II
La comida

A estas palabras, un hombrecillo barbicano, de frente gris y ojos grises, avanzó con menudos pasos y dijo sonriendo:

—Aquí estoy.

Frasilas era un polígrafo estimado, de quien no se podía decir con exactitud si era filósofo, gramático, mitólogo o compilador, pues abordaba los más arduos estudios con una timidez ardorosa y una curiosidad inconstante. No se atrevía a escribir un tratado ni sabía construir un drama. Su estilo tenía algo de hipócrita, meticuloso y vano. Para los pensadores era un poeta; para los poetas, un sabio; para la sociedad, un gran hombre.

—¡A la mesa, pues! —dijo Bakkhis.

Y se tendió con su amante en el lecho que presidía el festín.

A su derecha se reclinaron Filodemo y Faustina con Frasilas. A la izquierda de Naukrates, Seso y luego Khrysís con el joven Timón. Cada convidado se recostaba diagonalmente, de codos sobre el cojín de seda y ceñida de flores la cabeza. Una esclava trajo las coronas de rosas rojas y lotos azules, y comenzó la comida.

Timón sintió que con su broma había esparcido una ligera frialdad entre las mujeres; de suerte que no les habló directamente, sino que, dirigiéndose a Filodemo, dijo con toda seriedad:

—Aseguran que eres aficionadísimo a Cicerón. ¿Qué opinión tienes de él, Filodemo? ¿Es un filósofo ilustre, o un simple compilador, sin discernimiento ni gusto? Porque he oído sostener dos opiniones.

—Precisamente porque soy su amigo no puedo responder —repuso Filodemo—. Le conozco demasiado bien; lo que quiere decir que le conozco mal. Interroga a Frasilas, que le juzgará sin error, porque apenas si lo ha leído.

—¿Y qué opina Frasilas?

—Que es un escritor admirable —respondió el hombrecillo.

—¿Cómo entiendes?

—En este sentido, Timón: todos los escritores son admirables en algo, como todos los paisajes y todas las almas. Yo no podría preferir a la llanura más monótona ni aun el espectáculo del mar. Tampoco podría clasificar en el orden de mis simpatías un tratado de Cicerón, una oda de Píndaro y una carta de Khrysís, dado que conociera yo el estilo de nuestra excelente amiga. Quedo satisfecho cuando cierro un libro y conservo el recuerdo de una línea que me haya hecho pensar. Hasta ahora, en todos los que he abierto he encontrado esa línea; pero ninguno me ha dado la segunda. Quizá cada uno de nosotros no tiene más que una sola que decir en su vida, y los que han intentado hablar más largo tiempo no han sido sino unos grandes ambiciosos. ¡Cuánto más lamento el silencio irreparable de los millones de almas que nada han dicho!

—No soy de tu opinión —dijo Naukrates sin levantar los ojos—. El universo fue creado para que se digan tres verdades, y nuestra mala suerte ha querido que su certeza se probase cinco siglos antes de esta noche. Heráclito comprendió el mundo; Parménides desenmascaró el alma; Pitágoras midió a Dios; a nosotros nos corresponde sólo callar. Yo encuentro duro el garbanzo[4].

Con el mango del abanico empezó Seso a dar golpecitos.

—Timón —dijo— amigo mío.

—¿Qué deseas?

—¿Por qué presentas cuestiones que no tienen ningún interés ni para mí que no sé latín, ni para ti que quieres olvidarlo? ¿Imaginas deslumbrar a Faustina con tu erudición extranjera? Pobre amigo, no ha de ser a mí a quien engañen tus palabras. Anoche desnudé tu grande alma bajo mis sábanas, y bien sé cuál es, Timón, el garbanzo que te preocupa.

—¿Te parece? —repuso el joven con calma.

Pero Frasilas comenzó otro período con voz irónica y dulzona.

