Caminaba él rápidamente, con la esperanza de alcanzar a Khrysís en la avenida que conducía a la ciudad y temiendo, si se tardaba, volver a sentirse falto de energía y de voluntad.
La vía, blanca de calor, era tan luminosa, que Demetrios cerró los ojos como bajo el sol de mediodía. Avanzaba, pues, sin mirar adelante, y estuvo a punto de tropezar con cuatro esclavos negros que marchaban a la cabeza de un nuevo cortejo, cuando una vocecilla musical exclamó con dulzura:
—¡Amado mío, qué felicidad me da verte!
Alzó la cabeza, y vio a la reina Berenice de codos en su litera.
—¡Deteneos, portadores! —ordenó ella tendiendo los brazos a su amante.
Demetrios se sintió terriblemente contrariado; pero como no le era posible negarse, subió a la litera con aspecto mohíno.
Loca de alegría, la reina Berenice se arrastró sobre las manos hasta el fondo y rodó entre los cojines como una gata que pretende jugar.
Porque esta litera, conducida por veinticuatro esclavos, era un aposento completo. Doce mujeres, podían dormir cómodamente dentro de ella tendidas al acaso en la espesa alfombra azul sembrada de telas ricas y cojines; y su altura era tal, que no podía tocarse el techo ni con la extremidad del abanico. Era más larga que ancha, cerrada por delante y los tres costados con tres cortinas amarillas, ligerísimas, deslumbrantes de luz. El testero era de cedro, cubierto con un largo velo de seda anaranjada. En lo más alto de esta pared brillante, el enorme gavilán de oro de Egipto desplegaba sus grandes alas rígidas. Más abajo, el símbolo antiguo de Astarté, cincelado en marfil y plata, se abría sobre una lámpara encendida que luchaba con la luz del día en inquietos reflejos. Debajo se hallaba tendida la reina Berenice entre dos esclavas persas que agitaban a su alrededor dos penachos de plumas de pavo.
Llamó a su lado con los ojos al joven escultor, y repitió:
—¡Amado mío, qué felicidad me da verte!
Y poniéndole la mano sobre una mejilla, prosiguió:
—Te buscaba, amado mío. ¿En dónde estabas? No te he visto desde anteayer. Si no te hubiese encontrado, me habría muerto de pena en un instante. ¡Me fastidiaba tanto, sola en esta litera! Al pasar por el puente de los Hermes, arrojé todas mis joyas al agua para hacer remolinitos. Ya ves: no tengo ni sortijas ni collares, y parezco una pobrecilla a tus pies.
Inclinóse hacia él y lo besó en la boca. Las dos portadoras de abanicos fueron a acurrucarse algo más lejos, y cuando la reina Berenice comenzó a hablar más bajo, se pusieron los dedos en las orejas para aparentar que no oían.
Pero Demetrios no contestaba; apenas ponía atención; permanecía distraído. No veía de la joven reina más que la sonrisa roja de su boca y el cojín negro de sus cabellos que peinaba siempre flojos para apoyar mejor la fatigada cabecita.
Ella siguió diciendo:
—Toda la noche he llorado, amado mío. Mi lecho estaba frío. Siempre que despertaba, extendía los brazos desnudos a los dos lados de mi cuerpo, sin encontrarte, y mi mano no tocaba en ninguna parte esta mano tuya que estoy besando ahora. Te esperaba en la mañana, y desde la luna llena no habías venido. Envié esclavos por todos los barrios de la ciudad, y cuando volvieron sin ti, yo misma les di muerte.
»¿En dónde estabas?, ¿en el templo? ¿No estabas en los jardines con esas mujeres extranjeras? No; adivino en tus ojos que no has amado. ¿Qué hacías, entonces, lejos de mí? ¿Estabas delante de la estatua? Sí, estoy segura de que allí estabas. La amas ahora más que a mí. Es enteramente semejante a mí: tiene mis ojos, mi boca, mis senos; pero es a ella a quien tú buscas. Yo soy una infeliz abandonada. Bien veo que te fastidias junto a mí. Piensas en tus mármoles y en tus viles estatuas, como si yo no fuese más bella que todas ellas, y con vida, y amorosa, y buena, dispuesta a todo cuanto quieras aceptar y resignada a cuanto rehúses. Pero nada quieres. No has consentido en ser rey, ni has querido ser dios y que te adorasen en un templo que fuera tuyo. Casi ya no quieres ni amarme.
Encogió los pies debajo de ella y se apoyó en la mano.
—Por verte en palacio, lo haría todo, amado mío. Si ya no vas por mí, dime quién te atrae y seré su amiga. Las… las mujeres de mi corte son hermosas. Tengo doce guardadas en mi gineceo desde que nacieron y que hasta ignoran que existen los hombres… Todas serán tus queridas si después de ellas me buscas… Tengo a otras conmigo que han conocido más amantes que las cortesanas sagradas y son expertas en el amor. Tengo también mil esclavas extranjeras; di una palabra, y te entregaré cuantas quieras. Las vestiré como a mí misma, de seda amarilla, y de oro, y de plata.
