I
La llegada

Más de veinticinco años hacía que Bakkhis era cortesana. Esto quiere decir que frisaba en los cuarenta y había cambiado varias veces de aspecto su belleza.

Su madre, que durante largo tiempo fue directora de su casa y consejera de su vida, le había inculcado principios de conducta y de economía, que poco a poco le habían llevado a adquirir considerable fortuna, de la que podía usar sin tasa en la edad en que la magnificencia del lecho suple al esplendor del cuerpo.

En lugar, pues, de comprar a alto precio esclavas adultas en el mercado —gasto que tantas otras juzgaban necesario y que arruinaba a las cortesanas jóvenes— supo durante diez años contentarse con una sola negra, y atender al porvenir haciéndola que quedase preñada cada año, a fin de adquirir gratuitamente una domesticidad numerosa que constituiría más tarde una riqueza.

Como había escogido cuidadosamente al padre, su esclava dio a luz siete mulatas muy bellas, y también tres varones, que mandó matar, porque los esclavos infunden inútiles sospechas a los amantes celosos. Dio a las siete jóvenes los nombres de los siete planetas y les señaló diversas atribuciones en conformidad lo más posible con la denominación que llevaban. Heliope era la esclava del día, Selene la esclava de la noche, Aretias cuidaba de la puerta. Afrodisia atendía al lecho, Hermiona se encargaba de las compras y Cronomagira de la cocina. Por último, Diomeda, la intendente, tenía para sí las cuentas y la responsabilidad.

Afrodisia era la esclava favorita, la más bella y la más amada. Con frecuencia, su ama le hacía compartir su lecho, a solicitud de los amantes que la codiciaban y estaba exenta de trabajos serviles para que conservara suaves las manos y delicados los brazos. Por favor excepcional, dejaba de cubrirse los cabellos, de suerte que la tomaban a menudo por una mujer libre, y aquella misma noche iba a ser manumitida por el enorme precio de treinta y cinco minas.

Las siete esclavas de Bakkhis, todas de elevada estatura y admirablemente engalanadas, le proporcionaban tanto orgullo, que nunca salía sin llevarlas de séquito, a riesgo de dejar sola su casa. A esta imprudencia debió Demetrios el poder entrar con tanta facilidad. Pero todavía ignoraba ella su desgracia cuando salió el festín al que invitó a Khrysís.

Fue Khrysís la primera en llegar esa noche.

Vestía una túnica verde adornada de enormes ramas de rosas que se ensanchaban sobre sus senos.

Le abrió Aretias la puerta sin que llamase, y la condujo, como la costumbre griega lo exigía, a una piececita separada, en donde le desató las sandalias rojas y le lavó con esmero los desnudos pies. Después, alzándole la túnica o separándola, según el sitio, la perfumó por todas partes, pues a los invitados se les evitaban todas las molestias, aun la del tocado, antes de comer. Le presentó en seguida un peine y alfileres para corregir el peinado, así como pomadas y afeites secos para los labios y las mejillas.

Cuando Khrysís estuvo presta, preguntó a la esclava:

—¿Cuáles son las «sombras»?

Así se nombraba a todos los convidados, con excepción de uno, que era el «invitado». Éste, en cuyo honor se daba la comida, llevaba consigo a quien quería, y a las «sombras» no les quedaba más cuidado que llevar su cojín de lecho y ser bien educadas.

A la pregunta de Khrysís, respondió Aretias:

—Naukrates ha invitado a Filodemo, con su querida Faustina, a quien trajo de Italia. Invitó también a Frasilas y a Timón, y a tu amiga Seso de Knidos.

En este momento entraba Seso.

—¡Khrysís!

—¡Querida mía!

Abrazáronse las dos mujeres y prorrumpieron en exclamaciones sobre el feliz acaso que las reunía.

—Temía haberme retardado —dijo Seso—. El pobre Arkhytas me detuvo…

—¡Cómo!, ¿todavía él?

—Y siempre la misma cosa. Cuando como fuera, se figura que todo el mundo va a pasar sobre mi cuerpo. Entonces quiere vengarse de antemano poseyéndome, y eso dura, querida… ¡Si me conociera mejor! Ningún empeño tengo en engañar a mis amantes. Tengo bastante con ellos.