—Seso, cuando nos otorgues el placer de oírte juzgar a Timón bien sea para elogiarle, cosa que nosotros no podríamos hacer, acuérdate de que es un invisible cuya alma especial no existe para sí misma, o al menos, no la puede uno conocer, sino que refleja las almas que en ella se miran, y cambia de aspecto cuando cambia de sitio. Anoche era del todo semejante a ti; no me maravilla que te agradase. Hace un instante, ha tomado la imagen de Filodemo, y por esto acabas de decir que se desmentía; pero no puede desmentirse, puesto que no afirma. Ya ves, querida mía, cuán necesario es guardarse de los juicios a la ligera.

Timón lanzó una mirada colérica en dirección de Frasilas, pero reservó su respuesta.

—Como quiera que sea —prosiguió Seso— aquí estamos cuatro cortesanas y queremos dirigir la conversación para no parecer niñas de color de rosa que sólo abren la boca para beber leche. Faustina, puesto que tú eres la recién venida, comienza tú.

—Muy bien —dijo Naukrates—. Elige por nosotros, Faustina. ¿De qué debemos hablar?

La joven romana volvió la cabeza, alzó los ojos, se ruborizó, y, haciendo ondular todo su cuerpo, suspiró estas palabras:

—Del amor.

—¡Bonito asunto! —dijo Seso.

Pero nadie tomó la palabra.

Cubrían la mesa multitud de coronas, follajes, copas y ánforas. Traían las esclavas en cestillas trenzadas panecillos ligeros, como de nieve.

En pintados platos de loza se veían anguilas gordas salpicadas de especias, alfestos color de cera y calictios sagrados.

Sirvieron también un pompillo, pescado color de púrpura que se creía nacido de la misma espuma de Afrodita, boopes, anchoas, un barbo rodeado de calamares y escorpenos multicolores. Para poder comerlos sin que se enfriasen, presentaron en cacerolas pequeñas un trozo de mero, atunes repletos, pulpos calientes de brazos tiernos y, por último, el vientre de un pez torpedo, blanco, redondo como el de una hermosa mujer.

Tal fue el primer servicio, en el que los convidados escogieron a pequeños trozos lo mejor de cada pescado, dejando el resto a los esclavos.

—El amor —comenzó Frasilas— es una palabra que carece de sentido o que los tiene todos a la vez, ya que designa sucesivamente dos sentimientos inconciliables; la voluptuosidad y la pasión. No sé en cuál de ellos lo entenderá Faustina.

—Para mí —interrumpió Khrysís— quiero la voluptuosidad y la pasión en mis amantes. Debes hablar de ambas, o sólo a medias despertarás mi interés.

—El amor —murmuró Filodemo— no es ni la pasión ni la voluptuosidad. El amor es otra cosa…

—¡Por favor! —exclamó Timón— tengamos, aunque sea por excepción, un banquete sin filosofías. Bien sabemos, Frasilas, que puedes sostener con dulce elocuencia y melosa persuasión la superioridad del placer múltiple sobre la pasión exclusiva. Sabemos también que, después de hablar durante una hora larga acerca de tan atrevida materia, estarías dispuesto a sostener durante la hora siguiente, con la misma dulce elocuencia y con igual persuasión melosa, las mismas razones de tu contradictor. No…

—Permite… —dijo Frasilas.

—No niego —continuó Timón— el encanto de tal entretenimiento, ni siquiera el ingenio que en ello pones. Dudo sólo de su dificultad, y por consiguiente de su interés. El Banquete que publicaste hace tiempo en el curso de un relato menos grave, así como las reflexiones que recientemente prestaste a un personaje mítico que tiene semejanza con tu ideal, parecieron raros y nuevos en el reinado de Ptolomeo Auleto. Pero desde hace tres años vivimos bajo el de la joven reina Berenice, e ignoro por qué revés de las circunstancias ese método de pensar que habías tomado del ilustre exégeta armonioso y risueño ha envejecido repentinamente cien años bajo tu pluma, como la moda de las mangas cerradas y los cabellos teñidos de amarillo. Lo deploro, excelente maestro, porque si tus relatos carecen de un poco de fuego, si tu experiencia del corazón de la mujer no es de tal naturaleza que nos llegue a turbar, estás dotado, en cambio, de cierto ingenio cómico y te conservo gratitud por haberme hecho sonreír algunas veces.

