy directamente a antiguos amantes, por quienes concibió repentino aborrecimiento. Si con las demás no hizo otro tanto, fue debido, no a preferencia que tuviera por ellas, sino al temor de desalhajar su alcoba en caso que Demetrios proyectase pasar allí la noche.
Mientras se desnudaba lentamente, le caían de la túnica migajillas de pastel, cabellos, hojas de rosas, vestigios de la reciente orgía.
Se frotó con la mano su talle desceñido del cinturón y hundió los dedos en su cabellera para aligerársela. Pero antes de entrar en su lecho, vínole el deseo de reposar un instante sobre las alfombras de la terraza, donde tan deliciosa era la frescura del aire.
Subió allá.
El sol, salido hacía pocos instantes, descansaba sobre el horizonte como una enorme naranja ensanchada.
Una alta palmera de encorvado tronco doblaba sobre la cornisa su ramaje verde, y allí refugió Khrysís su desnudez temblorosa, teniéndose los pechos con las manos.
Su vista erraba sobre la ciudad, que poco a poco iba blanqueando. Los vapores violetas del amanecer ascendían de las calles silenciosas, hasta desvanecerse en el aire luminoso.
De súbito, brilló en su mente una idea, que fue creciendo, la dominó y le trastornó el juicio. ¿Por qué Demetrios, que tanto había hecho ya, no habría de matar a la reina, si en su mano estaba el ser rey?
Y entonces…
Y entonces, aquel océano monumental de casas, palacios, templos pórticos y columnas que a su vista flotaba desde la necrópolis del Poniente hasta los jardines de la Diosa: Brouchion, la ciudad helénica, regular y deslumbradora; la ciudad egipcia de Rhakotis, ante la cual se erguía cual una montaña acropolita el Paneión cubierto de claridad; el gran templo de Serapis, cuya fachada ornamentaban dos largos obeliscos color rosa; el gran templo de Afrodita, rodeado por los murmullos de trescientas mil palmeras e innumerables olas; el templo de Perséfone y el templo de Arsince, los dos santuarios de Poseidón, las tres torres de Isis Faris, las siete columnas de Isis Lokhias, y el Teatro, y el Hipódromo, y el Estadio, donde habían corrido Psítacos contra Nikosthene, y la tumba de la princesa Stratonicia, y la tumba del dios Alejandro… ¡Alejandría! ¡Alejandría!, el mar, los hombres, el colosal faro de mármol, cuyo espejo salvaba a los hombres de mar. ¡Alejandría!, la ciudad de Berenice y de los once reyes Ptolomeos, el Fyskón, el Filometor, el Epifanio, el Filadelfo. ¡Alejandría!, centro a que convergían todos los sueños, corona de todas las glorias conquistadas desde hacía tres mil años en Memfis, Tebas, Atenas, y Corinto por el cincel, por la flauta, por el compás y por la espada; más allá, el delta lamido por las siete lagunas del Nilo, Sais, Bubasta, Heliópolis; luego, remontándose al Sur, la faja de fecunda tierra, el Heptanomo, donde a lo largo de las escarpadas márgenes del río se escalonaban mil doscientos templos para todos los dioses; y más lejos, la Tebaida, Dióspolis, la isla Elfantina, las cataratas infranqueables, la isla de Argos… Meroo… lo desconocido; y todavía, si las tradiciones egipcias eran ciertas, la región de los lagos fabulosos de donde se desprende el Nilo antiguo, tan grandes que se pierde el horizonte cuando se atraviesan sus purpúreas ondas, y tan elevados sobre las montañas, que reflejan las estrellas, ya próximas, como pomas de oro; todo esto, todo, sería el reino, el dominio, la propiedad de la cortesana Khrysís.
Alzó los brazos, sofocada, cual si creyera poder tocar el cielo.
Y al hacer este movimiento vio pasar con lentitud por su izquierda un ave de grandes alas negras que volaba hacia alta mar.