—¿Y el niño? No se te nota, ¿sabes?

—¡Así lo espero! Estoy en el tercer mes. Va creciendo el pobrecillo; pero no me molesta todavía. Dentro de seis semanas me pondré a bailar. Espero que esto le será indigesto y se saldrá pronto.

—Tienes razón —dijo Khrysís—. No dejes que se te deforme el talle. Ayer vi a Filemation, nuestra amiguita de otro tiempo, que desde hace tres años vive con un comerciante de cereales en Bubasta. ¿Sabes qué fue lo primero que me dijo? «¡Ah, si viera cómo tengo los pechos!». Y se le llenaban de lágrimas los ojos. Le dije que estaba tan bonita como antes; pero ella repetía: «¡Si vieras cómo tengo los pechos! ¡Ah, si vieras!». Y lloraba como una Byblis. Entonces vi que casi tenía deseos de enseñármelos, y se lo pedí. Dos sacos vacíos, querida y tú recuerda cuán bellos los tenía. Estaban tan blandos que no se descubría el pezón… No eches a perder los tuyos, Seso mía. Consérvalos frescos y duros como ahora. Los senos de una cortesana son más valiosos que un collar.

Mientras hablaban así las dos mujeres, se vestían. Por fin, entraron juntas al salón del festín, en donde Bakkhis esperaba de pie, oprimido el talle por medio de apodesmos y cubierto el cuello de collares de oro que le llegaban hasta la barba.

—¡Ah, encantadoras…! ¡Qué buena idea la de Naukrates en reuniros a las dos aquí…!

—Nos felicitamos de que lo haya hecho en tu casa —dijo Khrysís sin darse por entendida de la alusión.

Y agregó, para corresponder al punto a la cuchufleta:

—¿Cómo está Dóriklos?

Era éste un amante joven, muy rico, que acababa de dejar a Bakkhis para casarse con una siciliana.

—Lo… he despedido —dijo Bakkhis descaradamente.

—¡Es posible!

—Sí, dicen que se va a casar de despecho… Pero vendrá al día siguiente de sus bodas. Está loco por mí.

Al preguntar: «¿Cómo está Dóriklos?», Khrysís había pensado: «¿En dónde está tu espejo?». Pero los ojos de Bakkhis no miraban de frente, y no pudo leerse en ellos más que una turbación vaga, sin sentido alguno. Por lo demás, tiempo le quedaba a la joven para esclarecer lo que pretendía, y, no obstante su impaciencia, se resignó a esperar una oportunidad más favorable.

Iba Khrysís a continuar la conversación, cuando se lo impidió la llegada de Filodemo, Faustina y Naukrates, que la obligaba a nuevas cortesías. Se extasiaron ante el vestido bordado del poeta y el vestido diáfano de su querida romana. Esta joven, poco al corriente de los usos alejandrinos, había creído helenizarse así, sin sospechar que semejante vestido no era a propósito para un festín en el que las bailarinas alquiladas se presentarían en una desnudez parecida. Bakkhis aparentó no advertir el error, y tuvo frases amables para cumplimentar a Faustina por su espesa cabellera azul inundada de penetrantes perfumes, que llevaba recogida con un alfiler de oro en la nuca para evitar las manchas de mirra en sus ligeras telas de seda.

Iban a sentarse a la mesa, cuando entró el séptimo convidado. Era Timón, joven que poseía la falta absoluta de principios como un don natural, pero que en la enseñanza de los filósofos de su tiempo había encontrado razones superiores para aprobar su carácter.

—He traído una compañera —dijo riendo.

—¿A quién? —preguntó Bakkhis.

—A una tal Demo, que es de Mendes.

—¡Demo! Pero, amigo mío, ¡si es una mujerzuela callejera! Se entrega hasta por un dátil.

—Bien, bien; no insistamos —dijo el joven—. Acabo de conocerla en la esquina de la Vía Canópica. Me pidió que le diera de comer, y la he traído a tu casa. Si no quieres…

—Este Timón es inverosímil —declaró Bakkhis.

Y llamó a una esclava:

—Heliope, ve a decir a tu hermana que encontrará una mujer a la puerta, y que la arroje a palos. Ve.

Buscando entonces con la vista, preguntó:

—¿No ha llegado Frasilas?