—¡Timón! —exclamó Bakkhis indignada.

Frasilas la contuvo con ademán.

—Deja querida. Al contrario de la mayor parte de los hombres no retengo de los juicios de que soy objeto más que la parte de elogios con que me obsequian. Timón me ha dado la suya; otros me alabarán sobre otros puntos. No sería posible vivir en medio de una aprobación unánime, y aún la variedad de los sentimientos que despierto se me figura un jardín encantador cuyas flores gusto de respirar sin arrancar las malas hierbas.

Khrysís hizo con los labios un movimiento que indicaba claramente el poco aprecio en que tenía a este hombre tan hábil para terminar las discusiones; y volviéndose hacia Timón, que era su vecino de lecho, le echó al cuello su mano y le preguntó:

—¿Cuál es el objeto de la vida?

Tal era la pregunta que dirigía siempre cuando no sabía qué decirle a un filósofo.

Pero imprimió entonces tan extraña ternura a su voz, que Timón creyó interpretar claramente una declaración amorosa.

Sin embargo, repuso con cierta calma:

—Cada cual tiene el suyo, Khrysís mía. No hay objeto universal en la existencia de los seres. Por mi parte, como soy hijo de un banquero cuya clientela comprende a todas las grandes cortesanas de Egipto, y mi padre ha acumulado por medios ingeniosos una considerable fortuna, noblemente la restituyo a las víctimas de sus ganancias acostándome con ellas lo más a menudo que me lo permiten las fuerzas que los dioses me han concedido. He considerado, pues, que mi energía no es susceptible de llenar más que un deber en la vida; y tal es el que he elegido, puesto que concilia las exigencias de la virtud más rara con satisfacciones opuestas que difícilmente soportaría otro ideal.

Mientras hablaba así, fue deslizando la pierna derecha por detrás de las de Khrysís, que se reclinaba de un lado, e intentó separar las rodillas juntas de la cortesana, como para dar un objeto preciso a su existencia de aquella noche. Pero Khrysís no se lo permitió.

Hubo algunos instantes de silencio, y en seguida Seso tomó la palabra.

—Timón, eres muy inoportuno en interrumpir desde el principio la única conversación seria que puede interesarnos. Deja hablar al menos a Naukrates, ya que tienes tan mal carácter.

—Del amor no podré yo decir —respondió el «invitado»— sino que es el nombre con que se designa al dolor para consolar a los que sufren. Sólo hay dos modos de ser desgraciado: desear lo que no se tiene, o poseer lo que se desea. El amor comienza por lo primero, y en el caso más lamentable, o sea cuando triunfa, termina en lo segundo. ¡Los dioses nos salven del amor!

—¿Pero no estriba la verdadera dicha en poseer por sorpresa? —dijo sonriendo Filodemo.

—¡Qué ocurrencia!

—No, si se hace con cuidado. Escucha, Naukrates: no desear, pero hacer de modo que la ocasión se presente; no amar, pero querer de lejos a algunas personas muy escogidas por las que presentimos que a la larga podremos sentir inclinación si nos permiten disponer de ellas el acaso y las circunstancias; jamás atribuir a una mujer cualidades que le deseamos ni bellezas que nos oculte; presumir siempre lo soso, para que nos sorprenda lo exquisito; ¿no es éste el mejor consejo que puede dar un sabio a los amantes? Los únicos que han vivido felices han sido aquellos que supieron economizar en su amada existencia varias veces la inapreciable pureza de algunos goces imprevistos.

Tocaba a su término el segundo servicio. Habían presentado faisanes, perdices, un magnífico porfirio azul y rojo y un cisne con odas sus plumas, que había sido cocido durante cuarenta y ocho horas poco a poco para no quemarle las alas. Sirvieron en platos encorvados fléxidas, onocrótalos, un pavo blanco que parecía cubrir dieciocho espermólogos asados y mechados; en fin vituallas bastantes para alimentar a cien personas con las sobras, después de haber separado lo mejor. Pero esto era nada en comparación con el último plato.