»Pero no. Tú eres el más bello y el más frío de los hombres. A nadie amas; sólo te dejas amar. Te prestas por caridad a las que enloquecen tus ojos. Permites que sacie mi placer en ti, pero como se deja ordeñar una bestia; mirando a otra parte. Tu condescendencia no tiene límites. ¡Ah, dioses, dioses! Al cabo prescindiré de ti, joven fatuo a quien adoran todas las hijas de la ciudad y a quien ninguna hace llorar. Tengo algo más que mujeres en palacio. Tengo etíopes vigorosos, de pecho de bronce y brazos jorobados de músculos, que pronto me harán olvidar con sus abrazos tus piernas de muchacha y tu barba perfumada. El espectáculo de su pasión será nuevo para mí, seguramente, y descansaré de estar enamorada. Pero el día en que me convenza de que tu mirada ya no me inquieta y de que me es posible reemplazar tu boca, te enviaré desde lo alto del puente de los Hermes a reunirte con mis collares y mis sortijas, como a una joya usada por demasiado tiempo. ¡Ah! ¡Ser reina!
Se irguió cual si esperase algo; pero como Demetrios permanecía impasible, sin moverse ni oír, preguntó colérica:
—¿No has comprendido?
Púsose él negligentemente de codos y dijo con el tono más natural.
—Se me ocurre un cuento.
—En otro tiempo, mucho antes de que los antepasados de tu padre conquistaran la Tracia, estaba habitada por animales salvajes y algunos hombres amedrentados.
»Los animales eran muy bellos; había leones rojos como el sol, tigres rayados como el cielo del atardecer y osos negros como la noche.
»Los hombres eran enanos y feos, mal cubiertos de viejas pieles, armados de lanzas toscas y arcos groseros, y se encerraban en las cavidades de las montañas, detrás de monstruosos bloques que habían arrastrado trabajosamente. Pasaban la vida cazando y corría la sangre en los bosques.
»Era tan lúgubre el país, que los dioses le habían abandonado. Cuando salía Artemisa del Olimpo al clarear la mañana, jamás seguía un camino que llevara al Norte. Las guerras de allí no inquietaban a Ares; la falta de flautas y de cítaras alejaban a Apolo, solamente brillaba la triple Hécate como una cara de medusa sobre un paisaje petrificado.
»Entonces fue a habitar allí un hombre de una raza más feliz, que no vestía pieles como los salvajes de la montaña.
»Usaba larga túnica que arrastraba un poco detrás de sus pasos. Gustábale errar de noche, a la luz de la luna, por los mullidos claros de los bosques, llevando en la mano un pequeño caparazón de tortuga en el que había clavados dos cuernos del gigantesco toro aurochs y entre los que se tendían tres cuerdas de plata.
»Cuando tocaba con sus dedos las cuerdas, una música deliciosa las recorría, mucho más dulce que el murmullo de las fuentes, que las frases del viento entre los árboles o la ondulación de las avenas. La primera vez que tocó despertaron tres tigres, tan prodigiosamente encantados, que, lejos de causarle ningún daño, se le aproximaron lo más que les fue posible y se retiraron cuando cesó. Fueron más los que acudieron el día siguiente, así como lobos, hienas, y hasta serpientes, que se erguían sobre la cola.
»Poco después, iban los animales mismos a suplicarle que hiciese música, sucediéndole con frecuencia que un oso llegaba junto a él y después de tres acordes maravillosos se marchaba contento. A cambio de sus complacencias, las fieras le proporcionaban alimento y le protegían de los hombres.
»Pero le fatigó su fastidiosa vida. Tan convencido llegó a estar de su genio y del placer que daba a las bestias, que ya no se esforzó en tocar bien, y las fieras, con tal de oírle, quedaban siempre satisfechas. No tardó en negarse a concederles este gusto, y dejó de tocar por indolencia. Toda la selva quedó triste, pero no por ello escasearon a la puerta del músico los trozos de carne ni las frutas sabrosas. Continuaron alimentándole y le amaron más, porque el corazón de los animales es así.
»Un día, sin embargo, que, apoyado en su puerta, miraba cómo descendía el sol tras de los árboles inmóviles, pasó cerca una leona. Dio él muestras de meterse en su vivienda, cual si temiera molestar solicitudes; pero la leona, sin cuidarse de él, pasó adelante tranquilamente.
»Entonces, él le preguntó sorprendido: “¿Por qué no me ruegas que toque?”. Ella le contestó que no lo deseaba. Díjole él: “¿No me conoces?”. Y ella le respondió: “Tú eres Orfeo”. Agregó éste: “¿Y no quieres oírme?”. “No quiero”, repuso ella. “¡Oh! —exclamó el músico aún— ¡cuán digno soy de lástima! Tú eres por quien yo hubiera tocado. Eres mucho más bella que las demás y debes comprender mejor. Porque me escuches una hora solamente, te daré cuanto deseas”. Ella le respondió: “Te pido que robes las carnes frescas que tienen los hombres de la llanura. Te pido que asesines al primero que encuentres. Te pido que te apoderes de las víctimas ofrecidas a tus dioses y que todo lo deposites a mis pies”. Él le agradeció que no pidiera más, e hizo todo lo que le había exigido.
»Durante una hora, tocó delante de ella; pero después rompió su lira y vivió como si estuviera muerto.
La reina suspiró:
—Jamás comprendo las alegorías. Explícame, amado mío, lo que eso significa.
Demetrios se puso en pie:
—Nada te he dicho para que comprendas. Te referí una historia a fin de calmarte un poco. Ahora es tarde. Adiós, Berenice.
La reina se echó a llorar.
—¡Estaba muy segura!, ¡estaba muy segura!
Él la acostó como a un niño sobre el blando lecho de mullidas telas, la besó sonriendo los desolados ojos, y descendió tranquilamente de la gran litera en marcha.