Esta obra maestra —pues en mucho tiempo no se había visto cosa igual en Alejandría— era un lechoncito, del que habían asado la mitad y cocido en caldo lo restante. No podía distinguirse por dónde lo habían matado, ni cómo le habían rellenado el vientre de todo lo que contenía. Estaba repleto, efectivamente, de codornices, pechugas de gallina, alondras, salsas suculentas, pedazos de vulva y picadillo, cosas todas cuya presencia en el animal intacto parecía inexplicable.

Resonó un grito de admiración y Faustina se determinó a pedir la receta. Frasilas emitió sonriendo frases metafóricas. Filodemo improvisó un dístico en que empleaba sucesivamente en sus dos sentidos la palabra γοιρος[5], lo cual hizo reír a Seso, ya ebria, hasta derramar lágrimas. Pero como Bakkhis ordenara servir a la vez en siete copas siete vinos raros a cada convidado, decayó la conversación.

Timón, volviéndose hacia Bakkhis, le preguntó:

—¿Por qué has sido tan dura con esa pobre muchacha que traje aquí? No deja de ser una colega. En tu lugar, estimaría yo más a una cortesana pobre que a una matrona rica.

—Estás loco —dijo Bakkhis sin discutir.

—Sí; he notado que se tiene por enajenados a los que por excepción aventuran verdades indiscutibles. Sólo las paradojas encuentran a todos de acuerdo.

—Vamos, amigo mío, interroga a tus vecinos. ¿Qué hombre bien nacido aceptaría como amante a una meretriz sin joyas?

—Yo lo he hecho —dijo Filodemo con aplomo.

Y las mujeres le despreciaron.

—El año pasado —continuó diciendo— al declinar la primavera, como el destierro de Cicerón me daba que temer respecto a mi propia seguridad, emprendí un corto viaje. Busqué mi retiro al pie de los Alpes, en un lugar encantador llamado Orobia, a orillas del pequeño lago de Clisio. Era un simple villorrio, en el que no había más de trescientas mujeres, una de las cuales se había hecho cortesana para proteger la virtud de las otras. Se reconocía su casa por un ramillete de flores suspendido a la puerta. Pero ella en nada se distinguía de sus hermanas ni de sus primas. Ignoraba que hubiese afeites, perfumes y cosméticos, velos transparentes y rizadores. Tampoco sabía cuidar su belleza, pues se depilaba con brea resinosa, como se arrancan las malas hierbas en un patio de mármol blanco. Estremecía el pensar que iba descalza, y por lo mismo, no podía uno besarle los pies desnudos como se besan los de Faustina, que son más suaves que unas manos. Durante un mes vi en ella tales encantos, que me olvidé junto a su cuerpo moreno de Roma, de Tiro feliz y de Alejandría.

Naukrates aprobó con la cabeza, bebió y dijo:

—El mejor momento del amor es aquel en que la desnudez se revela. Deberían saberlo las cortesanas, para reservarnos sorpresas; pero antes bien parecen esforzarse en arrebatarnos toda ilusión. ¿Hay nada más penoso que una cabellera flotante en la que aparecen las huellas del hierro candente, ni nada más desagradable que las mejillas que pintan a los labios que las besan, ni nada más digno de lástima que unos ojos sombreados cuyo carbón se borra? Yo comprendería, a lo más, que las mujeres honradas recurriesen a semejantes artificios, ya que gustan, como cualquier mujer, de rodearse de un círculo de adoradores, y no se hallan expuestas a familiaridades que pueden desenmascararlas; pero es inconcebible que las cortesanas, para quienes no hay más objeto ni recurso que el lecho, no teman aparecer en él menos hermosas que en la calle.

—No eres juez competente, Naukrates —dijo Khrysís sonriendo—. Sé que de cada veinte amantes no es fácil retener uno solo; pero es más difícil seducir a un hombre de cada quinientos, y antes de gustar en el lecho hay que agradar en la calle. Nadie nos vería al pasar si no usáramos colorete. La campesina de que nos habla Filodemo no halló dificultad en atraerle por ser la única en el pueblo; mientras que aquí, donde hay quince mil cortesanas, la competencia es diferente.

—¿No sabes que la belleza pura no requiere adornos, sino que se basta a sí sola?

—Sí; pero compara una belleza pura, como tú dices, con Gnatena, que es fea y vieja. Coloca a la primera con túnica rota en las últimas gradas del teatro y la segunda con su manto de estrellas en los lugares que le reservan sus esclavas, y nota a la salida sus precios. Darán dos óbolos a la belleza pura y a Gnatena dos minas.

—Los hombres son unos bestias —concluyó Seso.

—No; simplemente unos perezosos. Ningún trabajo se toman en escoger sus queridas, y las más amadas son las más engañosas.

—Y tanto es así —insinuó Frasilas— que si por una parte yo elogiara con gusto…

Y sostuvo con el mayor encanto dos tesis desprovistas del menor interés.

Hasta doce bailarinas fueron presentándose una tras otra, tocando flautas las dos primeras, el tamboril la última, y el resto de ellas sonando crótalos. Se aseguraron las bandeletas, frotaron sus breves sandalias con resina blanca, y, tendidos los brazos, aguardaron a que la música empezase… Una nota… dos notas… una gama lidia… y lanzáronse a bailar las doce jóvenes al son de un ritmo ligero.

Era una danza voluptuosa, muelle y desordenada en apariencia, pues llevaban aprendidas con anterioridad las figuras. Giraban en un reducido espacio, confundiéndose a manera de olas. Formáronse en parejas a poco, y sin interrumpir sus pasos, se desataron los cinturones y dejaron caer las túnicas rosadas. Al punto, un olor a mujer desnuda se difundió entre los hombres, dominando el perfume de las flores y el husmillo de las carnes entreabiertas. Echábanse atrás con movimientos bruscos, el vientre en tensión y los brazos hacia adelante. Se erguían luego estrechándose su talle, y los bustos se tocaban al paso con la extremidad de sus pechos eréctiles. Timón sintió acariciada su mano por el roce fugitivo y cálido de un muslo.

—¿Qué piensa acerca de esto nuestro amigo? —dijo Frasilas con su voz desapacible.

—Me siento perfectamente feliz —respondió Timón—. Jamás he comprendido con la claridad que esta noche la misión suprema de la mujer.

—¿Y cuál es ella?

—Prostituirse, con arte o sin arte.

—Es una opinión.

—Todavía más, Frasilas. Sabemos que nada puede probarse. Más aún: sabemos que nada existe, y ni esto mismo es seguro. Sentado este precedente, y a fin de satisfacer tu venerable manía, permíteme sostener una tesis a la vez contestable y rebatida, como lo son todas, pero interesante para mí que la afirmo y para la mayoría de los hombres que la niegan. Tratándose del pensamiento, la originalidad es un ideal aún más quimérico que la certidumbre. Tú no lo ignoras.

—Dame vino de Lesbos —dijo Seso a la esclava—. Es más fuerte que el otro.

—Sostengo —prosiguió Timón— que la mujer casada, al consagrarse a un hombre que la engaña, al no acceder con ningún otro (o sólo cometiendo raros adulterios que equivale a lo mismo), al dar a luz hijos que antes de nacer la deforman y ya nacidos la tiranizan, sostengo que la mujer a quien llaman honrada pierde su vida viviendo así y que toda joven comete al casarse una imbecilidad.

—Ella piensa que cumple así un deber —objetó Naukrates sin convicción.

—¿Un deber? ¿Y hacia quién? ¿No es libre de resolver de por sí sobre un asunto que sólo a ella concierne? Es mujer, y por el hecho de serlo es generalmente sorda a todo placer intelectual. Y no satisfecha de vivir ajena a la mitad de las dichas humanas, se priva con el matrimonio de la otra faz de la voluptuosidad. Así, una joven puede decirse, en la edad en que es toda fuego: «conoceré a mi marido, y después a diez amantes o a doce quizás». ¿Puede creer alguien que morirá sin lamentarse de esta conducta? Ni tres mil mujeres habré considerado bastantes para mí el día que tenga que abandonar la vida.

—Eres ambicioso —observó Khrysís.

—Pero ¡con qué incienso, con qué dorados versos —exclamó el dulce Filodemo— no deberemos alabar por siempre a las bienhechoras cortesanas! Escapamos, merced a ellas, de las complicadas precauciones, de los celos, de las estratagemas, de los riesgos y sobresaltos del adulterio. Ellas nos libran de recibir la lluvia de plantón frente a una casa, de las escalas vacilantes, de las puertas secretas, de las citas interrumpidas, de las cartas interceptadas y de las señas mal comprendidas. ¡Oh queridas cabecitas, cuánto os amo! A vosotras no hay que asediaros. Por algunas monedas os entregáis a nosotros, y nos dais mucho más de lo que nos concedería como un favor cualquiera otra después de tres semanas de espera. El amor para vuestras lúcidas almas no es un sacrificio, sino una complacencia igual que cambian dos amantes. Además, las sumas que os confían no son para compensar vuestras inestimables ternuras, sino para pagar en su justo precio el lujo encantador y múltiple que consentís, por suprema condescendencia, en conservar en vosotras para adormecer todas las noches nuestras voluptuosidades exigentes. Siendo innumerables como sois, nunca dejamos de encontrar entre vosotras cuanto ambiciona la ilusión de nuestra existencia o el capricho del momento reclama: todas las mujeres en un día, con cabello del color que más nos guste, ojos del tinte que prefiramos y labios del sabor que más nos agrade. No hay amor, bajo el cielo, tan puro que no lo podáis fingir, ni tan abyecto que no lo aceptéis. Sois bondadosas con los desgraciados, consoladoras para los afligidos, con todos hospitalarias, y bellas, muy bellas. Por esto a vosotras os digo, Khrysís, Bakkhis, Seso, Faustina: justa es la ley de los dioses que discierne a las cortesanas el eterno deseo de los amantes y la eterna envidia de las esposas castas.

Las bailarinas habían dejado de danzar.

Acababa de presentarse una joven acróbata, que escamoteaba puñales y andaba de manos entre las hojas de acero puestas con las puntas hacia arriba.

Como el peligroso juego de la joven atraía por completo la atención de los convidados, Timón miró a Khrysís, y poco a poco fue alargándose detrás de ella sin que nadie le viera, hasta tocarla con los pies y con la boca.

—No —decía Khrysís en voz baja— no, amigo mío.

Pero él había deslizado un brazo alrededor de ella por la ancha abertura de la túnica y acariciaba con suavidad la hermosa piel ardorosa de la cortesana acostada.

—Espera —suplicaba ella—. Van a vernos. Se disgustará Bakkhis.

Le bastó una sola mirada al joven para convencerse de que no le observaban. Se atrevió hasta una caricia a que rara vez resisten las mujeres cuando llegan a permitirla; y para sofocar con un argumento decisivo los postreros escrúpulos del pudor moribundo, púsole su bolsa en la mano, que, por casualidad, estaba abierta.

Khrysís no se defendió ya.

Continuaba entretanto sus hábiles y peligrosas piruetas la joven acróbata. Marchaba de manos, con la faldeta vuelta abajo y los pies caídos delante de la cabeza, por entre cortantes espadas y largas puntas agudas. Su incómoda postura y acaso también el temor de herirse le hacían afluir a las mejillas sangre calurosa y oscura, que daba aún mayor brillo a sus ojos entreabiertos. Su talle se plegaba para tornar a erguirse. Sus piernas temblaban a veces y una inquieta respiración agitaba el desnudo pecho.

—¡Basta! —dijo Khrysís con voz breve—. Me has enervado y nada más. ¡Déjame! ¡Déjame!

Y en el momento en que las dos efesias se ponían en pie para tocar, según la tradición, la Fábula de Hermafrodita, se deslizó del lecho y salió febrilmente.